27

Jerusalén

Cuando terminó la comida para recaudar fondos, y después de acompañar a Har-Zion a su oficina en el edificio del Knesset, en Derekh Ruppin, Avi Steiner tomó un autobús a Romema para mirar el buzón. Sus ojos escrutaron con suspicacia a los pasajeros, no por temor a suicidas (¡Dios, qué irónico sería morir en un autobús a manos de un sicario de al-Mulatham!), sino por si acaso le seguían. Era una posibilidad minúscula (se trataba de un secreto tan celosamente guardado que la mayoría de los implicados ni siquiera sabían que lo estaban), pero cualquier precaución era poca. Por eso Har-Zion confiaba en él y le había apodado Ha-Nesher, el Águila, porque era muy precavido, porque lo veía todo. Ha-Nesher, y también Ha-Neeman, el Leal. Habría hecho cualquier cosa por Har-Zion. Cualquier cosa. Era como un padre para él.

Bajó del autobús al final de la calle Jaffa, miró de nuevo alrededor con suspicacia, subió por la colina hasta llegar al corazón de Romema, una aburrida zona residencial con bloques de apartamentos de piedra amarilla, entre los que crecían bosquecillos de pinos y cipreses, cambió de dirección con brusquedad, volvió sobre sus pasos, confirmó y volvió a confirmar que no le seguían, hasta que por fin entró en una tienda con un letrero sobre la puerta que anunciaba «Comestibles, artículos de escritorio, buzones privados».

No miraba el buzón con regularidad, pues la regularidad implicaba una rutina, y la rutina despertaba sospechas. A veces iba tan sólo un par de días después de su última visita, a veces esperaba una semana, quince días, incluso un mes. Las precauciones siempre eran pocas.

Los buzones estaban clavados a una pared del fondo, fuera de la vista de la propietaria, una sefardí de edad avanzada que, en los tres años que hacía que frecuentaba la tienda, parecía que nunca se había movido de su butaca, detrás del mostrador de madera contrachapada. Echó un último vistazo alrededor, sacó una llave y abrió el buzón número 13, del cual extrajo un solo sobre que deslizó en el bolsillo de la chaqueta, antes de volver a cerrar con llave el buzón y salir. Había estado en la tienda menos de un minuto.

De nuevo en la calle, zigzagueó otros quince minutos y después abrió el sobre. Contenía una hoja de papel en la que había escrito, con letras mayúsculas para no identificar la caligrafía, un nombre y una dirección. Los memorizó, rompió la hoja en trozos diminutos, los mezcló en la mano y los fue depositando en cuatro cubos de basura diferentes, antes de volver a la calle Jaffa y tomar un autobús de regreso a la ciudad, satisfecho de saber que estaba trabajando por el bien de su pueblo y su patria.