Luxor
Cuando Jalifa volvió de Edfu, Mahfuz ya había hablado con el jefe Hasani y le había informado de la situación.
Se lo tomó sorprendentemente bien. Mejor de lo que Jalifa había esperado, desde luego. Oyó algunas maldiciones masculladas cuando entró en su despacho, y vio la habitual mirada furibunda de Hasani, pero los chillidos y puñetazos sobre la mesa que había esperado, y para los cuales se había preparado durante todo el viaje de regreso, no se materializaron. Al contrario, el jefe se mostró de lo más comedido durante toda la conversación y aceptó la reapertura del caso sin emitir más que algún murmullo de disentimiento, como si ya no le quedaran energías o voluntad para seguir oponiéndose. Jalifa hasta creyó captar un leve brillo de alivio en sus ojos, como un hombre que ha conseguido por fin quitarse de encima un peso con el que nunca quiso cargar.
—Dejemos clara una cosa —dijo Hasani, mientras miraba por la ventana de su oficina, el peluquín aferrado a su cabeza como un grumo de algodón de azúcar moreno—. Trabajarás solo. Estoy justo de hombres. No puedo prescindir de nadie más. ¿Comprendido?
—Sí, señor.
—Asignaré otro caso a Sariya. Hasta que hayas solucionado este, trabajará en otra oficina.
—Sí, señor.
—No quiero que te vayas de la lengua en la comisaría. No se lo digas a nadie. Si te preguntan, limítate a decir que han surgido nuevas pruebas y las estás investigando. No entres en detalles.
—Sí, señor.
Se oyó el ruido de cascos de caballos cuando una calesa pasó por la calle. El conductor silbaba a los turistas, los animaba a dar un paseo. Hasani miró un momento, luego volvió a su escritorio.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
Jalifa se encogió de hombros y dio una calada al Cleopatra que sujetaba entre los dientes.
—Intentar averiguar algo más sobre el pasado de Jansen, supongo. A ver si encuentro algo que le relacione con la señora Schlegel. Algún móvil del asesinato. Todo lo que tenemos en este momento es circunstancial.
Hasani asintió. Abrió el cajón de su escritorio, sacó el llavero de Jansen y lo entregó al detective.
—Vas a necesitarlo.
Jalifa cogió las llaves y las guardó en el bolsillo.
—Tendré que ponerme en contacto con los israelíes en algún momento —dijo—. Por si tienen algo sobre la mujer.
Hasani hizo una mueca, pero no dijo nada. Sostuvo la mirada de Jalifa durante un largo rato y después, despacio, se puso en pie, caminó hasta un archivador y se agachó para abrir el cajón de abajo, del cual extrajo una delgada carpeta roja. Volvió al escritorio y se la entregó a Jalifa. Delante estaba escrito «2345/1: Schlegel, Hannah. 10 de marzo de 1990».
—Supongo que las pistas se habrán enfriado, pero nunca se sabe.
Jalifa contempló el expediente.
—Mahfuz dijo que usted lo había quemado.
Hasani gruñó.
—No eres el único capullo de por aquí que tiene conciencia.
Sostuvo una vez más la mirada de Jalifa y después le despidió con un gesto.
—¡Quiero que me tengas al día con regularidad! —gritó a su espalda—. Lo cual quiere decir exactamente eso.