Tel Aviv, hotel Sheraton
—Cuando la gente me pregunta por qué me opongo a los llamados procesos de paz, por qué creo en un Israel fuerte gobernado por judíos, sin la menor presencia árabe, me gusta contarles la historia de mi abuela.
Har-Zion se apartó del micrófono y bebió un traguito de agua, mientras observaba a los invitados a la comida sentados frente a él. Eran un buen número, en su mayor parte gente dedicada a los negocios, muchos norteamericanos. Cien invitados, doscientos dólares por cabeza. Eso significaba mucho dinero para Chayalei David. Y eso antes de las promesas de donaciones privadas, que doblarían esa suma. Cincuenta mil dólares, más o menos. Mucho dinero.
Pese a eso, no lo estaba pasando bien. Siempre le ocurría en esta clase de actos. Los trajes, la conversación educada, la falsa alegría… eso no era para él. Lo suyo era un campo de batalla, o una muchedumbre de árabes ruidosos protestando por otra ocupación de los Guerreros de David. Lo suyo era la acción.
Miró sin querer el asiento de su derecha, que su esposa Miriam siempre ocupaba antes de que el cáncer se la llevara (Dios, ¿era posible que ya hubieran pasado tres años?). En lugar de su cuerpo menudo y bien vestido vio a un anciano rabino tocado con un enorme shtreimel adornado con una franja de piel. Le miró un momento como desconcertado por su presencia, después meneó la cabeza, se inclinó hacia el micrófono y continuó hablando.
—Mi abuela por parte de madre murió cuando yo sólo tenía diez años, de modo que no llegué a conocerla bien. Sin embargo, en esos pocos años que compartí con ella, me di cuenta de que era una mujer notable. Cocinaba como no pueden imaginarse, borsch, pescado relleno, kneidls. ¡La perfecta abuela judía!
Se oyeron unas cuantas carcajadas en la sala.
—Pero hacía algo más que cocinar. Se sabía la Torá mejor que cualquier rabino que yo haya conocido… sin ánimo de ofender…
Se volvió hacia el rabino, que sonrió magnánimo. Más carcajadas.
—Y cantaba mejor que cualquier hazzan. Incluso hoy, cuando cierro los ojos, la oigo cantar el kerovah, tan dulce, como un ruiseñor. Si estuviera ahora aquí, les encantaría. ¡Más que yo, desde luego!
Un tercer eco de carcajadas, acompañado por gritos apagados de «¡No es verdad!». Har-Zion levantó el vaso y tomó otro sorbo de agua.
—También era una mujer fuerte. Valiente. Tuvo que sobrevivir dos años en Gross-Rosen.
Esta vez, no hubo gritos ni carcajadas. Todos los ojos se clavaron en él.
—Yo quería mucho a mi abuela —continuó mientras dejaba el vaso sobre la mesa—. Me enseñó muchas cosas, me contó cuentos maravillosos, inventó juegos estupendos. Sólo había una cosa de ella que me entristecía: nunca me abrazó contra su pecho como hacen las abuelas. Sobre todo las abuelas judías.
El público guardaba silencio, mientras se preguntaba cómo terminaría la historia. Har-Zion sentía que la piel le hormigueaba debajo del traje, como si llevara una camisa de fuerza llena de pimienta. Introdujo los dedos dentro del cuello de la camisa con la intención de aflojarlo un poco.
—Al principio no me daba demasiada cuenta. No obstante, cuando me fui haciendo mayor, empezó a afectarme. Quizá mi bubeh no me quiere, pensaba. Tal vez me he portado mal. Quería preguntarle por qué nunca me abrazaba, pero intuía que no deseaba hablar de eso, de modo que nunca dije nada. Yo estaba triste y confuso.
Detrás de él, su guardaespaldas Avi tosió. Sonó de una manera anormal en el silencio que envolvía la sala.
—Sólo después de su muerte, mi madre me dio la solución de este extraño misterio. De jovencita, mi abuela había vivido en un shtetl del sur de Rusia. Todos los sábados por la noche, después de beber sin parar, los cosacos se presentaban. Los judíos se encerraban en sus casas, pero los cosacos tiraban la puerta abajo y sacaban a la gente a la calle, donde los golpeaban y, a veces, los mataban. Para ellos era una diversión, un deporte. Al fin y al cabo, sólo eran sucios judíos.
Doscientos pares de ojos estaban clavados en Har-Zion. A su lado, el rabino tenía la vista fija en el regazo y meneaba la cabeza con tristeza.
—En una de estas ocasiones, los cosacos capturaron a mi abuela. Tenía quince años en aquel tiempo, una hermosa muchacha de pelo largo y ojos brillantes. Creo que no es preciso contarles lo que le hicieron. Cinco cosacos. Borrachos. En la calle, a la vista de todo el mundo. Después, cuando terminaron, quisieron llevarse un recuerdo de aquella noche. ¿Saben qué recuerdo eligieron?
Dejó que la pregunta flotara en el aire unos momentos.
—Un pecho de mi abuela. Se lo cortaron con un cuchillo y se lo llevaron, un trofeo para colgar en la pared.
Hubo murmullos de horror. Una mujer sentada a una de las mesas delanteras se llevó la servilleta a la boca. El rabino susurró «Santo Dios».
—Por eso mi abuela nunca me abrazó —añadió en voz baja Har-Zion—. Porque sabía que yo notaría algo raro y tenía vergüenza. No quería que supiera de su dolor. No quería que me pusiera triste por su causa.
Calló, a la espera de que las palabras obraran su efecto. Podría haber contado otras historias del mismo cariz. Muchas historias. Sobre sus propias experiencias: las burlas, las palizas, la vez en que, cuando estaba en el orfanato, le metieron un palo de escoba por el recto al grito de «¡dadle por el culo al judío! ¡Dadle por el culo al judío!». Parecía que todos los días de su infancia habían estado ensombrecidos por el miedo y la humillación. Pero prefería no hablar de eso. Nunca había hablado de eso. Ni siquiera con Miriam, su esposa. Era demasiado brutal, demasiado doloroso, peor aún que las quemaduras que le habían destrozado el cuerpo y lo habían dejado como una estatua de cera fundida. Por eso contaba la historia de su abuela, que le tocaba de cerca, pero no tanto como para conseguir que se desmoronara, que se abrieran las compuertas. Había mucho dolor dentro. Mucho horror. A veces tenía la sensación de ahogarse en la negrura.
Tomó un tercer sorbo de agua, tosió para aclararse la garganta y se encaminó hacia la conclusión del discurso. Juró que lo sucedido a su abuela nunca volvería a pasarle a ningún judío, que haría cualquier cosa con tal de defender a su pueblo, de mantener fuerte a Israel. Cuando hubo terminado, el público se puso en pie como un solo hombre, le vitoreó y aplaudió. Agradeció la ovación, mientras sentía un picor incontrolable en la piel; después se sentó con la ayuda de Avi. El rabino le dio unas palmaditas en el brazo.
—Eres un buen hombre, Baruch.
Har-Zion sonrió, pero no dijo nada. ¿Lo soy?, se preguntó. Bueno y malo, bien y mal… palabras que parecían carecer ahora de significado. Sólo quedaban la fe en Dios y la lucha por sobrevivir. Era lo que había hecho toda su vida. Lo que su pueblo había hecho toda su vida. Se volvió un poco, con rigidez, echó un vistazo a la menorah de siete brazos grabada en un panel detrás de la mesa, pensó en Laila al-Madani, al-Mulatham y todos los demás, antes de mirar al público y sonreír cuando un fotógrafo se acercó para tomarle una foto.