Jerusalén
Laila no se acordaba de cuándo se había convertido en miembro del Club de los Desayunos del American Colony, pero hacía varios años que las reuniones de los viernes por la mañana constaban de manera regular en su agenda semanal. No era un club propiamente dicho, sino más bien una reunión informal en el American Colony Hotel, donde, entre cafés y cruasanes, un grupo de periodistas, trabajadores de ONG y diplomáticos de segundo orden (quien entonces se encontrara en la ciudad) hablaban de los asuntos importantes de ese momento. Al desayuno solía seguir la comida, que daba paso al té y, algunas veces al año, el té precedía a una cena bien regada con alcohol, donde las conversaciones subían de tono, se intercambiaban insultos y, en una ocasión memorable, el jefe de la agencia del Washington Post rompió una botella de vino en la cabeza del agregado cultural danés.
Laila llegó poco después de las diez, se detuvo a echar una carta en el buzón del hotel, atravesó el fresco vestíbulo de suelo de piedra y salió al soleado patio central, con su fuente burbujeante, macetas de plantas floridas y mesas metálicas bajo la sombra que arrojaban parasoles de color crema. Varios habituales del «club» ya habían llegado (su amiga Nuha, Onz Schenker, del Jerusalem Post; Sam Rogerson, de Reuters; Tom Roberts, el tipo del consulado británico que siempre intentaba ligar con ella), así como un par de caras nuevas que no reconoció, todos sentados bajo un naranjo retorcido. Ya estaban enfrascados en una conversación, de modo que acercó una silla y se sirvió un café de la cafetera que había sobre la mesa. Roberts la miró, sonrió nervioso y después desvió la vista.
—Todo es una broma —decía Rogerson pasándose una mano por la cabeza de cabello ralo—. Es una hoja de ruta que no conduce a ningún lugar, joder. A menos que Israel se enfrente al problema fundamental, es decir, que han jodido a los palestinos y han de hacer concesiones significativas para cambiar las cosas, el derramamiento de sangre continuará.
—Yo te diré cuál es el jodido problema fundamental —rezongó Schenker, con el ceño fruncido, tras dar una calada a un Noblesse—. El problema es que, a fin de cuentas, los árabes no están interesados en hablar de paz. Es una gilipollez ofrecer concesiones cuando lo único que desean es borrar a Israel del mapa.
—Chorradas —dijo Nuha.
—¿De veras? ¿Me estás diciendo que al-Mulatham de repente quiere negociar? ¿Que Hamas va a reconocer el derecho de Israel a existir?
—Venga, Oz, esos no representan al pueblo palestino —intervino una mujer menuda y muy maquillada, de nombre Deborah Zelon, corresponsal de la Associated Press.
—¿Quién lo representa? ¿Qureia? ¿Abbas? ¿Tipos de los que la mitad de la población se ríe y a los que la otra mitad desprecia? ¿Arafat, que solía torturar a su propia gente, que ha malversado los fondos de ayuda, al que ofrecieron la paz en bandeja en Camp David…?
—¡Otra vez no! —gritó Nuha.
—Barak le ofreció el noventa y siete por ciento de Cisjordania —exclamó Schenker al tiempo que le apuntaba con su cigarrillo—. Su propio Estado. ¡Y lo rechazó!
—Lo que le ofrecieron, como bien sabes —replicó Nuha, echando chispas por los ojos—, era un montón de cantones rodeados de asentamientos israelíes ilegales y sin fronteras internacionales. Eso, y una mierda de desierto que habéis utilizado como vertedero de productos tóxicos durante los últimos veinte años. No podía aceptar. Le habrían linchado.
Schenker resopló y apagó el cigarrillo en un cenicero.
Llegó un camarero con más café y una bandeja de cruasanes, seguido un momento después por un hombre de edad avanzada con chaqueta de tweed y gafas en forma de media luna, el cual acercó una silla y se sumó al grupo. Nuha le presentó como profesor Faisal Bekal, de la Universidad de al-Quds. El anciano levantó una mano artrítica a modo de saludo.
—Lamento decirlo —intervino Rogerson, retomando el hilo de la conversación—, pero estoy de acuerdo con Schenker en este último punto. Arafat es un estorbo. Qureia y Abbas tienen buena voluntad, pero carecen de autoridad para llegar a un acuerdo realista y convencer a su pueblo. Los palestinos necesitan un nuevo líder.
—¿Y los israelíes no? —resopló Nuha.
—Pues claro —dijo Rogerson, que cogió una manzana del cuenco que había en el centro de la mesa y empezó a pelarla con su navaja—. Sharon es un desastre increíble. Pero eso no cambia el hecho de que los que tenéis vosotros no son capaces de encontrar una solución al problema. Desde luego, no una solución permanente.
—¿Y quién lo es? —preguntó Deborah Zelon—. Dahlan y Rayub carecen de una base de poder. Erekat no tiene ninguna posibilidad. Barghuti está en la cárcel. No hay nadie más.
El profesor Bekal cogió un cruasán, lo partió en dos y dejó una mitad sobre el borde de la mesa, mientras mordisqueaba la otra.
—Está Saeb Marsudi —murmuró, con voz tenue y algo temblorosa, al tiempo que se limpiaba las migas de los labios.
—¿Usted cree? —preguntó Rogerson.
El anciano ladeó la cabeza.
—¿Por qué no? Es joven e inteligente, y la gente le quiere. Posee buenas credenciales. Hijo de activista, nieto de activista, dirigente de la Primera Intifada, pero lo bastante pragmático para saber que nunca existirá una Palestina libre sin negociación y acuerdo.
—También tiene sangre judía en las manos —resopló Schenker.
—En esta parte del mundo todos tienen sangre de alguien en las manos, señor Schenker —musitó Bekal—. La cuestión es qué hacen ahora, no lo que hicieron en el pasado. Sí, Marsudi introdujo armas de contrabando en Gaza. Y sí, esas mismas armas fueron utilizadas sin duda para matar israelíes. Tal vez a los mismos israelíes que expulsaron a su familia de la tierra que les pertenecía, encarcelaron a su padre y asesinaron a su hermano. El caso es que Marsudi cumplió su condena. Ahora es uno de los pocos palestinos con coraje para oponerse públicamente a la resistencia violenta. Creo que podría hacer cosas buenas.
—Si vive lo suficiente —gruñó Nuha—. Hamas quiere cortarle el cuello.
—Ahí lo tienes, Onz —dijo Rogerson, que había conseguido pelar la manzana formando una única espiral—. Sobre esa base, debería ser vuestra mejor apuesta.
Schenker bebió café y encendió otro Noblesse.
—Todos son igual de malvados —gruñó—. No se puede confiar en esos cabrones.
—¡Escuchad la voz de la razón y la esperanza! —exclamó Deborah Zelon entre risas.
La conversación derivó hacia otros temas, las opiniones volaban como pelotas de ping-pong, el sonido de voces subía y bajaba, su ritmo se rompía de vez en cuando debido a un súbito estallido de carcajadas o gritos, que solían proceder de Onz Schenker, cuya actitud en la conversación parecía abarcar tan sólo dos posturas: irritado y muy irritado. Más gente entró en el patio y se sumó al encuentro, hasta que hubo más de veinte personas reunidas, y lo que había sido un debate único se fragmentó poco a poco en una serie de conversaciones entre grupos más pequeños. Tom Roberts se acercó y tomó asiento al lado de Laila.
—Hola, Laila —dijo, y su lengua se demoró un poco en la primera ele de su nombre, una secuela del tartamudeo que había padecido en la infancia—. ¿Cómo te va?
—Bien —dijo ella—. Siento no haberte devuelto la llamada. He estado un poco…
Él desechó sus explicaciones con un gesto, como si no importara. Era mayor que ella, cuarentón, alto y delgado, aficionado a la lectura, con gafas redondas, un hombre tímido y modesto. No dejaba de ser atractivo, pero tampoco lo era particularmente. Insulso. Por algún motivo, a Laila le recordaba una jirafa.
—Estás muy callada hoy —continuó, y esta vez se demoró en la eme de «muy»—. Por lo general, le das un buen rapapolvo a Schenker.
Ella sonrió.
—Hoy le he concedido el día libre.
—¿Absorta en otras cosas?
—Podría decirse así.
Había tenido una semana muy ocupada. El día después de quedar con Nuha había escrito dos artículos y medio, una buena marca incluso para ella; uno de ellos era un perfil de Baruch Har-Zion en dos mil palabras para la New York Review (había salido aquel mismo día). Después había ido a Gaza para un artículo sobre la violencia doméstica (un problema cada vez más frecuente, y pocas veces reconocido, en la sociedad palestina), y apenas había tenido tiempo de escribirlo cuando The Guardian la envió a Limassol para cubrir una conferencia sobre programas de ayuda al pueblo palestino. Había llegado a última hora de aquella misma tarde y dedicado la mitad de la noche a transcribir cintas, hasta que a las cuatro de la madrugada se acostó, aunque no durmió muy bien.
No era el cansancio lo que la preocupaba ahora, sino la maldita carta. No podía apartarla de su mente. Toda la semana había estado acechando entre sus pensamientos, aguijoneándola, intrigándola. «Estoy en posesión de información que podría resultar de incalculable valor para este hombre en su lucha contra el opresor sionista… A cambio, estoy en condiciones de ofrecerle la que, en mi opinión, podría ser la exclusiva más grande de su carrera… La información de la que hablo está íntimamente relacionada con el documento adjunto». Cuanto más pensaba en ella, más se convencía de que su análisis inicial había sido erróneo, de que la carta no era ni una broma pesada ni un intento de tenderle una trampa, sino que iba en serio. Carecía de pruebas concretas, era tan sólo una intuición, la misma intuición que la animaba a seguir una pista.
En el poco tiempo que le quedaba entre escribir artículos y viajar, había intentado averiguar algo sobre el muchacho que había entregado la carta, sin resultado alguno. La curiosa construcción de la frase «me gustaría presentarle una propuesta» hacía pensar que el inglés no era la lengua materna del autor de la misiva, pero por lo demás no tenía la menor pista sobre su identidad (al menos, estaba segura de que era un hombre). Fuera quien fuese, había dicho que seguirían en contacto, pero hasta el momento no había vuelto a saber de él.
Lo cual dejaba como única pista el curioso documento fotocopiado. Se lo había pasado a un contacto de la Universidad Hebrea, el cual había indicado que podía ser una especie de código, aunque no tenía ni idea de cómo descifrarlo. Una búsqueda de «GR» en internet había dado un enorme número de resultados, como esperaba, más de un millón, por el amor de Dios, y después de examinar los treinta primeros lo dejó correr, harta de perder el tiempo. Había llegado a un callejón sin salida.
—¿Puedo ayudarte en algo?
Tom Roberts la estaba mirando, expectante.
—Has dicho que estás absorta en otras cosas —añadió, al observar la expresión de desconcierto de Laila—. He pensado que quizá podría ayudarte.
—Lo dudo —dijo ella, y terminó su café—. A menos que seas un experto en descifrar códigos.
—No lo hago nada mal. Una especie de afición. ¿Cuál es el contexto?
Laila enarcó las cejas con expresión inquisitiva.
—¿Es una carta, un documento oficial? —preguntó él.
—Una carta, creo —contestó la joven—. Antigua. Tal vez medieval. No tiene ni pies ni cabeza. Es una larga secuencia de letras con una especie de firma al final. GR.
El hombre se humedeció los labios mientras pensaba, luego meneó la cabeza para indicar que las iniciales no le decían nada.
—Es mi día libre —dijo después de una breve pausa—. Podría echarle un vistazo, si quieres.
Laila vaciló, pues sabía que Tom se sentía atraído por ella y no quería complicar las cosas. Antes de que pudiera rechazar la oferta, él añadió:
—No hay segundas intenciones. Palabra de scout. Creo que, después de seis meses, ya he comprendido el mensaje.
Ella le miró un momento, sonrió y apoyó la mano sobre la de él.
—Lo siento, Tom. Debes de pensar que soy una zorra.
—Es parte del atractivo, si quieres que te diga la verdad —repuso él con una sonrisa melancólica.
Laila le apretó la mano.
—Sería estupendo que le echaras un vistazo, pero con una condición. Has de dejar que te invite a comer.
—Ojalá tuvieras que descifrar un código cada día —comentó Tom con una sonrisa—. ¿Cuándo te va bien?
—Aprovechemos el momento —dijo Laila, al tiempo que echaba la silla hacia atrás y se levantaba—. Creo que, por esta semana, ya tengo bastante de Schenker.
Roberts cogió la chaqueta y se despidieron. Nuha lanzó a Laila una mirada intrigada, que ella devolvió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, como diciendo «no es lo que piensas». Cuando cruzaban el patio en dirección al vestíbulo, la voz de Onz Schenker sonó a su espalda.
—¡Yehuda Milan es la última persona capaz de salvar este país! ¡Héroe de guerra o no, ese hombre no me inspira confianza!
—¿Por qué, Onz? —gritó Rogerson—. ¿Porque podría firmar un acuerdo realista con los palestinos? ¡Es gente como tú la que no inspira la menor confianza!
—¡Eres un antisemita, Rogerson!
—¡Mi mujer es judía, cojones! ¿Cómo puedo ser yo antisemita?
—¡Que te den por el culo, Rogerson!
—¡No, que te den por el culo a ti, Schenker! ¡Que te la metan hasta el fondo de tu gordo y apestoso culo fascista!
Se oyó el ruido de sillas arrastradas por el suelo, un plato que se rompía y una algarabía de chillidos que ordenaban a los dos hombres sentarse y dejar de hacer estupideces. Para entonces, Laila y Tom Roberts ya habían atravesado el vestíbulo del hotel y salían por la entrada principal, cubierta de buganvillas. Las voces de sus colegas se apagaron a su espalda.