Egipto, entre Luxor y Edfu
Jalifa adelantó al camión y volvió a su carril sin dejar de tocar la bocina. A su izquierda, en la lejanía, una cordillera ondulaba y se expandía como una hilera de castillos de arena derrumbados. A su derecha, más cerca, al otro lado de una serie de campos de banana y caña de azúcar, el Nilo serpenteaba hacia el norte, con la superficie negra y lisa, como una banda de metal pulido. Encendió un cigarrillo, pisó el acelerador y encendió la radio. Shaaban Abd al-Rehim cantaba su éxito «Ana Bakrah Israel». (Odio a Israel). Jalifa escuchó un momento y después cambió de emisora. Dejó atrás un letrero indicador de que faltaban sesenta kilómetros para Edfu.
Había transcurrido más de una semana desde que habían encontrado el cadáver en Malqata, y en ese tiempo no había conseguido descubrir casi ninguna información nueva sobre el misterioso Piet Jansen. Tenía que conducir su investigación a espaldas del jefe Hasani. Llegaba temprano a la oficina, se iba tarde, hacía algunas llamadas a la hora de comer, robaba tiempo a su jornada de trabajo. Sin embargo, dudaba de que, incluso sin estas dificultades, hubiera averiguado mucho más sobre el sujeto. Todo en la vida de Jansen, desde la obsesiva seguridad de su villa hasta la absoluta falta de información sobre su pasado, parecía encaminado a mantener la privacidad de esa vida. Más que privacidad: secretismo, inaccesibilidad.
Había solicitado y recibido la ciudadanía egipcia en octubre de 1945. Al menos eso había averiguado Jalifa gracias a un antiguo contacto en el Ministerio del Interior. Después, había vivido en Alejandría, al frente de una empresa de encuademación de libros, de éxito moderado, situada en Sharia Amin Fijry, antes de trasladarse a Luxor en marzo de 1972. Primero compró la villa y, siete meses más tarde, el hotel (cambió el prosaico nombre de Buena Bienvenida por el de Menna-Ra). Sus extractos bancarios revelaban que, si no acaudalado, vivía con comodidad, mientras que, según los informes médicos, padecía hemorroides, artritis, juanetes y angina de pecho, además de cáncer de próstata en estado avanzado, diagnosticado en enero de 2003. Su cojera era la secuela de un accidente de coche ocurrido en 1982 que le había destrozado la rodilla derecha.
Había otros datos dispersos. Jansen era asiduo de la biblioteca egiptológica de la Chicago House, se le consideraba un buen jardinero, carecía de antecedentes policiales… pero eso era todo. Cuándo había llegado por primera vez a Egipto, por qué y de dónde, cuál era su relación, si existía, con Hannah Schlegel, todo estaba envuelto en una bruma de misterio. Mucha gente le conocía, por lo visto, pero cuando se la presionaba, nadie parecía saber nada sobre él. Era como si no tuviera pasado, como si no hubiera nada bajo la superficie. Incluso la información aportada por Carla Shaw de que podía ser holandés había llegado a un callejón sin salida cuando la embajada holandesa le comunicó que Piet Jansen era uno de los nombres más comunes del país y que sin una fecha de nacimiento o una población sería imposible seguir su rastro.
Sólo había encontrado una pista que podría ser interesante, y se la había facilitado la factura del teléfono del fallecido. Jansen no hacía muchas llamadas, y casi todas eran al Menna-Ra. Sólo otro número, de El Cairo, figuraba con cierta frecuencia en la factura: nueve veces en los últimos tres meses. Jalifa lo había investigado en Egypt Telecom, pensando que sería uno de los amigos que Carla Shaw había mencionado durante su interrogatorio de la semana anterior. Sin embargo, esto también demostró ser una pista falsa, pues el número no pertenecía a una dirección privada, sino a un teléfono público del barrio de el-Maadi.
En pocas palabras, apenas había avanzado. Por eso iba en el coche ahora.
Continuó su camino y atravesó pequeños pueblos destartalados. Las colinas y el río, a uno y otro lado, se acercaban unas veces a la carretera y otras se perdían en la distancia, como asustados por el tráfico. El sol se estaba alzando a su izquierda, trepaba por el cielo como una yema de huevo que ascendiera entre agua hirviendo, y su calor creciente hacía que la húmeda tierra aluvial de los cultivos rielara y desprendiera vapor como un pastel recién salido del horno.
Llegó a Edfu media hora después. Cruzó el Nilo por el puente de cuatro carriles de la ciudad y recorrió sus calles polvorientas, antes de continuar hacia el sur, esta vez por la orilla derecha del río. Seis kilómetros más adelante, paró junto a un puesto ambulante para que le orientaran. Pasados dos kilómetros se desvió a la izquierda de la autopista y entró en una pista arenosa que serpenteaba entre campos de cebollas y calabazas y de vez en cuando se internaba en espesos bosquecillos de árboles falak, hasta desembocar en una vivienda encalada y adornada que se alzaba junto al río. La casa de Ehab Ali Mahfuz, el exjefe de Jalifa, el hombre que había dirigido la investigación de la señora Schlegel. Frenó y apagó el motor.
Ir hasta allí era una apuesta arriesgada para Jalifa. Si bien se había jubilado tres años antes, Mahfuz aún tenía mucha influencia. Si la visita le molestaba, bastaría una palabra para que Jalifa fuera degradado a policía de a pie y destinado a alguna comisaría olvidada en medio del desierto occidental. Eso, o ser expulsado del cuerpo.
Sin embargo, si quería reabrir el caso de manera oficial (y había llegado a un punto de sus investigaciones en que ya no podía seguir trabajando extraoficialmente), a Jalifa no le quedaba otro remedio que jugar esa baza. El jefe Hasani no iba a ayudarle. Si pasaba por encima de Hasani y se dirigía al comisario del distrito, por ejemplo, eso le empantanaría en una jungla burocrática que tardaría meses en resolverse. Mahfuz tenía poder para agilizar las cosas de inmediato. La pregunta era si estaría dispuesto a utilizar ese poder. Jalifa no le recordaba como un hombre predispuesto a admitir errores.
Tamborileó con los dedos sobre el volante, cogió un informe mecanografiado de sus descubrimientos, bajó, se acercó a la puerta principal y llamó al timbre. Al cabo de unos momentos, oyó pasos que se acercaban. La puerta se abrió.
—Sabah el-jayr —dijo a la mujer que apareció ante él—. He venido a ver al inspector jefe.
—El comandante Mahfuz no desea ver a nadie en este momento —replicó la mujer, que recalcó la palabra «comandante», el rango con el que Mahfuz se había jubilado del cuerpo. Era de edad madura, piel oscura, y vestía ropas negras y tarha. El ama de llaves, supuso Jalifa.
—Sólo deseo que me conceda unos minutos. He venido desde Luxor. Es importante.
—¿Tiene cita?
Admitió que no.
—Entonces no le verá.
Se dispuso a cerrar la puerta, pero Jalifa se interpuso en el hueco.
—Haga el favor de decirle que ha venido el inspector Yusuf Jalifa —pidió con firmeza—. Dígale que es urgente.
Ella le miró airada y, después de ordenarle que se quedara donde estaba, desapareció en el interior de la casa.
Jalifa se apoyó contra el marco de la puerta y encendió un cigarrillo, al que dio una profunda calada. Pese a sus habituales encontronazos con Hasani, no era una persona dada a los enfrentamientos personales, y situaciones como esta no le resultaban fáciles. Se descubrió pensando en sus años de universitario, cuando una vez llevó la contraria a un profesor delante de toda la clase. Le dijo que se había equivocado en un punto, y experimentó una sensación de miedo cuando levantó la mano y habló.
Dio otra calada, se volvió y miró hacia los campos que acababa de atravesar. A lo lejos vio una figura semidesnuda que picaba en la tierra con una turia. Su cuerpo se alzaba y caía con la lenta precisión rítmica de un juguete mecánico. ¿Qué estoy haciendo?, se dijo. ¿Qué coño estoy haciendo?
La mujer regresó un par de minutos después. Jalifa casi esperaba oír que Mahfuz se negaba a verle. Sin embargo, el ama de llaves le ordenó que apagara el cigarrillo y, tras mirarle como diciendo, «yo no apruebo esto», le guio hasta el fresco interior de la casa.
—El comandante no se encuentra bien —explicó con semblante severo, mientras atravesaban una serie de habitaciones en dirección a la parte posterior de la vivienda—. Salió del hospital hace quince días. El médico dijo que no debían molestarle.
Entraron en un amplio salón iluminado por el sol, con suelo de baldosas y una trabajada araña que colgaba del techo. Al fondo, unas puertas de cristal daban acceso a un jardín lleno de flores.
—Está allí —indicó la mujer—. Traeré té. Y no fume.
Miró fijamente a Jalifa para asegurarse de que había comprendido el mensaje, dio media vuelta y desapareció. El detective, antes de salir al jardín, se quedó mirando una gran foto enmarcada de Mahfuz estrechando la mano del presidente Mubarak. Al otro lado de una extensión de césped inmaculadamente cuidado, bordeado de arriates de flores de color rosa y amarillo, una pequeña plataforma de madera se extendía sobre el río. Sobre ella, de espaldas a Jalifa, había una tumbona a la que daba sombra un parasol de rayas verdes y blancas. Murmuró a toda prisa una oración y avanzó sobre la hierba. Llegó al muelle y se agachó bajo la sombrilla.
—Me estaba preguntando cuándo vendría —dijo una voz ronca—. Hace más de una semana que le estoy esperando.
Mahfuz estaba tendido, recostado sobre unos cojines, con una mano sobre el apoyabrazos de la tumbona y la otra aferrando una mascarilla de oxígeno de plástico, comunicada mediante un tubo grueso como un intestino con un cilindro metálico que descansaba a su lado. Jalifa se quedó impresionado por el cambio que había experimentado. La última vez que le había visto, más de cinco años atrás, era un hombre enorme, musculoso, de hombros anchos y aspecto imponente, como un peso pesado (le llamaban el Buey de Edfu). Ahora apenas le reconocía: el cuerpo encogido y convertido en algo que recordaba una tira de cuero viejo, con una cara como una calavera y unos miembros descarnados. Había perdido casi todo el pelo y los dientes, y sus ojos castaños, que Jalifa recordaba brillantes y fieros, tenían ahora el color de las aguas estancadas. Bajo la chilaba blanca se marcaba el bulto de una bolsa de colostomía.
—No queda mucho de mí. —El hombre rio sin alegría al ver la expresión de Jalifa—. Vejiga, intestino, un pulmón, todo fuera. Me siento como una maleta vacía.
Empezó a toser, se llevó la mascarilla a la cara, apretó un botón y aspiró.
—Lo siento —murmuró Jalifa—. No lo sabía.
Mahfuz se encogió de hombros mientras aspiraba oxígeno, y miró una masa de ward-i-Nil que flotaba por el río. Su respiración tardó casi un minuto en normalizarse. Bajó la mascarilla e indicó a Jalifa con un gesto de la cabeza que se sentara a su lado.
—Me queda un mes —dijo con voz áspera—. Dos como mucho. Con la morfina, es casi soportable.
Jalifa no sabía qué decir.
—Lo siento —repitió.
Mahfuz sonrió sin humor.
—El castigo —dijo—. Quien siembra vientos recoge tempestades.
Antes de que Jalifa pudiera preguntar a qué se refería, el ama de llaves apareció con una bandeja sobre la que descansaban dos vasos de té. La dejó sobre la mesa de madera, ahuecó los cojines de su jefe, lanzó una mirada severa a Jalifa y se fue.
—Omm Muhammad —gruñó Mahfuz—. Una perra miserable, ¿eh? No se lo tome como algo personal. Es igual con todo el mundo.
Se inclinó a un lado y tendió una mano temblorosa hacia el té. No pudo alcanzarlo, y Jalifa se lo tuvo que acercar.
—¿La señora Mahfuz? —preguntó para entablar conversación.
—Murió. El año pasado.
Jalifa inclinó la cabeza. No esperaba nada de esto. Mahfuz bebió el té y le miró por encima del borde del vaso.
—Está pensando que no debería haber venido, ¿verdad? —resolló, pues había leído los pensamientos del detective—. Que el viejo ya está sufriendo bastante. ¿Para qué darle más problemas?
Jalifa se encogió de hombros mientras miraba entre las rendijas de la plataforma las aguas cenagosas que discurrían por debajo.
—Ha dicho que me estaba esperando —murmuró tras un breve silencio.
Mahfuz se encogió de hombros.
—Hasani llamó. Me contó lo que estaba pasando. Que estaba usted husmeando en el caso Schlegel. Si seguía siendo el Jalifa que yo recordaba, sabía que a la larga vendría.
Sonrió para sí, con una expresión más apenada que alegre, y volvió a toser, de forma que el vaso tembló en su mano y gotas de té cayeron sobre su chilaba. Indicó a Jalifa con un gesto que sujetara el vaso, levantó la mascarilla y tomó una larga bocanada de oxígeno. El detective desvió la mirada hacia el río. Era una vista gloriosa: el agua negroazulada, los macizos de juncos susurrantes, una solitaria falúa que pasaba cerca de la orilla opuesta, su vela hinchada aplastando el cielo como una mejilla sobre una almohada. Mahfuz observó la dirección de su mirada y dejó la mascarilla a un lado.
—Mi único consuelo —dijo con voz ronca—. Al menos, moriré con una buena vista.
Se aplicó de nuevo la mascarilla, derrumbado sobre la tumbona, y aspiró el oxígeno como un pez varado en un banco de barro. Jalifa tomó un sorbo de té y se dispuso a sacar los cigarrillos, pero recordó lo que le había dicho el ama de llaves y enlazó las manos sobre el regazo. Al otro lado del jardín, un abejaruco revoloteaba sobre un macizo de rosas.
Por fin Mahfuz se recuperó lo suficiente para quitarse la mascarilla. Jalifa se inclinó para entregarle el informe mecanografiado.
—Pensé que debía ver esto, señor.
Mahfuz tomó el informe, hizo una mueca de dolor cuando cambió de postura y lo leyó con parsimonia, pasando las páginas con manos temblorosas. Cuando llegó al final, lo dejó a un lado y apoyó la cabeza sobre las almohadas.
—Siempre lo sospeché.
Habló en voz tan baja que Jalifa creyó haber oído mal.
—¿Señor?
—Que fue Jansen quien mató a la vieja. Siempre lo sospeché.
Jalifa le miró sorprendido.
Mahfuz esbozó una débil sonrisa.
—No se lo esperaba, ¿eh?
Volvió la cabeza un poco y miró hacia la otra orilla del río, donde una manada de búfalos se había acercado al agua para beber. Los huesudos cuartos traseros oscilaban de un lado a otro como péndulos. Jalifa se frotó las sienes y trató de concentrarse. Se sentía como si una pesada ola le hubiera arrollado, asfixiado y desorientado.
—¿Lo sabía? —consiguió musitar.
—No estaba seguro —respondió Mahfuz—, pero las pruebas apuntaban en esa dirección. El sombrero, el bastón, la casa cerca de Karnak. Lo de los pies es interesante. No lo sabía.
Una pequeña burbuja de saliva se formó en la comisura de su boca. Levantó una mano temblorosa y trató de secársela con la manga de la chilaba.
—Yo le conocía. A Jansen. No muy bien, pero lo bastante. A los dos nos gustaban los jardines. Pertenecíamos a la Sociedad de Horticultura. Asistíamos a las mismas reuniones. Un hombre desagradable. Frío. Muy bueno con las rosas. —Todavía intentaba secarse la burbuja—. Cuando vi las señales en el cuerpo de la señora Schlegel y oí lo que dijo el guardia sobre una especie de pájaro, me pareció una extraña coincidencia. Sobre todo por la actitud de Jansen hacia los judíos, y el detalle de que viviera tan cerca del lugar de los hechos. Era circunstancial, de acuerdo, pero si hubiéramos seguido esa pista estoy seguro de que le habríamos detenido.
Bajó el brazo, respirando con dificultad. Se oyó un fuerte chapoteo cuando un par de gansos aterrizaron en medio del río, con las patas extendidas hacia delante y las alas desplegadas. Jalifa notó que le temblaban las manos.
—Pero ¿por qué? —preguntó con voz ronca, perplejo—. Si Pensaba que Jansen era culpable, ¿por qué condenaron a Yamal?
Mahfuz estaba mirando los gansos.
—Porque me lo ordenaron. —Una breve pausa—. Al-Hakim.
Una vez más, Jalifa experimentó la sensación de que una pesada ola le caía encima, que todo giraba fuera de control a su alrededor y perdía todos sus puntos de referencia. Hasta su muerte el año anterior, Faruk al-Hakim había sido el jefe del Yihaz Amn al-Daula, el Servicio de Seguridad del Estado de Egipto.
—Sabía que esto siempre me perseguiría —resolló Mahfuz—. Suele pasar con estas cosas. En cierto sentido, es un alivio. Me ha acompañado durante demasiado tiempo. Mejor sacarlo de una vez, plantarle cara.
Se oyó un fuerte bocinazo a la derecha, en un recodo del río, y una gigantesca barcaza del Nilo apareció poco a poco, cargada de piedra arenisca. Su proa dibujaba un profundo pliegue en la lisa superficie del agua, como un cincel que atacara un trozo de madera suave y oscura. Pasó de largo antes de que Mahfuz volviera a hablar.
—Supe desde el principio que iba a ser un caso difícil —añadió, con voz apenas más audible que un susurro—. Siempre lo son cuando interviene la política. Schlegel fue asesinada menos de un mes después de la matanza de Ismailía. ¿Se acuerda? Nueve turistas israelíes asesinados en un autobús. Y ahora, otra israelí muerta. No tenía buen aspecto. Sobre todo con los norteamericanos de por medio. Estaban a punto de firmar un gran programa de préstamos. Había en juego millones de dólares. Ya sabe cómo tratan a Israel. El caso de Schlegel podría haberlo jodido todo. Créame, había mucha gente preocupada en El Cairo. Al-Hakim se ocupó del asunto en persona. Hubo muchas presiones para que se produjera una condena rápida.
Hizo una pausa y trató de recuperar el aliento. Jalifa estaba tamborileando con los dedos sobre las rodillas, intentando comprender lo que oía. Desde el principio había dado por sentado que se trataba de un simple error judicial. Ahora todo apuntaba a que estaba implicado en algo mucho más complejo e insidioso.
—Pero si usted sabía que era Jansen… ¿por qué le dijo al-Hakim que condenara a otra persona?
Mahfuz agitó una mano en un gesto de impotencia.
—Ni idea. No lo supe entonces y tampoco lo sé ahora. Hablé a al-Hakim de Jansen, pero dijo que era intocable. Implicarle en el caso sólo serviría para empeorar las cosas. Cabrearía todavía más a los judíos. Esas fueron sus palabras. Si investigábamos a Jansen, los judíos se cabrearían más todavía. Me dijo que encontrara un chivo expiatorio. De manera que acusamos a Yamal.
Su respiración sibilante empeoraba por segundos. Levantó la mascarilla y dio otra serie de bocanadas. Su frágil pecho subía y bajaba espasmódicamente, y las manos le temblaban de manera incontrolable. Jalifa se fijó, con un estremecimiento de asco, en que la bolsa de colostomía que había debajo de la chilaba se llenaba de orina. Se oyó otro bocinazo cuando la barcaza del Nilo desapareció en dirección norte tras doblar otro recodo del río.
—Ese caso me arregló la vida —prosiguió Mahfuz tras bajar de nuevo la mascarilla—. Conseguí un ascenso, mi nombre salió en los periódicos, recibí un telegrama de Mubarak. Pero me sentía culpable de cojones. No por Yamal. Ese tipo era un pedazo de mierda. Se merecía lo que le pasó. Pero su mujer y sus hijos…
Enmudeció y se pasó por los ojos un brazo delgado como un palo. El extraño encuentro con la esposa de Yamal acudió a la mente de Jalifa. «Llega por correo. Sin nota, sin nombre, nada. Sólo tres mil libras egipcias, en billetes de cien».
—Es usted quien ha estado enviándoles dinero —dijo en voz baja.
Mahfuz levantó la vista, sorprendido, y luego agachó la cabeza.
—Era lo menos que podía hacer. Ayudarlos a sobrevivir. Enviar a los niños al colegio. Un bonito gesto vacuo, teniendo en cuenta todo.
Jalifa meneó la cabeza, se puso en pie, caminó hasta el borde del muelle y contempló un banco de percas del Nilo que avanzaban en el fondo.
—¿Lo sabía Hasani?
Mahfuz negó con la cabeza.
—En aquel tiempo no. Se lo conté más tarde, después de que Yamal se colgara. Sólo ha intentado protegerme. No le juzgue con excesiva severidad.
—¿Y el expediente? Ha desaparecido de la sala de archivos.
—Hasani lo quemó. Pensamos que era lo mejor. Olvidarlo todo. Relegarlo al pasado. —Lanzó una carcajada amarga—. Pero ese es el problema del pasado, ¿no? Nunca pasa. Siempre está ahí. Aferrado como una sanguijuela. Chupando la sangre. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, nunca puedes deshacerte de él. Como una jodida sanguijuela. Te deja seco.
Señaló con un gesto débil el té, para indicar que tenía la garganta seca, que necesitaba líquido. Jalifa avanzó y le pasó el vaso. Mahfuz no pudo contener los temblores, y Jalifa tuvo que sujetarlo para que pudiera beber. Cuando terminó, se desplomó de nuevo, desmadejado y desvalido como una muñeca de trapo.
—Yo era un buen policía —susurró—. Me da igual lo que opine usted. Cuarenta años le entregué al cuerpo. Perdí la cuenta del número de casos que resolví. El robo del expreso de Asuán. Los asesinatos de Gezira. Girgis Whadi. ¿Se acuerda de él? Girgis al-Gazar, el Carnicero de Butneya. Tantos casos… Pero este es el único que me atormenta. Dejé que un asesino se saliera con la suya.
Se estaba cansando mucho, su respiración era cada vez más entrecortada y le temblaban los miembros. Agarró la mascarilla de oxígeno y respiró varias veces, con una mueca de dolor.
—Reabra el caso —murmuró tras dejar la mascarilla a un lado—. Eso es lo que quiere, ¿verdad? Hablaré con Hasani y con quien sea necesario. No servirá de nada a efectos prácticos. Al-Hakim está muerto. Jansen está muerto. Yamal está muerto. Pero al menos podrá descubrir la verdad. Ya es hora.
Se oyeron unos pasos cuando el ama de llaves se acercó a ellos con una pequeña bandeja de enfermería.
—¿Y usted? —preguntó Jalifa.
Mahfuz tosió.
—¿Yo? Habré muerto dentro de unas semanas. Al menos moriré sabiendo que al final he hecho lo que debía.
Se aplicó la mascarilla, respiró de nuevo y después, con las fuerzas que le quedaban, extendió una mano y aferró el brazo de Jalifa.
—Descubra la verdad —susurró—. Por mí, por la esposa de Yamal, por Alá, si me apura. Pero vaya con cuidado. Jansen era un hombre peligroso. Tenía amigos importantes. Secretos desagradables. Intentaré protegerle, pero vaya con cuidado.
Un ojo velado miró a Jalifa y luego se cerró. El detective observó al hombre un momento, después se soltó el brazo y volvió sobre sus pasos. Media hora antes había rezado para que Mahfuz le autorizara a reabrir el caso. Después de lo que había oído, ahora se arrepentía de haberlo hecho.