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Península del Sinaí,

cerca de la frontera con Israel

Era un misterio. Era lo único que el anciano podía decir al respecto. Como tantas cosas en el desierto. Luces donde no debería haberlas, figuras tenebrosas que iban y venían en la oscuridad, una habitación perfectamente amueblada en plena desolación. En setenta años, nunca había visto nada semejante. Un gran misterio.

Había empezado un año antes, cuando buscaba a una cabra de su rebaño entre los wadis que serpenteaban a lo largo de la frontera con Israel. Había anochecido, y estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando, al llegar a lo alto de un risco, reparó en una luz tenue que brillaba dentro de un puesto fronterizo abandonado del ejército. Hacía décadas que no había soldados en esa parte del desierto, ni gente, salvo algún beduino como él, y sólo de paso, porque era un lugar yermo y solitario, inhóspito incluso para los acostumbrados a los rigores del desierto. No obstante, ahora había una luz donde antes no la había, y también se veía gente dentro del edificio de piedra.

Bajó con sigilo, olvidada la cabra, y se acercó al edificio de puntillas para mirar por la ventana. Dentro, iluminados por el resplandor untuoso de una lámpara de queroseno, había dos hombres, uno con un puro en la comisura de la boca, una larga cicatriz en la mejilla derecha y un gorro blanco en la cabeza, como los que usaban los yehudiin; el otro, más joven, apuesto y de espeso pelo negro, con una kefía sobre los hombros. Estaban encorvados sobre una mesa plegable y miraban un mapa. Hablaban en un idioma que no entendió, y sus dedos seguían líneas sobre el papel arrugado. A su derecha había cómodas butacas junto a la pared. Sobre otra mesa había un termo y un plato de bocadillos a medio consumir.

Miró durante unos minutos y luego, temeroso de que le vieran, se alejó, envuelto en el schal para protegerse del frío, y se acuclilló detrás de una roca para ver qué pasaba. En un momento dado, oyó un grito de rabia. Un poco después, el joven salió y orinó contra la pared.

El anciano se quedó allí toda la noche, vigilando, alerta, hasta que, poco antes del alba, la luz se apagó y los dos hombres salieron a la noche y rodearon el edificio. Contó hasta cincuenta y los siguió entre los peñascos dispersos a cierta distancia, hasta que rodeó un saliente rocoso a tiempo de ver un helicóptero grande que se elevaba en el aire y le envolvía en una nube de polvo asfixiante. El aparato flotó un momento y luego se alejó hacia el este.

Después de esto, había visto a las dos figuras misteriosas en numerosas ocasiones. A veces aparecían una o incluso dos veces a la semana. A veces transcurrían hasta dos meses entre visita y visita. En todo caso, siempre llegaban de noche y siempre se iban al despuntar el día, como temerosos de la luz reveladora del sol. Lo comentó a algunos de sus hermanos beduinos, pero se rieron y dijeron que el sol le había ablandado el cerebro; después de eso no volvió a hablarlo con nadie, lo cual le iba bien, porque le gustaba la idea de conocer un secreto del que nadie más estaba enterado.

«Un día participarás en grandes acontecimientos —le había dicho una vez su abuela, cuando era niño, antes de que los yehudiin vinieran y estallara la guerra—. Acontecimientos que cambiarán el mundo».

Agachado detrás de la roca, mientras contemplaba la luz parpadeante y oía las voces de los hombres, había tenido la certeza de que su abuela se refería a esto. Y se sintió feliz porque, en el fondo, siempre había sabido que haría algo más en la vida que cuidar de un rebaño de cabras esqueléticas.