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Tel Aviv, Israel

Tras ponerse el uniforme de policía, el joven atravesó con paso rígido Independence Park, en dirección al enorme rectángulo de cemento del hotel Hilton. Familias y parejas jóvenes paseaban al aire fresco de la noche, charlando y riendo, pero no se fijó en ellos, sino que mantuvo la vista clavada en el edificio, con la frente perlada de sudor, mientras sus labios se movían al murmurar oraciones inaudibles.

Llegó a la entrada del hotel y se internó en el vestíbulo, donde un par de guardias de seguridad le dirigieron una mirada superficial y, al reparar en su uniforme, desviaron la vista. Alzó una mano temblorosa para secarse el sudor de la frente y después, como una prolongación del mismo movimiento, la introdujo en la chaqueta y tiró del primer cable para armar el explosivo. Terror, odio, náuseas, nerviosismo… Todo eso sintió. No obstante, envolviendo todo lo demás, como la capa externa de una muñeca rusa, había una euforia sin igual, una dicha infinita que flotaba en el mismo borde de su conciencia como una llama. Venganza, gloria, paraíso y una eternidad en brazos de las hermosas huríes.

Gracias por elegirme, Alá. Gracias por permitir que sea el vehículo de tu venganza.

Cruzó el vestíbulo, atravesó unas puertas dobles y entró en una amplia sala muy bien iluminada donde se estaba celebrando el banquete de bodas. La música y las risas le envolvieron, y una niña corrió a preguntarle si quería bailar. Él se encogió de hombros y se abrió paso entre los invitados. Tuvo la impresión de que el mundo que le rodeaba se evaporaba como niebla de colores. Alguien le preguntó qué estaba haciendo allí, si había algún problema, pero siguió adelante, mascullando para sí, mientras pensaba en su anciano abuelo, en su primita asesinada por una bala israelí, en su propia vida, vacía, desesperada, asfixiada por la vergüenza y una ira impotente. De repente, se encontró al lado de los novios. Con un grito de frenesí y júbilo tiró del segundo cable, que desencadenó un remolino de calor, luz y metralla que le redujo a él, a los recién casados y a todos los que se hallaban en un radio de tres metros a poco más que vapor ensangrentado.

Casi en el mismo momento, se recibieron tres faxes en rapidísima sucesión, uno en las oficinas de Jerusalén del Congreso Mundial Judío, otro en la redacción del Haaretz, y un tercero en la policía de Tel Aviv. Todos fueron enviados mediante una red móvil, con lo cual fue imposible localizar su origen. Todos transmitieron el mismo mensaje: el atentado era obra de al-Mulatham y la Hermandad Palestina, y era una respuesta a la continuada ocupación sionista de la patria palestina; mientras persistiera dicha ocupación, todos los israelíes, de cualquier edad o sexo, se considerarían responsables de las atrocidades infligidas al pueblo palestino.