10

Luxor

—¡Eres un soñador, Jalifa! ¡Siempre lo has sido y siempre lo serás! ¡Un jodido soñador!

El inspector jefe Abdul Ibn Hasani dio un puñetazo sobre la mesa, se puso en pie y caminó hacia la ventana de su despacho, desde la que contempló airado la primera columna del templo de Luxor, donde una multitud de turistas se habían congregado alrededor del obelisco de Ramsés II para escuchar al guía.

Era un hombre ancho de espaldas, con problemas de sobrepeso, cejas pobladas y nariz aplastada de boxeador, famoso por su mal genio y su vanidad. El primero se manifestaba, como ocurría ahora, en la voz alzada, la cara congestionada y una pequeña vena que latía bajo su ojo derecho; la vanidad, en todo tipo de pequeños detalles, como el exquisito peluquín que descansaba sobre su cabeza calva cual un grumo de hierbas del Nilo enredadas. Al dar el puñetazo sobre la mesa se le había movido un poco, de modo que fingió rascarse la frente para devolverlo a su sitio, y se inclinó ligeramente a la izquierda para mirar su reflejo en el espejo que colgaba de la pared.

—¡Ridículo! —gruñó—. Por el amor de Dios, hombre, sucedió hace veinte años.

—Quince.

—Quince, veinte, ¿qué más da? Demasiado tiempo para preocuparse por ello, esa es la cuestión. Pasas demasiado tiempo con la cabeza metida en el pasado. De vez en cuando, deberías salir a respirar un poco de aire puro.

Se volvió hacia Jalifa con el entrecejo fruncido, una expresión que, coronada con el peluquín, no le salió del todo bien, como alguien que intentara aparentar seriedad con un roedor sobre la cabeza a modo de sombrero. En cualquier otra situación, Jalifa se habría esforzado por reprimir las carcajadas. Hoy, apenas reparó en el peluquín, de manera que se concentró en lo que intentaba decir.

—Pero señor…

—¡El presente! —gritó Hasani, al tiempo que avanzaba y se colocaba, con los brazos cruzados, bajo la fotografía enmarcada del presidente Hosni Mubarak, postura que siempre adoptaba cuando estaba a punto de soltar un sermón—. Es ahí donde está nuestro trabajo, Jalifa. El presente. Cada día se cometen delitos, cada hora de cada día, y en eso deberíamos concentrarnos, no en algo que ocurrió hace una década o más. ¡Algo que se resolvió en su momento, debería añadir!

Frunció el ceño un momento, como si no estuviera muy convencido de que la última frase tuviera sentido. A continuación hinchó el pecho y agitó un dedo en dirección a Jalifa, que estaba sentado en una silla baja delante del escritorio.

—Siempre ha sido tu problema. Si no te lo he dicho cien veces, no lo he dicho nunca. Una incapacidad absoluta para concentrarte en el presente. Demasiado tiempo fisgoneando en museos, ese es el problema. Tutankhamón por aquí, Antenabén por allí…

—Ajenatón —corrigió Jalifa.

—¡Otra vez! ¡A quién le importa cómo coño se llamara! El pasado está muerto, terminado, es irrelevante. Lo que importa es hoy.

La fascinación de Jalifa por los tiempos antiguos siempre había sido motivo de enfrentamiento entre los dos hombres. Eso, y el hecho de que fuera uno de los pocos policías de la comisaría que se negaban a dejarse intimidar por Hasani. Jalifa nunca había descubierto por qué el jefe albergaba tanto desinterés por la historia, casi aversión, aunque sospechaba que se debía a que no sabía nada sobre ella, lo que se convertía en una desventaja siempre que la conversación derivaba hacia ese terreno. En cualquier caso, era lo que Hasani siempre sacaba a colación cuando quería intimidar a Jalifa, como si el trabajo de detective y el interés por la historia de su país fueran poco menos que incompatibles.

—¡Les encantaría! —estaba gritando Hasani, cada vez más frenético—. A los chulos, ladrones y estafadores. Serían de lo más felices si dedicáramos todo el tiempo a marear la perdiz en todos los casos cerrados diez años antes, mientras ellos continúan alegremente chuleando, robando y… —Hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta—. ¡Estafando! —exclamó por fin—. ¡Oh, sí, les encantaría! ¡Seríamos el hazmerreír de todos!

La vena de debajo del ojo latía con más fuerza que nunca, un gusano verde y gordezuelo que se retorcía bajo su piel. Jalifa sacó sus cigarrillos, se inclinó para encender uno y clavó la vista en el suelo.

—Es posible que se produjera un grave error judicial —dijo en voz baja, y dio una calada, ansioso por recibir el chute de nicotina, la claridad de ideas y la concentración que le proporcionaba—. No es seguro, pero sí posible. Tanto si sucedió hace quince años como treinta, creo que nuestro deber es investigarlo.

—Pero ¿qué pruebas tienes? —gritó Hasani—. ¿Qué pruebas, hombre? Sé que nunca has permitido que los hechos desbarataran una buena teoría conspirativa, pero necesitaré algo más que un «tal vez».

—Como ya he dicho, no hay nada seguro…

—¡Nada en absoluto, querrás decir!

—Existen similitudes.

—¡Existen similitudes entre mi mujer y un puto búfalo, pero eso no quiere decir que ella se siente en un charco de su propia mierda a comer hojas de palmera cada día!

—Demasiadas similitudes para que se trate de una simple coincidencia —continuó Jalifa sin inmutarse—. Piet Jansen estuvo implicado en el asesinato de Hannah Schlegel. Lo sé. ¡Lo sé!

Notó que su voz se elevaba. Se apretó la rodilla con una mano y dio una larga calada al cigarrillo para serenarse.

—Escuche —añadió, intentando mantener la calma—, Hannah Schlegel fue asesinada en Karnak. Jansen vivía al lado de Karnak.

—Y mil personas más —bufó Hasani—. Y cinco mil personas visitan el lugar a diario. ¿Qué estás diciendo? ¿Están todos implicados?

Jalifa hizo caso omiso de la pregunta y continuó.

—Los anj y el adorno de rosas del puño del bastón de Jansen coincidían con las marcas de los golpes encontradas en la cara y la cabeza de Schlegel. Esas marcas nunca recibieron una explicación precisa.

Hasani desechó sus argumentaciones con un gesto.

—Hay miles de objetos con ese tipo de adorno. Decenas de miles. Es demasiado tenue, Jalifa. Demasiado tenue.

El detective no hizo caso de lo que decía su jefe e insistió.

—Schlegel era una judía israelí. Jansen odiaba a los judíos.

—¡Por el amor de Dios, Jalifa! Después de lo que están haciendo a los palestinos, todos los egipcios odian a los malditos judíos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Interrogar a toda la población?

Jalifa se resistió a ceder.

—El guardia de Karnak dijo que vio a alguien salir corriendo del lugar de los hechos con algo extraño en la mano. «Como un pájaro raro», así lo describió. Cuando estuve en casa de Jansen, encontré un sombrero que coincidía con la descripción, colgado en la parte posterior de la puerta del sótano. Un sombrero con un penacho.

Hasani prorrumpió en carcajadas.

—Esto se está poniendo más ridículo por momentos. Ese guardia, si no recuerdo mal, estaba medio ciego, joder. Apenas podía ver la mano delante de su cara, no digamos a cincuenta metros de distancia. ¡Te aferras a un clavo ardiendo, Jalifa! O a plumas, debería decir. ¡Estás perdiendo los papeles, hombre!

Jalifa dio una última calada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero que descansaba en el borde del escritorio.

—Hay algo más.

—Dímelo, por favor —gritó Hasani, al tiempo que aplaudía—. Hacía años que no me reía así.

Jalifa se reclinó en el asiento.

—Antes de morir, Schlegel consiguió pronunciar dos palabras: Tot, que es el nombre del dios egipcio de la escritura y la sabiduría…

—¡Sí, sí, lo sé! —replicó, encolerizado, Hasani.

—… y tzfardeah, que en hebreo significa «rana».

Hasani entornó los ojos.

—¿Y?

—Jansen tenía una malformación genética: los pies palmeados. Como una rana.

Hablaba a toda prisa, intentando que las palabras salieran antes que la esperada carcajada de mofa. Para su sorpresa, Hasani no dijo nada, se limitó a volver hacia la ventana y mirar afuera, dándole la espalda, con las manos cerradas en un puño a los costados como si sujetara un par de maletas invisibles.

—Sé que, tomadas de una en una, esas cosas no significan mucho —prosiguió el detective, decidido a aprovechar la ventaja—, pero cuando se combinan hay que pararse a pensar. Son demasiadas coincidencias. Y aunque todo sea circunstancial, aún queda el asunto de las antigüedades descubiertas en el sótano del hombre. Jansen no era de fiar. Lo sé. Lo presiento. Hay que investigarle.

Hasani apretaba los puños con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Siguió una larga pausa, y después se volvió hacia Jalifa.

—No vamos a perder más tiempo con esto —dijo despacio, con determinación; la furia controlada de su voz era más amenazadora que cualquier grito—. ¿Lo entiendes? El hombre está muerto, e hiciera lo que hiciera, ha terminado. No podemos hacer nada al respecto.

Jalifa le miró con incredulidad.

—¿Y Mohammed Yamal? Tal vez condenaron a un hombre inocente.

—Yamal también está muerto. No podemos hacer nada.

—Su familia sigue viva. Le debemos…

—Yamal fue declarado culpable por un tribunal, joder. Admitió sin ambages que había robado a la vieja.

—Pero no que la había matado. Siempre lo negó.

—Se suicidó, por el amor de Dios. ¿Qué mejor confesión que esa quieres? —Hasani avanzó un paso—. ¡Ese hombre era culpable, Jalifa! ¡Culpable como Judas! Él lo sabía y nosotros lo sabíamos. Todos lo sabíamos. ¡Todos!

Tenía los ojos desorbitados por la furia. Sin embargo, había algo más. Cierta desesperación, incluso miedo. Jalifa nunca le había visto así. Encendió otro cigarrillo.

—Yo no.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Yo no creía que Yamal fuera culpable. Tenía dudas entonces, las he tenido siempre, y ahora son más fuertes que nunca. Puede que robara a la mujer, pero Mohammed Yamal no asesinó a Hannah Schlegel. Lo supe en aquel momento pero, para mi vergüenza, no tuve redaños para decirlo. Creo que, en el fondo, todos lo sabíamos, usted, yo, el jefe Mahfuz…

Hasani avanzó y dio un puñetazo en el borde del escritorio, que hizo que los papeles salieran volando.

—¡Basta, Jalifa! Basta, ¿me has oído?

Todo su cuerpo temblaba. Se había formado una espuma de saliva en las comisuras de su boca.

—Tus trastornos psicológicos son problema tuyo, pero yo he de dirigir una comisaría de policía y no pienso reabrir un caso de hace quince años sólo porque un idiota está sufriendo una crisis de conciencia. Careces de pruebas, no hay nada que indique que Mohammed Yamal no asesinó a Hannah Schlegel, excepto en tu mente, que, a juzgar por lo que has dicho acerca de plumas y ranas, no parece demasiado equilibrada. Siempre he sabido que no tienes madera de policía, Jalifa, y esto no hace más que confirmarlo. Si no puedes soportar el calor, lárgate de la cocina. Dedícate a la arqueología, o a lo que siempre te ha gustado, y deja que me ocupe yo del trabajo de detener delincuentes. Delincuentes reales, no imaginarios.

Olvidando que llevaba peluquín, se rascó furiosamente la cabeza, y la peluca resbaló hasta la mitad de su frente. Se la quitó con un rugido de furia y la tiró al otro lado de la habitación, mientras volvía a su mesa y se sentaba, con la respiración entrecortada.

—Olvídalo, Jalifa —añadió, con voz cansada de repente—. ¿Lo has entendido? Por el bien de todos. Mohammed Yamal asesinó a Hannah Schlegel, Jansen murió de manera accidental y no existe ninguna relación entre ambos. No pienso reabrir el caso.

Bajó la vista, negándose a sostener la mirada de Jalifa.

—Bien, hay una hawagaya en el Palacio de Invierno convencida de que le han robado las joyas. Quiero que vayas a investigarlo. Olvídate de Jansen y haz un buen trabajo de policía por una vez en la vida.

Removió una pila de papeles que tenía frente a él, con la mandíbula apretada. Jalifa se dio cuenta de que era inútil seguir discutiendo, de manera que se puso en pie y caminó hacia la puerta.

—Las llaves —gruñó Hasani—. No quiero que vayas a husmear a casa de Jansen a mis espaldas.

Jalifa se volvió, sacó las llaves de Jansen del bolsillo y se las lanzó a Hasani, que las capturó con una mano.

—No me lleves la contraria en esto, Jalifa. ¿Me has entendido? En esto no.

El detective abrió la puerta y salió al pasillo.