Valle de los Reyes, Luxor, Egipto
—¿Volveremos pronto a casa, papá? Ponen Alim al-Simsin en la tele.
El inspector Yusuf Ezz el-Din Jalifa aplastó el cigarrillo y suspiró. Miró a su hijo Ali, que estaba a su lado hurgándose la nariz. El policía, un hombre delgado y nervudo, de pómulos pronunciados, pelo cepillado con pulcritud y grandes ojos brillantes, proyectaba un aura de serena fuerza teñida de humor: un hombre serio al que le gusta reír.
—No tienes cada día la suerte de conseguir una visita privada al yacimiento arqueológico más importante de Egipto, Ali —le reprendió.
—Pero ya había venido con el colegio —gruñó su hijo—. Dos veces. La señora Wadud nos lo enseñó todo.
—Apuesto a que no os enseñó la tumba de Ramsés II que hemos visto hoy, además de Yuya y Tjuyu —dijo Jalifa.
—En esa no había nada —protestó Ali—. Sólo montones de murciélagos y vendas viejas.
—Ha sido una suerte que nos dejaran entrar —insistió su padre—. No se ha abierto al público desde que fue descubierta, en 1905. Para tu información, esas viejas vendas eran las que envolvían a la momia, tal como las dejaron los ladrones de tumbas en tiempos antiguos, después de arrancarlas de los cuerpos.
El niño levantó la vista, sin sacarse el dedo de la nariz, con un brillo de interés en los ojos.
—¿Por qué lo hicieron?
—Bien —explicó Jalifa—, cuando los sacerdotes envolvían las momias, metían joyas y amuletos preciosos entre los vendajes, y los ladrones intentaban apoderarse de ellos.
El rostro del niño se iluminó.
—¿Y también les sacaban los ojos?
—No, que yo sepa. —Jalifa sonrió—. Aunque a veces les rompían un dedo o una mano. Justo lo que voy a hacer contigo si no dejas de meterte el dedo en la nariz.
Agarró la muñeca de su hijo y fingió que iba a romperle los dedos. Ali se revolvió y luchó riendo a carcajadas.
—¡Soy más fuerte que tú, papá! —gritó.
—No lo creo —dijo Jalifa, al tiempo que agarraba al niño por la cintura y lo ponía cabeza abajo—. No creo que seas ni la mitad de fuerte.
Se encontraban en el Valle de los Reyes, cerca de la entrada de la tumba de Ramsés VI. Atardecía, y la muchedumbre de turistas que habían invadido el valle durante casi todo el día había desaparecido, de manera que el valle estaba siniestramente vacío. Cerca, un grupo de obreros se dedicaba a sacar escombros de una zanja de excavación, mientras canturreaban sin afinar y tiraban pedazos de piedra caliza en cubos de goma. Más abajo del valle, un grupo de turistas estaba entrando en la tumba de Ramsés IX. Por lo demás, el valle se hallaría desierto si no fuera por algunos policías encargados de la protección de los turistas, Ahmed el basurero y, en las pendientes que dominaban el valle, acuclillados en la escasa sombra que podían encontrar, un vendedor de postales y otro de refrescos, a la espera de atraer a algún cliente tardío.
—Te diré lo que vamos a hacer. —Jalifa bajó a su hijo y le alborotó el pelo—. Echaremos un rápido vistazo a Amenhotep III y daremos por terminado el día. ¿Qué te parece? Sería una grosería irnos ahora, después de que Said se ha tomado tantas molestias para encontrar la llave.
En aquel momento se oyó un grito desde la oficina del inspector, situada a unos cincuenta metros, y una figura alta y desgarbada corrió hacia ellos.
—¡La tengo! —gritó la figura, al tiempo que agitaba una llave—. Estaba colgada en otro gancho.
Said Ibn Bassat (a quien todos llamaban Pelirrojo por el color de su pelo) era un viejo amigo de Jalifa. Se habían conocido años antes, en la Universidad de El Cairo, donde ambos estudiaban historia antigua. Problemas económicos habían obligado a Jalifa a abandonar sus estudios e ingresar en la policía. Said, por su parte, había terminado el curso, después se licenció con sobresaliente y encontró un empleo en el Servicio de Antigüedades, donde había ascendido al cargo de subdirector del Valle de los Reyes. Aunque nunca lo había reconocido, era la vida que Jalifa habría elegido si la necesidad no le hubiera empujado en otra dirección. Amaba el pasado antiguo y habría hecho cualquier cosa por poder dedicar su tiempo a trabajar con sus restos. No guardaba el menor rencor a su amigo, por supuesto. Además, Pelirrojo no tenía familia como él, algo a lo que no habría renunciado ni por todos los monumentos de Egipto.
Los tres empezaron a ascender por el valle. Dejaron atrás las tumbas de Ramsés III y Horemheb, antes de desviarse a la derecha y seguir un sendero que conducía a la puerta de la tumba de Amenhotep II, situada al pie de una escalinata y protegida con una pesada puerta de hierro. Pelirrojo empezó a forcejear con el candado.
—¿Cuánto tiempo estará cerrada? —preguntó Jalifa.
—Otro mes o así. La restauración está casi terminada.
Ali pasó entre ellos de puntillas y miró a través de una reja la oscuridad que se extendía al otro lado.
—¿Hay algún tesoro?
—Me temo que no —respondió Pelirrojo. Apartó al niño y abrió la puerta—. Lo saquearon todo en los tiempos antiguos.
Accionó un interruptor y se encendieron las luces, que iluminaron un largo y empinado pasillo excavado en la roca. En las paredes y el techo aún se veían las señales de antiguos cinceles. Ali las miró.
—¿Sabéis lo que habría hecho de ser rey de Egipto? —gritó, y su voz resonó en los confines de la tumba—. Habría hecho construir una cámara secreta para esconder mi tesoro, y otra habitación con algunos tesoros para engañar a los ladrones. Como el hombre del que me hablaste, papá. El horrible Orangután.
—Hor-anj-amun —le corrigió Jalifa, sonriente.
—Sí, eso, y pondría trampas explosivas para sorprender a los ladrones. Y después los metería en la cárcel.
—Qué suerte tendrían —comentó Pelirrojo entre risas—. El castigo habitual reservado a los ladrones de tumbas en el antiguo Egipto era cortarles la nariz y enviarlos a las minas de sal de Libia. Eso, o empalarlos.
Guiñó un ojo a Jalifa, y los dos hombres siguieron a Ali entre risitas. Apenas habían recorrido unos pocos metros cuando oyeron pasos presurosos a su espalda. Un hombre con chilaba apareció en la entrada de la tumba, casi sin aliento, una figura recortada en el rectángulo brillante del cielo de la tarde.
—¿Está aquí el inspector Jalifa? —preguntó, jadeante.
El detective miró a su amigo y después se acercó a la entrada.
—Soy yo.
—Ha de ir enseguida… al otro lado… Han encontrado… El hombre hizo una pausa, mientras intentaba recuperar el aliento.
—¿Qué? —preguntó Jalifa—. ¿Qué han encontrado?
El hombre le miró con ojos desorbitados.
—¡Un cadáver!
La voz de Ali llegó flotando hasta ellos.
—¡Qué guay! ¿Puedo ir yo también, papá?
Habían descubierto el cuerpo en Malqata, un yacimiento arqueológico situado en el extremo sur del macizo tebano, en otro tiempo palacio del faraón Amenhotep III, ahora una desolada extensión de ruinas azotadas por el viento que sólo visitaban los egiptólogos más empedernidos. Un polvoriento Daewoo de la policía esperaba a Jalifa ante la oficina del valle. Dejó a su hijo con Pelirrojo, que prometió acompañarle a casa, subió al asiento del pasajero y el coche se puso en marcha, mientras los gritos de protesta de Ali resonaban a su espalda.
—¡No quiero ir a casa, papá! ¡Quiero ver el cadáver!
Tardaron veinte minutos en llegar al yacimiento. El conductor de la policía, un joven hosco con pecas en la cara y dientes en mal estado, no dejó de pisar el acelerador mientras descendía serpenteando entre las colinas hasta la llanura del Nilo, y luego se desviaba al sur a lo largo del borde del macizo. Jalifa miraba por la ventanilla los campos de caña de azúcar y molochia, mientras fumaba un Cleopatra y oía en el baqueteado estéreo del coche, sin prestar mucha atención, un reportaje sobre la espiral de violencia entre israelíes y palestinos: otro atentado suicida, otra venganza israelí, más muerte y desdicha.
—Habrá guerra —dijo el chófer.
—Ya hay guerra. —Jalifa suspiró. Dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventanilla—. Desde hace cincuenta años.
El chófer cogió un paquete de chicles que había sobre el salpicadero, se metió dos en la boca y masticó vigorosamente.
—¿Cree que habrá paz alguna vez?
—No, tal como van las cosas. Cuidado con el carro.
El conductor esquivó un carro tirado por un asno, cargado con caña de azúcar, y frenó a continuación justo a tiempo de evitar una colisión frontal con un autocar de turistas.
—Que Alá me proteja —murmuró el detective, aferrado al salpicadero—. Que Alá tenga misericordia.
Dejaron atrás Deir el-Bahri, el Rammasseum y los restos dispersos del templo mortuorio de Merenptah, hasta llegar a un punto en el que la carretera se bifurcaba. Un ramal giraba hacia el este, en dirección al Nilo, y el otro al oeste, hacia el antiguo pueblo obrero de Deir el-Medina y el Valle de las Reinas. Siguieron recto y pasaron del pavimento liso a una pista polvorienta que los condujo hasta el gran templo de Medinet Habu y luego a una extensión ondulante de desierto salpicado de rocas, cuya superficie estaba cubierta de basura y manojos de espinos. Continuaron un par de kilómetros más, entre sacudidas y giros bruscos, pasando de vez en cuando ante las ruinas de antiguas paredes de ladrillo de barro, marrones e informes como chocolate fundido, antes de parar junto a cuatro coches de la policía y una ambulancia, aparcados al lado de una torre de telefonía oxidada; más allá vieron un quinto coche, un Mercedes azul cubierto de polvo, algo apartado. Jalifa bajó.
—No sé por qué no se compra un móvil —gruñó Mohammed Sariya, el ayudante de Jalifa, que se alejó de un grupo de paramédicos y salió a su encuentro—. Nos ha costado más de una hora localizarle.
—Durante ese tiempo he tenido el placer de visitar dos de las tumbas más interesantes del Wadi Biban el-Muluk —repuso Jalifa—. Una excelente razón para no tenerlo. Además, los móviles producen cáncer. —Sacó los cigarrillos y encendió uno—. ¿Qué tenemos?
Sariya meneó la cabeza de manera exagerada.
—Un cadáver —dijo—. Varón. Caucásico. Se llama Jansen. Piet Jansen.
Buscó en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una bolsa de plástico que contenía un gastado billetero de piel, el cual entregó a Jalifa.
—Nacionalidad egipcia —dijo—, aunque nadie lo diría por el nombre. Era propietario de un hotel en Gezira. El Menna-Ra.
—¿Junto al lago? Sí, lo conozco.
Jalifa sacó la cartera de la bolsa y examinó su contenido. Se fijó en el carnet de identidad egipcio.
—Nacido en 1925. ¿Estás seguro de que no murió de viejo?
—Sí, a juzgar por el estado del cuerpo —contestó Sariya.
El detective extrajo una tarjeta de crédito del Banco Egipcio y un fajo de billetes de veinte libras egipcias. En un bolsillo lateral encontró la tarjeta de miembro de la Sociedad Egipcia de Horticultura, y detrás, una foto arrugada en blanco y negro de un enorme perro lobo de aspecto feroz. En el dorso había escrito a lápiz «Arminius, 1930», aunque era casi ilegible. Lo miró un momento, pues el nombre le sonaba, aunque era incapaz de identificarlo. Puso la tarjeta en su sitio, devolvió el billetero a la bolsa y miró a su ayudante.
—¿Has informado a la familia?
—No tiene parientes vivos —dijo Sariya—. Nos hemos puesto en contacto con el hotel.
—¿Era suyo el Mercedes?
Sariya asintió.
—Encontramos las llaves en su bolsillo.
Sacó otra bolsa, la cual contenía un llavero de proporciones gigantescas.
—Lo hemos registrado. Dentro no había nada especial.
Se acercaron al Mercedes y miraron a través de la ventanilla. El interior (tapizado con piel agrietada, salpicadero de nogal pulido, ambientador colgado del retrovisor) estaba vacío, salvo un al-Ahram de dos días antes en el asiento del acompañante y, en el suelo de la parte de atrás, una cámara Nikkon que parecía cara.
—¿Quién lo encontró? —preguntó Jalifa.
—Una chica francesa. Estaba tomando fotos entre las ruinas y topó con el cuerpo por casualidad. —Sariya abrió su libreta y la examinó—. Claudia Champollion —leyó, con un esfuerzo por intentar pronunciar las vocales poco familiares—. Veintinueve años. Arqueóloga. Se aloja allí.
Movió la cabeza en dirección al complejo arbolado que había más abajo, rodeado por un muro de ladrillos de barro. La sede de la misión francesa arqueológica en Tebas.
—Supongo que no tendrá ninguna relación con Champollion, ¿verdad? —dijo Jalifa.
—¿Ummm?
—Jean-François Champollion.
Sariya le miró desconcertado.
—El hombre que descifró los jeroglíficos. —Jalifa suspiró con fingida exasperación—. Dios Todopoderoso, Mohammed, ¿no sabes nada de la historia de este país?
Su ayudante se encogió de hombros.
—Era muy atractiva, eso sí que lo sé. Grandes… Ya sabe… —Hizo un gesto con las manos—. Firmes.
Jalifa meneó la cabeza y dio una calada al cigarrillo.
—Si el trabajo de la policía consistiera en desnudar a mujeres con la mirada, Mohammed, ya serías jefe del cuerpo. ¿Conseguiste una declaración de la chica?
Sariya alzó su libreta para indicar que sí.
—¿Y?
—Nada. No vio ni oyó nada. Simplemente encontró el cuerpo, regresó al complejo y llamó al ciento veintidós.
Jalifa terminó el Cleopatra y lo aplastó en el suelo con el tacón de su zapato.
—Supongo que deberíamos echarle un vistazo. ¿Has avisado a Anwar?
—Cuando termine su trabajo burocrático vendrá. Dijo que no permitiéramos que el cadáver se fuera de paseo.
El detective chasqueó la lengua en señal de desaprobación, acostumbrado al desagradable sentido del humor de Anwar, y los dos atravesaron el yacimiento aplastando los fragmentos de cerámica que sembraban la superficie del desierto como galletas desechadas. A su derecha vieron unos niños sentados sobre una montaña de escombros. Uno sujetaba una pelota de fútbol mientras observaba las hileras de policías que peinaban el desierto en busca de pistas. El sol se estaba poniendo tras las cúpulas en forma de huevo del monasterio de Deir el-Muharab, y su luz viraba de un amarillo pálido a un naranja intenso. Remates de muros de adobe asomaban en la arena por doquier, como criaturas primigenias que emergieran de las profundidades del desierto. Por lo demás, nada indicaba que estuvieran cruzando lo que había sido uno de los palacios más espléndidos del antiguo Egipto.
—Cuesta creer que esto fuera un palacio, ¿verdad? —Jalifa suspiró mientras levantaba un fragmento de cerámica con rastros de pintura azul claro—. En su momento, Amenhotep III gobernó la mitad del mundo conocido. Y ahora…
Dio vueltas al fragmento entre los dedos y frotó el pigmento con el pulgar. Sariya no dijo nada, sólo hizo un gesto cortante con la mano para indicar que debían desviarse a la derecha.
—Allí —dijo—. Al otro lado de ese muro.
Cruzaron un tramo de pavimento de adoquines de barro, agrietado y roto, y atravesaron lo que había sido una puerta enorme, reducida ahora a dos montañas de cascotes con un peldaño de piedra caliza entre ambas. Al otro lado había un policía acuclillado a la sombra de un muro y, unos metros más allá, una gruesa sábana de lona con un bulto en forma de cadáver debajo. Sariya se adelantó, aferró una punta de la sábana y la levantó.
—Allahu akbar! —exclamó Jalifa—. ¡Dios Todopoderoso!
Delante de él yacía un hombre muy viejo, de cuerpo frágil y demacrado, la piel cetrina, arrugada y sembrada de manchas de la edad. Estaba tendido de bruces, con un brazo debajo del cuerpo y el otro extendido a un lado. Llevaba un traje de safari caqui, y su cabeza, calva salvo unos mechones de pelo entre amarillo y blanco, estaba echada hacia atrás y un tanto inclinada, como un nadador que tomara aire antes de hundir la cara en el agua, una postura anormal causada por la varilla de hierro oxidado que surgía del suelo y le atravesaba el ojo izquierdo. Tenía las mejillas, los labios y la barbilla salpicados de sangre seca, y un corte poco profundo en un lado de la cabeza, justo encima de la oreja derecha.
Jalifa examinó el cuerpo, reparó en el polvo que cubría ropas y manos, el pequeño desgarrón en la rodilla de los pantalones, la herida de la cabeza sucia de arena y polvo; después se acuclilló y movió con suavidad la varilla de hierro, en el punto donde surgía de la arena. Estaba clavada con firmeza en el suelo.
—¿De una tienda de campaña? —preguntó Sariya, inseguro.
Jalifa meneó la cabeza.
—Parte de una mira taquimétrica. Debieron de dejársela en una excavación. A juzgar por su aspecto, lleva años aquí.
Se incorporó, agitó la mano para alejar las moscas que ya habían empezado a zumbar alrededor del cadáver y caminó unos metros, hasta un lugar en que la arena estaba removida. Distinguió al menos tres pares diferentes de pisadas, pertenecientes tal vez a los policías que habían peinado la zona, o tal vez no. Se acuclilló de nuevo, extrajo el pañuelo del bolsillo y recogió un fragmento afilado de pedernal manchado de sangre.
—Parece que alguien le golpeó en la cabeza —dijo Sariya—. Después, cayó sobre la varilla. O le empujaron.
Jalifa dio vueltas a la piedra en la mano y examinó las manchas rojizas.
—Es raro que el atacante dejara una cartera llena de dinero en su bolsillo —dijo—. Y las llaves del coche.
—Tal vez le interrumpieron —aventuró Sariya—. O quizá el móvil no fuera el robo.
Antes de que Jalifa pudiera darle su opinión, se oyó un grito al otro lado del campo. A doscientos metros de distancia, un policía se hallaba de pie sobre una loma arenosa y agitaba los brazos.
—Parece que ha encontrado algo —dijo Sariya.
Jalifa dejó la piedra tal como la había encontrado y los dos se encaminaron hacia el hombre. Cuando llegaron, había descendido de la loma y se encontraba de pie junto a una parte del muro derruido, a lo largo de cuya base, sobre el agrietado revoque de barro, había pintada una hilera de lotos azules, descoloridos pero todavía visibles. En el centro de la hilera había un hueco, como si hubieran quitado un trozo de yeso. Cerca, en el suelo, había una mochila de lona, un martillo y un cincel, y un bastón negro con puño de plata. Sariya se acuclilló al lado de la mochila y la abrió.
—Vaya, vaya, vaya —dijo, al tiempo que extraía un ladrillo con yeso pintado—. Alguien ha sido travieso.
Entregó el ladrillo a Jalifa. El detective no le estaba mirando. Se había agachado y cogido el bastón; estaba examinando el puño, a cuyo alrededor había grabada una cenefa de rosas en miniatura, intercaladas con el signo del anj.
—¿Señor?
Jalifa no contestó.
—¿Señor? —repitió Sariya, en voz más alta.
—Lo siento, Mohammed.
El detective dejó a un lado el bastón y se volvió hacia su ayudante.
—¿Qué has descubierto?
Sariya le entregó el ladrillo de barro. Jalifa lo sostuvo frente a él y examinó los dibujos. Al mismo tiempo, su vista no cesaba de volver hacia el bastón, con el ceño fruncido como si intentara recordar algo.
—¿Qué? —preguntó Sariya.
—No, nada. Nada. Una extraña coincidencia, nada más.
Meneó la cabeza y sonrió. No obstante, había aparecido una sombra de inquietud en sus ojos, como el débil eco de una preocupación más profunda. A la derecha, un cuervo de gran tamaño se posó sobre el muro y los miró, mientras agitaba las alas y graznaba de manera estentórea.