Desde una visión filosófica científico-natural del mundo
Con el progreso de las ciencias naturales se hace cada vez más clara a nuestro espíritu la totalidad del mundo y nuestra identidad con él. Cuando esta idea de unidad total deje de ser una mera idea intelectual, cuando abra todo nuestro ser hacia una luminosa conciencia cósmica, entonces se llegará a una alegría radiante, a un amor que abarque todas las cosas.
Rabindranath Tagore (1861-1941)
en «Sadahana»
Que en la naturaleza gobierna un artista, cuyas obras son ciertamente evidentes, pero en cuyo taller no penetra ningún espíritu creado, no precisa demostración. Lo vemos demostrado allí donde se posa nuestra mirada, en cada ala de mosquito, en cada brizna de hierba, en cada copo de nieve.
Ernst Jünger en
en «Das spanische Mondhorn»
Todos los estados de felicidad tienen como base la seguridad en el sentido más amplio de este concepto. Se conoce la dicha de la seguridad en el hogar paterno, en la familia, en una amistad. Igualmente, la pertenencia a pequeñas o grandes comunidades de índole profesional, política, cultural o religiosa puede proporcionar un sentimiento de seguridad que va unido a la felicidad. Al contrario, la infelicidad va unida las más de las veces a indefensión, separación, extravío.
Esta conexión entre seguridad y felicidad no sólo es aplicable al destino individual del hombre, sino a épocas culturales enteras. Aquí se trata de la seguridad que puede proporcionar a los hombres la imagen del mundo que rige en una fase concreta de la historia de la humanidad y que determina de forma omnicomprensiva el sentimiento de la vida.
En las páginas que siguen, intentaré mostrar que la fuerza protectora de una concepción del mundo descansa sobre todo en su manera de concebir la relación del hombre con la creación, en especial con la naturaleza viviente. Tal es así que quizá las dificultades y los problemas aparentemente insolubles de nuestro tiempo en los ámbitos espiritual, social, económico y ecológico tengan que ser atribuidos, como a su causa común y última, a una relación enfermiza del hombre con la naturaleza. La concepción científico-natural del mundo, unilateralmente materialista, que está en boga hoy en la sociedad industrial occidental es incapaz de ofrecer seguridad alguna, porque en ella no encuentra expresión la vinculación, es decir, la inclusión del hombre en la naturaleza viviente. Quisiera exponer en forma de opiniones personales fundadas en algunas experiencias, el modo en que podría remediarse esta carencia, completando y profundizando debidamente la concepción científico-natural del mundo.
En todas las áreas culturales ha pervivido en forma de mitos el recuerdo de un tiempo anterior a la historia, de un mundo en el que todos los hombres vivían en la abundancia, vivían felices en seguridad, libres de todo cuidado y esfuerzo. Era la época dorada que relata Hesíodo; o la época de la humanidad anterior a la expulsión del Paraíso, en la tradición judeo-cristiana. En aquel tiempo el hombre era aún una sola cosa con la creación, pertenecía a ésta como una parte de la misma, estaba inmerso en ella. El mundo era un jardín, un jardín paradisíaco, en el que todas las criaturas vivían en armonía y en el que el hombre encontraba, sin dificultad ni trabajo, el alimento y todo lo que necesitaba.
Dejemos a un lado si en aquella época anterior a la historia los hombres eran realmente tan felices como se relata en los mitos; es seguro, sin embargo, que en el tiempo en que se constituyeron los mitos no existía ya estado paradisíaco alguno, pues, de lo contrario, no se habría podido percibir su pérdida. En los autores antiguos a quienes debemos la redacción de los mitos, estaba viva ya una conciencia histórica, es decir, la capacidad de comparar la concepción del mundo de su tiempo con la de una época pasada de la humanidad. Esta facultad, que presupone una distancia crítica respecto del acontecer temporal, señalizaba ya un nuevo estadio de desarrollo de la conciencia humana.
Acaso sea la entrada en este nuevo nivel de conciencia lo que se refiere en la parábola bíblica del pecado original. El cumplimiento de la promesa de la serpiente —«seréis como Dios, conocedores del bien y del mal»— escindió en la conciencia humana la unidad de creación y criatura. Con la nueva capacidad que se le había otorgado de discernir y de conocer conscientemente, el hombre se convirtió en señor responsable de su acción, pero perdió con ello la seguridad que había consistido en la unidad inconsciente con la creación. Esta fué la expulsión del Paraíso.
Expulsado de la naturaleza que proporcionaba todo con abundancia en el Paraíso, el hombre, abandonado ahora a sí mismo, dependiente ya de los frutos de su trabajo, vuelto indefenso, comenzó a construir asentamientos, ciudades. Aquí se sitúan los comienzos de la historia de la cultura, que en lo esencial es una historia de culturas urbanas. Las grandes culturas han aparecido y se han hundido en y con las ciudades. Allí donde no ha habido ciudades, el tiempo ha transcurrido sin historia.
Mientras las ciudades han sido durante milenios lugares en los que la población ha encontrado refugio frente a las inclemencias de la naturaleza y frente al enemigo, y en cuya seguridad se han podido desarrollar civilizaciones y culturas, en la Edad Moderna se han modificado radicalmente la finalidad y el carácter de aquellas, sobre todo, de las grandes ciudades. De centros de residencia y de cultura se han convertido en centros de tráfico y de la industria. La moderna gran ciudad no ofrece ya a sus habitantes protección alguna ante el enemigo, sino, al contrario, atrae hacia ella misma todo el potencial armamentista de aquél; y ante el ruido y la polución general de las ciudades industriales no se puede hablar más de protección. Sin embargo, la vida cultural sigue estando concentrada en las ciudades y la historia universal es gestada todavía hoy en las grandes ciudades por los hombres que las habitan y que ahora viven en la inseguridad y en la amenaza. La inseguridad, el miedo, la insatisfacción, el vacío interior y la agresividad cobran predominio en la vida social, cultural y política.
¿Dónde se sitúan los comienzos de esta evolución, que ha conducido a esta transformación de los lugares de residencia de los hombres, a un cambio del semblante de la tierra, a la actual concepción del mundo, a la actual conciencia de la realidad? En el tiempo se sitúan en el siglo XVII y en el espacio se ubican en Europa. En aquella época surgió aquí un estilo de investigación de la naturaleza, que se orientó por entero a lo mensurable y logró esclarecer las leyes físicas y químicas de la constitución del mundo material. Sus conocimientos hicieron posible un aprovechamiento de la naturaleza y de sus fuerzas que jamás se había visto hasta entonces. Ella condujo hasta la actual industrialización y tecnificación mundial de casi todos los ámbitos de la vida, que, por un lado, han proporcionado a una parte de la humanidad un confort en la vida cotidiana y un nivel material de vida que apenas eran imaginables en el pasado y que, por otro lado, han tenido como consecuencia la mencionada transformación de las ciudades, como centros de residencia y de cultura, en centros de tráfico y de la industria, y la destrucción catastrófica del medio ambiente natural.
El hecho de que fuera precisamente el espíritu europeo el que generase esta ciencia natural, que estuviese capacitado para producir este resultado, debería explicarse porque aquí se había producido claramente antes que en otras culturas la separación consciente de individuo y medio ambiente. En efecto, un yo, capaz de situarse frente al medio ambiente, capaz de tematizar el mundo, de contemplarlo como objeto, este espíritu susceptible de objetivar el mundo exterior, constituía el presupuesto de la aparición de la investigación científico-natural occidental. Esta visión objetiva del mundo estaba presente ya en los primeros documentos del pensamiento científico-natural, en las teorías cosmológicas de los filósofos presocráticos griegos. Esta actitud del hombre frente a la naturaleza, desde la que fué posible una íntima dominación de la naturaleza, es la que más tarde, en el siglo XVII, fue formulada de forma clara y fue fundamentada filosóficamente por vez primera por Descartes.
En los comienzos de su desarrollo en la Edad Moderna la investigación de la naturaleza tenía todavía como base una concepción religiosa del mundo. El investigador contemplaba la naturaleza como una creación que estaba animada por el espíritu de Dios. Paracelso calificaba la naturaleza como un «libro que ha escrito el dedo de Dios», y la tarea del investigador de la naturaleza era descifrarlo. Kepler reconoció en las leyes de las órbitas planetarias, la armonía del mundo creado por Dios, y en las antiguas obras de botánica jamás olvidó el autor alabar al Creador por las maravillas del mundo de las plantas.
El giro decisivo y cargado de consecuencias se produjo cuando, tras los grandes y revolucionarios descubrimientos de Galileo y de Newton, la investigación se consagró cada vez más unilateralmente a los aspectos cuantitativos, mensurables, de la naturaleza. Cada vez pasó más a segundo plano el tratamiento totalizador, cualitativo, que defendía Goethe en el ejemplo de su teoría de los colores. Los métodos cuantitativos de la investigación de la naturaleza, a los que no bastaba ya la observación directa, requerían para sus mediciones aparatos manifiestamente más complicados y sofisticados. Estos proporcionaban resultados objetivos que en gran medida eran independientes del observador, y esta particularidad fomentó adicionalmente la escisión consciente de sujeto y objeto. Las disciplinas encargadas del aspecto mensurable de la naturaleza, es decir, la física y la química, adquirieron un impulso poderoso. Los métodos físicos y químicos penetraron también en otros ámbitos de la ciencia natural, como la biología, la botánica y la zoología. Se delimitó a las ciencias de la naturaleza, como ciencias exactas, frente a las ciencias del espíritu y se les reconoció una preeminencia teórico-cognoscitiva en virtud de que sus resultados eran reproducibles y objetivables. Los asombrosos éxitos de la investigación de la naturaleza, sobre todo en los ámbitos de la física y de la química, que posibilitaron la penetración en el macrocosmos y en el microcosmos de nuestro mundo y, en especial, la utilización práctica de sus hallazgos y descubrimientos, sobre los cuales se erigieron más tarde las tecnologías e industrias que caracterizan nuestra época, han contribuido a la victoria de la imagen materialista del mundo que resulta de esta investigación de la naturaleza. Esta concepción se ha convertido en la fe, en el mito de nuestro tiempo.
En la misma medida, las concepciones religiosas del mundo han perdido credibilidad en la conciencia general. Acaso se siga manifestando exteriormente la fe eclesiástica; los dogmas y la ética religiosa siguen teniendo vigencia oficial como principios de conducta tanto en la vida personal como en la pública. Pero el ámbito de la fe y el ámbito del conocimiento sólido se hallan separados, y la praxis está determinada por este último. Incluso cuando un jefe de Estado jura sobre la Biblia, confía solamente en la realidad de la bomba atómica y adopta con arreglo a aquella sus decisiones de política internacional. La intensidad con que sólo se considera real el mundo creado y dominado por la técnica, es decir, la relevancia que éste posee para la vida práctica, se ve en el hecho de que, en concreto, los defensores de la ecología, los que ven en la naturaleza primitiva nuestra verdadera patria y creen en sus fuerzas, siguen siendo considerados todavía como subversivos en la mayoría de los casos.
El breve intento precedente de exponer cómo se ha llegado a la actual situación mundial se podría resumir trayendo a colación una vez más la metáfora bíblica del pecado original.
Tras la expulsión desde la seguridad del Paraíso a la desprotección y a la autorresponsabilidad, se concedió al ser humano, dotado de una mayor capacidad cognoscitiva, la capacidad de disponer de la tierra y de sus riquezas. «Dominad la tierra». Sin embargo, en lugar de convertir su nuevo hábitat en un paraíso terrenal, para encontrar en él una nueva seguridad, el hombre, entendiendo mal el encargo divino y abusando de sus capacidades intelectuales recién adquiridas, ha devastado la Tierra y está a punto de hacerla completamente inhabitable.
¿Debe continuar la tendencia en esta dirección y debe extenderse aún más la destrucción del mundo interior y exterior? Hay un cúmulo de prognosis pesimistas. Es indudable que no existe vuelta atrás, que sólo es posible un desarrollo hacia adelante, un ulterior desarrollo del nivel actual de conciencia que se ha conseguido a lo largo de la historia del pensamiento, y un desarrollo de su correspondiente concepción científico-natural del mundo. Tampoco cabe hacer retroceder a la civilización técnico-industrial, sino que a su evolución futura podrían dársele otros objetivos, un nuevo sentido.
Requisito y base para un cambio positivo de rumbo tendría que ser la curación de la «neurosis fatalista europea», como Gottfried Benn ha denominado la escindida conciencia de la realidad. En la conciencia colectiva tendría que revivir una concepción de la realidad en la cual el individuo no se autopercibiera como separado del mundo exterior, sino como una misma cosa con la creación.
Es preciso reconocer que la fe unilateral en la concepción científico-natural del mundo se basa en un error cargado de consecuencias. Todo lo que ésta contiene es, ciertamente, verdadero, pero este contenido representa solamente la mitad de la realidad, solamente su parte material, su parte cuantificable. Faltan todas las dimensiones espirituales de la realidad, que no son aprehensibles física ni químicamente y entre las que se cuentan las características esenciales de los seres vivos. Estas deben ser integradas, como mitad complementaria, en la concepción científico-natural del mundo, para que surja la imagen de la plena realidad viviente a la que pertenece también el ser humano con su espiritualidad. En la vivencia consciente de esta realidad completa se cancela la escisión entre individuo y medio ambiente, entre ser humano y creación. Esta sería la curación de la «neurosis fatalista europea». Esta concepción científico-natural del mundo, complementada con las dimensiones que caracterizan lo viviente y profundizada a través de la meditación, sería capaz de proporcionar nuevamente seguridad.
Por consiguiente, no se trata de discutir la validez de la concepción científico-natural del mundo ni de disminuir el valor de la investigación cuantitativa de la naturaleza, sino de hacerse consciente solamente de que, como la visión de los titanes, es monocular. Por el contrario, se mantiene aquí la opinión de que la concepción científico-natural del mundo es la única base sólida y consistente sobre la que se puede y se debe seguir construyendo tanto en el ámbito material como en el espiritual. El enorme cúmulo de conocimientos sustantivos, las incursiones en la profundidad de la estructura material del universo, de la Tierra y de sus organismos vivientes constituyen indiscutiblemente logros y aportaciones grandiosos del espíritu investigador que no cabe pasar por alto. No es posible hacer retroceder el ensanchamiento de la conciencia de la realidad que se ha originado por este camino y no debe llevar a disolver, sino a hacer más profunda la concepción religiosa del mundo.
En las páginas que siguen quisiera exponer cómo mi concepción del mundo se ha visto influida por mis conocimientos y reflexiones como profesional de las ciencias naturales. Puesto que por esa razón las consideraciones que siguen reflejan en lo esencial opiniones y juicios personales, es decir, que lo subjetivo es un factor importante de las mismas, me parece prioritario mostrar algunos datos sobre el sujeto, sobre mi persona.
Cuando era un muchacho tenía con frecuencia vivencias místicas de la naturaleza durante mis correrías por el bosque y por el campo. Una pradera con flores, un lugar penetrado por los rayos del sol en el bosque, un sitio cualquiera del entorno habitual, se mostraban de repente con una claridad singular. Era como si los árboles, las flores, quisieran revelarme entonces su verdadera esencia y yo me sentía unido a ellos en una sensación indescriptible de felicidad. Estas vivencias, aunque las más de las veces eran de una brevísima duración, influyeron profundamente en mí. No sólo fueron las que despertaron mi amor por el mundo de las plantas, sino que determinaron también mi visión del mundo en sus rasgos fundamentales, en tanto me revelaron la existencia de una realidad que siendo ajena a la mirada cotidiana lo abarca todo, es acogedora y profundamente gratificante.
Este interés por el problema de la realidad, que se muestra primeramente como realidad material, fué el motivo por el que me decidí a estudiar química, aunque yo había realizado el bachillerato latino que servía de base a los estudios de las ciencias del espíritu. A la elección de la carrera de química contribuyó también el deseo de encontrar firmeza en un ámbito sólido e irrefutable del saber. En filosofía, en historia, en literatura, etc., se dan opiniones y posturas contrapuestas, pues todos los sistemas del espíritu son discutibles. Por el contrario, el mundo material es irrefutable y las leyes que le son inherentes son fijas. La ciencia que da acceso a esta parte tangible y fija, pero en el fondo tan misteriosa, de nuestro mundo, la materia, es la química.
La química es considerada generalmente como la más materialista de las ciencias. Sin embargo, materialista o material es solamente el objeto de la química, la materia, pero no su investigación científico-metodológica que, como toda investigación científica, es de naturaleza espiritual.
Quisiera hacer aquí una puntualización incidental que se refiere a la imagen que las ciencias naturales, en especial la química, tienen en la conciencia de la colectividad. El saber vulgar ha conducido a una concepción falsa de la esencia y de la importancia de las ciencias naturales. Los medios de comunicación de masas son los que determinan uniformemente y a escala mundial las opiniones y las mentalidades. El saber que estos medios transmiten —hoy se le llama información— es sólo parcialmente correcto en la mayoría de los casos, es superficial y no se orienta principalmente a la verdad o a la realidad, sino al sensacionalismo. Los mensajes han de venderse bien. Lo que el profano entiende, por ejemplo, por química, no tiene nada que ver, en absoluto, con la química como ciencia. El cliché del químico es el hombre con gafas y con una bata blanca de laboratorio que está mezclando algo misterioso en un tubo de ensayo. Es el mezclador de venenos por excelencia. En esta misma idea se manifiesta ya la falsa concepción, tan difundida colectivamente, de la esencia de la química. El mezclador de venenos sería físico, no químico, pues mezclar no es sino un procedimiento físico. La química empieza allí donde entra en juego la transformación de las sustancias, de la materia. Por lo demás, en la mentalidad popular el concepto de la química se agota con la imagen de la química industrial y con la fetidez y con la contaminación del medio ambiente con que se la asocia. Sólo una pequeña minoría de la población es consciente de la importancia teórico-cognoscitiva de la química, como ciencia de la estructura de todo el mundo material visible.
Hasta aquí mi puntualización incidental acerca de las falsas concepciones de la esencia de la química, puntualización que es aplicable también a las demás ciencias naturales. Me ha parecido necesaria, porque en ella se llama la atención acerca de un saber vulgar que es culpable, ante todo, de que se valore equivocadamente la concepción científico-natural del mundo.
Los estudios de química satisficieron mis expectativas. Me abrieron el camino hacia lo interno, hacia la recóndita configuración del mundo visible: hacia las estructuras moleculares y atómicas y hacia el microcosmos que constituyen los átomos. Aprendí que el reino mineral, el mundo vegetal y animal, incluido el ser humano, constan de unos pocos elementos idénticos. De un total de 92 átomos conocidos el mayor número de ellos se encuentra solamente en forma de vestigio. Apenas son una docena, aproximadamente, los elementos que intervienen de forma decisiva en la configuración de la Tierra y de su biosfera: hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, silicio, calcio, estroncio, fósforo, azufre, hierro, níquel, manganeso, sodio, potasio, por citar los más importantes. Si de los átomos pasamos a sus elementos comunes, a los protones y neutrones que forman su núcleo y a los electrones que giran alrededor del núcleo, entonces el número de componentes del mundo entero se reduce a tres.
La reducción del mundo a unos pocos elementos muertos, como su última realidad, se ha adoptado como fundamento de una concepción materialista del mundo. En este proceder se pone de manifiesto una desmesurada supervaloración del papel de la materia en la creación. Ello no significa otra cosa que reducir la maravilla de una catedral al número y calidad de las piedras empleadas en ella, sin tomar en cuenta su configuración, su belleza, su sentido y, en consecuencia, sin ver tampoco razón alguna para pensar en un arquitecto. Se suma a esto que la catedral carece de los aspectos de lo viviente, de suerte que el símil no expresa siquiera en toda su magnitud la improcedencia de reducir la esencia de la creación al plano de la química.
No se entiende fácilmente cómo la imagen materialista del mundo, que resulta de su reducción al nivel de la química, no es más combatida precisamente por los químicos, que deberían saber qué es lo que pertenece al plano de la química y deberían conocer los límites de ésta. De hecho, los biólogos son, más bien, quienes confían demasiado en la química y quienes en su aspiración de racionalidad intentan atribuir los fenómenos de la vida a reacciones químicas.
Sólo quisiera citar aquí, como ejemplo inconcebible, al premio Nobel, Jacques Monod. Su libro, Azar y Necesidad, que se distingue por su falta de cientificidad y por su arrogancia, ha causado un gran daño entre las personas que no son expertas en ciencias naturales.
He aquí un punto esencial de mi exposición. Quisiera mostrar que en la diferente valoración del papel de la química en la imagen científico-natural del mundo, es donde se dividen los espíritus. A un lado, la química y sus leyes, como fundamento causal último de la aparición del mundo visible, al otro lado, el papel de la química, como la ciencia del material constitutivo del que se ha servido un poder espiritual para la construcción de la creación en su polícroma variedad.
Quisiera mostrar ahora mediante algunas reflexiones de qué forma mis conocimientos como químico fueron, sobre todo, los que me descubrieron una imagen científica del mundo que me proporciona seguridad.
Cuando en el jardín o en el paseo me paro ante una planta y la contemplo meditativamente, entonces no sólo veo lo que también ve quien no es químico, su figura, su color, su belleza, sino que además me asaltan ideas sobre su configuración, su vida interna, y sobre los procesos físicos y químicos que subyacen a ésta. Hay incontables combinaciones químicas singulares de las que se compone la planta. Puedo imaginarme sus fórmulas. Por nombrar sólo algunas: la síntesis de la sustancia que forma el armazón, la celulosa, a partir de subproductos del azúcar; luego, la compleja fórmula de la clorofila, que consta de varios anillos de hidrocarburos nitrogenados y de un átomo central de magnesio; después, la fórmula estructural de los pigmentos de la flor, por ejemplo, la fórmula de un pigmento azul, de un antocianuro. La mayoría de estos componentes de las plantas se puede obtener también mediante síntesis química. Conozco el esfuerzo que se necesita para ello en el laboratorio, su constitución a partir de grupos reactivos de átomos a través de muchos pasos intermedios, a altas o bajas temperaturas según el tipo de reacción química, bien al vacío, bien a presión elevada, etc. El químico que con toda una escuela de ayudantes y estudiantes realizó el trabajo decisivo en el descubrimiento de la estructura de la clorofila, el profesor Hans Fischer, de Munich, recibió en su día el Premio Nobel por ello, y el profesor de la Universidad de Harvard, Robert Woodward, fallecido hace pocos años, que logró finalmente la síntesis total de la clorofila, fué distinguido igualmente con el Premio Nobel. Mi venerado maestro y director de mi tesis doctoral, el profesor Paul Karrer, que en los años veinte y treinta trabajó en el Instituto de la Universidad de Zurich en el esclarecimiento de las estructuras y en la síntesis de los pigmentos de las flores, los antocianuros y carotinoideos, recibió también por estos trabajos el Premio Nobel. Todos estos logros fueron posibles únicamente sobre la base de los conocimientos acumulados por las generaciones anteriores de químicos. Menciono esto para mostrar el enorme trabajo químico que se esconde tras la síntesis de cada una de las numerosas sustancias que componen una planta.
Cualquier hierbecilla es capaz de producir este resultado. Con el mayor silencio y discreción, con la luz como única fuente de energía, produce estas sustancias, para cuya síntesis no bastaría el trabajo de cientos de químicos durante muchos años. El químico no puede menos que maravillarse ante esto.
Sin embargo, esto no es más que química, cuyas leyes conocemos hoy, y que nosotros podemos simular, si bien con enormes gastos y con la movilización de todas nuestras habilidades.
Pero al observar la planta que estoy contemplando ahora, me asaltan aún otras ideas. Se refieren a la forma en que se hace uso de la química y que no se puede explicar, sino, a lo sumo, describir. Aquí entran en juego el espacio y el tiempo, los cuales no tienen nada que ver con la química. Cada uno de los innumerables procesos de síntesis tiene que ocurrir en un espacio muy concreto y en un tiempo muy concreto, a fin de que se puedan producir la predeterminada figura exterior individual y la estructura interior de la planta, sus diferentes órganos con sus funciones diferenciadas. A la química se suman también aquí numerosos procesos y fuerzas físicas, como la difusión, la absorción y los fenómenos capilares. Todo esto es impensable sin un plan que guíe el proceso constitutivo y sin una instancia coordinadora.
La fisiología celular y la biología molecular aportan una explicación al respecto. El plan estructural se halla preprogramado en la dotación de cromosomas del núcleo de la célula. Está impreso allí con las cuatro letras del código genético, con las cuatro diferentes moléculas del ADN.
Todas éstas son incursiones magníficas de la investigación científico-natural en un maravilloso mecanismo. Pero es importante tomar conciencia de que con esto sólo se descubre el mecanismo; se conocen las cuatro letras del alfabeto biológico. Sin embargo, la pregunta decisiva por el origen del texto permanece sin respuesta. Es preciso pensar, además, que las estructuras químicas que presentan las formaciones nucleicas del ADN sólo pueden dirigir, por su propia naturaleza, el conjunto de procesos químicos, pero no la configuración de un organismo.
Finalmente, quisiera abordar todavía un tercer tipo de reflexiones que me asaltan en mi condición de químico durante mis meditaciones en el jardín o en mis paseos por el bosque. Giran en torno a la afinidad entre el organismo humano y el organismo vegetal en lo que respecta a la constitución química, y en torno a la inserción del ser humano en el biocosmos, que se pone de manifiesto en este hecho.
Todo organismo superior, sea una planta, sea un animal o sea un ser humano, tiene su origen en una única célula, el óvulo fecundado. Las unidades vivas más pequeñas de las que se componen los organismos son las células. Las células vegetales, las animales y las humanas no sólo presentan una estructura similar, que se compone del núcleo que alberga los cromosomas y que está embebido en el protoplasma, y de la membrana celular que envuelve al todo, sino que poseen también una composición química notablemente igual. A pesar de la infinita variación que existe en la constitución química de las diferentes partes orgánicas y de los tipos de tejidos, las clases de combinaciones químico-orgánicas que intervienen en la composición material del cuerpo de los animales y del hombre, así como de las plantas, son las mismas. Proteínas, hidratos de carbono, grasas, fosfátidos, etc., que se componen de los mismos elementos simples, los aminoácidos, azúcares, lipoácidos, etc., son los que sirven fundamentalmente de base a la constitución material de los organismos tanto en el reino vegetal como en el reino animal.
Esta unidad en la composición material tiene que ver con el gran ciclo metabólico y energético de todo lo viviente, en el que están incluidos el reino vegetal, el reino de las plantas, el de los animales y el de los humanos. La energía que mantiene en funcionamiento a este ciclo de la vida procede del sol. Lo que el astro diurno envía en forma de luz a la Tierra es, ante todo, energía atómica, que se origina mediante fusión nuclear en la transformación de la materia en energía radiante. La planta, la alfombra verde del mundo vegetal, en su receptividad maternal es capaz de absorber esta corriente inmaterial de energía y de almacenarla en forma de energía fijada químicamente. En este proceso, la planta con la ayuda de la sustancia verde vegetal, la clorofila, como catalizador, y de la luz, como fuente de energía, transforma materia inorgánica, agua y ácido carbónico, en sustancia orgánica. Este proceso, denominado asimilación del ácido carbónico, proporciona los componentes orgánicos —azúcar, hidratos de carbono, aminoácidos, proteínas, etc.— para la constitución de la planta y, por ende, también de los organismos animales. Todos los procesos vitales se basan energéticamente en esta recepción de la luz por la planta. Cuando las sustancias nutritivas procedentes de las plantas son quemadas en el organismo humano para la obtención de la energía necesaria para los procesos vitales tiene lugar el proceso inverso al de la asimilación: las sustancias orgánicas nutritivas vuelven a transformarse en materia inorgánica, en agua y en ácido carbónico, liberando una cantidad de energía igual a la absorbida originariamente en forma de luz. El proceso mental del cerebro humano es alimentado también por esta energía, de suerte que el espíritu humano, nuestra conciencia, representa el supremo, el más sublime nivel de transformación energética de la luz.
Me he permitido recapitular estos conocimientos y hechos científico-naturales básicos que pueden consultarse en cualquier manual elemental de biología porque al ser precisamente de conocimiento general apenas se les presta la debida atención. Es una materia que sólo se toma en cuenta de forma meramente intelectual. El aterrizaje en la Luna, los viajes espaciales, los libros y películas de ciencia ficción ocupan más el ánimo y la fantasía de las personas de nuestra sociedad industrial y determinan su imagen del mundo y su conciencia de la realidad.
Sin embargo, a la persona vinculada a la naturaleza y que permite que estos hallazgos científico-naturales cobren vida meditativamente en la conciencia, el árbol, la flor que está contemplando, no se le presentan sólo en su belleza objetiva, sino que se siente unida profundísimamente a ellos mediante su común condición de criatura viviente producida por la luz.
No se trata aquí de una exaltación sentimental de la naturaleza, de una «vuelta a la naturaleza» en el sentido de Rousseau. La corriente romántica, que buscaba lo idílico en la naturaleza, se explica de igual manera por el sentimiento del ser humano de haber estado separado de la naturaleza.
Lo que he intentado exponer con el ejemplo de la actitud frente al mundo de las plantas es una vivencia elemental de la unidad, realmente existente, de todo lo viviente, una toma de conciencia de encontrase inmerso en el común fundamento de lo creado. Las ocasiones para una vivencia semejante, tan generadora de dicha, se están volviendo cada vez más raras, a medida que la flora y la fauna primordiales de la Tierra tienen que retroceder ante un medio ambiente que está muerto y tecnificado.
Tampoco pertenecen al ámbito del sentimentalismo naturalista las vivencias de mi juventud, que mencioné más arriba y que fueron tan importantes para mí, en las que el bosque y los campos se me ofrecían repentinamente en un encantamiento inexplicable. Fué más bien, como hoy lo sé, la luz de la realidad de estar insertado en el fundamento de la vida, compartido con las plantas, lo que suscitó este encantamiento en mi ánimo infantilmente abierto.
Hasta aquí he intentado mostrar desde la perspectiva del químico que los conocimientos de la investigación científico-natural no tiene por qué conducir hacia una imagen materialista del mundo. Al contrario, si se los entiende correctamente y se los contempla meditativamente, apuntan hacia una causa primera espiritual de la creación, que no es posible explicar más ampliamente, hacia el prodigio, hacia el misterio —presente en el microcosmos del átomo, en el macrocosmos de la nebulosa espiral, en la semilla de la planta, en el cuerpo y en el alma del ser humano— hacia lo divino.
La contemplación meditativa comienza en aquella profundidad de la realidad objetiva hasta la cual han penetrado la ciencia y el conocimiento objetivos. Por consiguiente, meditación no significa apartarse de la realidad objetiva, sino que, por el contrario, consiste en una indagación cognoscitiva más profunda; no es una huida hacia el misticismo, sino que mediante una consideración simultánea y estereoscópica de la superficie y del interior de la realidad objetiva busca su verdad total.
De la consideración más profunda de los conocimientos científico-naturales a través de la meditación puede surgir una nueva conciencia de la realidad. Esta podría convertirse en el fundamento de una nueva espiritualidad, que no se basara en la fe en los dogmas de las diferentes religiones, sino en el conocimiento, entendido en un sentido más alto y más profundo. Nos referimos a un conocimiento, a una lectura y a una comprensión del texto de primera mano «del libro que ha escrito el dedo de Dios», como Paracelso denominó a la creación.
Por consiguiente, se trata de entender las leyes naturales, descubiertas por la investigación científico-natural, como lo que realmente son, es decir, no principalmente como instrucciones y medios para el saqueo de la naturaleza, sino como revelaciones del plan metafísico de construcción de la creación. Ellas desvelan la unidad de todo lo viviente en una causa primordial común y espiritual.
Otra idea importante, relativa al lugar del hombre en la creación, se deriva de la estructura jerárquica de todo lo que existe, que ha sido descubierta por la investigación científico-natural. Es la jerarquía que se halla presente tanto en la configuración de lo inorgánico, desde las partículas elementales, pasando por los átomos, moléculas, rocas, planetas y soles hasta las galaxias, como en la configuración de lo viviente desde la célula, pasando por los tejidos, órganos y sistemas de órganos hasta los organismos completamente constituidos. De todo esto se deduce la doble función de cada ser, como un todo independiente, por un lado y, como parte de un orden superior, por otro. Para poder desempañar su tarea como parte de este orden superior todas las unidades poseen la aspiración y la fuerza hacia la propia perfección. Se manifiesta aquí como ley de la naturaleza, es decir, como revelación metafísica, la obligación de cada individuo de trabajar en sí mismo, el deber de perfeccionar las capacidades recibidas y de ampliar su saber y, con ello, su conciencia, a fin de cumplir su destino y su tarea como ser espiritual, integrante de la creación.
Si en este destino se incluye la felicidad como objetivo último —tal como lo formuló Tomás de Aquino: ultima finis vitae humanae beatitudo est— y si la felicidad supone como requisito la seguridad, entonces se podría deducir de la evolución de la humanidad hasta nuestros días el pensamiento de que la humanidad debe evolucionar desde la oscura felicidad de la seguridad en una forma de existencia imaginaria, como suponen los mitos de la época anterior a la historia, a la felicidad de una existencia luminosa, plenamente consciente y vivida en libertad y en autorresponsabilidad.
Hoy se ha logrado, ciertamente, un alto grado de conciencia y de libertad que debemos a los conocimientos de la investigación científico-natural y a su aplicación técnica. Ahora es preciso también volver a hacerse consciente del entroncamiento perdido en la creación, como presupuesto de toda felicidad verdadera; es preciso volver a ver lo que el hombre pasó por alto en una titánica arrogancia: que estamos enraizados e imbricados en una común causa primera, creadora de todo lo viviente.
Si esta idea penetrara en la conciencia de la colectividad, podría suceder que la investigación científico-natural y los elementos que han sido hasta ahora los destructores de la naturaleza —la ciencia y la técnica— se aprestaran a invertir el curso de nuestra Tierra, transformándola en aquello que una vez fue, un paraíso terrenal.
En lugar de los proyectos utópicos de los vuelos espaciales, de los insensatos programas de armamento y de las absurdas luchas por la primacía militar y económica, éste podría constituir un objetivo de toda la humanidad, que aunaría a los pueblos, prometería auténtica felicidad y del cual se podrían deducir criterios nuevos y adecuados que sirvieran de orientación a todos los esfuerzos económicos, sociales y culturales que hoy se encuentran tan descaminados.