Cuando el cabo divisó al sargento, sentado allí, paseando su mano sobre el lomo de Moro, no le pareció más feliz el perro que el hombre, al que se acercó despacio, sabiendo que su voluntad no hacía esfuerzo alguno por evitar el gesto de preocupación que sabía le inundaba la cara después de haber escuchado el ruido aquél bajo la casa, e incluso lo acentuó cuando, ya a la altura del sargento, a quien acompañaba José, le dijo:
—Sargento, debajo de la casa se oye un ruido que… No sé… Me gustaría que viniera a oírlo usted también, si le parece…
El sargento le miraba con una sonrisa estúpida, y el cabo pensó que, o bien no había escuchado sus palabras, o bien, en caso de haberlas escuchado, sólo fueron eso, es decir, palabras, inútiles palabras, y no significados, lo que, efectivamente, escuchó. No obstante, el sargento dio unos golpecitos a Moro, que se fue a relamer a José, y, murmurando algo entre dientes, se puso en pie; su expresión seguía siendo la de un hombre recién confesado o comulgado.
—¿Qué tal las cosas? —le dijo el sargento, echando a caminar a su lado, y el cabo pensó de nuevo que no había escuchado sus palabras—. ¿Qué tal la gente?… A ver si se acaba de una vez esta puñetera guerra, ¿eh, qué te parece?
El cabo meneó la cabeza; tenía sus dudas.
—No sé… —dijo—. Ese ruidito…
Miró el cabo al sargento, y le vio como salir de un sueño, o quizá de una ensoñación, pero no por eso menos sonriente, menos satisfecho, menos feliz.
—¡Ah, sí! El ruido ese… ¿Sabes de qué se trata?
—No —mintió el cabo, porque, aun cuando verdaderamente no lo sabía, sí lo imaginaba, y pensó que su mentira era consecuencia de su temor, por lo que, encogiéndose de hombros, agregó—: Por eso he venido a buscarle a usted. Aunque…
El cabo agradeció que el sargento le interrumpiera.
—Bueno, bueno… Vamos a ver de qué se trata —dijo el suboficial, y el cabo se sintió agarrado por el brazo, mirando entonces al sargento, el cual sonreía de nuevo.
El cabo estuvo viendo la sonrisa del sargento durante todo el tiempo en que éste no supo cuál era el origen del ruido; le vio sonriente cuando, tras secarse el sudor (y lo hizo sin dejar de sonreír), se inclinó para apoyar la cara en el suelo, y le vio sonreír también al tiempo que, no aparentemente con interés premeditado, sino con espontánea curiosidad, escuchó, en efecto el motivo que le había arrebatado del descanso, y le vio igualmente sonreír cuando ordenó a Anselmo que fuese a buscar al teniente y cuando, una vez apareció éste en la sala, le dijo que allí abajo ocurría algo raro. Fue de pronto, súbitamente, al tiempo de levantarse el teniente y decir que estaban poniendo una mina, confirmándose así los temores que él (el cabo) sabía que tenía al respecto, fue entonces cuando la expresión del sargento (al que, durante algunos segundos, se le paralizó la sonrisa, manteniéndose estática sobre su rostro, pero sólo lo que constituía sonrisa física, o sea, curvatura de labios y mejillas hinchadas, esas cosas nada más de la sonrisa, porque el brillo en los ojos que constituyen su alma, eso, se había abatido como una estrella que, inesperadamente, cambia de lugar), hasta aquel momento endiabladamente alegre, rompió en mil cien pedazos su felicidad, instituyéndose entonces en su cara un soberano gesto de ira. El sargento volvió las espaldas y salió al patio; un minuto después sonó un tiro, y diez segundos más tarde el cabo le vio muerto.
Durante los días que siguieron, muchas veces le asaltaron al cabo ganas de gritar, como le había ocurrido al sargento, mas no las contuvo al pensar que éste había muerto a consecuencia de ellas, sino qué lo hizo siempre forzando su voluntad y llevando el pensamiento a los dominios de la esperanza; ésta, y no la espera, hizo que el cabo Ramiro González se encontrase a sí mismo en aquellos días, no porque hubiera perdido anteriormente la conciencia de su ser, de su vivir manifiesto, sino porque, ciertamente, jamás la había tenido, aun cuando, a veces, le surgieron dudas acerca de la veracidad del hombre como ente semejante a Dios. Una noche, cuando contemplaba las estrellas, se preguntó, dolorosamente inquieto, si no eran, en realidad, éstas, es decir, los cuerpos celestes, las verdaderas piezas creadas por Dios para su orgullo, siendo los hombres a ellas lo que los bacilos malignos a los hombres; posiblemente, y puesto que morían, los cuerpos del espacio eran seres vivos, máxime teniendo en cuenta su luz, puesto que la luz es la más auténtica de las expresiones de la vida, en tanto que ellos, los arrogantes y vanidosos hombres, no constituían más que una sarna, una lepra o un cáncer adherido a la pobre fisiología de la tierra, el más triste de todos los astros, el más moribundo, y tanto lo era, que ni siquiera podía resplandecer por medios propios. ¿Dónde, dónde —se preguntaba el cabo Ramiro González— estaba el corazón de las estrellas? Y si se miraba hacia dentro el cabo, viéndose furiosamente habitado por multitud de seres vivos, y al comprender que la existencia habitada es siempre más perfecta que las existencias que la habitan, entonces él se estremecía, apercibido de que no se trataba más que de un insignificante poblador de la tierra y, por tanto, pese a ese poder estremecerse y pese, incluso, a los puñados de esperanza que le inundaban el pecho, no se sentía (no podía sentirse, de ningún modo) más importante que una hormiga, que una vaca o que un mochuelo. Sin embargo, a veces, sobre todo cuando la mañana resplandecía luminosa, y viendo a los hombres (como, por ejemplo, vio aquella mañana a Cristino) tan hundidos en sí mismos, tan tiernos, tan incansablemente vivos, tan llenos de cruel silencio, algo le decía al cabo que, aun cuando los verdaderos hombres (entendiendo por hombres a los seres más perfectos de la Creación) fuesen aquellos otros, los minúsculos y en apariencia intrascendentes hombres que poblaban la tierra tenían un corazón digno de prevalecer.
Había salido de la casa a buscar a los soldados y se acercó lentamente a Cristino, que, acoplado a su eterna baraja, hacía un solitario; el cabo esperó a que el soldado terminase el juego, y luego, cuando éste le mostró las cartas, y a una insinuación suya, tomó uno de los naipes, el cual apenas miró, apretándolo en seguida contra el pecho.
—¿Siempre te salen bien los solitarios? —le preguntó el cabo a Cristino; el soldado le respondió vagamente y le dijo el número de carta que éste, no sólo creía que él tenía, sino que él, en efecto, tenía por lo que el cabo, no divertido, sino intuitivamente curioso, comprobó para cerciorarse, mirando después a Cristino ligeramente antes de devolvérsela—. ¿Dónde aprendiste eso? —agregó, y la respuesta del soldado («Sé cosas más difíciles. Ésa, precisamente, la aprendí donde ésta. Toma la que quieras. Será el caballo de oros.») tardó unos segundos en producirse, y no sólo se expresó al fin con simples palabras, sino también con las cartas, que, abiertas esta vez en abanico con el dorso junto a sus narices, le invitaban de nuevo a elegir—. Apuesto a que ésta no es —dijo el cabo, señalando uno de los naipes, no casualmente al azar, sino buscando premeditadamente en la baraja un lugar que pareciese insospechado, y, al fin, lo arrancó del abanico a instancias de Cristino y, aunque no le sorprendió que se tratase, como se trataba, de la carta citada por el soldado, hizo un gesto a sabiendas cómico, para después escuchar la risa de Cristino y, acto seguido, escuchar también su silencio—. Te podías haber ganado la vida con las cartas, en vez de picando carbón —dijo entonces el cabo, devolviendo la carta a Cristino, cuyo silencio se transformó en palabras que, pese a aparentar una cierta despreocupación, realmente las profería, doblándosele en la garganta, a impulsos de un inmenso pensamiento de inquietud; el soldado dudaba que pudieran escapar nunca de allí vivos, y el cabo le dijo—: Eso es lo que se va a decidir ahora. —El cabo pensó en el teniente cuando le estuvo, momentos antes, explicando el juego, y sintió que una mueca le torcía levemente el labio inferior; dejó que pasaran unos segundos, añadiendo entonces—: Ha inventado un juego raro… —Reparó en que Cristino no podía saber a quién se refería, por lo que se apresuró a agregar—: Me refiero al teniente. Dice que necesita tu baraja. —El cabo vio a Cristino hacer un gesto de incomprensión, al tiempo que murmuraba unas palabras y le extendía los naipes, los cuales él tomó entre sus manos y, aun cuando no sentía necesidad física alguna de toser, lo hizo para llamar la atención del soldado, cuyos ojos se habían hundido en la tierra—. Y también te necesita a ti —dijo el cabo con lentitud—. Dice que nos necesita a todos. —Calló un momento. El aire era denso y el calor horrible. El cabo sorprendió a sus manos jugando con las cartas, y se odió a sí mismo por espacio de un minuto. El pecho se le quedaba pequeño para todo lo que quería respirar. De pronto, el cabo se supo hablando aprisa, sin meditar lo que decía, como si fuera su pecho ahogado el que arrojaba las palabras, para dejar en él mayor capacidad para la expansión del aire—. Por lo visto —decía el cabo— nuestras vidas, que ya no pueden depender de nuestros fusiles, van a depender ahora de nuestra voluntad y un poquito también de tu baraja; pero, sobre todo, van a depender de nuestra voluntad. —El cabo sintió asco y continuó—: ¿No es gracioso? Ahora va a resultar que, si nos ponemos la mayoría de acuerdo para querer vivir, terminaremos viviendo todos, y si nos ponemos de acuerdo para querer morir, nos terminarán matando. ¿No resulta ridículo que hayamos comprendido ahora que los fusiles no sirven para nada y que sólo depende de nuestra voluntad el que nos salvemos o el que nos condenemos? ¿A ti no te habían enseñado eso mismo cuando todavía eras un niño? A mí sí me lo habían enseñado. —Como si una ráfaga pudiera envolver un mundo, el cabo recordó de pronto su niñez; no un momento exacto, definido, de su niñez, sino todo lo que de su niñez podía recordar: muchas veces, durante aquellos días, la había recordado, igual que la recuerdan los hombres, no solitarios, sino solos, con unas tremendas ganas de llorar por haberla perdido para siempre. El cabo suspiró hondo, y la ráfaga murió, volviendo él a la realidad—. Las cartas sólo van a servir para ocultar la vergüenza de los que prefieren la muerte, o, mejor dicho, de los que elijan la vida —continuó diciendo el cabo— porque eso significará elegir la rendición. Pero yo voy a elegir la muerte, ¿sabes?, y por eso no me da vergüenza confesarlo. Yo voy a elegir la muerte, porque un día vine a la guerra muy contento con mi fusil, creyendo que él sería capaz de todo, y ahora resulta que para lo único que me sirve es para tirarlo a la basura, puesto que solamente mi voluntad y la vuestra pueden sostenerme la vida. Yo vine a la guerra para matar enemigos, e incluso creo que he matado a algunos, aun cuando soy cristiano y Cristo dice que hay que perdonarlos, pero no vine aquí para rendirme en cuanto pensara que me podían matar a mí. Sí; me va a doler hacerlo, me va a doler tenerme que dejar matar, pero tanto derecho como yo tenían a la vida los que maté, y ellos, no sólo no se entregaron, sino que ni siquiera pueden ya entregarse.
No es justo que nos rindamos; no haríamos justicia ni a nuestros muertos ni a los de ellos si nos rendimos, aunque sean muchas las ganas que tengamos de hacerlo, quiero decir, de vivir. —El silencio que hizo a continuación el cabo fue, quizá, más crudo que sus palabras; sintió el pulso golpeándole en los antebrazos y fijó la mirada en Cristino. Luego, al tiempo de volverle las espaldas al soldado, le dijo con cansancio—: Voy a por Vicente. Anda tú ahí dentro.
Cuando, ya con Vicente, penetró el cabo en el salón de la casa y entregó al teniente la baraja, mientras le decía que ya podían empezar el juego, se sintió, de pronto, débil, como oprimido por una lasitud de indiferencia hacia todo. Oía hablar al teniente, pero él pensaba que, en aquel preciso instante, todo le daba igual, y él, aun sabiendo que esto era así porque la esperanza agonizaba, no se sintió con fuerzas bastantes para intentar sobreponerse. En otras ocasiones le había ocurrido lo mismo, y solamente no pensando en nada, o sea, dejándose ir constantemente hacia el minuto posterior al que vivía, le renacía de nuevo la esperanza, a la cual encontraba entonces, viva como un millón de galgos, más que en la mente, en sus palabras. Sí, la esperanza agonizaba, pero tenía algo de eterno y no podía morir.
Fue, llamándole, la voz del teniente lo que le arrancó de su abstracción. El cabo repartió dos cartas a cada hombre y pensó que sería divertido adivinar por la expresión de cada uno qué era lo que votaban, de forma y manera que dispuso su atención de modo que, más que el posible temblor de la mano, pudiera estudiar el matiz de los ojos de cada hombre al depositar su carta sobre la mesa. Así, en efecto, lo hizo, y cuando al fin quedaba él solo por votar, el cabo se sintió, por espacio de dos segundos, amo y señor de la vida de aquellos hombres; suponía que sabía que en la mesa habían sido puestas cinco espadas y cinco oros (aun cuando tenía dudas acerca del voto expresado por Anselmo, pero que, de todas formas, calificó de oros), por lo que ya no era el voto de los demás, sino solamente el suyo el que podía decidir. Sin embargo, él había entrado en el juego ya con una premeditada decisión, y no fue sólo esto, sino también la vuelta a la absurda y desesperanzada indiferencia de su ánimo lo que finalmente le impulsó a dejar la espada.
Cuando el teniente levantó una a una las cartas, el cabo observó la operación, no demasiado atento, pero sí lo suficiente como para no aparentar que sabía lo que sabía. El teniente volvió el último de los naipes, y casi sin verlo, el cabo dijo:
—Son espadas.
Después, apenas pasados unos minutos, el cabo salió de la casa. El golpe de sol que se hundió en su cara le hizo sentirse, si no feliz, sí algo mejor respecto a su ilusión de futuro. Había ganado la muerte. ¿Y qué?, se dijo el cabo. ¿Significaba eso acaso que iban verdaderamente a morir, si la muerte era cosa de Dios?
De todos modos, cuando entregó la baraja a Cristino, el cabo notó a sus palabras ironía y decepción.
—Aquí tienes las cartas —le dijo al soldado—. Poca vida te vas a ganar ya con ellas. —El sol también golpeaba la cara de Cristino, cuya voz, sin ningún entusiasmo pese a eso (y el cabo se dijo que no dirigiéndose a él, sino hablándose a sí mismo), preguntó que de quiénes serían las otras espadas, y luego empezó a comentar que con las cartas solamente ganaban los que hacían trampas—. Posiblemente sea así —le respondió el cabo, y, viendo a Cristino ensimismarse, añadió—: Me refiero a eso que has dicho de las trampas… —El cabo contempló a Cristino volver como de muy lejos para preguntarle qué era lo que había dicho—. Lo que has dicho —le aclaró el cabo—: Que con las cartas sólo ganan los que hacen trampas. Y es verdad. —Cristino murmuró algo entre dientes y el cabo prosiguió—: Es así. Has preguntado que de quiénes serían las otras espadas, porque una de ellas era la tuya, ¿no es verdad? Si quieres saberlo realmente, yo te lo puedo decir… Estaba en los ojos de todos… La trampa y la sinceridad… ¿Quieres que te lo diga? —Cristino se encogió de hombros y barbotó algo. El cabo comprendía muy bien el desánimo del soldado, y también él hizo un gesto amargo—. Sí, igual da quiénes sean —dijo, de pronto, el cabo, y al sentir compasión por los que habían perdido, se odió a sí mismo y a cuantos con él habían votado la permanencia en el recinto sitiado. Sus palabras, entonces, brotaron rápidas, hirientes—. Pero nosotros —dijo el cabo—, los que hemos echado la carta de espadas, e incluyo también al teniente, hemos hecho la más grande y estúpida trampa de toda nuestra vida y, desgraciadamente, hemos ganado. ¿O es que no queremos vivir?… Queremos vivir, ¿no es así?, y, sin embargo, hemos hecho trampas a nuestros deseos de vida, mientras los otros, los sinceros, los que pusieron su verdad sobre la mesa, van a morir porque ganaron los que hicieron trampas. Y es que solamente ganan los que hacen trampas, tienes razón; pero ¿qué ganan?… Remordimientos de conciencia, eso es lo que ganan. Porque tú, y yo, y cada uno de los que hoy han ganado, tendrán sobre su conciencia, aunque ésta pronto esté muerta, el remordimiento de haber arrastrado a la muerte a unos cuantos hombres que, como hombres que son, tenían ganas de vivir, unas enormes y sinceras ganas de vivir y de llegar a viejos. ¡Eso es lo que hemos ganado nosotros, los tramposos! —El cabo calló violentamente; no esperaba ninguna palabra más de Cristino, mas éste inició una pregunta, que, se dijo, era la misma que se estaba haciendo él. Entonces, el cabo recordó la esperanza y, poniendo su índice sobre el pecho dijo—: Aquí está… Aquí dentro. —El cabo sonrió con amargura—. Digo cosas, cosas que no sé si están de acuerdo con las que tengo aquí metidas, pero las digo porque me suben a la garganta de improviso. No obstante, la verdad es que me asquean los que votaron la rendición; me asquean, no porque tuvieron una sinceridad que yo no tuve, sino porque ellos sí que están muertos ya del todo, y a mí me dan asco los muertos. Para ellos, la rendición suponía la última esperanza, mientras que nosotros, quizás inconscientemente, alentamos alguna esperanza más, y es probable que ésa haya sido la razón de nuestra trampa; ésa, o el vago presentimiento de que no nos marcharía muy bien si nos poníamos en manos de los que andan ahí enfrente… —El cabo volvió a llevarse el índice al pecho, agregando—: Éste lo sabe y yo digo cosas… Lo demás no lo sé.
Entonces, Cristino le dijo:
—Ni yo tampoco. Habrá que aferrarse a esa esperanza.
¡Esa esperanza!… No; ni Julio ni Eugenio fueron capaces de aferrarse a ella. O, quizá, sí, sólo que hicieron de la esperanza un medio para justificarse ellos mismos su deserción. ¿Qué era, en realidad, la esperanza?, se preguntaba constantemente el cabo, y, aun cuando no llegaba nunca a dar con una respuesta lo suficientemente convincente, si estaba por completo seguro de ver a menudo la esperanza en los ojos soñadores de Vicente.
—¿A ti no te han dado todavía ganas de desertar, Vicente? —le preguntó una vez el cabo al soldado, y, ante la incomprensión de éste, añadió—: A mí, sí. Creo que a todos nosotros, desde que estamos aquí, nos ha dado alguna vez ganas de desertar. —Vicente (y el cabo sorprendió en su voz un cierto aroma de escepticismo) le preguntó que si también al teniente le habían dado ganas de desertar, y él respondió—: Apostaría a que sí. Si no ganas de desertar, ganas de mandarlo todo a paseo y entregarse.
El cabo vio a Vicente hacer un gesto de duda, al tiempo que aludía a las espadas echadas por él y por el teniente.
—Y tú también pusiste espadas, estoy seguro —agregó el cabo, mientras buscaba con la mirada un sitio en que sentarse—. Pero se hacen las cosas que se hacen, no las que se debieran hacer. —El cabo se sentó sobre una caja de municiones e hizo un gesto a Vicente para que le imitase, pero el soldado prefirió apoyarse sobre el brocal del pozo. Entonces, el cabo continuó diciendo—: Elegir entre la vida y la muerte… ¿Quién, quién puede reprocharte que te decidas por la vida? Pero tú elegiste la muerte, igual que la eligió el teniente, y José, y Rufino, y Cristino, e igual que la elegí yo, no porque desees la muerte ni porque creas que tu deber es morir, sino porque se te ha planteado, quizá por primera vez en tu vida, la posibilidad de la muerte, y porque no tienes luces, ninguno hemos tenido luces, para darle las espaldas y arrostrar con las consecuencias de la vida. Es muy bonito morir así, como vamos a morir nosotros, dejándonos matar sin mover un solo dedo. Pero ¿y Julio? —El cabo recordó la ira que le había llenado el pecho cuando, momentos antes, conoció su deserción, y la cual (la ira) había convertido en improperios contra el soldado—. Julio —prosiguió diciendo— es todo lo que yo dije antes de él, porque un desertor no merece mejores tratamientos. Y, sin embargo, ¿no le espera a Julio acaso una vida más perra que nuestra muerte? —El cabo sonrió con ironía; veía a Vicente como evadido de la charla, y, sin embargo, continuó—: Julio es ahora un desertor, y será siempre un desertor, esté aquí o esté donde el demonio lo haya llevado, y todos sabrán que es un desertor, y cuando la guerra termine y la paz cumpla diez años, Julio continuará siendo un desertor, mientras nosotros no seremos otra cosa que ceniza, ni siquiera tan importantes como las cenizas de Carlomagno o que las cenizas de Napoleón, y la paz cumplirá veinte años y Julio no habrá dejado de ser un desertor, quiero decir, si no muere antes del tifus, o de la lepra, o de lo que sea, y aun así morirá siendo un desertor, e incluso puede que empiece otra guerra y él entrará en ella siendo ya un desertor, precisamente porque un día hizo lo que debía hacer, lo que era más difícil hacer cuando tuvo que decidirse entre la entrega de sus sentidos a la muerte y el recurso de vivir siendo un desertor. Y ésa ha sido la valentía de Julio, no la nuestra, pues no la hemos tenido para entregarnos a la vida y vivirla, no digo como desertores, sino ni siquiera como rendidos. Es más fácil morir y no exponerse a la vida que, pese a nuestra muerte, continuará por lo menos un par de siglos, y en los que habrá muchos más hombres que prefieran morir a desertar, y que entonces tendríamos que aceptar, no como una vida natural que ve pasar los días hacia la muerte, sino como una vida que, precisamente por haber escapado de la muerte, no tiene ojos ni siquiera para ver pasar los días, sino para esperar con impaciencia la muerte que dejará las cosas tal y como debían estar. —El cabo se echó hacia atrás, cerrando los ojos; le hubiera gustado saber en qué estaba pensando Vicente, si es que el soldado pensaba en algo. Por su parte, el cabo se puso a pensar en la vida—. Pero vale la pena la vida —dijo, sin abrir los ojos—. Si no la vida, vale la pena el placer de pensar que se está vivo, que se pueden decir y hacer muchas cosas, que se puede echar a correr en un momento determinado y que se puede cantar o tomar un trago con los amigos. Lo maravilloso de la vida no es la vida misma, sino las posibilidades que le ofrece al hombre vivo; lo maravilloso de la vida no es tomar ese trago con los amigos, sino el pensar que se puede tomar ese trago. No se disfrutan las cosas cuando se hacen, sino cuando se piensa que se pueden hacer. —El cabo abrió los ojos y miró a la lejanía—. Yo no voy a desertar —dijo— pero me mantendré vivo mientras pueda pensar en la posibilidad de la deserción y, por tanto, en la posibilidad de la vida. Por lo demás, la vida y la muerte son la misma cosa. —De pronto, al cabo se le ocurrió una buena frase, por lo que esperó a que Vicente, que había comenzado a hablar, terminara de hacerlo. Entonces, y sabiendo que acomodaba el gesto a la importancia de sus palabras, el cabo dijo—: Dios hubiera hecho aún mejor las cosas descansando el sexto día.
Al anochecer de aquel día, decidieron enterrar (o lo que fuese) el cadáver del sargento.
—No sé cómo vamos a hacerlo… —dijo el cabo. La habitación olía a pestes y José propuso que regaran el cadáver. El cabo corroboró con sorna—: No es mala idea. Pero eso se lo cuentas al teniente. A ver, ¿dónde está el saco? —Le dieron el saco, y el cabo lo miró pensativo. Roque había comenzado a toser. El cabo lanzó un suspiro y dijo—: Bueno, habrá que probar. Vamos a ver: uno, que le coja por los pies, y el otro, por los brazos. —La tos de Roque sonaba ronca cuando el cabo llamó al soldado—. Tú, Roque —dijo el cabo—, a ver si paras ya y vienes acá a echar una mano. —Sin embargo, Roque no sólo no se acercó, sino que dio media vuelta, sonándole la garganta a náuseas, y salió apresuradamente de la habitación. El cabo hizo un gesto de impaciencia y miró a José y a Anselmo, que sonreían. Al cabo le caía bien José, pero no así Anselmo, desde que, una noche, se enteró de lo suyo; habían salido a buscar unas mujeres, y Anselmo, desde lo más hondo de una borrachera con llantina, le explicó lo de su imposibilidad. Y al recordarlo el cabo, también sonrió entonces, sabiendo que los soldados suponían (y esto le hizo sonreír aún más) que su sonrisa tenía origen en la misma repulsión de Roque que les estaba haciendo sonreír a ellos. No tardó en regresar el soldado, y el cabo, dejando de sonreír, le preguntó—: ¿Qué? ¿Se te ha pasado ya? —El soldado afirmó, y entonces metieron al sargento dentro del saco. El cabo se sacudió las manos satisfecho y, seguido por los soldados, bajó las escaleras. En el cuarto del teniente, éste se limitó a preguntarle: «¿Ya?», a lo que el cabo respondió—: Sí, mi teniente —y señaló a Roque, agregando—: Éste por poco se ha puesto malo, pero ya está el sargento en el saco. ¿Quiere usted que lo bajemos? —El teniente negó, y las siguientes palabras del cabo, que preguntó: «¿Ordena usted alguna otra cosa?», surgieron por pura fórmula.
Una vez en el salón, el cabo miró fijamente las espaldas de Roque, y luego llevó la mano al hombro del soldado, el cual giró despacio sobre sus talones. El cabo sonrió al comprender que lo que veía en los ojos del soldado era la más fiel imagen del miedo, y entonces comenzó a taconear rítmicamente sobre el piso, consciente del daño que hacía a Roque.
—¿Qué te pasa? —le dijo con voz caliente de ironía. El cabo vio agacharse los ojos del soldado y prosiguió—: ¿Crees acaso que los demás estamos deseando morir? Escucha… —El cabo imprimió mayor ritmo a su taconeo, oyendo cómo le repercutía en el cerebro. Durante un momento, el cabo creyó sentir también algo de miedo, lo cual hizo que desapareciera la sonrisa de sus labios, mas no que dejase de taconear, lo que hizo al fin sólo cuando pensó que la situación era ridícula. Entonces, dijo—: No ha pasado nada; nunca pasa nada. Hemos escuchado abajo unos ruidos y se nos ha metido en la cabeza que vamos a morir, que vamos a saltar hechos pedazos a consecuencia de la explosión de una mina, y eso es, sencillamente, lo único que aquí pasa. Pero, —Roque le miraba ahora con fijeza— ¿has pensado tú si existe realmente la mina? Sí, sí, es necesario que exista una mina para justificar nuestra actitud y, sobre todo —el cabo recordó a Julio y pensó que quizá Roque albergaba la idea de seguir su camino— la actitud de un desertor. ¡Qué risa nos iba a dar de nuestro miedo si algún día descubriéramos que la mina no existió jamás! Por eso es por lo que la mina tiene que existir y por lo que nuestro miedo está justificado. —El cabo se dijo que, en efecto, había justificación para el miedo, pero, a medida que hablaba, fue descubriendo en la mirada de Roque algo más que el simple miedo, algo que ya había visto en ella en otra ocasión, por lo que añadió—: Pero el miedo, ¿entiendes?, el miedo; el miedo, sí, pero no el odio, ¿lo entiendes bien? —Roque contrajo unas palabras en los labios y el cabo prosiguió—: El odio, en efecto. ¿A quién odias tú, quizá sin saberlo, pero con todas las fuerzas de tu pijotera alma? —El cabo sorprendió un gesto de ofensa en el rostro del soldado y le dieron ganas de reír. Mentalmente, el cabo vistió a Roque de etiqueta y dijo: —Calla… ¿He dicho pijotera alma?…— El cabo hizo una burlesca reverencia medieval. Está bien —continuó—, Excelentísimo Señor Zamorano… —y remarcó las palabras—. Le hablaba a Su Excelencia de su capacidad de odio… ¿A quién odias tú? ¿A qué cosa odias tú? ¿A la guerra? ¿A esos hijos de mala madre que te van a matar, igual que nos van a matar a todos nosotros? No; el Excelentísimo Señor Zamorano no odia la guerra ni a los hijos de mala madre que le van a matar; lo que el Excelentísimo Señor odia es la muerte misma y, por tanto, nos odia a nosotros, que somos muertos en pie. ¿Te has visto los ojos? Es realmente significativo que el hombre, que puede ver sus manos, sus pies e incluso sus recuerdos, lo que nunca pueda ver sean sus propios ojos, como no sea mirándose a un espejo, y, de hacerlo así, entonces los ojos se desfiguran. Pero si pudieras ver tus ojos tal y como son, tal y como yo te los estoy viendo ahora y tal y como pude vértelos antes, cuando saliste disparado de aquí, sabrías por qué te estoy preguntando que a quién odias. Pues, bien, escucha… —El cabo hizo una pausa para respirar profundamente; luego continuó—: Tú te odias a ti mismo, a ese muerto que bamboleas sobre tus pies y que no para de odiarnos a nosotros porque somos también muertos; tú odias al sargento Merino, porque la muerte ha hecho que huela mal; no odias la guerra ni a los asesinos que van a matarte, porque la guerra y esos asesinos rebosan vida; tú odias a los muertos de que siempre está hablando José, ¿eh, José?… —El cabo se volvió hacia el soldado que había aludido y, cuando de nuevo quiso enfrentar su mirada a la de Roque, vio a éste caminando hacia la salida. El cabo se hizo daño a sí mismo cuando agregó—: ¡Con Dios, muerto!
Después, al pensar en lo que le había dicho a Roque, el cabo se preguntó si, verdaderamente, la muerte tenía más posibilidades de expresión que la manifestada por la quietud de los músculos. A él, de chico, le habían dicho muchas veces que la muerte consistía en la separación del alma y del cuerpo, pero él se preguntaba ahora qué cosa era el alma y qué cosa era el cuerpo y dónde se hallaban los límites de ambas cosas. El cabo escupió en el suelo y se dijo que si la saliva formaba parte del cuerpo, o éste había muerto ya o su salivazo estaba impregnado de un pedacito de alma. No; él no entendía, no podía entender la muerte relativa, la muerte del cuerpo en pequeñas porciones, como era forzoso imaginar que sucede, por ejemplo, cuando se escupe, cuando se suda, cuando se orina, cuando se adelgaza o cuando se cae el pelo. Si el alma ocupaba toda la superficie del cuerpo, tanto exterior como interiormente, entonces no cabía duda que se arrojaba algo del alma al escupir, esto es, no sólo se escupía saliva condenada a convertirse en nube, sino también algo eterno, algo inmortal. Y esto le inquietaba al cabo, que no hacía más que preguntarse por qué cielo o por qué infierno, en caso de ser así, vagarían tantas porciones de alma como salivazos habían arrojado los hombres desde su creación. No; el alma no ocupaba toda la superficie del cuerpo, o el cuerpo no era todo lo que se entendía por tal. Y pensó el cabo entonces que el cuerpo del hombre sólo era el corazón y que allí, como una mariposa en su envoltorio de seda, habitaba lo que constituía el alma. Lo demás (los brazos, las piernas, la cabeza…; es decir: lo demás) solamente se trataba de simple vestimenta del corazón, como lo son, a los brazos, las camisas, a las piernas, los calzones, y a la cabeza, los sombreros. Sí; sólo el corazón tenía alma; solamente, el corazón… Pero el que éste latiera, ¿significaba acaso que estaba vivo, que no le había abandonado el alma?
Al cabo le dolía el corazón podrido del sargento cuando el teniente le preguntó dónde estaba la zanja.
—Al otro lado de la tapia —le respondió el cabo—. Venga usted.
Y enterraron (o lo que fuese) el cadáver del sargento, y allí, cuando sonaron los cañones, y viendo a los hombres gritar conscientemente impotentes e inconscientemente jubilosos, el cabo se preguntó si, en realidad, no tenían todos ellos el corazón tan muerto como lo estaba el del hombre que habían arrojado fuera del recinto. Quizás el silencio redondo que los hombres hicieron a continuación, cuando también los cañones callaron, le sirvió al cabo para aseverar afirmativamente su pregunta, confirmándose en lo que, no hacía mucho tiempo, le había dicho a Roque, No obstante, y aun sabiendo que su voz podía hacerlos resucitar casi evangélicamente, por cuanto era probable que algunos de ellos volvieran a tener fe (y él sabía que la fe era cosa del alma latiendo en el corazón), el cabo dijo, notando que le costaba trabajo la construcción de las palabras:
—Deberíamos echar un poco de arena encima. Quizás aún nos dé tiempo.
Después, cuando hubieron echado unos sacos de arena encima del cadáver, el cabo comentó:
—Estamos muertos, ésa es la verdad. No estamos muertos porque estemos muertos, sino porque nadie nos considera vivos. —Fue Roque, precisamente Roque, el hombre a quien el cabo consideraba más muerto de todos, si es que la muerte podía tener, en circunstancias como aquella, diversos grados de valoración, el que le respondió escéptico: «Yo respiro aún»— ¿Y qué? —arguyó el cabo—. No se está vivo por el simple hecho de respirar. Los demás también cuentan, y piensa que si te han dado por muerto, estás tanto o más muerto que Adán. Apuesto algo a que en tu pueblo ya han hecho funerales por la salvación de tu alma. —El cabo se rió a gusto y prosiguió—: Para ellos, para los nuestros, a cuyos cañones tan alegremente hemos saludado, estamos muertos ya y no cuentan con nosotros para ganar la guerra; y para los otros tan muertos estamos, que sólo necesitarán una cerilla el día que quieran convencerse de ello. ¿Crees, entonces, que todavía vives, simplemente porque puedes respirar y, en efecto, respiras? Y bien, ¿qué es la muerte? ¿Has estado muerto alguna vez para saber que la muerte no es precisamente esto? No; ni tú, ni éste —e indicó a Vicente, que se encontraba a su lado—, ni aquél —y señaló a Anselmo, que se paseaba lejos—, que ni siquiera es hombre aún y que toda su obsesión es ser hombre algún día, y ni yo, que creo que soy un hombre como lo sois vosotros, hemos estado nunca muertos para saber cómo es la muerte, por eso no podemos decir que no estemos muertos ahora. Al margen de la dimensión real de las cosas, todos nosotros estamos, en efecto, muertos y bien muertos, y si tú no lo sabes, si yo no lo sé, lo saben en nuestro batallón y en nuestras casas. Allí es donde somos necesarios como hombres vivos y ya no cuentan con nosotros. Creo que no hacen falta más pruebas.
Vicente, puesto en pie, dijo:
—Dios es todavía bueno y justo. ¿No es así?
El cabo, encogiéndose de hombros, respondió:
—Puede ser que Dios sea bueno y justo. Pero sólo Dios, que puede serlo todo a la vez, incluso malo, si Él lo deseaba.
—Y los hombres también —dijo, con firmeza, Vicente.
El cabo se echó hacia atrás y movió la cabeza negativamente.
—Los hombres, no —aseveró el cabo, sin dejar de menear la cabeza—; los hombres pueden ser buenos, pero no justos, o justos, pero no buenos. En razón de la justicia, un criminal, pongo por ejemplo, que haya matado y violado a una mujer, merece la más perra muerte, y en razón de la bondad, ese mismo criminal debe ser perdonado. Si el hombre es justo y le condena, entonces no es bueno, aun cuando tampoco sea malo. Sólo Dios, creo yo, puede ser justo y bueno a la vez. Pero ¿cómo? Ése es uno de los grandes secretos de Dios. Por lo demás, el hombre, que ha sido el promotor de las guerras y de los asesinatos, no podrá jamás ser justo y ser bueno a un tiempo, y ni siquiera ser justo y ser malo. Es, sencillamente, el hombre, y tan anormal como especie es, que durante todos los siglos de su vida no ha hecho otra cosa que inventar ruidos, en vez de silencios. —El cabo miró a Vicente y a Roque, comprobando satisfecho que estaban prendidos de sus palabras, de forma y manera que continuó diciendo—: En efecto, el hombre y todas las más importantes manifestaciones vitales del hombre marchan siempre acompañadas del ruido más estruendoso. ¿No habéis oído los cañones? Si el hombre inventó la guerra, lo hizo, no para su complacencia, sino para levantar un monumento a algo tan suyo como es el ruido. A veces me he preguntado qué fue primero, si la guerra o los soldados. La guerra podía existir en un tiempo como teoría, pero sin soldados su manifestación era imposible de ser llevada a cabo. Y, sin embargo, la guerra constituía la supremacía del ruido, y entonces el hombre se hizo soldado para poder practicar la guerra. Luego-fue primero el soldado. —El cabo suspiró antes de ponerse en pie y echar su brazo por encima del hombro de Vicente. Roque permanecía sentado, y al cabo le dio la impresión de que temblaba—. ¿Verdad, muchacho —le dijo el cabo a Vicente, mientras miraba de soslayo nuevamente a Roque—, que lo mejor sería pisotear todos los odios y todos los rencores? ¿Por qué no se hace? ¿Por qué no se licencia a todo el mundo y se les envía a sus casas? ¿Por qué no se inventan silencios?
—No puede ser —respondió Vicente con resignación.
—No, en efecto —comentó el cabo—. Si hay algo que el hombre no pueda soportar, es el silencio. Por eso teme a la muerte.
El cabo creyó adivinar los pensamientos de Roque, y cuando, a la noche siguiente, sonó el pistoletazo, lo primero que se le ocurrió fue pensar que Roque había intentado la deserción y que el teniente le había matado, por lo que, cuando salió al patio y vio el cadáver de Eugenio, se llevó una gran desilusión. Ciertamente, el cabo sabía que Eugenio era uno de los hombres que albergaban más miedo que esperanza, pero al verle dormido, apenas una hora antes de su muerte, no se le ocurrió imaginar que se hallaba ante un desertor. El cabo había zarandeado a Eugenio, diciéndole:
—Venga, tú. —Eugenio despertó sorprendido, y el cabo añadió—: Venga, que ya es la hora —y justificó el comentario de Eugenio acerca de un sueño suyo, comentando—: Sería de hambre. Ahí tienes apartado tu rancho de esta noche. —Cuando Eugenio se sorprendió de nuevo al saber que era de noche, no fue menor la sorpresa del cabo, que, una vez fuera, y tras azuzar a Eugenio para que caminase de prisa con un nuevo «Venga, tú», le dijo Anselmo—: Este tío —y señaló a Eugenio—. Menuda siesta se ha echado. No había forma humana de despertarle. —El cabo miró las estrellas; le gustaban las estrellas aquella noche. Por fin, preguntó—: ¿Alguna novedad?
No; jamás hubiera apostado por la deserción de Eugenio. Pero sí lo hubiera hecho, en cambio, por la deserción de Roque o de Francisco.
Sin embargo, el último día, Roque y Francisco permanecían aún allí, al pie de su fusil, y cuando el teniente ordenó la evacuación del sitio ni siquiera fueron los primeros en lanzarse fuera.
Al atravesar el portón, el cabo se dijo que aquella sensación debía ser la misma que probablemente inundó el pecho de los resucitados por Cristo. José y Rufino corrían delante de él, y fue entonces cuando la batalla incrementó su volumen al otro lado de la casa, es decir, comenzó a desarrollarse en aquel sector, y, al unir su ruido con el del tiroteo que tenía lugar junto a la posición anteriormente ocupada por ellos, le pareció como si mil furias estallasen junto a sus oídos, de modo que el cabo gritó: «¡Al suelo todos!», siendo él mismo el primero en cumplir su orden, viendo, al hacerlo, cómo le imitaban los dos soldados que le precedían. Al mirar hacia atrás, el cabo comprobó (lo había imaginado al escuchar el tableteo de una ametralladora desde la casa) la ausencia del teniente, y comprendiendo definitivamente lo que ocurría, se adelantó hacia Rufino y José, a quienes dijo:
—Vosotros dos, permaneced aquí y proteged la salida del teniente. Están atacando la casa y creo que se ha quedado ahí. Nosotros vamos a dar un susto a esos de ahí enfrente.
El cabo se puso en pie y, levantando el brazo, hizo una señal de avance. No reparó en la ausencia de Francisco hasta que, después de ver cómo las tropas propias ganaban la posición y después de abofetear a José, el cual, con los ojos desencajados (el cabo no sabía si por la locura o por el miedo), le fue llevado por Roque y Anselmo, echó una ojeada a sus hombres y preguntó a José por su fusil. Cuando José le dijo que Rufino había muerto y que era probable que también al teniente le hubieran matado, el cabo sintió como una puñalada en el corazón, y no fue capaz de reír, al igual que lo hacían los soldados liberados, cuando muchos brazos hermanos se cerraron para abrazarles. Durante largo rato, el cabo estuvo tan dentro de su propio pecho, que no supo lo que ocurría ni siquiera a un milímetro de él. Fue la voz de Anselmo (y no la reconoció hasta que vio la cara del soldado) lo que le arrancó de su hundida ensoñación.
—No han matado al teniente —le dijo Anselmo, y el cabo pareció sacudirse un enjambre de avispas—. Solamente le han herido. Francisco estaba con él. —El cabo miró fijamente a Anselmo (y fue cuando le reconoció), dispuesto a sonreír, pero entonces el soldado agregó—: Rufino sí estaba muerto; le han traído ahí… —El cabo no siguió la indicación que posiblemente le hacía Anselmo, sino que se limitó a bajar los ojos; ni siquiera supo el cabo el tiempo que estuvo mirando sus pies, casi sin saber que le pertenecían. Cuando, al fin, levantó la mirada, ésta se le fue hacia la posición en que, durante tantos días, un puñado de hombres había sufrido algo más que una agonía. De pronto, al cabo le pareció ver movimiento en la casa y se le aceleró el corazón; interrogó con la mirada a Anselmo, que todavía permanecía a su lado, y, al verle hacer un gesto vago con la cabeza, supo el cabo que el soldado le entendía—. No se han detenido un minuto —musitó Anselmo—. Han mandado allí dos pelotones… También ha entrado Vicente con ellos. Dijo: «Voy a rescatar a unos pajarillos». Llamó a Moro y se fue con él.
El cabo oyó rechinar sus dientes; buscaba con los ojos una estrella de mando, alguien que pudiera decidir, cuando la enorme explosión le obligó a arrojarse al suelo. Cuando, arrodillado, alzó la mirada, viendo una montaña de polvo donde, hasta hacía diez segundos, se encontraba la casa, las risas y las palabras habían muerto a su alrededor. El cabo contempló las caras más asombradas que asustadas de los hombres y, al clavar su puño en el suelo, supo que su grito era el grito de los profetas, el grito de la Humanidad; era el grito de los tiempos, de los soles y de las nieves, y el grito de la Naturaleza; era el grito que Dios lanza a los hombres y con que los hombres responden a Dios; era el grito que fundía el miedo y la esperanza en una cosa amorfa…
—¡Paz!, ¡Paz! ¡Paz!
El cabo se miró el puño herido por la arena y, cuando su pecho sollozó, el alma se le hizo corazón en la garganta.
F I N