El soldado Rufino Sánchez

¡Fuera todo el mundo!

Cuando el teniente lanzó el grito (y él lo oyó a su lado mismo, viendo al teniente, blanco como una calavera, gesticular con el brazo), Rufino se puso en pie y corrió hacia el portón de la tapia, ayudando a José a abrirlo de par en par, y lanzándose ambos fuera del patio una vez dejaron franca la salida del recinto. En aquel momento, al soldado Rufino Sánchez le pareció que comenzaba a respirar, lo cual hizo con ansia similar a la del buceador que, tras una larga inmersión, hace, al fin, emerger su cabeza sobre la superficie del agua.

Había sido aquél el día más agobiante, más hondo, más incierto, más vivido de toda su existencia, y no sabía cuando cruzó el portón, que también era el último de sus días vivos.

Murió estúpidamente el soldado Rufino Sánchez; murió (después de haberse paseado durante varios días por las rayas de la mano de la muerte, sin que ésta apretara el puño) cuando dio el primer paso por los caminos en que renacía la libertad que el cerco había cercenado aquella noche, cuando José le contó casi mil veces, después de silenciada la batalla ni ganada ni perdida que trajo como consecuencia el establecimiento del sitio, que había matado a dos hombres (sí, señor —decía José—: A dos hombres) y cómo los había matado.

En muchas ocasiones pensó Rufino en la extraña circunstancia de que no se hubiera originado ninguna baja entre los defensores de aquella casa, y más de una vez creyó encontrar la explicación a este hecho deduciendo que el ataque no fue precisamente dirigido contra ella, sino contra la segunda de las posiciones, a la cual, en efecto, rindió el ataque, y que el frente contra el que combatieron ellos no se trataba más que de un sector de fuerzas que no llevaba otra finalidad que la de constituirse en blanco de su fuego, esto es, de su atención, de su lucha, en tanto el grueso del avance forzaba por los laterales a la posición posterior; él hubiera hecho lo mismo. Lo que no esperaba, sin embargo, Rufino, era lo de la mina; vivió mucho durante los días y las noches que precedieron a su localización (y vivió mucho también después, cuando la sombra amenazante de la mina puso su mano en la expresión de todos los hombres cercados), y apenas si pudo dormir pensando en lo que él creía inminente ataque a la casa, puesto que sabía que, al producirse éste, y aun cuando fueran muchas las bajas que ellos pudieran ocasionar a los atacantes, al final, e irremediablemente, sus compañeros y él resultarían vencidos y, en consecuencia, muertos, por cuanto intuía que el enemigo no les admitiría la rendición, única posibilidad de supervivencia para ellos, ya en plena lucha.

Y así fue como el soldado Rufino Sánchez vivió mucho aquellos días y aquellas noches, porque él sabía que vivir no consiste en hacer, sino en sentir, y porque él sabía también que la vida de cada hombre no es la que los demás le ven, sino la que él solo, en la angustiosa o dulce intimidad de sus sentimientos, sabe que, efectivamente, es; no, no eran las manos, ni los pies, ni la sonrisa, ni era el movimiento y ni siquiera eran los años acumulados a las espaldas lo que constituía la verdadera vida, es decir, la vida que importa, la vida que es capaz de hacer inmortal a un pobre hombre sin nombre en las historias, sino que ésta, y para mayor gloria suya, solamente podía suceder en el corazón, y en él tenía su principio, su fin y, lo que es más importante, su finalidad. Por eso vivió mucho aquellos días y aquellas noches el soldado Rufino Sánchez; vivió mucho, porque las manos y los pies (y era muy triste saber que las manos y los pies eran los ejes sobre los que giraban las más ardientes, las más honorables, las más intensas y las más heroicas famas escritas por los hombres), casi conscientes de su secundaria importancia, apenas se movieron, esto es, apenas justificaron su insignificante razón de ser, mientras el corazón (Dios, Dios… —dijo una vez Rufino, cuando, estando solo, tuvo ganas de llorar—. ¿Cómo lo hiciste?… ¿Cómo inventaste. Dios, el corazón?) acumulaba sentimientos e, incluso, supliendo las posibilidades mortecinas de la mente, pensamientos, ideas y recuerdos. Por eso vivió mucho el soldado aquellos momentos amargos en que el miedo y la esperanza se confundían; vivió mucho, porque los vivió con el corazón.

Y, no obstante, su día más vivido fue, precisamente, el de su muerte, la cual halló cinco minutos después de haber penetrado en el paraíso perdido de la libertad, o sea, en tierra donde hasta la muerte era libre, por cuanto no se encontraba sujeta a la voluntad de una orden que pudiese hacer estallar una mina.

El amanecer de aquel día llegó inflado de disparos. Rufino los situó rápidamente y, al entender lo que ocurría, su alma se le arrinconó en el corazón.

El soldado recordó el día (no muy lejano en el tiempo, pero sí a gran distancia en la vida) en que él fue partícipe de un amanecer semejante, cuando, con muchos que ya estaban muertos, precisamente porque allí cayeron, combatió al otro lado de la loma hasta vencer sus primeras posiciones, y también recordó que, aquel día, cuando un sargento que había entrado en el barracón y, tras despertarles, les ordenó abandonar los petates y revisar las armas, en el cielo, donde ya empezaba a clarear, todavía quedaban algunas estrellas, y que después, cuando ya sólo era una, y fabulosamente brillante, la estrella que se aferraba al cielo con uñas y dientes, más de trescientos hombres salieron de la vaguada.

La muerte despertó pronto aquella mañana que recordaba Rufino (y lo hizo de súbito, al tiempo que el sol comenzaba a asomar su enorme calva anaranjada), rompiendo de cuajo montañas de sonrisas limpias y partiendo en dos la verticalidad de hombres que habían tardado muchos años en llegar a serlo, después de haber sido niños rubios o niños morenos, niños cuyo primer juego lo constituyó el andar cuatro pasos desde los brazos de papá hasta los brazos de mamá, y que, más tarde, cuando ya comían con cuchara de plata o palo que quizá llevaba sus iniciales, aprendieron a jugar a la pelota o a arar la tierra, a buscar nidos o a chapotear con el agua de un río casi de cristal, y también aprendieron a hacer palotes en la escuela o a contar los días con los dedos, y a vestirse de blanco los domingos o a bajar al mercado con los bueyes; y todo eso, todo lo que de niños había aún en la sonrisa de los hombres, y no solamente en la sonrisa, sino también en su corazón, todo eso murió con ellos cuando el amanecer y la muerte se desperezaron aquel día, abriendo sus brazos llenos de plomo y metralla. Rufino recordó que se había tirado al suelo y que junto a él se derrumbó otro soldado, al que, momentos más tarde, él dio con el codo para indicarle que podían seguir, pero el soldado no contestó; miró Rufino la mancha de sangre que aquel soldado tenía en el pecho (y, ahora, al recordarlo, casi, casi, la veía de nuevo) y, apretando los dientes, empezó a avanzar culebreando tras un nutrido grupo de hombres que, cubiertos por el fuego de varias ametralladoras, intentaban ganar las laderas del montículo. De vez en cuando, alguno de los hombres que se arrastraban daban un gran estirón e, inmediatamente después, se quedaba quieto; junto a un matorral, sentado en el suelo, y atendido por dos sanitarios, el sargento que les había despertado se miraba con ojos desencajados los intestinos rojizos que sostenía con sus manos junto al bajo vientre.

Y ahora, Rufino, al escuchar los disparos, repetía con el recuerdo aquellas escenas. El soldado se vio, finalmente, sobre la loma, disparando su fusil contra un grupo de hombres que, despavoridos, abandonaban corriendo la primera de las casas, en la cual él entró diez minutos después, contemplando desde ella cómo la segunda de las posiciones, esto es, el recinto en que ahora se encontraba, era ganado también por las fuerzas de que formaba parte. Quizá sonrió Rufino al recordar el júbilo de sus compañeros e, igualmente, el suyo propio, pero la realidad feroz de la situación en que en aquel momento se hallaba, con los pies puestos sobre una carga de dinamita y el oído atento a una batalla cuya finalización, en caso de no haber estallado antes la mina, podía significar, al fin, la libertad, le hizo desvirtuar la problemática sonrisa hasta convertirla en irrevocable mueca.

Rufino sabía que aquella batalla no era exclusivamente de otros hombres, sino que era también su propia batalla, es decir, la misma batalla suya del lucero del alba, del soldado muerto junto a él y del sargento que sostenía los intestinos con las manos, y posiblemente él intervenía ahora en ella, pese a su estoica quietud, con más ardor, con más ansias que las de los que combatían con las armas; su corazón vivía mucho en aquellos momentos y hubo instantes en que Rufino creyó que iba a estallar.

Las horas siguientes al primer rumor de la lucha pasaron en silencio; fueron horas en que, unas veces, la fe posaba su mano tierna en el pecho del soldado, y otras veces, la desesperanza le hundía sus garras en el corazón. El sol, que se había hecho hermano del silencio, caía implacable sobre las cabezas, y entre ambos las enfebrecían.

Si en alguna ocasión hablaron entre sí los soldados, lo hicieron entonces en voz baja, como temiendo despertar a un niño o como pendientes de no excitar a los cadáveres del sargento Merino y del soldado Eugenio, los cuales, y pese a los sacos de arena que les habían vertido encima, aún expelían algo de su mal olor (sobre todo, el sargento, que, aunque estando igual de muerto que Eugenio —o éste, al contrario, tan muerto como el sargento—, estaba, en consecuencia de haber nacido antes para la muerte, más podrido, más hediondo) desde el otro lado de la tapia. Cuando Rufino recordaba a Eugenio, fuese como hombre vivo o como hombre muerto, o fuese, sencillamente, su nombre, inmediatamente después el recuerdo del soldado plasmaba la cara pálida del teniente en el instante en que él, abrochándose aprisa el correaje, momentos más tarde de haber escuchado un tiro, tropezaba en la puerta de la casa con el oficial, el cual llevaba una pistola en la mano, y al que, con el debido respeto, preguntó lo que ocurría. «Nada —le dijo el teniente—. Marcha ahí fuera y ayuda a enterrar a un muerto.» De modo que enterraron a Eugenio, lo mismo que habían enterrado al sargento Merino, y ahora, cuando lo recordaba, Rufino no podía dejar de representarse la cara blanca del teniente.

Aquel día también estaba blanco el teniente. Rufino le veía pasearse de un lado a otro, no menos crispado que los soldados, los cuales parecían constituir con el fusil una pieza como de hierro dulce a punto de partirse en mil pedazos. Pero la tarde llegó, pesada y profunda, y con la tarde llegó también la esperanza, cuando un repentino disparo, más próximo que los que rugieron al amanecer, rompió de pronto el silencio y quebró también el hierro dulce de la rigidez de los hombres sitiados.

Rufino sintió sus músculos libres de la opresión a que los había tenido sometidos durante muchas horas y miró a Vicente, que, a su lado, había empezado a sonreír, por lo que sonrió él también, sin saber ni imaginarse que una hora más tarde, o tal vez un poco antes, tanto su sonrisa como la de Vicente serían las lejanas e irreconocibles sonrisas de dos muertos, aun cuando éstas quizá quedasen flotando en el aire, posiblemente con algo de vida, pues las sonrisas, como el aliento, son cosas que nunca mueren del todo, ni siquiera cuando están muertos quienes las transmitieron con sus ojos y con sus labios.

Pero fue una muerte estúpida la del soldado Rufino Sánchez. Probablemente él mismo, el mismo Rufino, hubiese considerado estúpida la muerte de Vicente de haber vivido entonces para tener el privilegio de poder considerar, pero cuando murió Vicente él ya estaba muerto, y sólo la conciencia de José supo durante algún tiempo (solamente durante algún tiempo, pues, pasados unos años, José asesinó a su conciencia y, por tanto, también, a todo lo que ella sabía, cuando el azar de la vida le convirtió en un hombre de negocios, o, al menos, así le denominaban o así se hacía llamar, que dedicaba diez meses del año a robar sonriendo, y los otros dos, en el verano, a tomar baños de agua termales) que su muerte (la muerte de Rufino) la había causado él (José), estúpidamente.

Fue unos minutos después de que el teniente lanzara el grito. Rufino se puso en pie y corrió hacia el portón, donde José ya le había comenzado a hacer chirriar.

Cuando Rufino (lo hizo pisando los talones a José) puso los pies fuera del recinto sitiado, un vago escalofrío recorrió todo su cuerpo. Repentinamente, el soldado recordó la noche en que, a propuesta del sargento (y, al recordarlo, Rufino llevó la mirada hacia donde suponía se encontraba el sargento enterrado bajo Eugenio, y vio la zanja, es decir, lo que había sido una zanja, acumulada de arena incluso por encima de sus bordes), habían intentado escapar del cerco, no consiguiéndolo, y teniendo que volver atrás, porque una ciega cortina de balas se antepuso a ellos, no sólo para impedir la fuga, sino también para cercenar sus posibles ilusiones. Desde aquel día, y máxime cuando, poco después, colocaron la mina bajo la casa, a Rufino le daba la sensación de andar continuamente sobre un piso de cieno, si bien no lo comprendía entonces, esto es, lo sentía, pero no había sido capaz de definir su sensación, sino que fue ahora cuando lo supo, al atravesar nuevamente el portón y correr con pies ligeros sobre una superficie que, no siendo más ni menos firme que la que hasta aquel instante había estado pisando, sí le pareció a él más dura, más consistente, más apretada, más seca.

Corría, pues, Rufino tras José, y seguramente hubiera seguido corriendo, de no escuchar la voz del cabo a sus espaldas, hasta que una bala o unos brazos amigos le detuvieran.

—¡Al suelo todos! —gritó el cabo, y su grito actuó como una palanca que hiciese dormir de pronto al movimiento.

Rufino, que se había dejado caer de bruces, alzó en seguida la cabeza, haciéndola girar hacia la dirección en que le había venido la voz del cabo, viendo cómo éste se le acercaba en cuclillas, no tardando en colocarse a su altura. El soldado reparó entonces en que el tiroteo había engendrado y se engrandecía no sólo frente a la casa ocupada por el enemigo que las fuerzas propias (y ellos sabían que así era) trataban de ocupar, sino que también comenzó a sonar tras el recinto que habían abandonado. No lejos del cabo, Rufino vio moverse a otros de sus compañeros.

—¿Qué hay? —le preguntó Rufino al cabo.

—Vosotros dos —dijo el cabo, refiriéndose a él y a José—, permaneced aquí y proteged la salida del teniente. Están atacando la casa y creo que se ha quedado ahí. Nosotros vamos a dar un susto a esos de ahí enfrente.

El cabo se levantó e hizo una señal con la mano. Rufino vio cómo se ponía en pie el resto de los hombres, los cuales, seguidos por su mirada, comenzaron a avanzar. José se situó a su lado y le dio con el codo.

—Vamos a acercarnos un poco a la casa —le dijo José—. Me gusta el teniente, sí, señor.

Rufino, imitando a José, se puso en pie y corrió tras él hasta cerca de la posición. Aprovechando un pequeño desnivel del terreno, los dos soldados echaron cuerpo a tierra, quedándose vigilando lateralmente el portón de la tapia. El rugido de la batalla se había enfurecido en aquel sector, y Rufino pensó un momento en decirle a José que debían penetrar en el recinto y echar una mano al teniente, pero el recuerdo de la mina, quieta allí abajo, saboreando quizás el preludio de la destrucción, y posiblemente fue este recuerdo, tanto o más que la aparición al otro lado de la valla de un sigiloso enemigo, lo que le hizo olvidar al soldado inmediatamente su pensamiento; una vez hecho esto, y olvidándose a continuación también de la mina, la presencia del sigiloso enemigo ocupó todas, las posibilidades de atención de Rufino.

—Mira ése —susurró Rufino a José, al tiempo que su cuerpo se hundía en la tierra, como queriendo penetrarla o como ensayando para su tan próximo entierro, el cual se verificaría dos días más tarde (esto es, pasadas dos noches en que, en algún lugar del mundo, siempre habría un hombre con ganas de reír), cuando el sol del mediodía más horriblemente calentaba, haciendo renegar de su suerte a los improvisados sepultureros que cubrían la gran fosa en que yacían, al fin hermanos, más de medio centenar de hombres muertos que, cuando eran hombres vivos, habían sido entre sí enemigos a matar. Rufino, pues, se apretó contra la tierra, y al estremecerse su cuerpo él supuso que lo hacía en consecuencia de la sorpresa causada por la repentina aparición del soldado enemigo, cuando, en realidad, su cuerpo, que al fin y al cabo era tierra, y ajeno en aquel instante a cuanto pudiera poseer de ser humano o de ser por éste poseído, ironizaba con un estremecimiento, al entrar en contacto físico con su auténtica materia, la verdad inmediata e irremediable que tenía por destino. Nada de esto sabía, sin embargo, el soldado, el cual se limitó a dejar que muriese como había nacido el rápido vaivén de sus músculos, añadiendo después—: Va a por el teniente.

—Agáchate —le dijo José, y Rufino sorprendió un brillo magnífico en sus ojos—. Voy a cargármelo.

Rufino miró apuntar a José y sintió que su dedo índice se engarfiaba en el aire cuando el de su compañero presionó el gatillo del fusil; entonces, la mirada de Rufino voló en dirección a donde se hallaba el sigiloso enemigo, y vio cómo éste se llevaba las manos a la espalda, para después encogerse, troncharse y caer.

—Listo —dijo Rufino, no con admiración, sino con indiferencia, o quizá con pena.

—Te lo dije —comentó José, sonriendo—. Me lo he cargado. Como a los de aquella noche.

Todo, a continuación, sucedió tan rápido, que, de haber vivido para contarlo, Rufino no hubiera podido decir jamás cómo sucedió; sólo supo, en aquel preciso instante, que una duda hurgaba y revolvía su pensamiento.

Y dijo Rufino:

—Puede estar herido.

Y, probablemente, el soldado oyó:

—Te juro que está muerto; sí, señor.

Y es posible que él dijera entonces:

—Voy a comprobarlo.

Un salto puso en pie a Rufino, el cual, sin saber ya si lo hacía o no voluntariamente, corrió hacia donde se encontraba caído el sigiloso enemigo, mientras su corazón odiaba, también sin saberlo él, no la excelente puntería, sino la insistente vanagloria de José. Quizá Rufino incluso deseó hallar vivo al sigiloso enemigo, y, de súbito sin que, pese a su posible deseo, en realidad lo esperase, le halló, en efecto, vivo, es decir, lo suficientemente vivo como para poder aún matar, y vio en su expresión una especial sonrisa y hasta es probable que viera, asimismo, el ruido de su disparo (no que lo escuchase —el ruido del disparo—, sino que lo viese, como a veces se ve el viento), del mismo modo que estaba viendo los dos únicos dientes del sigiloso enemigo; con ellos encajados en las retinas de sus ojos (con ellos; con la forma también, no abstracta, sino concreta, legítimamente definible, del ruido del disparo, y con la especial sonrisa del sigiloso enemigo, todo ello describiendo, más que su asombro, su sorpresa), murió el soldado Rufino Sánchez, sin posibilidades de saber ya que el disparo de aquel sigiloso enemigo, el último disparo que las fuerzas finales de la vida de un hombre habían sido capaces de realizar, pondría en marcha el motor del miedo que, en circunstancias verdaderamente peligrosas y, por tanto, dignamente justificables, no había arrancado jamás en el corazón de José, el cual, al ver caer a Rufino (y Rufino no lo supo; le hubiera gustado saberlo, pero no lo pudo saber), comenzó a tiritar sobre su sudor y, levantándose del suelo, echó a correr en dirección opuesta, horriblemente abierto al pavor su pecho y ciegos sus ojos, por lo que no pudo ver, tanto por una como por otra causa, no solamente la tierra que pisaba, sino ni siquiera al hombre que, acuclillado en un hoyo, se ungía la cara con idéntica expresión que la suya, y tampoco pudo saber Rufino ya que, llegando al fin José hasta un lugar en que, tras ser abofeteado repetidamente, una voz le preguntaría por su fusil, reparando entonces José en que lo había perdido, y que luego, cuando sus ojos supieron finalmente, tras desasirse de los brazos que le sujetaban, que era el cabo el hombre que le había abofeteado y hablado, y avergonzándose al sentir cómo la mirada de éste penetraba en la suya, él murmuraría con voz estrangulada: «Han matado a Rufino… Al teniente, no sé… También deben de haberle matado».