El teniente Salcillo se cuadró ante su coronel, el cual arqueó las cejas y miró a su subordinado con mal simulada curiosidad.
—¿Está seguro de que quiere usted ocupar el puesto del pobre Martín Luque? ¿Conoce usted el riesgo que entraña esa posición?
El teniente asintió con la cabeza y dijo:
—Lo conozco, mi coronel, y eso precisamente da fuerzas a mi deseo. Si usted no tiene dispuesto otra cosa, desearía ocupar la vacante del teniente Martín Luque.
—Está bien. —El coronel sonrió satisfecho—. Siéntese usted, Salcillo; siéntese. —El teniente obedeció, y el coronel extrajo del cajón de la mesa un plano, el cual extendió, e hizo una seña al teniente para que se acercase a él—. Supongo que usted conoce ya la situación del puesto y la importancia enorme que su mantenimiento tiene para nosotros. Atienda usted bien: nosotros —señaló con la punta de un lápiz uno de los laterales del plano— nos encontramos aquí, en esta vaguada, a kilómetro y medio de distancia, aproximadamente, del frente enemigo; éste, fíjese usted bien, ocupa todo este grupo de casas —las indicó en el mapa—, excepto estas dos —punteó las más cercanas a la vaguada—, las cuales, y bajo ningún concepto, deben dejar de pertenecemos. La situación de esta vanguardia es privilegiada para nosotros. —Alzó la cabeza y enrolló despacio el plano, guardándolo después en el cajón de la mesa—. Su misión allí se reduce a defender; recuérdelo bien, Salcillo: solamente a defender. Pronto comprobará usted mismo la importancia de esa posición.
—¿Mantendrán ustedes contacto conmigo? —preguntó el teniente.
—No se lo puedo garantizar —respondió el coronel—. Respecto al suministro de víveres y municiones, no debe tener preocupación, ya que, cuando tomamos esas casas, nos encontramos en ellas un verdadero depósito, y allí sigue todavía. El agua tampoco es problema, pues la beberán bien fresquita, y de pozo. —El coronel se levantó, haciéndolo al mismo tiempo también el teniente—. Le deseo suerte, Salcillo —dijo el coronel, y adelantó la mano hacia el teniente, que la estrechó fuertemente—. Mañana, cuando amanezca, se incorporará usted al puesto. Cuídese mucho.
Una vez fuera, el teniente miró hacia la loma tras la que se hallaba la posición en que al día siguiente debía comenzar a mandar. Luego, aquella noche, apenas pudo dormir bien; hacía ya más de tres meses que no escuchaba un disparo, y al sonar ahora alguno, seco y rotundo como la soledad en que era ejecutado, una vaga sensación de desamparo, esto es, de posible temor, o quizá de miedo mismo, hurgaba con las uñas en sus entrañas. Cuando después vio el amanecer, no como un desbordamiento de la vitalidad del sol, sino como un mordaz presagio, el teniente no pudo reprimir una rápida serie de repentinos temblores, por lo que, y aunque a sabiendas de que no se trataba del impacto del frío, se echó por encima la manta que cubría el camastro.
Más tarde, cuando un soldado, tras asomar el rostro por el ventanuco de la tienda (el teniente le vio al volver la cabeza, mas no lo hizo voluntariamente, es decir, no ladeó la cabeza por iniciativa propia, ni meditada ni intuitiva, sino que fue como si los ojos del soldado, al posarse sobre su nuca, hubieran sido capaces de atraer su mirada), apareció en el interior de la misma, el teniente sintió una generosa sensación de alivio, por lo que, sonriendo, al tiempo de apartar la manta, preguntó:
—¿Es ya la hora de partir?
Era la hora de partir, y el teniente se lavó medianamente, se desayunó aprisa y, unos minutos después, precedido por el soldado, se deslizaba fuera de la vaguada.
—Agache usted la cabeza y marche detrás de mí, mi teniente —le dijo el soldado—. Pronto se sentirá conejo.
El teniente sonrió. Realmente, tenía ganas de sentirse conejo, esto es, tenía ganas de probarse a sí mismo de nuevo, ganas de enfrentarse, consciente de que, en efecto, lo era, a un peligro vital (recordó la primera vez que lo hizo, aquel día en que entró en fuego también por primera vez, y cómo, cuando aún nada había decidido acerca de la deseada experiencia, una granada levantó arena y fuego junto a él, volándole el sentido, hasta que dos días más tarde lo recobró en una tienda habilitada para botiquín) que le mostrase la auténtica materia de su sangre. Siempre, siempre, había tenido horror a ser un cobarde, y el teniente sabía que lo había sido (si de cobarde se puede calificar alguna vez a un niño) cuando, en los años que quedaron atrás, junto a la chiquillería compañera, le atacaba una extraña sensación de impotencia al tiempo que los otros alzaban la mano para lanzar piedras contra los faroles; siempre, siempre, había sido él el primero en echar a correr cuando el crujir de unos cristales patentizaba la puntería de alguno de los muchachos, y siempre, siempre, el corazón se le convirtió en un potro salvaje cuando unos pasos de hombre (a él le sorprendía la inmensa calma de algunos de sus compañeros, a la vez que envidiaba su expresión de burla y su arrogante seguridad en sí mismos) rompían a correr tras los chiquillos.
Pero ahora el teniente sonreía; avanzaba encorvado, separado algunos metros del soldado que le precedía sigiloso, el cual se detuvo junto a unos arbustos, haciéndolo también él inmediatamente después, y, tras calmar la respiración, preguntó a su guía:
—¿Ocurre alguna cosa?
—Vamos a descansar un momento —dijo el soldado—. A partir de aquí tenemos que correr.
El teniente asintió con un movimiento de cabeza. Puso la mirada en los ojos del soldado, que estaban escudriñándole, y dijo:
—Está bien. —Comprobó con satisfacción cómo su mirada había podido vencer a la del soldado, quien, después de haber sostenido unos instantes la codicia de sus ojos, parpadeó ligeramente y comenzó a observarse las manos, las cuales habían comenzado a arrancar hojas de uno de los arbustos. Luego, el teniente preguntó—: ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Rufino —repuso el soldado, sin dejar de arrancar hojas de la mata—. Me llamo Rufino Sánchez.
—Está bien —comentó el teniente—. ¿Qué es lo que tenemos que hacer ahora?
El soldado se volvió y señaló con el índice un terraplén situado a unos cien metros de distancia.
—Hasta allí —dijo—, todo el espacio está dominado por el fuego del enemigo. Vea usted allá arriba. —El soldado indicó un cercano y agudo montículo, sobre el que el teniente divisó una pequeña, pero recia construcción de piedra—. Una ametralladora abrirá fuego en cuanto nos localicen —continuó diciendo el soldado—, pero también es posible que no lo hagan. De todos modos —carraspeó—, lo mejor es pensar que sí lo harán. —El teniente, cuando calló el soldado, apartó la mirada del cercano cerro, moviendo la cabeza repetidamente, como cuando se intenta echar fuera una obsesión, y en seguida hizo un significativo gesto a Rufino, el cual, señalando de nuevo el terraplén, continuó—: Si llegamos hasta allí, quedaremos fuera de su ángulo de tiro. Pero hay que llegar corriendo, mi teniente; no lo podemos hacer a rastras, puesto que, en caso de ser descubiertos, no nos darían tiempo a ponernos en pie.
El teniente miraba el terraplén, y luego, antes de clavar nuevamente sus ojos en los del soldado, dirigió otra vez la mirada hacia la amenazadora construcción de la loma.
—Andando, entonces —dijo el teniente, incorporándose al resguardo de los arbustos. Colocó una mano sobre el hombro del soldado, que le había dado la espalda, y, al girar éste, y sabiendo que ahora los ojos vencidos eran los suyos, le preguntó—: Muchacho…, ¿han cazado aquí muchos… conejos?
El teniente oyó la breve risa de Rufino.
—No se preocupe, mi teniente —respondió el soldado—. Tienen mala puntería.
—Gracias a Dios —dijo el teniente, sabiendo que intentaba sonreír sin conseguirlo—. Es un consuelo —añadió, y al fin apareció sobre sus labios una pequeña sonrisa.
El soldado descolgó del hombro su fusil, colocándolo bajo el brazo.
—Si empiezan a tirar —dijo el soldado—, corra usted zigzagueando. Y, sobre todo, procure no tropezar.
—Andando, entonces —repitió el teniente. Esperó a que el soldado se volviera, y entonces se santiguó—. Cuando tú digas.
El soldado oteó un momento hacia la loma y, volviéndose finalmente hacia el teniente, musitó:
—Ahora, mi teniente.
Cuando la ametralladora abrió fuego (el teniente sintió cómo los pies, desligados del mandato de su cerebro, se le aceleraban), apenas les quedaban ya veinte metros a los dos hombres para alcanzar el terraplén; las balas rebotaron lejos y, unos segundos después, el teniente rodó junto al soldado por el desnivel del terreno, quedando sentados ambos en el fondo de la hondonada. Dejó de tabletear la ametralladora, y entonces el soldado sacó un sucio pañuelo de su bolsillo y comenzó a secarse el sudor.
—Apetece un cigarro —dijo el teniente, jadeando. Extrajo un paquete de cigarrillos liados y ofreció uno al soldado, encendiendo después en el chisquero de éste—. ¿Quedan todavía muchos sustos así? —preguntó.
—Si esos pájaros no han construido nuevos nidos, podremos llegar a la posición sin que nos asusten de nuevo —repuso el soldado. Aspiró con deleite el humo y comentó mientras lo arrojaba—: Arriba habrán escuchado el saludo y ya nos deben estar esperando. Si le parece a usted, en cuanto nos fumemos el cigarro… —El teniente asintió y continuó fumando en silencio. Al cabo de unos minutos hundió la colilla en la arena, imitándole el soldado, y los dos hombres se levantaron. El soldado cargó el fusil sobre su hombro y recogió el morral—. De todos modos —dijo—, procure llevar agachada la cabeza. Recuerde que todavía somos conejos.
El teniente se sacudió el polvo y comenzó a caminar tras el soldado. De pronto, quiso sentir su corazón, es decir, quiso saber algo de sí mismo en aquel instante, y el teniente llevó la mano a su pecho, sintiendo al corazón marchar a un ritmo dócil y acompasado. Estaba contento el teniente, estaba satisfecho con su corazón y, aun cuando sabía que la sangre había abandonado su cara cuando el soldado le indicó el nido de ametralladoras, nada había revelado de forma categórica su posible cobardía.
El teniente caminaba pisando la sombra del soldado, la cual, lo mismo que un soñoliento ciprés, se estiraba casi siniestra, en consecuencia de la hora pronta. Repentinamente, el teniente recordó al compañero a que iba a reemplazar, es decir, no recordó lo que en él era físico, esto es, materia, humanidad, y ni siquiera recordó su voz y tampoco su sonrisa, sino que, precisamente, su recuerdo de Martín Luque se limitó a esbozar lo que en él siempre había admirado, o sea, la despreocupación desconcertante, la despreocupación absurda, la despreocupación en apariencia inconsciente con que aquel hombre, en varias ocasiones, había atentado contra su propia vida; recordó su alegre, su cínico desprecio de la muerte, y recordó también la firmeza de su paso al frente cuando hacía falta un voluntario para echar a cara o cruz el tipo. Siempre se había reído de él Martín Luque al regresar de la línea de fuego, y él, el teniente Salcillo, odiaba la presunción con que su compañero narraba su continua aventura de estar más cerca que nadie de la muerte; tan cerca, tan cerca —decía Martín Luque—, que ya la trataba de tú.
Sonrió el teniente al pensar que Martín Luque se hallaba ahora más cerca todavía de la muerte de lo que nunca él mismo quizás imaginase llegaría a presumir, y se preguntó entonces (reparó en que había quedado muy rezagado de la sombra del soldado por lo que apretó la marcha a fin de alcanzarla, lo que hizo con una veintena de pasos), se preguntó entonces el teniente Salcillo si, realmente, había tenido él necesidad de solicitar el puesto en que fue muerto su compañero, ya que, precisamente por haber muerto éste, él no podría cumplir el ardiente deseo de replicarle, con una baza de igualdad, su absurda, su odiosa actitud, y que si él la odiaba (y sabía que la odiaba), era en consecuencia de haber consumado el otro hechos que le causaban admiración, pero que, tras haberlos realizado también él (y Salcillo presentía que los iba a realizar), forzosamente, y no por humildad, sino por justo y estricto conocimiento de la valoración del deber, tendría que dejar entonces de admirar. Se dijo el teniente que, de todas las maneras, si no corpórea, sí era sicológica la necesidad que tenía de sustituir a Martín Luque, no por lo que hubiera podido replicar o no replicar a éste, sino, sencillamente, por poder impugnarse él mismo una semejanza de valores a los de su compañero muerto, y pensó que el solo hecho de haber pedido que le fuera otorgado su puesto ya era motivo para satisfacer, en gran parte, las dudas de su espíritu.
Satisfecho con los resultados de su meditación, el teniente prestó mayor atención a la sombra sobre la que andaba. El avance era lento, sigiloso, y así llegaron a un esquinazo del terreno, donde el soldado se detuvo, imitándole el teniente.
Fue entonces cuando el teniente oyó cantar a los pájaros, esto es, quizás había estado escuchándolos cantar desde que el amanecer, aun antes de salir el sol, comenzó a afianzarse, pero fue entonces cuando el teniente descubrió que, en efecto, los estaba escuchando, es decir, que también aquel día cantaban los pájaros en la tierra, como si la tierra no hubiese jamás dejado de ser generosa. Y así estuvo el teniente oyendo cantar a los pájaros durante unos instantes, los mismos y precisos instantes empleados por el balanceo del gesto interrogante que comenzó a columpiarse en sus ojos al tiempo de detener sus pasos tras los del soldado, y el cual se diluyó, al igual que el canto de los pájaros (naturalmente, el canto de los pájaros sólo se diluyó en la capacidad de recepción del teniente, puesto que, por lo demás, los pájaros siguieron cantando, como si la tierra no hubiese jamás dejado de ser generosa), cuando la voz de éste, no tanto como su dedo índice y su mirada, señaló un cercano promontorio.
—Mire usted, mi teniente —dijo el soldado—. Allí arriba están las casas. Costaron mucha sangre.
El teniente alzó la cabeza. Luego, tras volverla a su posición, preguntó al soldado:
—¿Quedó allí arriba el cuerpo del teniente Martín Luque?
—No —respondió el soldado—. Lo bajamos por la noche. No fue cosa fácil.
—Está bien —dijo el teniente; suspiró hondo y añadió—: ¿Seguimos adelante?
—Lo que usted mande.
La sombra del soldado se puso a la derecha, haciéndolo también la del teniente. Los dos hombres treparon trabajosamente por las laderas del promontorio, desde cuyo alto, al fin, divisaron las casas y, tras ellas, la ciudad. El soldado alzó una mano en señal de saludo.
—¿Nos han visto ya? —preguntó el teniente.
—Sí; creo que sí —repuso el soldado. El teniente observó cómo la mirada del soldado se perdía en el infinito, al tiempo que sus labios decían—: Imagínese usted cuántos hombres se podrían matar desde esas casas, si estas dos primeras pertenecieran también al enemigo y fuesen atacadas por las tropas nuestras. —El soldado parpadeó, hizo luego un gesto de resignación con la cabeza, y el teniente oyó que, entre dientes, murmuraba—: Cayeron muchos hombres aquí.
Las sombras giraron de nuevo, y el soldado, delante, caminó ahora sobre la sombra del teniente. Dos minutos más tarde se franqueó el portón posterior del patio de la más cercana de las casas.
El teniente mostró prisa por marchar a la de vanguardia y, tras revistar la posición, donde la radio había comenzado a transmitir al puesto de mando su llegada, uno a uno, sin que nada pudiera predecir que ya nunca más lo volvería a hacer, porque al día siguiente estarían muertos todos, saludó a los hombres que ocupaban el recinto.
Después, nuevamente tras Rufino (y, avisado por el ejemplo de éste, lo hizo con grandes precauciones), el teniente cruzó el espacio que separaba a las dos casas, llegando, por fin, a la más avanzada, donde la sorprendente y casi anormal euforia de un sargento salió a recibirle al patio.
—Sea usted bienvenido, teniente —le dijo el sargento—. Supongo que le gusta a usted el tomate —sonrió, agregando—: Aquí lo tenemos a menudo… —El sargento se volvió hacia dos soldados que se hallaban sentados en el brocal del pozo, mirando con curiosidad, y llamó con voz potente a uno de ellos—: ¡Eh, Francisco!…, —uno de los dos soldados se levantó con desgana, acercándose al grupo. El sargento le dijo—: Vamos a ver si eres capaz de echar una mano a Rufino; anda, recoge el morral del teniente. —El soldado se inclinó, y, entonces, el sargento se dirigió a Rufino—: Marcha a descansar si quieres —le dijo, paternal; se volvió hacia el teniente, hizo un exagerado y, a la vez, cómico ademán con la mano, diciendo—: Cuando a usted le parezca, teniente…
—El teniente echó una ojeada al soldado que había quedado junto al pozo, el cual se rascaba su pecho desnudo, y le pareció que éste le miraba hosco. Rufino desapareció y ellos doblaron una esquina de la fachada, viendo el teniente entonces a otros soldados, y penetraron en la casa, hiriéndoles (al menos, al teniente) la penumbra de un gran salón. El sargento señaló una puerta al fondo. —Esa era la habitación del teniente Martín Luque— dijo, y, después, como hablando para sí, aun cuando lo hiciera en voz alta, comentó: —Pobre muchacho…
El sargento retiró la arpillera que cubría la puerta y ordenó al soldado que llevaba el morral:
—Entra ahí las cosas, Francisco. Y si usted no desea nada —añadió, mirando al teniente—, voy a revisar las guardias. Con su permiso.
Antes de desaparecer el sargento, al teniente le llamó la atención el lustre de sus botas. Viéndole alejarse, el teniente sonrió y, al desaparecer el sargento, penetró en el cuarto, el cual cruzó, tras estudiarle de un rápido vistazo, para sentarse en un sillón, junto a un ventanal, desde el que vio al soldado que se estaba rascando el pecho sentado en el brocal del pozo y a otro que, más allá, se agazapaba a la sombra de unas cajas, al pie de una tronera abierta en la tapia. Cuando el teniente volvió la cabeza, encontró frente a él la mirada del soldado que le había llevado el morral hasta la habitación, y quien, cuadrándose, le preguntó:
—¿Necesita algo más de mí?
El teniente meneó la cabeza y dijo:
—Nada. Puedes retirarte.
Días más tarde (el tiempo no le había hecho más viejo, pero sí había endurecido su rostro la angustiosa espera), el teniente tenía otra vez ante sí a aquel soldado, en cuyos ojos brillantes lucía algo más que el odio o la desesperación, algo más que el miedo o la impotencia, y que él en seguida supo se trataba de la cobardía. El soldado le había dicho ahora:
—¿Puedo retirarme, mi teniente?
Y él, el teniente, le miró hondo, tenaz, sabiendo que su mirada le hacía daño al soldado.
—Puede usted retirarse —le dijo el teniente, y era su voz aquella voz de piedra con que algunas veces machacaba el «usted» al dirigirse a los soldados, y él sabía que así era su voz ahora, y no la voz afable con que generalmente acariciaba el «tú»—, y siento —añadió— que los pies no le sirvan para huir y darme el placer de matarle, como voy a tener que matar a ese soldado, si es cierto que intenta desertar. Si cree usted que ha cumplido con su obligación al venir a prevenirme… Está bien. Puede retirarse.
Cuando salió el soldado, el teniente hundió la cara entre sus manos, sintiéndose incapaz de contener un sollozo, no porque su voluntad no se lo permitiera, no porque se supiese impotente para hacerlo, sino porque, realmente, no deseó sentirse capaz de ahogarlo, de manera que, al mismo tiempo de beberse una lágrima que le supo a mar, se sintió mejor. Y, después, por la noche, mató a un soldado que intentaba desertar.
También hubiera matado a Francisco el teniente, si el desprecio que sintió hacia él cuando tuvo ocasión de hacerlo, quizá más que el olor de la sangre de sus propias heridas, quizás incluso más que el dolor opaco y duro que aquellas heridas le producían, no le hubiera desvanecido, impidiéndoselo.
Junto al amanecer de aquel día empezó a escucharse el rumor de una batalla. Las explosiones de las granadas, es decir, su ruido y el ruido de los fusiles y de las ametralladoras, cuya continuidad pisoteó cuantas posibilidades hubiera podido tener para hacerse notar el eco, llegaron como una canción de esperanza hasta el recinto sitiado, donde los hombres, y como si un presentimiento hubiese inundado sus frentes bajo el sudor, se mantuvieron alerta todos, rígidos como el alambre, incluso cuando el eco sucedió, finalmente, al último disparo y el silencio al vahído del eco. El teniente conoció entonces la ansiedad, no sólo en la sensación interna con que ésta oprimía su pecho, sino igualmente en su manifiesto exterior, ya que no sólo la sentía él junto a su corazón, sino que también la veía, rocosa y grave, dibujada en la expresión de sus hombres.
Y así estuvieron esperando muchas horas bajo el sol, sin que el sol se apiadase de ellos, por lo que los hombres sudaban tanto que, a veces, cuando una gota de su sudor resbalaba por sus mejillas, parecía que lloraban.
A media tarde sonó nuevamente un disparo y, en seguida, una ametralladora comenzó a tabletear, añadiéndose a ésta inmediatamente después el fragor de otras armas, cuyo sonido se acentuó en el recinto sitiado a medida que las más lejanas se iban acercando a él. En aquel momento, el teniente comprendió, y una súbita alegría trepó por su garganta y se convirtió en un grito:
—¡Fuera todo el mundo!
El teniente sabía que las tropas propias estaban atacando la casa que, tras ellos, les cerraba la salida, y que el frente de ésta se hallaba ahora dirigido hacia la fuerza que pretendía ocuparla, por lo que, al fin, cabía una posibilidad de escapar de aquella ratonera. Sin embargo, y apenas lanzado el grito (fue como un resorte que puso en movimiento a la ansiedad), el cual vomitó a sus hombres al campo abierto, un chorro de fuego partió de las casas que durante tantos días les habían acosado en silencio, de modo y manera que el teniente volvió sus pasos atrás y, asomándose a una de las troneras abiertas entre las junturas de los sacos terreros, vio a una veintena de hombres avanzando hacia la posición al resguardo de las matas, y así supo entonces el teniente que el enemigo también había entendido la situación e intentaba ocupar la casa minada, ya que ésta, y a fin de contener el ataque originado en la parte contraria, más valía en su poder que derruida. No supo nunca el teniente si lo pensó o no, si fue una decisión tomada conscientemente por él o por una reacción autómata ajena a su corazón y a su cerebro, pero la consecuencia fue que, de pronto, se metió en la casa en busca de una metralleta, la cual encontró y, uniéndola a una caja de bombas de mano que arrastró hasta la tronera, comenzó su solitaria y vehemente defensa del sitio, y no supo tampoco nunca cómo y cuándo fue herido, y ni siquiera supo si sintió el dolor cuando el metal abrió surcos en sus carnes, pero sí supo, tras ver emprender la huida a media docena de hombres, los cuales arrojaron las armas lejos de sí para correr más veloces, que él sólo había sido capaz de vencer, o sea, que, efectivamente, él solo había vencido, y el teniente lo supo desbordado por una alegría inmensa, casi feroz y salvaje, que le impulsó a lanzar un grito jubiloso.
Al otro lado, donde combatían las tropas propias, los disparos se sucedían cada vez más espaciados. Entonces recordó el teniente la mina y, pensando que el enemigo, al ver fracasado su intento de invasión, quizá decidiese hacer volar la casa, corrió, tambaleándose, hacia el portón de la tapia, abandonando, por fin, el recinto. El teniente caminó penosamente por el campo, armada su mano derecha con la pistola, y se detuvo un momento para contemplar el cadáver de Rufino, el cual se hallaba cruzado sobre el cuerpo de un soldado enemigo, en el que, y pese a estar muerto, sus labios, sobre los que se apoyaban dos puntiagudos y asimétricos dientes, perfilaban una siniestra sonrisa. El teniente cerró los ojos y, bamboleándose, caminó unos pasos; le detuvo de nuevo el impacto de una mirada, y fue entonces cuando el teniente conoció la auténtica expresión de la cobardía, al verla quieta y horrible en los ojos grandes de una cabeza que emergía de la profundidad de un hoyo, y fue entonces también cuando el teniente levantó la pistola y apuntó a la frente del soldado Francisco Arévalo, y fue entonces cuando éste, abrazado a sus piernas, lloró y le suplicó como una mujerzuela, y fue igualmente entonces cuando supo que el desprecio tiene un sabor hediondo que da náuseas, y fue entonces…