Cuando escuchó los lejanos ladridos de Moro, el soldado Julio Bueno se hizo un ovillo dentro de la zanja. Llevaba ya allí metido cerca de quince minutos y le dolían todos los huesos. Pensó que aún no había terminado de rezar el padrenuestro que inició cuando se encaramaba a la tapia e intentó recordar por qué motivos, esto es, por razón de qué pensamientos lo había interrumpido, hasta que, tras darse cuenta repentinamente de que no se trataba de una sola razón, sino de numerosas razones, decidió rezarlo de nuevo, de forma y manera que comenzó a hacerlo entre dientes, mientras observaba un largo reguero de acharoladas hormigas que escalaban la rampa de la zanja, llevando en volandas multitud de pequeños avíos y dibujando de vez en vez rápidos quiebros para no tropezar con las que, lanzadas cuesta abajo y libres de cargamento, corrían, ciegas de avaricia, en busca del filón de víveres. El soldado fijó su atención (y entonces dejó de rezar, sin advertirlo) en uno de aquellos como minúsculos negros porteadores de un safari, que, después de haberse detenido en seco, bamboleando el granito dorado de ballueca que atenazaban sus mandíbulas (por lo que se formó detrás un verdadero apelotonamiento de hormigas —y si no sucedió así también delante fue porque las que bajaban la cuesta, lanzadas como iban, no se pararon a pensar en miramientos y, atropellándolo todo, brincando, incluso, como caballos salvajes, por encima de sus hermanas, continuaron su loca carrera—, que, no obstante, se diluyó pocos segundos más tarde, restableciéndose el orden cuando a una de ellas se le ocurrió la feliz idea de rodear a la que obstruía el paso utilizado hasta entonces por cientos, por miles de congéneres, cosa que así hizo, siguiendo inmediatamente las demás su ejemplo, para, tras ella, dar en seguida alcance a la cola del reguero interrumpido, cicatrizándose de este modo la herida abierta en el largo desfile), el cual parecía iba a desprenderse en uno de los bruscos meneos que la hormiga le asestaba. Al fin, ésta lo entregó, dio su carga, el precioso granito dorado de ballueca, a una de las hormigas que marchaban cuesta abajo, de la que, dada su lentitud respecto a las que llevaban el mismo camino, y observando de cerca su extraño modo de andar, lo que hacía así como ladeada, Julio se dijo era una deficiente física, una mutilada quizás, una inválida, que, al recoger el inmenso regalo, realizó algo parecido a una reverencia y giró penosamente sobre sí misma, incorporándose a la fila de las que subían, siendo rebasada continuamente por las que caminaban detrás, mientras la hormiga generosa se lanzaba ahora cuesta abajo a gran velocidad, casi desesperadamente, como si le fuera la vida en ello, intentando ganarle tiempo al tiempo, segundos a los segundos, pues era muy probable que para ella, y así lo pensó el soldado, un solo segundo de ese tiempo que nada significa para el hombre, que tantos segundos, días, meses, años, incluso, echa a perder contemplando hormigas y pequeñeces similares, era muy probable que para ella, en efecto, para la hormiga aquella que no se detenía a contemplar al hombre, un solo segundo de tiempo sí significase realmente un segundo auténtico de vida.
El soldado estuvo contemplando hormigas durante largo rato, y lo hizo, no sólo con los ojos, sino también con la imaginación, en donde el límite del reguero que físicamente veía al final de la rampa se enlazaba con otro reguero largo y uniforme, que finalizaba en un hormiguero situado en la cúspide de un pequeño montoncito de tierra semejante, aun cuando ridículamente semejante, a la orografía de un volcán. De pronto, el soldado se preguntó si habrían descubierto ya su abandono del puesto, y, sin cerrar los ojos, dejó de ver hormigas. Aguzó el oído, y el silencio le sirvió de negativa respuesta a su pregunta. Entonces, Julio se revolvió en el agujero, en donde el sol empezaba a penetrar.
Estaba de cara a la tapia y el sol ya le tocaba la nuca, cuando sintió el ruido aquel. En principio le pareció el sonido entrecortado, quizá jadeante, de una respiración, y el soldado supo inmediatamente que había comenzado a sudar y que los pies le temblaban. Una sombra se interpuso entre el sol y su nuca, sonando luego un disparo, y Julio volvió asustado la cabeza, antes de meditar que aquel disparo había sonado demasiado lejos como para suponer peligro alguno, y se encontró, casi en su misma cara, con dos ojos castaños que le miraban, no inquietos ni agresivos, sino más bien cordiales, llenos de santa amistad. Julio respiró hondo y susurró:
—Vete, Moro… Vete.
Pero el perro no se movió. Julio sudaba, aun cuando el temblor había dejado de existir sobre sus pies. Miró a Moro con impaciencia y le vio alzar las orejas inusitadamente, mientras sus ojos se distraían de la atención que hasta entonces tenían depositada en él, y Julio adivinó que ya había sido descubierta su deserción.
En efecto: poco tiempo transcurrió hasta que pudo escuchar los pasos de alguien al otro lado de la tapia, pasos que, tras ir aumentando de sonido paulatinamente y detenerse, después se alejaron en seguida, regresando las orejas de Moro a su habitual posición, en tanto que los ojos se le clavaban de nuevo en los suyos, que sabía atemorizados, nerviosos e implorantes. Con ellos, más que con la voz, que se expresó llorosa y apenas perceptible, le dijo al perro:
—Anda, Moro… Vete por ahí.
Pero el perro no se movió, sino que, como él, parecía esperar los acontecimientos.
Las orejas de Moro advirtieron de nuevo a Julio de que alguien se acercaba a la tapia por el otro lado, por lo que el soldado contuvo la respiración, hasta que, efectivamente, escuchó unos pasos, que se detuvieron al llegar casi a su altura, y poco tiempo después pudo oír nuevas pisadas e, inmediatamente, el bisbiseo de una conversación, en donde la voz del cabo se alzaba sobre la de Vicente, a los cuales diferenció perfectamente, si bien no fue capaz de alcanzar el hilo de las palabras, sino solamente su tono, su personalidad, sabiendo en cada momento quién era el que hablaba, pero no lo que decía. Una gota de sudor se le desprendió de la cara y cayó junto al reguero de hormigas, aprisionando a una de ellas, que, no obstante, no se deshizo del pesado avío de que era portadora, el cual, tras enormes esfuerzos, y después de haber sacado la parte posterior de su cuerpo del imprevisto charco, si de charco se podía denominar a una sola gota de sudor, puso fuera de peligro, regresando la hormiga a la fila para continuar su camino. Y allí arriba estaba ya la hormiga, cuando Moro lanzó un ladrido (que, si no le sorprendió, sí le hizo apretar los puños y mirarle a los ojos con odio), e instantáneamente cesaron las voces. En seguida, escuchó nuevamente pasos, y supo que o el cabo o Vicente se habían alejado de la tapia, por cuanto se trataban de los de un hombre solo. Y Moro volvió a ladrar. Julio se puso un dedo sobre la boca y chistó casi imperceptiblemente, incluso para él, al condenado perro.
—Calla, Moro —dijo, y pensó que ni siquiera Moro había podido escuchar su voz.
Pasaron los segundos inexorables. Cuando Moro ladró otra vez, Julio reaccionó y sacudió la cabeza, fijando nuevamente la mirada en el perro, y si todavía lo hizo con odio, éste quedaba minimizado por una especie de triste resignación. Tras el segundo ladrido de Moro, y después de haberle chistado él antes de ordenarle callar, el soldado había caído en una extraña sensación de éxtasis o sopor, quizá producida por el bochorno, de la que ahora se levantaba, no sobresaltado, ni siquiera indignado, sino como si el ladrido significase una señal que él hubiese estado esperando. Entonces quiso el soldado calcular el tiempo transcurrido desde que dejó de oír los pasos que se alejaban al otro lado de la tapia, de los cuales aún conservaba un vago recuerdo, sin poder decidir, no obstante, sobre un número de minutos más o menos definido, pues, si viendo a Moro clavado allí como una estatua de piedra se le ajustaba a la mente la idea de que sus dos últimos ladridos habían sido emitidos en el intervalo de uno de sus propios parpadeos, el forcejeo del sol ganándole espacio a la tierra y el dolor cada vez más intenso de sus huesos casi certificaban que eran bastantes los minutos transcurridos. Por otra parte, a Julio le dolía la cabeza, no en un lugar más o menos determinado de la misma, sino de una forma inconcreta, como si tuviera metida dentro de ella la mano grande de un oso que, sin atenerse a ninguna ley estricta, sino a una voluntad caprichosa, apretaba los sesos embarulladamente cuando mejor le parecía. Julio se dijo que era el sol, y, al mirar donde éste se confundía con la sombra, adquirió una más clara noción del tiempo.
Pero Moro continuaba allí. Por unos momentos, el soldado le observó desafiante, con ojos intensos, contrastando su mirada con la dulce, apacible y cristiana mirada del perro. Luego, cuando se cansó de contemplar a Moro, Julio dio media vuelta a su cuerpo dentro de la zanja, sintiendo un cierto alivio en sus huesos, y alzó ligeramente la cabeza con ánimo de husmear un poco más allá de sí mismo, esto es, un poco más lejos de aquel pequeño mundo en que él se hallaba arrinconado, al lado de un desfile de hormigas y bajo la vigilancia estúpida y repentina de un perro que, inconscientemente, había entrado a formar parte de su alma y de su cuerpo.
Julio sintió un breve escalofrío cuando vio el cañón de la ametralladora despidiendo chispazos luminosos a consecuencia de sus esponsales con el sol, y en seguida quiso adivinar, tras el asimétrico rectángulo de la tronera, los ojos de un hombre escrutando el terreno, no con avidez, sino aburridos, como si fueran los ojos suyos mismos situados en igual posición en otro tiempo, forzando, medio adormilados, el quehacer disciplinario, sin atender ni esperar nada concreto, sino solamente que llegaran allí otros ojos a efectuar el relevo.
Cuando agachó de nuevo la cabeza, a Julio le sorprendió la ausencia de Moro. El perro ya no estaba allí, había abandonado su guardia al pie de la zanja y, además de que Julio no fue capaz de explicarse cómo lo pudo hacer tan en silencio, ni siquiera había dejado rastro de su olor.
Julio empezó a hurgar con el dedo índice de una de sus manos en la tierra, mientras se preguntaba que por qué demonios no se le ocurrió pensar en aquella intromisión de Moro cuando planeó la deserción. Bien era verdad que nada malo había pasado, pero le dolió haber dejado un cabo sin amarrar. Revisó mentalmente el plan en busca de otros posibles fallos, sin encontrar ninguno lo suficientemente digno de preocupación. Incluso el dolor de cabeza y la tenacidad del sol habían ocupado un lugar en sus previsiones. Y Julio se dijo que lo aguantaría, como estaba dispuesto a aguantar la sed, caso de que ésta se presentara, si bien era cierto que no esperaba que así lo hiciese, puesto que para ello se había hartado de agua antes de saltar la tapia.
Saltar la tapia… Aquélla era la gran dificultad. Se exponía conscientemente a que le pegaran un tiro, pero, y así lo pensó, puestos a morir, lo mismo le daba hacerlo de un modo u otro. Eso, sí; tenía que aprovechar aquella guardia junto a la tapia, aun cuando la noche todavía estuviese lejos. Aguantaría la sed y el calor; le iba a cambio la vida.
Julio tuvo suerte; no sonó ningún disparo ni cuando trepaba por la tapia ni cuando se descolgaba de ella, ya en la parte de fuera del recinto sitiado, si bien lo estuvo esperando y quizá por eso dejó de rezar el padrenuestro, que ahora recordó había intentado rezar otra vez sin conseguirlo, por lo que decidió empezarlo de nuevo, y así lo hizo e incluso llegó a decir «Amén», al tiempo que su dedo índice terminaba de hacer en la tierra como una pequeña plaza de toros, la cual contemplaba casi estúpidamente satisfecho de su obra. De pronto, el soldado volvió la mirada hacia el reguero de hormigas; algo le había recordado que en su infancia ingenua e inconscientemente cruel solía provocar peleas de hormigas que, previamente despojadas de sus antenas, encerraba dentro de una cajita de pastillas para la tos. Entonces, Julio buscó con los ojos dos buenos ejemplares de hormigas, seleccionando inmediatamente una, a la que no tardó en dar caza, y, tras arrancar de sus mandíbulas el avío que llevaba, que dejó caer al suelo y en seguida fue recogido por otra hormiga, tiró fuertemente de una de sus antenas, la cual se desprendió fácilmente del cuerpo de la hormiga, quedando fláccida entre sus dedos; repitió la operación con la otra antena y, al extraerla, sintió un dolor minúsculo por el espacio que ocupaba, pero intenso por la fuerza con que penetraba en él, viendo cómo la hormiga le mordía con un ansia infinita; le costó trabajo desligarse del mordisco de la hormiga, pues temía separar la cabeza del resto de su cuerpo; no obstante, al fin lo consiguió y depositó el bicho en la pequeña placita de toros cavada por su dedo índice en la tierra, donde la hormiga empezó a dar vueltas sobre sí misma, con la cabeza alzada como buscando encima de ella algo que en ella faltaba. Después, el soldado buscó otra buena hormiga e hizo con ésta la misma e innoble cirugía, colocándola acto seguido frente a frente con la anterior, mientras apostaba mentalmente por ella, es decir, por la segunda hormiga, como si el deseo de que la primera fuese vencida estuviese influenciado por un resquemor o ánimo de venganza del mordisco que de ella había recibido.
Las dos hormigas no tardaron en encontrarse; estuvieron tambaleándose como beodos durante breve tiempo, alzada la cabeza al aire que parecían olfatear. En seguida, y tras uno de sus bamboleantes giros, las dos hormigas tropezaron, y fue como si el sonido de una campana acabase de anunciar el comienzo de un combate de boxeo, si bien las hormigas no por eso acusaron mayor rapidez en sus movimientos de gente bebida, salvo cuando, en alguna ocasión, el instinto las obligaba a romper la monotonía de su lentitud con un brusco meneo en vaivén de sus cabezas. Así estaban las cosas cuando, inesperadamente, la segunda de las hormigas se dejó caer sobre la primera, atenazándola con sus mandíbulas por detrás de la cabeza, al tiempo que ésta enganchaba una de las patas de su opresora, la cual arrancó de cuajo, aun cuando no por ello la soltó, sino que siguió ensañando su mordisco, olvidada quizá de su propio dolor e incluso también de su auténtica existencia, como si no hubiera más cosa en el mundo que la extremidad que atenazaba con fuerza casi infinita, y que continuó atenazando aún después, cuando su cabeza cercenada rodó por tierra, desprendida del resto de su cuerpo, mientras la segunda hormiga cantaba victoria alzándose majestuosamente sobre sí misma. Y allí quedó la cabeza de la primera hormiga, adherida al inútil trofeo que había ganado en la pelea, inmóvil y como muerta; no así lo que hasta entonces había formado con ella un cuerpo absoluto y vivo, esto es, su tórax y su abdomen, que, sostenido por las todavía estables patas, comenzó a girar con exhaustivo desconcierto, hasta que los dedos del soldado lo extrajeron de aquella diminuta especie de plaza de toros, trasladándolo al reguero de hormigas, donde, tras unos momentos de indecisión por parte de las que entonces subían y bajaban, un grupo de ellas se hizo cargo del mismo y empezaron a arrastrarlo muy ceremoniosamente cuesta arriba, componiendo un insólito cortejo fúnebre, pese a los grandes esfuerzos que la hormiga decapitada parecía realizar para evitar lo que era forzoso suponer que se trataba de su enterramiento.
Julio estuvo mirando después a la hormiga vencedora, que, con un algo de gladiador romano en la arena de un circo, alzaba orgullosa la cabeza, y luego la tomó entre sus dedos, arrojándola fuera de la zanja. Acto seguido, el soldado sacudió con la mano los rebordes de tierra que constituían la placita de toros que él mismo había erigido, entre cuyas ruinas quedó oculta la cabeza de la primera hormiga, que aún conservaba entre sus mandíbulas la extremidad de que despojó a su adversaria.
Más tarde, no mucho más tarde, pero sí cuando la raya de sol había trepado a lo alto de la tapia y comenzaron a invadir la zanja algunas vagas sombras de cosas muy lejanas, Julio sintió ganas de orinar. Del otro lado de la tapia le habían llegado los rumores de las rutinarias incidencias de dos relevos y hubo un instante en que creyó que no sería capaz de resistir el dolor de sus huesos, aquel absoluto dolor de progresivo aumento que, al convertirse en obsesión exclusiva del soldado, pudo con la mano de oso plantada sobre sus sesos, a la que, sin saber el soldado cómo y cuándo lo había hecho, sino simplemente que lo había hecho, arrojó fuera de ellos. Era, pues, el dolor de los huesos lo que le preocupaba, y Julio estuvo cambiando continuamente de posición a fin de desentumecerlos, o, lo que es lo mismo, a fin de habilitarlos para el esfuerzo final que habría de exigir de ellos y de sus nervios.
Habían dejado de interesarle las hormigas e incluso también habían dejado de interesarle los recuerdos que, en algún momento de aquel tiempo tan íntimamente suyo allí en la zanja, esbozó en deshilvanados retazos. Eran sus huesos y su futuro lo que le importaban; sus huesos y su futuro, y, ahora, aquellas tremendas ganas de orinar que se estaba conteniendo, por cuanto no quería exponerse a que el ruido que realizaría si orinaba fuese la causa de su perdición. Julio pensó que también este detalle se había escapado a sus previsiones y maldijo su ocurrencia de hartarse de agua antes de saltar la tapia.
El siguiente relevo se efectuó cuando las sombras se acentuaban, y Julio sabía que el relevo correlativamente posterior tendría lugar ya en plena noche, siendo ésa la guardia que él esperaba para, cuando se hallase mediada, poner en práctica la segunda parte de su plan, el cual revisaba efectivamente convencido de que nada fallaría. De todas formas, se dijo (y el soldado se dejó llevar un momento por la fantasía, viendo a un gorrión volar sobre su cabeza), y aun cuando nada iba a fallar, menos todavía tenía posibilidades de ocurrir si, en vez de un hombre con toda su grandeza, con toda su presunción de alma y libertad de pensamiento, se tratase de un pequeño pájaro volador, por lo que el soldado envidió entonces de repente a todos los pájaros del mundo y deseó ser como ellos, con tal ansia que, inmediatamente después (su fantasía lo hizo), se imaginó a sí mismo convertido en pájaro, cruzando, no sólo el camino que como hombre había de atravesar, sino miles y miles de caminos, caminos largos, luminosos, caminos trenzados, angostos, caminos de paz y, sobre todo, caminos de guerra, caminos de odio que le asqueaban, como aquellas horribles ganas de matar que se escondían en los zarzales que bordeaban aquellos caminos; luego, el soldado imaginó también que, como pájaro que se imaginaba, daba suelta a sus ganas de orinar, haciéndolo desde lo alto apuntando a la cabeza del soldado que hacía guardia en el puesto que él había abandonado, si bien a este soldado no le adjudicó el nombre, ni el físico, ni siquiera la manera de llevar el uniforme de ninguno de los que él sabía se hallaban al otro lado de la tapia, sino que lo planteó en su imaginación como un soldado amorfo, sin personalidad humana y definitiva, lo inventó a manera de conjunción de todos los soldados que hacían aquella guerra, fueran de un bando u otro, y así Julio, convertido a sí mismo en pájaro, se orinó en el soldado aquél y se orinó en toda la guerra, repitiendo la imagen varias veces, hasta que de súbito creyó recordar que los pájaros no orinaban, o, en todo caso, si lo hacían, sus meaditas eran tan poca cosa que apenas valía la pena verterlas sobre nada, y sintió en su pecho una gran decepción, al tiempo que se diluía en su mente la idea de que se trataba de un pájaro, y aparecieron en su vientre las auténticas, las reales, las tremendas ganas de orinar.
El soldado pensó que si no pensaba en nada era posible se le pasaran las ganas de orinar, o al, menos, quizá se olvidase de ellas, de forma y manera que, para llevar mejor a efecto su pensamiento, cerró los ojos y se ordenó permanecer con ellos cerrados el tiempo bastante que necesitaría la noche para penetrar en la zanja, igual que cuando, de niño, iba muy de mañana al colegio y, al ver un trecho largo de calle solitario, se decía: «No los abriré hasta llegar a aquella esquina», y cerraba entonces los ojos, marchando decidido en línea recta, pero cumpliendo pocas veces su objetivo, pues algún impulso intuitivo se los abría casi siempre cuando él más dispuesto estaba a no hacerlo, lo mismo que ahora, en la zanja, unos minutos más tarde de haber apretado los párpados, algo, una fuerza incontenible, le obligó a separarlos para ver, para pensar que la noche se estaba haciendo esperar demasiado tiempo y para convencerse de que habría de hacer un esfuerzo sobrehumano para contener las ganas de orinar. Y Julio se propuso hacerlo, mordiéndose los labios y cerrando los ojos a intervalos más o menos duraderos, y no sólo se propuso hacerlo, sino que lo hizo, efectivamente, y contuvo el dolor cuando el silencio fue arropado por la noche y, unos minutos después, se llevó a cabo el relevo que él estaba esperando para poner fin a su huida.
El tiempo que transcurrió desde que se efectuó el relevo hasta que unos nuevos pasos, muchos pasos (el soldado Julio Bueno, pese a intentarlo repetidamente, no fue capaz de precisar a cuántos hombres correspondían, y ni siquiera lo precisó después al escuchar sus voces, sus muchas voces) fue ocupado en su casi totalidad, no por la oscuridad de la noche ya latente, sino por la densidad del silencio, de forma y manera que el soldado se preguntó qué era consecuencia de qué, si el silencio de la noche, o, al contrario, si la noche consecuencia del silencio que se moldea con el cansancio de los hombres, con el cansancio de los vientos, con el cansancio de la tierra. Pero los pasos (y el soldado estuvo contándolos y contándolos, y unas veces eran de tres hombres, y otras de cuatro, y luego las voces eran de dos hombres, y más tarde de seis, e inmediatamente después sólo de tres hombres) rompieron su abstracción, aun cuando no por eso sintió miedo, sino solamente inquietud, o quizás expectación, interés, curiosidad, por cuanto algo, y posiblemente se trataba del tono de las voces que escuchaba, le decía que aquellos hombres no estaban allí por causa suya, sino que la razón de su presencia al otro lado de la tapia era otra, era otra razón ajena a él, y que él, ahora, con los ojos vueltos hacia el cielo, intentaba, más que deducir, adivinar.
A Julio ya no le dolían los huesos, o, si le dolían, lo había olvidado; también sus ganas de orinar habían quedado relegadas a un segundo plano. Sólo le importaba a Julio la presencia de aquellos hombres al otro lado de la tapia.
Hincó el soldado todo el poder de sus fuerzas en el oído, tratando de captar alguna frase concreta, alguna palabra reveladora, pero no pudo ser. Y así estaba el soldado Julio Bueno, vuelto hacia arriba, escudriñando el límite de la tapia, cuando sobre ésta apareció un enorme bulto, que inmediatamente se desprendió, cayendo pesadamente junto a él. Sonó un ruido macizo, y Julio contempló, temblando, el saco, sobre el que las estrellas iluminaban un desgarrón, bajo el cual aparecía la cara muerta del sargento Merino.
El grito, al contenerlo, le hirió con escozores la garganta. Julio ladeó la cabeza, evitando mirar el rostro del cadáver (y como queriendo evitar también su olor nauseabundo), y clavó los ojos en el silencio que, tras el ronco golpe del saco al caer, había llenado de nuevo, hasta hacerlo rebosar, el vaso ahumado de la noche.
Fue luego (Julio había estado contemplando el silencio, seguro de ello, seguro de que era precisamente el silencio —precisamente el silencio, y no otra cosa— lo que contemplaba en la quietud de un puñado de hojarasca, que allí, al pie de la zanja, ni el viento era capaz de hacer crujir) cuando, de pronto, el corazón se le paró, y el soldado Julio Bueno (con los ojos desorbitados y los puños apretados, como si estuviese reteniendo en sus manos la última esperanza) se quedó muerto por espacio de diez segundos, para volver a la vida (lo hizo con el corazón acelerado, pues era como si su corazón intentara recuperar al galope los doce latidos perdidos) cuando, como si la compasión de Dios se hubiese acercado a él para resucitarle, algo le dijo que no era la mina, esto es, su explosión, lo que había roto inesperadamente la paz de la noche, sino que el sonido aquel que le tenía muerto se trataba, sencillamente, de un lejano disparo de cañón.
Julio aflojó las manos al tiempo que un segundo cañonazo cubría el eco del primero. Siguieron después sonando los cañones, cada vez más cerca de sí mismo los disparos, hasta que éstos se convirtieron en un rugido feroz y hondo. Detrás de la tapia alguien lanzó un grito de júbilo, que inmediatamente fue coreado por varias voces más, apagándose éstas a medida que, poco tiempo más tarde, los disparos de cañón se fueron espaciando. El soldado, pensando que lo hacía contra su propia voluntad, llevó la mirada a la cara del sargento, pareciéndole que ésta temblaba cada vez que se disparaba un cañón. Al fin, y tras unos minutos de silencio, Julio supuso que la artillería había callado definitivamente ya, y aguzó el oído intentando saber si los hombres, al otro lado, continuaban junto a la valla. Le respondió afirmativamente un bisbiseo constante, y el soldado decidió entonces que, cuando aquellos hombres se retirasen, y al compás mismo de sus pasos, él pondría en práctica la etapa última de su deserción.
El corazón, que ya había recuperado sus doce latidos, marchaba ahora rítmicamente, y Julio lo sentía, no sólo en el pecho, sino también golpeándole las muñecas y las sienes. Luego, el ruido aumentó tras la tapia, y al mirar el soldado, expectante, hacia arriba, empezaron a caer golpes de arena que le llenaron de asperezas los ojos, los cuales se frotó rápidamente con el dorso de una mano, mientras se acuclillaba hasta lo indecible renegando de la maldita oportunidad de aquel chaparrón de arena que aún caía y caía sobre él y sobre el cadáver maloliente del sargento. De súbito, el soldado no pudo más y, antes de que las ganas de gritar le vencieran, gateó por la zanja, espantado y ciego, y, al izarse fuera de ella, su pie se hundió en las carnes blandas del sargento, recorriéndole a Julio un escalofrío, antes de arrastrarse a una docena de metros del hoyo que durante muchas horas había sido su cubil de rata acosada. En seguida, los ojos comenzaron a ver de nuevo, y el soldado empezó a dejar atrás el olor a muerto, girando entonces para dirigirse hacia el primero de los recintos ocupados, al otro lado, por las tropas a que iba a unirse.
A medio camino entre las dos casas (supo que era el medio camino por cuanto, al mirar hacia atrás y adelante, las dos casas se diluían en una similitud de sombras) suspiró silenciosamente, y fue entonces cuando las ganas de orinar volvieron a él con más fuerza. El soldado siguió arrastrándose, mientras se apretaba con una mano el bajo vientre y se mordía con furia el labio inferior, y al fin llegó a escasos metros de distancia de la casa ocupada por las tropas contrarias a las que él había pertenecido, deteniéndose un momento, no fatigado, sino dolorido, para escuchar unas voces, las cuales le impulsaron a arrastrarse nuevamente con mayor celeridad. Callaron las voces, y Julio se detuvo otra vez viendo cómo asomaba por el hueco de una tronera, y brillando al impacto de la luna, el largo y amenazador cañón de un fusil. Julio se apretó contra el suelo y, con voz apenas perceptible, susurró:
—Eh, vosotros…
El cañón del fusil se movió inquieto, haciendo bailar los brillos de luz. Luego sonó una voz, y a Julio le pareció que era la boca del fusil la que hablaba:
—¿Quién va? Responda: ¿quién va?
—Me he largado de allí —dijo Julio, temblándole los labios—. Vengo a unirme a vosotros.
Julio oyó nuevas voces y, un momento después, la misma voz que antes le respondiera, le indicó:
—Ponte en píe y sigue adelante. —Después, en tono de advertencia, añadió—. Pero mucho ojo, amigo.
Julio obedeció y, después de tanta angustia agazapada, creyó, durante unos instantes, que le iban a fallar las rodillas, logrando superar finalmente, a fuerza de decisión, su debilidad. Las ganas de orinar le daban pinchazos en el vientre y cada uno de sus pasos era un martirio de Cristo. Al fin, una puerta se franqueó ante él, penetrando entonces el soldado por su hueco, y, mirando a los hombres que le contemplaban (lo hacían, ni duramente ni risueños, sino con menosprecio y curiosidad), dijo, asombrándole su naturalidad ilógica:
—¿Puedo orinar en algún sitio?
Una sonrisa mordaz iluminó el semblante de uno de los hombres, precisamente el del que parecía ser el hombre más importante del grupo, el cual, sin desprender la ironía de sus labios, murmuró:
—¿Tanto miedo has pasado, desertor? —Sin esperar respuesta se volvió inmediatamente hacia otro de los hombres y le dijo—: Llévale a orinar tú, «Sonrisa». Luego me lo devuelves a mi despacho. Andando —agregó, dirigiéndose hacia los restantes hombres, y su gesto se tornó duro al tiempo que giraba sobre sus talones y emprendía la marcha escoltado por los demás, excepto por el llamado «Sonrisa».
La mirada de Julio se mantuvo tras sus pasos, hasta que algo le hincó la realidad en las espaldas, lo que le hizo volverse y, en consecuencia, enfrentarse con el cañón del fusil que sostenía, detrás de una especial sonrisa compuesta con sólo dos dientes, el hombre encargado de llevarle a orinar, quien le señaló el camino con un gesto vago de la cabeza, situándose a su lado sin apartar de él ni el ojo, ni el fusil, ni la sonrisa. Un nuevo movimiento de cabeza del hombre llamado «Sonrisa» le indicó dónde podría, al fin, orinar, y Julio se acercó a la pared, haciéndolo en ella con infinito alivio. Una vez satisfecha la necesidad, Julio se volvió hacia el hombre llamado «Sonrisa», el cual, nuevamente con una señal de su cabeza, le mostró la dirección a seguir.
Penetraron en un salón grande, con apenas luz, y Julio se sintió cogido de un brazo por la mano de uno de los varios hombres que allí había, y quien, tras solicitar permiso y serle concedido, le introdujo en una habitación contigua, Julio vio, al otro lado de una mesa, dándole la luz de una lámpara de petróleo que ardía sobre ella, al personaje que había ordenado al llamado «Sonrisa» que le llevase a orinar y se lo entregase luego, y junto a él, de pie y a ambos lados, a otros dos seres, en cuyos rostros creyó el soldado entrever una expresión de cinismo.
—He aquí al desertor —dijo el hombre que estaba sentado, echando la silla hacia atrás. Hizo una señal al que aún sujetaba a Julio, y Julio sintió cómo la mano se desligaba de su brazo, escuchando después pasos alejándose a sus espaldas. El hombre que estaba sentado comenzó a balancearse, y sus ojos entraban y salían metódicamente del arco de luz que originaba la lámpara de petróleo. De pronto detuvo su balanceo y preguntó, fijando en Julio su mirada—: ¿Por qué has desertado, muchacho? —Inesperadamente, dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y, empequeñeciendo los ojos, gritó—: ¡Quiero saber por qué has desertado! ¡Vamos, contesta de una vez!
Desde que atravesó la puerta, Julio había empezado a sentir miedo; era su miedo un miedo físico y vivo, que, en forma de bola, tan grande como un puño, rodaba de abajo arriba por las paredes de su estómago. Julio sabía que no todo sucedía como él había pensado que tenía que suceder, y el miedo tomó forma entonces por encima de la esperanza, minimizándola en los ojos del soldado. Y ahora, cuando el grito, y, más que el grito, la expresión amenazadora del hombre que estaba sentado requería unas palabras suyas, la bola del miedo trepó hasta la garganta de Julio, atascando en ella la justificación que éste luchaba por esbozar.
Al fin, cuatro palabras rompieron el cerco del miedo, y Julio musitó con voz gangosa:
—Quería unirme a ustedes.
En efecto, las palabras habían sido pronunciadas por él, y, sin embargo, a él, al soldado, le sonaron extrañas, como de otro, e, igualmente, le pareció, al ver cómo los hombres que estaban enfrente de él se echaban a reír, que ellos también se habían dado cuenta de que su voz (es un decir) no era la suya.
El que estaba sentado comenzó a balancearse de nuevo, mientras con un lapicero golpeaba metódicamente el tablero de la mesa.
—¿Convencidos ahora de que yo tenía razón? —dijo, dirigiéndose a los dos que se hallaban junto a él. Dejó de balancearse y el lapicero rodó por la mesa—. Luchamos por algo justo; somos los dueños de la verdad, y prueba de ello es que nuestros enemigos empiezan ya a querer compartir nuestra idea. —Julio evitó los ojos del hombre, que, nuevamente empequeñecidos, se habían clavado en él—. ¿No es así, desertor? —dijo. Y, volviéndose hacia los suyos, añadió—: Venceremos; tenemos que vencer forzosamente, y venceremos como jamás ha vencido ningún ejército: por deserción en pleno del ejército enemigo. Tenemos la razón, y ellos lo saben. No somos más fuertes, pero sí más justos. —De nuevo, dirigió la voz a Julio y prosiguió—: Tú lo has comprendido así, ¿no es cierto? Tú tienes fe en nuestra idea… —Y cuando el soldado asintió levemente con la cabeza, la voz del hombre se convirtió en ronco bramido—. ¡Mentira! —gritó—. ¡Ha sido el miedo, desertor, lo que te ha empujado hasta aquí!… ¿Qué sabes tú de nuestra idea?… —Hubo un momento de silencio y, luego, la voz del hombre que estaba sentado pareció apaciguarse—. Sólo sabes —dijo— que nuestra idea tiene en sus manos la vida de cuantos hombres están allí enfrente. Me basta dar una orden para hacerlos morir. Pero, no; no voy a dar esa orden. Quiero ver de lo que es capaz el miedo a la muerte y hasta dónde llega la esperanza. De todas formas, siempre habrá una buena ocasión para hacerlos volar. Me basta una orden, desertor, ¿lo entiendes bien? —El hombre se echó a reír—. Naturalmente que lo entiendes; por eso, por eso mismo, has abandonado la casa y has venido —puso voz teatral— a unirte a nosotros… Está bien —dijo secamente, y se volvió hacia uno de los que se encontraban junto a él—. Que le fusilen. —Se levantó y, llevándose despreocupado una mano a la boca para tapar un bostezo, agregó—: Pero que lo hagan mañana. Los fusilamientos meten mucho ruido y ahora tengo sueño. Buenas noches.
Julio, a quien el asombro, el miedo y la incredulidad le tenían atenazado al suelo, le vio atravesar una puerta lateral, al tiempo que la pistola del hombre a quien había ordenado su fusilamiento se alzaba ante él.
—Andando —dijo el de la pistola.
—No puede ser… —murmuró Julio con voz que apenas resbaló fuera de sus labios. Y, en seguida, repitió con un chillido—: ¡No puede ser!… ¡No puede ser!…
—Andando, y sin gritar —ordenó nuevamente el de la pistola, acercándola a la sien de Julio—. Ya has oído que no le gusta el ruido.
Las manos de Julio habían comenzado a temblar, y él sabía que su temblor estaba originado, no por la intuición del miedo (el cual se había deslizado de nuevo hasta el estómago y allí continuaba rodando), sino por una consciente y feroz indignación. No; no era eso lo que él esperaba; no era eso lo que él merecía, y, aun cuando intentaba forzar su convencimiento hacia la ilusión de que no podía ser tal y como el hombre aquel había dicho, de que no podía ser así de ningún modo, y aun cuando intentase también convencerse a sí mismo de que los minutos anteriores jamás existieron (y que todo lo ocurrido sólo constituyó un sueño, una fantasía, una sinrazón, o, si en todo caso existieron realmente aquellos minutos, lo sucedido fue sólo una farsa, una mentira), la pistola junto a él y el grito que el corazón volcaba en su garganta garantizaban la autenticidad de su destino.
—¡No puede ser!… —gritó Julio una vez más. Dirigió la mirada, primero, al hombre que le amenazaba con la pistola, y, después, al que, sonriente e inmutable, todavía permanecía en el mismo lugar que ocupaba cuando él entró en la habitación—. ¡No puede ser!… —repitió, furioso—. ¡Ese cerdo no puede ordenar eso!… ¡Ese cerdo…!
Un golpe seco en la nuca descontroló la carrera de las palabras, rompiéndolas de cuajo, y Julio vio durante unos instantes, al tiempo que sabía que estaba deslizándose hacia el suelo, una multitud de ráfagas luminosas surcando veloces por delante de sus ojos.
(Los dos hombres están sentados. Fuman. Uno de ellos pone la mirada en el otro y dice: «¿Quedará aún mucho?» El otro se encoge de hombros; en su boca, que sólo tiene dos dientes, brilla una sonrisa muy especial. El primero comenta: «Con éste van dos, si es cierto que tú te cargaste a uno. Apuesto a que no va a ser necesario que hagamos explotar la mina». El hombre de los dos dientes vuelve a encogerse de hombros; aplasta el cigarrillo en el suelo y enciende otro, echándose hacia atrás; fuma plácidamente. «Buen golpe le atizaron anoche —dice el primero, señalando a un tercer hombre que hay tumbado un poco más lejos—. Como se descuide, éste se muere antes de que le fusilen. —El hombre hace un gesto vago con las cejas y añade—: Hay que ver lo que le gustan al jefe los fusilamientos. Yo creo que si se le muere un condenado antes de fusilarle, es capaz de mandar que le fusilen muerto». El de los dientes abre más su sonrisa y continúa fumando. Pasan, lentos, los minutos. «Mira —dice el primero, indicando al hombre que está tendido—. Parece que se mueve. —Se levanta y se acerca a él, agachándose para mirarle—. Creo que no va a tardar en volver en sí —comenta—. Con un poco de suerte, a lo mejor hasta es testigo de su fusilamiento.» Fuera, suenan unos pasos, y el hombre de los dientes se pone en pie. Un pelotón de hombres armados penetra en el cuarto. «Estaba moviéndose ahora —dice al que manda el pelotón el que está junto al hombre tendido—. Ha dormido como un niño. ¡Quién lo diría! No creo que tarde mucho en volver en sí; lleva así ya veinte horas.» Él que manda el pelotón hace una seña y uno de los hombres se sale del grupo y se acerca al que está tendido. Ayudado por el que se encuentra junto a él y por el de los dientes, le iza, tomándole por debajo de las axilas, y, tras meterle en el centro del pelotón, éste emprende la marcha. Fuera de la casa, en su parte posterior, intentan sostener al condenado contra una pared, pero el condenado no se tiene y se derrumba. Desde una ventana, del piso alto, el jefe contempla la escena. El hombre que manda el grupo ordena al de los dientes: «Trae pronto una silla». El de los dientes vuelve a la casa y, un momento después, regresa con una vieja y pesada silla en los brazos. En la ventana del piso alto, el jefe mira complacido. El de los dientes coloca la silla con el espaldar sobre la pared y, entre dos hombres, sientan en ella al condenado. El que estaba con el de los dientes le dice a éste en voz baja: «Es el primer fusilamiento que veo en que el condenado no se fume un pitillo. —Se acerca al oído del de los dientes y susurra—: Apuesto algo a que el jefe pocas veces ha disfrutado tanto. ¡Demonio, me gusta el jefe!» El de los dientes sonríe y el otro comenta: «¿No se le ocurrirá volver en sí a este maldito antes de que le maten?» El de los dientes continúa sonriendo. Poco más allá se ha formado el pelotón. En la ventana, el jefe enciende un cigarro. El de los dientes y el otro se retiran unos pasos. Diez segundos después suena una descarga de fusilería y, en seguida, el hombre que manda el pelotón se acerca pistola en mano al condenado; éste yace, al pie de la arrumbada silla, con la cara vuelta hacia arriba. El de los dientes se asoma por encima del hombro del que manda el pelotón y le parece ver que el condenado ha abierto los ojos. Suena un pistolazo. El de los dientes, sonriendo, se aleja del cadáver, sobre el que, desde lo alto, cae la ceniza de un cigarro.)