El soldado Cristino Prieto

El sol caía a plomo sobre sus hombros, y el soldado Cristino Prieto pensó que no era tan malo morir bajo el sol, sobre todo cuando se había vivido siempre en donde el sol no sólo no renovaba su milagro de todos los días, sino que jamás había hecho allí el milagro primero de su presencia, y rogó mentalmente a los soldados enemigos que hicieran estallar la mina cuando el sol más calentara, esto es, al mediodía, cuando, tras haberse metido en el cuerpo los cuatro bocados de la ración, se tumbaba él todo lo largo que era bajo la caliente luz solar y con la cabeza recogida en la sombra, allí mismo, en aquel exacto lugar que ahora ocupaba, junto al muro de sacos terreros, donde acababa de empalmar el seis de oros con el cinco de copas, después de haberse hecho a sí mismo una pequeña trampa, que, aun cuando intrascendente respecto a todas las cosas del mundo excepto a lo que se refería al solitario aquel, le remordía en la conciencia (miraba las posibilidades que tenía de salir bien el solitario, caso de volver el juego atrás y reanudarlo sin falsear los principios que lo regían, convencido de las escasas probabilidades que, de llevar a efecto el juego limpio, tenía éste de resolverse a satisfacción), si bien no cabía otra medida que la de trampear las cartas para ganar o la de abrir con ellas el interrogante de un nuevo solitario, y pensó que lo peor de estar muerto era que, tarde o temprano, a uno le terminaban metiendo bajo tierra, como si los muertos no tuvieran derecho a disfrutar del sol, es decir, como si los lagartos, las culebras y las sanguijuelas que se sacan adheridas al pecho cuando se sale del río tuvieran más derechos que los muertos, al menos, respecto a lo que a tomar el sol se refería, y en eso estaba pensando el soldado Cristino Prieto, en eso y en la fundamental importancia que tenía el cuatro de bastos en el relativo mundo de aquel solitario, carta que Cristino esperaba, si no impaciente, sí como ilusionado, y que Cristino sabía era una de las diez o doce cartas que aún quedaban presas en la baraja, cuando vio salir de la casa al cabo, tras alzar la cabeza a impulsos de un presentimiento, y le vio cómo se acercaba hacia él, y entonces bajó la mirada con prisas y levantó una carta, sonriendo al colocar el cuatro de bastos sobre el cinco de copas, y alzó otra vez la cabeza, sin dejar de sonreír, y le dijo sigilosamente al cabo, que ya estaba junto a él:

—Ahora vienen todas seguidas.

Cristino agachó de nuevo la cabeza y, en efecto, resolvió rápidamente el solitario, amontonando acto seguido las cartas, que barajó con rara habilidad, y luego, abriéndolas en abanico, las aupó en la mano vueltas hacia el cabo, que le había estado mirando hacer, y quien, a una seña suya, escogió una de las cartas, que miró de una fugaz ojeada y tapó en seguida con cuidado.

—¿Siempre te salen bien los solitarios? —le preguntó el cabo a Cristino.

—Siempre que quiero, sí. ¿Por qué habían de salirme mal? —le respondió Cristino. Cerró un momento los ojos y, al abrirlos, añadió—: Tienes el caballo de oros.

Cristino observó complacido al cabo, esto es, la reacción del cabo, que sabía iba a ser así, igual a la de tantos hombres que, al decirles él: «Tienes el caballo de oros», volvían a mirar primero la carta y luego le contemplaban a él de soslayo (aun cuando una vez hubo uno —y al recordarlo, le divertía, sí, pese a no haber dejado de pensar en la muerte, había algo que le pudiera divertir—, que no sólo no miró de nuevo en esa ocasión la carta ni le contempló después a él de soslayo, sino que se limitó a encogerse de hombros y decir con aburrimiento: «Pues no sabes más que yo»), para terminar haciendo un gesto de incomprensión, al tiempo de devolverle, efectivamente, el citado caballo de oros, que él, tras echarle un momento la vista encima, introducía con suavidad en el centro aproximado de la baraja.

—¿Dónde aprendiste esto? —le preguntó entonces, intrigado, el cabo.

Cristino había empezado a barajar otra vez las cartas, sin que, pese a eso, desconociera nunca el lugar en que iba quedando el caballo de oros, sobre el cual colocó su dedo pulgar cuando abrió por segunda vez la baraja en abanico, si bien entonces lo hizo con el anverso hacia él, mostrando la incógnita del dorso, no al cabo, sino a su pregunta, que aún latía en el aire.

—Sé cosas más difíciles —dijo Cristino—. Ésa, precisamente, la aprendí donde ésta. —Alargó ligeramente la mano e invitó—: Toma la que quieras. Será el caballo de oros.

Cristino vio al cabo, es decir, a su mano, vacilar unos segundos frente al abanico de naipes, haciendo girar su dedo pulgar hacia donde el índice de su compañero señalaba.

—Apuesto a que ésta no es —murmuró convencido el cabo, indicando una de las cartas.

—Sácala —dijo, sencillamente, Cristino—. Puedes estar seguro de que sí.

Y cuando el cabo, tras extraer la carta (o sea, cuando creyó el cabo haber extraído la carta que había señalado), le miró, si no sorprendido, sí con intriga y curiosidad, Cristino se echó a reír con ganas, pese a que los lagartos, las culebras y las sanguijuelas que se sacan adheridas al pecho cuando se sale del río rondaban su pensamiento, en donde él renegaba del hombre, del hombre vivo y capaz, que a tales bichos consentía, respecto al sol, más derechos que a sus hermanos muertos.

—Te podías haber ganado la vida con las cartas, en vez de picando carbón —le dijo el cabo, devolviéndole el caballo de oros, que Cristino metió en la baraja, al tiempo de levantarse.

—No te creas que no lo he pensado… A lo mejor, cuando salgamos de aquí… Naturalmente, si salimos…

—Eso es lo que se va a decidir ahora —dijo el cabo, y Cristino creyó sorprender en sus palabras un toque de escepticismo, quedando a la espera de lo que el cabo tuviera que añadir, ya que el cabo tenía algo que añadir, y Cristino lo sabía, no porque los labios del cabo hubieran quedado entreabiertos ni porque hubiese deducido que sus palabras necesitaban una explicación, sino porque lo estaba leyendo en la intención de sus ojos, igual que a veces se lee la lluvia en las intenciones del cielo. Pasaron los segundos lentos, pero no solos, sino arrimados al aleteo de una mariposa que era como un pedacito de sol, caso de no ser en realidad un pedacito de sol mismo, y que vagabundeaba entre su mirada y la mirada del cabo, hasta que, al fin, éste agregó—: Ha inventado un juego raro… Me refiero al teniente. Dice que necesita tu baraja.

—¿Mi baraja? —preguntó, extrañado, Cristino. Miró un momento la baraja, encogiéndose luego de hombros, y en seguida tendió las cartas al cabo—. Ahí la tienes —suspiró.

Cristino obligó a su mirada a seguir el curso de su mano, que se abrió junto a la del cabo al entregarle la baraja, y luego regresó, frotándose el dedo pulgar con las yemas de los otros dedos, hasta quedar a la altura del pecho, donde el dedo pulgar dejó de frotarse a los otros dedos para que éstos rascaran sobre la camisa, lo cual hicieron al unísono por espacio de varios segundos, introduciéndose después bajo la misma, y allí se quedaron, al pie del sobaco, quietos como muertos, cuando él alzó de nuevo los ojos para mirar en los labios del cabo su ligero carraspeo.

—Y también te necesita a ti —dijo el cabo, saboreando las palabras, cuando vio que Cristino le miraba—. Dice que nos necesita a todos. —Había empezado a manosear las cartas, y Cristino le observaba a intervalos su inexperta maña, mientras contemplaba, no con los ojos, sino quizá con el tacto de la mano que acababa de extraer del pecho y se mecía en el aire, aquel silencio breve, lacónico, marcial, aquel silencio rítmico modelado por la boca entreabierta del cabo, quien, tras hacerlo vivir posiblemente por espacio de un minuto, lo rompió de golpe, como a machetazos, echando sobre él palabras que Cristino sabía ya no saboreaba, porque eran palabras del pecho, del corazón, de la sangre misma del corazón de su pecho—. Por lo visto, nuestras vidas, que ya no pueden depender de nuestros fusiles, van a depender ahora de nuestra voluntad y un poquito también de tu baraja; pero, sobre todo, van a depender de nuestra voluntad. ¿No es gracioso? Ahora va a resultar que, si nos ponemos la mayoría de acuerdo para querer vivir, terminaremos viviendo todos, y si nos ponemos de acuerdo para querer morir, nos terminarán matando. ¿No resulta ridículo que hayamos comprendido ahora que los fusiles no sirven para nada y que sólo depende de nuestra voluntad el que nos salvemos o el que nos condenemos? ¿A ti no te habían enseñado eso mismo cuando todavía eras un niño? A mí sí me lo habían enseñado. —El cabo hablaba ahora de prisa, volcando unas palabras encima de otras, haciéndolas rezumar a todas unas pequeñas y ácidas gotitas de irónica desilusión—. Las cartas-prosiguió diciendo el cabo —sólo van a servir para ocultar la vergüenza de los que prefieran la muerte, o, mejor dicho, de los que elijan la vida, porque eso significará elegir la rendición. Pero yo voy a elegir la muerte, ¿sabes?, y por eso no me da vergüenza confesarlo. Yo voy a elegir la muerte, porque un día vine a la guerra muy contento con mi fusil, creyendo que él sería capaz de todo, y ahora resulta que para lo único que me sirve es para tirarlo a la basura, puesto que solamente mi voluntad y la vuestra pueden sostenerme la vida. Yo vine a la guerra para matar enemigos, e incluso creo que he matado a algunos, aun cuando soy cristiano y Cristo dice que hay que perdonarlos, pero no vine aquí para rendirme en cuanto pensara que me podían matar a mí. Sí; me va a doler no hacerlo, me va a doler tenerme que dejar matar, pero tanto derecho como yo tenían a la vida los que maté, y ellos, no sólo no se entregaron, sino que ni siquiera pueden ya entregarse. No es justo que nos rindamos; no haríamos justicia ni a nuestros muertos ni a los de ellos si nos rendimos, aunque sean muchas las ganas que tengamos de hacerlo, quiero decir, de vivir—. El cabo calló violentamente, y Cristino se sintió atravesado por su mirada antes de verle girar sobre sus talones y oírle decir: —Voy a por Vicente. Anda tú ahí adentro.

Cristino (miró cómo el cabo torcía la casa) echó a andar acto seguido tirando de su sombra con agobiante lentitud, arrastrando su sombra con los pies como cadena de penitente, hasta que éstos penetraron en la mancha de sombra de la casa, y entonces Cristino volvió un momento la cabeza atrás para ver cómo su sombra era engullida por aquella otra mayor, y lo vio, en efecto, y lo sintió también sobre su propia cabeza, que, arrancada del espacio ocupado por el sol, enfrió inmediatamente las pequeñas gotas de sudor que la perlaban, y luego Cristino atravesó la cortina de arpillera y, sin distinguir objetos ni hombres hasta pasados varios segundos, sus pies le metieron en el salón, donde se frotó los ojos con el dorso de la mano, y, tras hacer repetidos guiños que afirmaron su visión, saludó maquinalmente al teniente (ya que no fue él quien saludó, sino su mano) y marchó a colocarse junto a José, que se hallaba en un rincón acariciándose el pecho. Cristino estuvo hablando con él en voz baja, mientras miraba a los otros compañeros, y le preguntó si sabía lo que iba a pasar allí, presintiendo el encogimiento de hombros de José al tiempo de escuchar su «¡Qué sé yo!», y volvió con desgana la cabeza hacia el hueco de entrada a la sala cuando la arpillera abrió paso a una tambaleante y apenas viviente claridad que precedía a las figuras del cabo y Vicente, a los cuales miró casi con curiosidad (y se dijo que los guiños que hacían con los ojos no les pertenecían a ellos, puesto que eran los mismos, los exactos guiños que él hiciera un momento antes, y que quizá se habían quedado flotando en el aire, como avispas ultrajadas, para adherirse a los ojos de cuantos luego ocuparan aquel lugar), revolviendo en seguida la mirada hacia donde se hallaba el teniente, y observó, cómo éste escuchaba, con el entrecejo fruncido, las mismas palabras del cabo que estaba escuchando él, que sabía estaban escuchando todos, su nombre, incluso, referido a la propiedad de la baraja, e inmediatamente, y sin dejar de hablar, esto es, sin dejar él de escucharle, penetró el cabo en el limitado horizonte de su campo visual, adelantándose lentamente hacia el teniente, a quien vio recoger las cartas con pálida indiferencia y empezarlas a mirar (Cristino se dijo que sin ningún entusiasmo, como si fueran moscas) una por una, al tiempo que separaba en dos montones sobre la mesa los palos de oros y de espadas. Había dejado de hablar el cabo, y el silencio, o posiblemente la parsimonia, la calma agresiva del teniente, le hacía daño en el pecho, donde el corazón se le había acelerado, y pensó Cristino, mientras hacía enormes esfuerzos por normalizar su marcha (sentía el golpeteo de su corazón, no con sonidos, sino como si le estuviera machacando a puñetazos), que quizá todos los corazones que allí estaban marcaban aquel mismo ritmo de inquieta angustia. Cuando después el teniente terminó de separar las cartas e hizo tamborilear un momento los dedos de una de sus manos sobre la superficie de la mesa (y, al escucharlos, Cristino dejó de sentir su corazón, no posiblemente porque éste marchase ahora a su compás habitual, sino porque el soldado trasladó instantáneamente toda la atención de sus sentidos a la espera de lo que el teniente había de decir), Cristino le vio alzar la mirada estudiadamente (estudiadamente; eso, al menos, pensó Cristino) y mover los labios como indeciso, sobre los que se pasó la lengua, antes de decir, tras posar el interés de sus ojos en un punto indefinido de la pared, muy cerca de la cabeza de José:

—Es posible… —y Cristino pensó que no les hablaba a ellos, sino a la pared misma—, es posible que lo que he pensado hacer, dadas las circunstancias en que nos hallamos, sea considerado algún día de antipatriótico, pero bien es verdad que muchos buenos soldados de todas las épocas se han rendido también, cuando así lo han exigido las circunstancias… —Cambió de pronto, sin mover la cabeza, la posición de sus ojos, y Cristino tuvo que bajar la mirada, pues algo le impedía sostener la del teniente, que, aunque puesta ahora encima de él, él sabía no le contemplaba, sino que permanecía sobre su cuerpo como antes había permanecido apoyada en un punto indeterminado de la pared, y Cristino siguió escuchando, en tanto se miraba los pies, los cuales movió ligeramente, sin el deseo premeditado de moverlos, dentro de las botas—. Eso es lo que he pensado hacer, aun cuando no quisiera tener que hacerlo, si es lo que deseáis hacer la mayoría de vosotros… Tengo que deciros que yo considero que mi obligación es resistir aquí, hasta cuando sea, pero no por eso he dejado de comprender que conmigo hay un grupo de hombres, que conmigo estáis vosotros, que también tenéis derecho a pensar a desear vivir y a decidir lo que se debe hacer con vuestra vida, máxime teniendo en cuenta que hay veces que, como en el caso presente, quizás el sacrificio no sirve para nada… —Cristino, que no había dejado de mirarse los pies, sintió como una tenue sensación de alivio y alzó la cabeza, viendo cómo, en efecto, y tal y como había presentido, la mirada del teniente se había alejado de él y vagaba de rostro en rostro, sin detenerse más de tres segundos en ninguno, mientras sus labios continuaban diciendo—: Por eso mismo, yo no puedo obligaros a morir conmigo; yo no puedo obligaros a morir sí es mi capricho o mi obligación hacerlo, como tampoco podría obligaros a que os rindierais junto a mí si ésta fuera mi idea. Sin embargo, una de las dos cosas hemos de hacer, pero todos unidos, puesto que unidos estamos y puesto que unidos estuvimos cuando Dios quiso que esta guerra empezara. Por eso os he llamado. No sé si el cabo os habrá dado a algunos la explicación de lo que pienso hacer, pero, para los que no lo sepan, es bien fácil de explicar… —Bajó la mirada hacia las cartas y tomó con la mano derecha el montón de los oros y con la izquierda el de las espadas, levantándolos hasta la altura de su pecho. Luego prosiguió—: Si la mayoría de vosotros, quiero decir, de nosotros, opina que lo mejor es rendirse, estoy dispuesto a ordenar que lo hagamos todos… Yo no quiero saber quiénes son los que prefieren rendirse ni los que prefieren quedarse, pero sí quiero saber cuál es la opinión que prevalece… De modo que yo os voy a dar a cada uno de vosotros dos cartas, una de oros y otra de espadas, y vosotros depositaréis una de ellas, la que elijáis, boca abajo sobre la mesa, teniendo en cuenta que las espadas significarán vuestra decisión de quedaros y los oros la de rendiros. Somos un número impar de hombres y, forzosamente, uno de los palos habrá de obtener mayoría y, por tanto, prevalecer… Así que, caso de ser mayor el número de las espadas, aquí nos quedaremos todos hasta que Dios quiera, y moriremos, si hay que morir, como lo hacen los hombres… Pero en caso contrario, esto es, si suman más cartas los oros, dentro de cinco minutos saldremos por la puerta de ahí afuera, desarmados y con los brazos en alto, y que Dios y los nuestros nos lo perdonen y lo sepan comprender… —El teniente calló, no bruscamente, sino con suavidad casi modelada, como si sus palabras hubieran sido una sinfonía que se fuese perdiendo a lo lejos, igual que una vela en alta mar, y luego, cuando volvió a utilizar la palabra, fue como si la sinfonía, desengañada del más allá, regresase aleteando, de modo que, si Cristino tuvo que esforzar el oído para escuchar: «… y que Dios y los nuestros nos lo perdonen y lo sepan comprender», ahora, tras la pausa del teniente, también hubo de forzar sus sentidos cuando le vio mover los labios para decir—: Pero quede bien entendido que, lo mismo que yo estoy dispuesto a saber rendirme, a acompañaros si es ésta la decisión que se toma, estoy dispuesto también a que nadie salga de aquí si se decide lo contrario. El juego es limpio para todos y creo que está lo suficientemente claro, ¿no es así?… De manera que todos haremos lo que nosotros mismos, por mayoría, decidamos hacer, pues creo haber observado que, desde que mataron al sargento Merino, desde que nos colocaron ahí abajo esa condenada mina, algunos de vosotros no duerme pensando en la posibilidad de desertar. Y yo no quiero desertores entre mis hombres, porque esto me obligaría a matarlos y no quiero matar a ninguno de los míos. Los prefiero rendidos a todos, y aquí está su oportunidad, lo mismo que la oportunidad de los que prefieran morir dignamente. Si hay más cobardes…, quiero decir, más ansias de vida que ansias de sacrificio, que la vida sea para todos. Pero si hay más voluntad de sacrificio que ansias de vida, estas últimas habrán de conformarse con su suerte, que será la suerte de todos, y echar fuera del corazón sus miedos y sus posibles intenciones de deserción. Doy la oportunidad a todos y espero que todos sepan respetar lo que la mayoría decida… ¡Cabo! —llamó. Se acercó el cabo, y el teniente puso en sus manos los dos montones de cartas, que el cabo empezó a repartir entre los soldados—. Creo que está bien claro —dijo todavía el teniente, y su voz, su voz de llama extinguiéndose, se hallaba ahora más lejos que nunca.

Cuando Cristino cogió sus cartas, ya tenía tomada una decisión: depositaría la de espadas sobre la mesa, y lo haría, no porque en realidad deseara quedarse allí, y quizá posiblemente tampoco porque prefería o esperaba que la decisión de rendirse todos la tomaran otros, los demás, quienes verdaderamente considerasen su suerte actual motivo de repudio, sino por no sabía qué cosa, aun cuando creía barruntar que era porque le daba igual, porque le daba lo mismo todo excepto el sol, aquel sol que sabía estaba tendido allí afuera, y al que, de pronto, sintió la necesidad de regresar, y porque, en definitiva, a lo mejor prefería quedarse, esto es, no irse adonde nadie le garantizaba la presencia del sol. Y así Cristino tomó la decisión de echar espadas, y depositó sobre la mesa, en efecto, el seis de espadas que le había tocado, tras ver al teniente colocar boca abajo su relativamente ignorada opinión, mientras apretaba contra su pecho el rey de oros. En seguida, Cristino alzó la mirada y vio cómo Roque oteaba por encima del hombro de Vicente las dos cartas de éste y luego observó cómo Francisco sudaba por toda su cara de niño bonito, sabiendo Cristino que el sudor de Francisco, del niño bonito aquél, no se lo producía el calor ni la duda, sino, precisamente, lo contrario, es decir, el frío del alma y la voluntad inquebrantable de arrojar la carta de oros, lo cual hizo (Cristino no vio la carta, pero supo, esto es, se confirmó a sí mismo que se trataba de la de oros cuando se encontró con los ojos nerviosos de Francisco), y luego sintió el codazo de José, que, a su lado, le enseñaba la sota de espadas, que inmediatamente después depositó sobre la mesa. Cayeron finalmente las cartas de los otros soldados, sobre las cuales el cabo puso la suya, y entonces el teniente les pidió que, uno a uno, fuesen metiendo en la baraja la carta que habían guardado, y así se hizo, efectivamente, mientras un silencio denso (pensó Cristino que extraído de una mina abandonada y llevado hasta allí en vagonetas) hacía casi irrespirable el aire de la sala. Luego, el teniente recogió las cartas que habían de decidir, después de haber separado en una esquina de la mesa el resto de la baraja, y las cortó repetidas veces antes de levantar la primera. Era el dos de espadas… A continuación salieron el as, el cuatro y la sota de oros, por delante de la sota de espadas que había echado José, siguiendo a estos números el caballo de oros y el cinco y el as de espadas. Cuando después apareció el dos de oros, Cristino creyó escuchar (pero, de todos modos, sin romper el silencio, por cuanto se trataba de un sonido hueco, oculto) el latido fuerte de un corazón. Tardó medio minuto el teniente en levantar la siguiente carta, y, al hacerlo, Cristino fue el primero en saber, sabiendo él que era el primero que lo sabía, que al fin habrían de quedarse allí dentro, puesto que aquella carta era una espada, precisamente el rey de espadas, y porque la que aún permanecía boca abajo en la mano del teniente forzosamente había de ser el seis de espadas suyo, el decisivo seis de espadas que él no dudó en entregar a la mesa, y entonces, mientras la mano del teniente vacilaba, Cristino contempló, quizá con satisfacción cruel, la angustia a punto de estallar en las venas de la frente de algunos de sus compañeros. Por fin el teniente levantó la carta, temblándole los dedos, y Cristino alzó la mirada para ver cómo en su rostro se escondía iluminada una endeble sonrisa.

—Son espadas —dijo el cabo, haciendo regresar el silencio a su mina abandonada.

Cristino oyó rechinar unos dientes y miró hacia Eugenio, que no solamente apretaba la boca, sino también los puños. Un nuevo codazo de José le hizo volver la cabeza.

—Hemos ganado —le dijo, al oído, José.

—Me parece que sí…, que hemos ganado —le respondió Cristino, no en tono más alto, pero sí como resignado, aun cuando, y así lo pensó, la resignación, la conformidad, no tiene razón de ser ni de existir entre los ganadores, sino que siempre lo hace, cuando lo hace, esto es, que siempre debiera hacerlo entre los que les toca perder. Eso pensó Cristino y, mirando fijamente a José, le preguntó—: Pero…, ¿cómo sabías tú que yo también eché la espada?

—Lo sabía —le respondió, simplemente, José.

Cristino se encogió de hombros y separó la mirada de la sonrisa de José para dirigirla de nuevo al teniente, que, mostrando ancho de orgullo las seis cartas de espadas, sobre las que (a Cristino así le pareció) destacaba su seis, acababa de decir:

—Amigos…, muchas gracias. Podéis volver a vuestros puestos. Muchas gracias —repitió.

Cristino, mientras intentaba recordar alguna otra ocasión en que el teniente les hubiera llamado «amigos», alcanzó la salida en cuatro pasos y, después de trasponer las arpilleras, se metió de lleno en el sol, marchando derecho a la tronera que anteriormente había abandonado, junto a la que se colocó en posición de descanso, y en esa posición recordó al teniente llamándoles «amigos» a Julio y a él, cuando, al pie de la ametralladora, estaban los dos aquella noche, después del enorme tiroteo, comentando la feliz fortuna de no haberse ocasionado ni una sola baja entre los que allí estaban. El teniente se había acercado a ellos para darles un cigarro, y ahora, al recordarlo, Cristino sintió a trallazos una imperante necesidad de fumar, que a trallazos también evaporó, poniéndose a pensar en aquel montón de muertos enemigos que, tendidos en línea bajo el sol, apestaban a demonios un día en que, hacía un año ya, ellos les ganaron una gran batalla. ¡Qué a gusto estaban los muertos al sol! Algunos, medio desnudos y echados tripa abajo, más parecían bañistas que muertos, y lo que únicamente disentía de la felicidad era su apestoso mal olor.

No tardó en salir de la casa el cabo, que, manoseando la baraja, se dirigió hacia él.

—Aquí tienes las cartas —le dijo el cabo, deteniéndose a su altura—. Poca vida te vas a ganar ya con ellas.

Cristino hizo un gesto de despreocupación. De verdad que parecían bañistas aquellos muertos, y qué a gusto estaban, se dijo, y murmuró:

—En realidad, jamás he pretendido ganarme la vida con esto. No me gusta hacer trampas… —recordó la que se hizo en el solitario, interrumpiéndose entonces, para después añadir—: …aunque a veces las haga. Pero eso es cuenta mía. No he pensado en ganarme la vida en serio y por siempre con esto. —Cristino recogió con indiferencia la baraja e hizo brincar las cartas de una a otra de sus manos, dándolas forma de ágil acordeón, y en seguida preguntó, pero no al cabo, sino a sí mismo, aun cuando la presencia del cabo le obligó a expresar en voz alta, es decir, con palabras, la pregunta, si bien también era posible que lo hiciese así impulsado por un deseo oculto de que ésta le fuese contestada—: ¿De quiénes serían las otras espadas? —Sin embargo, tampoco le importaba no saberlo, por lo que, apenas lanzada al aire la pregunta, prosiguió—: Con las cartas sólo ganan los que hacen trampas, eso es lo que pasa; sólo ganan los que saben prepararse de antemano el juego.

—Posiblemente sea así —le dijo el cabo, y Cristino pensó que el teniente les había llamado «amigos», no otra cosa, porque los muertos no pueden ser sino amigos entre sí. Lo mismo que aquellos muertos que él vio tomando el sol, muchos de los cuales parecían bañistas, y que no conocían enemigo alguno, no sólo entre los muertos iguales a ellos y tan muertos como ellos, sino ni siquiera entre los vivos que les habían matado. Ahora bien, era una verdadera lástima que olieran tan endemoniadamente mal, pensó Cristino, y se quedó escuchando al cabo, que había dicho: «Posiblemente sea así», y ahora, sabiendo el soldado que porque el cabo había sorprendido en sus ojos una lucecita de incomprensión, le añadía—: Me refiero a eso que has dicho de las trampas…

—¿Qué he dicho yo de las trampas? —le preguntó Cris— tino, mientras lo intentaba recordar.

—Lo que has dicho: que con las cartas sólo ganan los que hacen trampas —le respondió el cabo—. Y es verdad.

—Sí…, posiblemente sea así —le dijo Cristino al cabo, advirtiendo un horrible cansancio en su voz—. Posiblemente —añadió para convencerse de que, en efecto, su voz no era suya, sino de un insospechado desánimo, y luego, desatendiendo este repentino descubrimiento, se preguntó que por qué el teniente les había llamado «amigos» también aquella noche a Julio y a él, si todavía no estaban muertos, como lo estaban ahora… Se dijo que seguramente el teniente ya se mascaba algo de lo que iba a ocurrir y que por eso les llamó «muertos», aun cuando, de todas formas, pensó Cristino, los muertos que él vio aquel día, hacía ya un año, parecían bañistas tomando el sol y, en consecuencia, no daban la impresión de que fuese tan malo estar muerto, sino al contrario. Eso, si; olían muy mal. Apestaban.

—Es así —dijo el cabo, y Cristino hizo un intuitivo movimiento con la cabeza para espantar de ella los pensamientos y poderle prestar atención—. Has preguntado que de quiénes serían las otras espadas, porque una de ellas era la tuya, ¿no es verdad? Si quieres saberlo realmente, yo te lo puedo decir… Estaba en los ojos de todos… La trampa y la sinceridad… ¿Quieres que te lo diga?

Cristino hizo un encogimiento de hombros y murmuró, metiendo la mirada en el suelo:

—Qué más da.

—Sí, igual da quiénes sean —prosiguió el cabo—. Pero nosotros, los que hemos echado la carta de espadas, e incluso también el teniente, hemos hecho la más grande y estúpida trampa de toda nuestra vida y, desgraciadamente, hemos ganado. ¿O es que no queremos vivir?… Queremos vivir, ¿no es así?, y, sin embargo, hemos hecho trampas a nuestros deseos de vida, mientras los otros, los sinceros, los que pusieron su verdad sobre la mesa, van a morir porque ganaron los que hicieron trampas. Y es que solamente ganan los que hacen trampas, tienes razón; pero ¿qué ganan?… Remordimientos de conciencia, eso es lo que ganan. Porque tú, y yo, y cada uno de los que hoy han ganado, tendrán sobre su conciencia, aunque ésta pronto esté muerta, el remordimiento de haber arrastrado a la muerte a unos cuantos hombres que, como hombres que son, tenían ganas de vivir, unas enormes y sinceras ganas de vivir y de llegar a viejos. ¡Eso es lo que hemos ganado nosotros, los tramposos!

Cristino levantó la mirada y preguntó:

—Si piensas así, ¿por qué…? —Se interrumpió, viendo cómo el cabo se daba golpecitos con el dedo índice sobre su pecho, a la altura del corazón.

—Aquí está… —le dijo el cabo—. Aquí dentro. —Dejó de darse golpes y se quedó como pensando. Luego continuó—: Digo cosas, cosas que no sé si están de acuerdo con las que tengo aquí metidas —volvió a golpearse por dos veces el pecho—, pero las digo porque me suben a la garganta de improviso. No obstante, la verdad es que me asquean los que votaron la rendición; me asquean, no porque tuvieran una sinceridad que yo no tuve, sino porque ellos sí que están muertos ya del todo, y a mí me dan asco los muertos. Para ellos, la rendición suponía la última esperanza, mientras que nosotros, quizás inconscientemente, alentamos alguna esperanza más, y es probable que ésa haya sido la razón de nuestra trampa; ésa, o el vago presentimiento de que no nos marcharía muy bien si nos poníamos en manos de los que andan ahí enfrente… Éste lo sabe —dijo, dándose nuevos golpes en el pecho— y yo digo cosas… Lo demás no lo sé…

—Ni yo tampoco —dijo Cristino—. Habrá que aferrarse a esa esperanza.

Cristino se sentó en el suelo y apoyó las espaldas contra el murallón de sacos. Vio al cabo meterse en la casa e hizo un gesto de benevolencia, depositando luego la mirada en las cartas, que había empezado a barajar. Realmente, estaban muy a gusto aquellos muertos al sol. ¿Para qué, entonces, preocuparse?… Aun cuando la pena era que al final habrían terminado enterrándolos, y, en ese caso, los lagartos, las culebras y las sanguijuelas que se sacan adheridas al pecho cuando se sale del río…

Colocó cuatro cartas en línea y centró todos sus sentidos en la realización de aquel solitario.