Cuando el caballo cano se colocó a la altura del carro, el carretero se llevó una mano a la visera y meneó la cabeza complaciente.
—Buenos días, señorito —saludó al jinete—. ¿Tan pronto al pueblo?
—Allá vamos, Aurelio. ¿Sabe algo de Juanito?
—¡Qué voy a saber! —suspiró el carretero. Arreó a las mulas dando un latigazo en el aire y añadió—: Este hijo de Lola y mío siempre lo hace todo mal. Con la falta que nos hacía ahora en la siega… ¡Canas me están saliendo de pensar en él! Y a la pobrecita Lola, usted no se puede figurar… —Esbozó un segundo suspiro, sobre el que apareció una sonrisa mínima—. Bueno, no sé para qué le cuento estas cosas… —Hizo un esfuerzo para totalizar la sonrisa y, tras conseguirlo, le guiñó un ojo al jinete—. ¿Qué? —preguntó—. ¿Animadillo?
—Hombre, no se casa uno todos los días.
—Y la señorita, ¿qué?
El jinete sonrió.
—¿Luisa? —dijo.
—Mire usted que pasó miedo cuando usted estaba fuera… ¿Pero qué le podía pasar a usted? Nada, ¿no es verdad? —El carretero desdibujó su sonrisa y entreabrió en los ojos una nueva pregunta, que en seguida convirtió en palabras—: ¿Sabe usted cuándo volverá el señorito Alberto?
—Esta noche estará aquí —contestó el jinete—. Viene para la boda.
—Bien de veces que les he tenido al señorito Alberto y a usted en mis brazos, ¿eh? Y cómo le gustaban a usted las peras de la huerta… —El carretero hizo una pausa y pareció mirar hacia el pasado—. ¿Quiere usted que baje a la estación con el carro para llevarles el equipaje? —se ofreció de pronto el carretero.
—No se moleste usted, Aurelio.
—Si no es molestia. Voy a estar todo el día en el pueblo y no me cuesta ningún trabajo. ¿Le parece a usted?
El jinete se disculpó.
—Es que ya va a bajar Pedro con un chico. Ya sabe usted que si no…
—Bueno —dijo el carretero—, qué se le va a hacer… De todas formas, y por si algo se tercia, bajaré a la noche a la estación para saludar al señorito Alberto.
—Entonces, allí le veré. Vamos a ver cómo corre hoy este penco.
—¡Ea! —se despidió el carretero—; a correr, pues.
El jinete aflojó las riendas y puso al trote al caballo para acercarse al pueblo, donde, tras alcanzar las primeras casas, le obligó a marchar nuevamente al paso, dirigiéndolo hacia la plaza, mientras respondía al saludo de cuantos vecinos le saludaban a él.
Una vez en la plaza, el jinete desmontó.
—¡Eh, Francisco! —le llamaron desde la puerta del casino.
Francisco ladeó la cabeza y, con un ademán de la mano, pidió paciencia a quien le había llamado. Luego chistó a un chico.
—Oye —le dijo cuando se acercó—, ¿me quieres llevar el caballo a la cuadra de Justo? Sabes quién te digo, ¿no? —El chico asintió con la cabeza y tomó las riendas—. Bueno, ten. —Francisco le dio unas monedas—. No tengas cuidado. Le dices a Justo que luego me pasaré por allí, que estoy en el casino con unos amigos. Hala.
El chico tiró del caballo y Francisco esperó a que doblaran una esquina, girando después sobre sus talones y marchando hacia el casino, donde los amigos le recibieron ruidosamente.
—¡Ahí está la víctima! —gritó Rogelio—. ¡Arriba los vasos!
—¡Por el éxito de Luisa! —brindó Joaquín.
Y todos bebieron.
—Bueno —dijo Rogelio, cuando se hubo secado la boca con el dorso de la mano—, ahora es cuando podéis empaparos bien de cómo es un verdadero novio —y señaló a Francisco con el dedo índice—. Ahí lo tenéis: una sonrisa, como la del que nunca ha roto un huevo; las ojeras de tres noches sin dormir, y el pelo recién cortado. ¿Se le puede pedir más? ¡Ah!, y la cartera cargada de billetes para invitar a los amigos… No hay tío que mejor se gaste los papiros que un novio a punto de casarse, ¿no es verdad? ¿Quién no se acuerda de la boda de Marino? ¡Ah!, y a los ocho días de acabar la guerra… A éste aún no se le ha pasado la borrachera, ¿eh, Joaquín? —le dio a Joaquín una fuerte palmada en las espaldas—. Aunque muchas veces me he preguntado si no estarías borracho ya. No sé por qué, pero me da la impresión de que a ti la borrachera te viene de nacimiento. A ver si tu madre, en vez de darte la teta, no te daba chupitos de coñac…
Joaquín se partía de risa y, más a consecuencia de la estridente risa de Joaquín, aumentada paulatinamente de volumen, que por la fácil imaginación de Rogelio, nadie dejó de reír en un buen rato. Repitieron los brindis: por la eterna borrachera de Joaquín, y que Dios se la mantuviera; por los seres inteligentes, hombres, mujeres y niños, incluido Rogelio, que supieron disfrutar de la guerra desde el extranjero, volviendo a su país vencedores al día siguiente de proclamarse la paz; por Francisco y Luisa, ¡qué caramba!, que eran los que iban a contraer matrimonio; por el toro semental de Diego, padre y patriarca de todos los terneros de la provincia y cariñoso protector de cuanta vaca circundaba el mundo, pese a su sospechosa cornamenta; por el egregio Alberto, vástago progénito de la casa de los Arévalo, glorioso capitán por ascensos de guerra, y que el diablo se lo llevase…
Francisco también brindó.
—¿Va a venir tu hermano a la boda? —le preguntó Rogelio.
—Sí; llega esta noche.
—Se nos aguó la fiesta —murmuró Joaquín—. No sé a quién se le ocurre tener un hermano como el tuyo.
—Bueno, déjalo en paz —dijo Francisco—. ¿Por quién se brinda ahora?
—¡Por Nabucodonosor, hijo de Nabucodonosor, rey de Babilonia y asesino de mi antecesor el gran Joaquín, hijo de Joaquín, último rey de Judá! —expuso Joaquín, a quien nunca se le agotaban los sorprendentes temas por qué brindar.
Francisco, después de apurar su vaso, le preguntó:
—¿Y todo eso es cierto?
—Tan cierto, como que también existió san Joaquín, padre de María, por el que propongo que también brindemos. ¡Mozo, otra botella!
Francisco se abstuvo de beber una sola gota más, alegando su condición de novio en capilla, lo cual motivó una verdadera gama de improvisaciones verbales por parte de Rogelio, y éstas fueron suficiente causa para que Joaquín se lanzase a ofrecer un nuevo puñado de brindis, si bien ya nadie le acompañó en el trago, pues el que más y el que menos pensaba reservarse, según dio a entender Rogelio. Francisco pagó todo lo que se debía y, aun cuando intentó repetidamente marcharse, no logró hacerlo hasta media hora después, ya que siempre había, tras su despedida (siete veces se despidió), una mano o una palabra que le amarraba al mostrador. Sin embargo, al fin salió a la calle y se encaminó hacia la casa de Justo, canturreando alegre y feliz, con la alegría y felicidad que media docena de vasitos de vino depositan en la imaginación de todo hombre. Empujó la puerta, echándose a un lado para dejar salir al gato, al que dio los buenos días haciendo una inclinación, y acto seguido penetró en la casa, diciendo a voz en grito: «Sin pecado concebida» y que era él, cuando, desde el fondo de las habitaciones, alguien inquirió de quién se trataba con un interrogativo «¿Ave María Purísima?».
—Buenos días, Francisco —dijo la anciana, apareciendo en la puerta que comunicaba con el interior, mientras se secaba las manos con un paño de cocina—. La niña marchó a la plaza y Justo ha ido a la cuadra. ¿Cómo tan de mañana? —Le miró de abajo arriba—. ¡Jesús, tú has bebido!
—Sólo un dedito, abuela… Bueno, voy a echar una mano a Justo. Le advierto a usted que estoy invitado a almorzar.
—Me lo suponía. ¿Vendrá Alberto por fin?
Cuando Francisco respondió: «Sí, esta noche llega», haciendo tamborilear sus dedos sobre el aparador, pensó que su respuesta no iba dirigida a la abuela, sino que igual lo pudiera haber dicho para el retrato de Justo y su difunta esposa que colgaba de la pared, o para los cazos de cobre que adornaban el aparador sobre el que sus dedos tamborileaban, o incluso para él mismo, o para el aire que entraba en la casa y escapaba de allí sin haber respirado, ni visto, ni consumido por el fuego. Lo dijo así, porque era lo único que podía decir y nada deseaba tanto como no desear decirlo.
Y luego se lo dijo también a Justo, y más tarde a Luisa, y Luisa le miró, no como la mujer que al día siguiente iba a ser su mujer, sino con la expresión serena de quien sabe lo que ocurre en el corazón, repitiendo la mirada que le dirigió después que él hubo asentido con la cabeza, reposando los ojos en los infinitos círculos de agua ocasionados por la piedra que acababa de arrojar al río, cuando aquel día ella le preguntó (sin preguntarle en realidad, sino pidiéndole que asintiese, porque ella sabía que él sabía que ella lo sabía) si la razón que le impulsaba a alistarse estaba relacionada con el alistamiento de su hermano; si lo hacía, no porque deseara ir a la guerra, sino porque no deseaba ser menos que Alberto, que siempre había sido más, esto es, distinto, de otro modo, y que, aunque él no lo confesase, sabía que Alberto era mejor que él, y ella también lo sabía. Luisa le miró así, como le estaba mirando ahora; luego (aquel día) le besó en la boca, sin pedirle ya que no se alistase, y entonces él, en un arranque de optimismo, explicó que regresaría sano y salvo, y Luisa se dejó besar; después el río se puso negro, es decir, acabó de ser el río y se convirtió en un murmullo acariciador, mientras la hierba seca se quejaba debajo de sus cuerpos, y ya no volvió a ver la mirada de Luisa, ni siquiera a ella misma, pues todo se lo quedó la noche, hasta que, acabada la guerra, regresó, no al entrecortado llanto de aquella Luisa que le despidió, sino a su risa sorprendente, inesperada, súbita, como si aquella noche jamás hubiera existido.
Fue Aurelio el primero en localizar la cabeza de Alberto entre las múltiples cabezas asomadas a las ventanillas del tren. A su indicación, Francisco llevó allí la mirada, creyendo ver los ojos de su hermano, aun antes de verle a él, cuando todavía no había iniciado el movimiento, antes quizá de que su conocimiento se hiciera cargo de lo que daba a entender la seña de Aurelio, por lo que, más tarde, mientras lo pensaba, mientras esperaba a que Alberto descendiera al andén, no pudo, pese a intentarlo con todas sus fuerzas, precisar el instante en que la realidad de la presencia de los ojos de Alberto frente a él sustituyó a su obsesión. Discretamente, se secó el sudor de su mano derecha en la pernera del pantalón, tendiéndosela a su hermano.
—¿Cómo estás? —dijo Francisco, apretando la voz para fingir algún entusiasmo—. Ya veo que…
—¿Y tú? —le respondió rápidamente Alberto. No esperó respuesta alguna, sino que se limitó a apretar fuerte la mano de Francisco, atrayéndole hacia él, tras echarle el brazo izquierdo por las espaldas, y dejando que se rozaran sus mejillas—. Ya veo que estás estupendamente —dijo cuando se separó de su hermano, mirándole complacido de arriba abajo—…, que estáis estupendamente… —Alberto había reparado en Luisa, a la que tendió la mano, tomando con ella la suya (la de Luisa), Francisco se dijo que demasiado delicadamente. Después de unos interminables segundos de silencio, Alberto soltó la mano de Luisa y, abriendo de par en par aquella hermosa sonrisa que Francisco le envidiaba, se dirigió hacia Justo, hacia Aurelio, hacia Pedro, que, también sonrientes, esperaban su turno de saludo—: ¿Qué tal, Justo?… Parece que nada ha cambiado… ¡Aurelio!… ¡A mis brazos!… ¡Y usted, Pedro!… ¿Cómo le han ido estos tiempos a las tierras?… Calle usted… Tenemos mucho tiempo para hablar de todo… ¿Y la abuela? —le preguntó a Justo—. He venido todo el viaje relamiéndome de gusto pensando en los potajes que ella prepara… ¿Y la parienta, señor Aurelio? —le dijo al viejo carretero—… Sí, esos tres bultos solamente —le indicó a Pedro, que se había acercado hacia las maletas que, tras descender del tren, él había depositado en el suelo—. Los soldados tenemos pocas cosas para llevar encima —dijo, dirigiéndose a todo el grupo, mientras se colocaba entre Luisa y Francisco, a quienes cogió del brazo—: El uniforme de gala, el traje de paisano, dos o tres corbatas, un par de zapatos y el pedacito de metralla o la bala que estuvo a punto de retirarnos de la circulación.
Habían echado a andar hacia la puerta de salida.
—Te olvidas de las medallas, Alberto —dijo Justo.
—¿Las medallas? —preguntó Alberto—. No —dijo—; las medallas no forman parte del equipaje, sino de la propia sangre. Te abren una herida en el pecho, y la mayor honra del militar debe ser que la Patria considere que la sangre vertida ha de transformarse en una condecoración.
—Pero lo tuyo…, no fue nada, ¿no es verdad? —preguntó Justo.
—Si quiere que le sea sincero, creo que mis heridas no merecieron las medallas que me han dado… ¿Y tú? —dijo, llevando la mirada hacia Francisco—. Tengo entendido que también estuviste metido en un buen fregado.
Francisco notó que la sonrisa que abría le estaba haciendo daño en los labios.
—Sí —contestó—; fue un buen fregado aquello.
Se habían detenido fuera de la estación, y Pedro se acercó, cargado de dos maletas, seguido por un muchacho que llevaba al hombro el tercero de los bultos del equipaje de Alberto.
—¿Se va usted a quedar en la casa, o llevamos esto a la finca? —preguntó Pedro.
—No; creo que será mejor que me quede en el pueblo —dijo Alberto. Y luego, dirigiéndose a Francisco, preguntó—: ¿Dónde duermes tú ahora?
—En la finca —respondió Francisco—. Hace menos calor, ya sabes… Pero, realmente, la vida la hago en el pueblo.
—Bueno, está bien. Yo, de momento, me quedaré en la casa del pueblo. Ya veremos más adelante si me decido a pasar unos días en la finca, cuando vosotros os hayáis marchado —dijo Alberto—. Salís mañana mismo, ¿no? —preguntó a Luisa y Francisco.
—Sí —respondió Francisco—. Ya tenemos los billetes sacados y los equipajes medio hechos. —Francisco calló y transcurrieron tres, cuatro, cinco segundos sin que nadie diluyera con su voz la densidad del silencio que se había modelado, no en el aire, sino en los ojos de Alberto, que habían quedado abstraídos, lejanos, fuera de aquel lugar y quizá también aparte de aquel tiempo, y entonces él, Francisco, haciendo un gesto vago con la cabeza, señaló los bultos que cargaban Pedro y el muchacho, y dijo—: Entonces, podemos subir eso al carro de Aurelio y que lo acerquen a la casa. —Francisco inició un movimiento hacia el carro de Aurelio, que se hallaba a escasa distancia de allí, y preguntó, dirigiéndose a Pedro—: ¿Tiene usted las llaves de la casa, no, Pedro?
—Sí, señor —respondió Pedro, buscándose las llaves entre los bolsillos y haciéndolas canturrear una vez las hubo encontrado—. Aquí las tengo —añadió.
Y Francisco, que apenas iniciado el movimiento se había detenido, volvió la mirada hacia su hermano, que en aquel preciso instante salía, igual que un pájaro del nido, de su evasiva abstracción, y le dijo, casi en un murmullo:
—¿Te parece, Alberto?
—¿Eh?… —dijo Alberto—. ¡Ah!, sí; está bien. Que lleven el equipaje a la casa… ¿Dónde vamos a cenar nosotros hoy?
—En mi casa, naturalmente —dijo Justo.
—Naturalmente —repitió Alberto con voz lejana—, y quedó de nuevo abstraído.
Luego, cuando la noche hacía crujir a las estrellas, una de las cuales se desplazó de su cuna inusitadamente y corrió como una ráfaga de viento luminosa, Francisco miró a los ojos de su hermano y los vio encendidos, casi furiosos, llenos como de vino y rencor, pese a la aparente sonrisa que ocupaba toda la anchura de su cara. Luisa le había preguntado a Alberto:
—¿Cómo no regresaste al acabar la guerra?
Alberto miró durante largos segundos la taza de café negro que la voz de Luisa le había obligado a detener a unos centímetros de sus labios, apretó éstos con fuerza y, tras depositar la taza en el platillo de donde la había arrancado, dijo:
—Se está bien aquí. Hacía mucho tiempo que no tomaba el fresco en un patio como éste. Pronto madurarán las uvas… —Volvió la cabeza con resignación y añadió—: Pero ahora soy militar, y el oficio del militar es, no sólo el de hacer la guerra, sino también el de velar por la paz. —Recogió de nuevo la taza de café y tomó un sorbo—. Se cuida bien, Justo —dijo complacido, y terminó de apurar el café. Luego, tras levantar la cabeza y dejar la mirada quieta en las estrellas, añadió—: Hay muchas estrellas esta noche; casi tantas como vidas nos ha costado conquistar esta paz. Yo he visto morir a muchos hombres que no debieron morir, que hicieron méritos bastantes para poder disfrutar de un café en un patio como éste, y sé también que hay otros muchos hombres con vida que debieran estar muertos. Pero la guerra no perdona a los mejores, y sí, muchas veces, a los cobardes.
Francisco sintió cómo las pezuñas de un escalofrío pateaban todo su cuerpo.
—Pues yo creo —dijo Francisco, notando un ligero temblor en su voz— que nadie debió morir en la guerra.
La mirada de Alberto estaba ahora encima de él (Francisco la sentía como una cosa sólida), hurgando en los poros de su piel con tenacidad semejante a la de las garrapatas.
—Y, sin embargo —dijo Alberto, y también su voz se hizo lanzada en las carnes de Francisco—, yo tuve que matar a un hombre, a un desertor, porque alguien que opinaba que nadie debía morir me obligó a hacerlo… Bueno, yo no, sino un teniente amigo mío, que jamás se arrepentirá de no haber dado muerte al hombre que le forzó a asesinar a un soldado al que la desesperación, su ansia de vivir, le llevó a intentar la deserción.
Francisco cerró los ojos y algo en el pecho le contuvo los deseos de abalanzarse sobre su hermano. Cuando, pasados unos segundos, volvió a enfrentar su mirada con la de él, Francisco comprobó que se hallaba en pie, sonriente incluso, sin saber de qué lugar de su cuerpo había partido el impulso que le levantó de la silla y le abría en los labios la sonrisa.
—Bueno —dijo—, hay excepciones. Los desertores si deben morir. —Abrió aún más su sonrisa, extrañándole el hecho de que pudiera hacerlo con naturalidad, y agregó—: Mañana hay muchas cosas que hacer. Si te parece, te acompaño a la casa.
—Sí; creo que hasta tengo sueño. —Alberto sonreía quizá más expresivamente que Francisco, con esa sonrisa tan suya que Francisco le envidiaba—. Pero conste que no son sólo desertores los que se pasan y los que intentan pasarse, sino también los que acarician la idea y no la llevan a la práctica porque el miedo no les deja mover los pies. Peores son éstos que los otros, pues los otros, al menos, demuestran que tienen algún valor, o, si no valor, puesto que el desertor es siempre un cobarde, un miedo más decidido, o, si lo quieres llamar así, un miedo de tipo heroico. Peores son éstos, más cobardes que ellos aún, tenlo bien en cuenta, sobre todo cuando delatan a un compañero que saben va a desertar y el teniente no tiene entonces más remedio que matarle.
—¿Ocurrió así en tu caso…, es decir, en el caso del teniente amigo tuyo? —preguntó Francisco, intentando rivalizar con su hermano en amplitud de sonrisa.
—Así ocurrió, en efecto. Hubo un soldado que delató a otro, porque en su alma no cabía la idea de que, de entre un grupo de condenados teóricamente a muerte, hubiera uno que se pudiera salvar desertando, cosa que el delator no se atrevía a hacer. Al miedo, a la impotencia, se le unió la envidia, y el teniente tuvo que matar al desertor. Aun cuando al que de buena gana hubiera matado era al que le delató. Y a punto estuvo de hacerlo cuando aquel soldado se portó como un cobarde… Bueno, ¿vamos ya?
Francisco apagó de golpe la sonrisa y vio, no sobre la sonrisa que envidiaba de su hermano, no sobre el cruel chispazo de ironía expresado por sus ojos, sino delante de aquellas mismas cosas, otra vez junto a él, a un metro escaso de su frente, Francisco vio nuevamente la pistola del teniente, apuntándole sin piedad, y vio al teniente mismo más sudoroso que sangrante, vio el desprecio de sus ojos y la decisión de su mano.
Y fue allí, lejos de la tapia, en el hoyo en que su cobardía le había escondido, fuera ya del recinto del sitio, donde pidió la vida a gritos, donde se abrazó a unas piernas tambaleantes y lloró sobre ellas, y fue allí también donde la inmensa alegría de vivir le hizo olvidar que podía haber muerto, cuando, tras escuchar un golpe seco junto a él, vio la pistola del teniente caída, y fue allí donde sintió deseos de matar, al ver al teniente tendido a su lado, ahora más sangrante que sudoroso, y fue allí donde ni siquiera fue capaz de matar al hombre que, de haberse mantenido cinco segundos más en pie, le hubiera matado a él (y él, Francisco, si no le mató, si no le asesinó a sangre fría, no fue porque sintiese en el alma el asomo de la compasión, sino por temor a que alguien pudiera después saberlo), y fue allí donde hizo algo peor que matar, esto es, escupir en la cara del hombre a quien no se atrevió a dar muerte, sabiendo que, de no hallarse este hombre sin sentido, jamás lo hubiera hecho, y fue allí donde, al incorporarse, encontró en sus manos la pistola del teniente, la misma pistola que ahora también tenía en sus manos, cuando, tras dejar en la casa a su hermano y recoger el caballo cano de la cuadra de Justo, había cabalgado hasta la finca y en ella se encontraba, sentado, esto es, caído en una silla, frente a la mesa de escritorio, de uno de cuyos cajones había sacado el arma que contemplaba.
Y Francisco estuvo mirando la pistola por largo espacio de tiempo, ocupado todo él en mirarla, pues incluso hasta su imaginación se llenó de pistola, lo mismo que sus manos, y no existieron (es decir, existieron, pero externo todo ello a sus sensaciones, por lo que Francisco no podría asegurar nunca que hubieran existido junto a él) los segundos hechos ritmo en el alto reloj de pared, ni las manchas de sombra que sus manos al moverse hacían jugar sobre la mesa bajo la luz de la lámpara, ni las moscas feroces que se le posaban en la cara, ni el seco olor de la madera de los techos, sino solamente pistola, únicamente pistola, y ni recuerdos amargos y ni ideas concretas pudieron desvirtuar o achicar aquel todo realmente minúsculo, pero todo al fin y al cabo, puesto que nada más había en el mundo para el hombre que lo tenía entre sus manos.
Fue el ruido del automóvil lo que le volvió a la realidad, esto es, al mundo de las muchas cosas, y, antes de guardar la pistola en el cajón de donde la había sacado, Francisco escuchó el tic-tac del alto reloj de pared, vio los dibujos que sus manos hacían sobre la mesa al eclipsar la luz de la lámpara, sacudió la cabeza para espantarse las moscas y percibió el olor seco de la madera de los techos. Después, Francisco salió fuera de la casa, donde una voz que sabía era la de Rogelio se alzaba sobre otro grupo de voces. «¡Ah, del castillo!», gritaba Rogelio, y, cuando a la presencia de su voz quedó añadida su presencia física, sonrientemente física, por cuanto sonriente le encontró Francisco al abrir la puerta para salir él y dejar que el aire de la noche se metiera dentro de casa, Rogelio, volviéndose hacia sus acompañantes, gritó:
—¡He aquí al señor feudal que mañana contraerá matrimonio con la más dulce doncella del país, hija de un agricultor llamado Justo!… ¡He aquí al gran señor Francisco Arévalo, ganador de cien batallas y conquistador de la más linda mano habida jamás en la tierra!… ¡Loor al caballero! —Rogelio se acercó a Francisco, que sonreía y sabía que sonreía, y le hizo un reverencia, coreada por las risas de sus acompañantes, hacia los que se volvió inmediatamente para preguntar—: ¿Andan por ahí esas botas de vino? ¿Qué hacéis, que no le ofrecéis un trago al honorable dueño de esta casa?
Tres segundos más tarde, Francisco alzaba una bota y bebía apuradamente un largo trago. Luego se secó la boca con el dorso de la mano e invitó a entrar en la casa a los visitantes, los cuales lo hicieron ruidosamente, precedidos por Rogelio y Joaquín, y ocuparon todo el salón de la casa, donde, antes de sentarse, Joaquín propuso un brindis:
—¡Por la libertad perdida y la esclavitud ganada! ¡Por este tío —señaló a Francisco—, que mañana se casa, y por los tíos como éste —señaló a Rogelio— y como yo, que, con tal de no casarnos, somos capaces de meternos a cartujos!
—Sobre todo —dijo Rogelio—, teniendo en cuenta el buen vino que se fabrica en las cartujas. —Rogelio se volvió hacia uno de sus acompañantes y le dijo—: Eh, Luisito, ¿tú no tienes un tío que es algo monje?
—Sí —contestó el aludido—. Pero mi tío es monje cisterciense.
»Rogelio siempre está de broma. Empezó a decir que si los monjes cistercienses se llamaban así, incluido mi tío, era porque vivían en cisternas. Habíamos bebido ya más de cuatro copas cuando decidimos ir a hacer una visita a Francisco, que se casaba al día siguiente. “Precisamente —dijo Rogelio—, mañana por la mañana tengo que ir a recogerle con el coche, puesto que mi noble coche ha sido designado para la muy alta y honorable misión de servir a los contrayentes. La mañana está lejos y el coche cerca. Propongo subamos a él y vayamos a consolar al hombre triste que abandona la feliz vida de soltero.” Dicho y hecho, nos apretamos seis personas en el coche, que Rogelio condujo primero a casa de Joaquín, donde éste bajó del auto y apareció en seguida con seis botas de vino en las manos, diciendo que eran las más hermosas piezas de su colección, y las cuales llenamos en un despacho de vinos, dirigiéndonos a continuación a la finca de Francisco.
»Sabíamos de buena tinta que su hermano, su odioso hermano, a quien nadie había visto jamás borracho, se había quedado a dormir en el pueblo, por lo que la juerga de despedida de soltero, aun cuando no estaba anunciada ni convocada, presagiaba ser de las que hacían época en la región. Y, en efecto…
»El novio fue el primero en caer como una cuba. ¡Nunca he visto un novio que bebiera tanto vino! No sólo agotamos el vino y el aire de las botas de la colección de Joaquín, sino que también nos bebimos el contenido de cuantas botellas sacó de un arcón el novio, de un arcón al que Rogelio denominó “de Baco”, e hizo unos cuantos chistes a propósito de borrachos.
»El novio bebía más vino que nadie; incluso, más que Joaquín, que ya es decir beber vino, y pronto alcanzó y rebasó las copas que le llevábamos dé ventaja. Primero le dio por reír y luego la cogió llorona. Cuando le dio por reír, no se le ocurrió otra cosa que empezar a contarnos detalles de su hermanito.
»—¿Sabéis?… —dijo Francisco, tartajeando—. Ha venido a ver si a última hora puede quitarme la novia… ¡A mí!… ¡Como si fuera él el único que ha ganado la guerra!… Pues, no señor… Él no ha sido el único que ha ganado la guerra… ¿O es que yo la perdí?… ¡Eh!, ¿perdí yo la guerra…?
»—Si quieres —dijo Rogelio, cuya borrachera era en volumen la más aproximada a la de Francisco y a la de Joaquín, si bien Joaquín, y quizá por la fuerza de la costumbre, aparentaba razonar mejor—, vamos al pueblo en el coche y le pegamos una paliza a tu hermano… Estaría bien, tu hermano Alberto corriendo en calzoncillos y molido a palos…
Francisco babeaba como un niño y se reía, dándose golpes con los puños en las rodillas.
»—Sí, señor; yo también gané la guerra, y no he venido aquí presumiendo como él… ¡A ver, otro vasito de vino!… Lo que pasa es que me tiene rabia, porque yo soy más guapo… ¿Eh, habéis visto lo guapo que soy?… Toca aquí, Rogelio, en la cara…
»—Si quieres, le damos una paliza… —Rogelio se acercó a Francisco y le estuvo tocando la cara un buen rato—. Estaría bien, tu hermano corriendo en calzoncillos…
»—¿Eh, qué te parece?… ¿Soy más guapo o no soy más guapo que él?… ¿Habéis visto alguna vez algún tío más guapo que yo?… —Francisco se reía desenfrenadamente, dándose fuertes golpes con los puños en las rodillas—. Me voy a poner el traje de novio para estar más guapo todavía… A ver…, ¿dónde está mi traje de novio?…
»Francisco se levantó y, al intentar beber de nuevo, se echó el vaso de vino encima.
»—Oye —dijo Rogelio—, vamos a ir a pegar una paliza a tu hermano…
»Francisco no le oía.
»—¡Ah!, sí… —dijo—, ya sé dónde está el traje de novio. —Se dirigió hacia la puerta y se detuvo en ella, tambaleándose como un maniquí y dando una trabajosa media vuelta—. ¿Alguno de vosotros cree que no soy más guapo que mi hermano? —gritó, y amenazó a los concurridos con el puño, regresando vacilante junto a ellos—. Luisa me quiere a mí, y por eso me tiene rabia mi hermano… ¡A eso es a lo que ha venido!… ¡A ver si me puede quitar la novia!… Me voy a poner mi traje. —Se dirigió de nuevo hacia la puerta, girando allí los talones para decir—: ¡Que le den por saco a mi hermano!…
»—Si quieres, vamos a pegarle… —dijo Rogelio.
»Francisco dio un traspiés, quedando apoyado contra la pared. Apretó su risa y preguntó:
»—¿Verdad que yo soy más guapo que mi hermano?… ¡Pues que le den por saco!… —Empujó la pared con las espaldas y fue a caer sobre un sillón, en el que se revolvió hasta quedar sentado—. ¿Sabéis?… Yo tenía un amigo que le mandaba a todo el mundo a tomar por saco… Era un buen amigo… —Francisco ya no reía—. ¿Hay alguien aquí que me diga que no era un buen amigo?… —Había empezado a sollozar, mordiéndose los puños, sobre los que caían sus enormes lagrimones—. ¡Que le den por saco a mi hermano!… Me voy a poner el traje de novio ahora mismo. —Se levantó nuevamente y, en efecto, logró trasponer la puerta, acompañado por dos o tres de los muchachos—. ¿A ver quién dice que yo no soy más guapo que mi hermano? —se oyó su voz en el pasillo.
»¡Qué formidable noche aquélla! ¡Pocas veces he visto borrachera tan colosal! Desde el salón, escuchábamos el insistente pregón de Francisco acerca de su beldad comparada a la de su hermano, así como el no menos insistente canturreo de Rogelio, a quien parecía no se le iban a pasar nunca las ganas de ir a pegar a Alberto. Cuando regresaron al salón, Francisco, que seguía sollozando, llevaba ya el traje de novio puesto, es decir, ridículamente puesto, ya que los pantalones caídos y el primer botón de la chaqueta abrochado al último ojal le daban un singular aspecto de payaso de circo.
»—¡Aquí estoy! —dijo Francisco, mostrándose espléndido y encendiendo una sonrisa, que en seguida apagó, sobre las lágrimas de sus mejillas—. ¡Que le den por saco a mi hermano, eso es lo que he dicho yo!…
»Y Francisco estuvo un buen rato murmurando que le dieran por saco a su hermano, derrumbado en un sillón como un muñeco, hasta que alguien opinó que los más sensato era darle a oler amoniaco, así que llevamos a Francisco al cuarto de aseo, donde, efectivamente, encontramos un frasco de amoniaco, el cual le hicimos oler, tras meterle la cabeza en una pila de agua. Luego, Francisco estuvo arrojando hasta entrañas mismas y, cuando daban las seis en un reloj de pared le dejamos sentado frente a su mesa de escritorio, ya que Rogelio había ocupado la cama y no había forma humana de echarle de allí. Dejamos, pues, a Rogelio en la finca, ya que, después de todo, él era quien debía conducir al novio al pueblo, y cogimos el camino, sin meditar lo largo que era. ¡Todavía me duelen los pies!…»
Francisco oyó el tic-tac del reloj y alzó la cabeza. Pensó que había estado escuchando aquel tic-tac durante largo rato, si bien fue repentinamente cuando se dio cuenta de la existencia del reloj, sobre el cual vio las ocho y media. Recordó que se había emborrachado y pensó que estaba borracho todavía. Miró hacia la ventana y, al ver la luz de la mañana apretada a los visillos, se le llenaron los oídos de cantos de pájaros, creyendo recordar que hacía ya algún tiempo que los estaba escuchando, aun cuando no hubiera reparado en ellos hasta aquel preciso momento. Le dolían los ojos y la cabeza. Francisco miró su cuerpo y, no sorprendido, ni siquiera alarmado, sino simplemente con curiosidad, observó que tenía el traje de novio puesto. Se levantó y, al hacerlo, cayó de su mano una pistola, la del teniente, que recordaba haberla guardado hacía muchas horas, pero no cuándo la volvió a extraer de su cajón. La recogió del suelo, sentándose de nuevo en la silla, y la miró fijamente. Pensó que allí estaba la bala que un día pudo matarle a él, y, cuando apoyó la pistola en la sien, se preguntó si eso mismo no lo habría hecho también antes, durante el período de inconsciencia que precedió al momento actual. ¡Allí estaba su bala!…
Fuera, se escuchó la voz de Pedro que le llamaba.
Francisco guardó apresuradamente la pistola y, mientras abría de par en par la ventana, escuchando mejor a los pájaros y recordando de pronto a Luisa, pensó que la vida era bella, muy bella, pese a todo…