Eugenio encendió los ojos.
—Esta noche… —dijo—. A mí me toca guardia junto a la tapia. Si llego a saber lo de Julio, me voy con él.
Miraba fijamente a Anselmo y, aun cuando éste tardó en contestarle, pensó que ya conocía su respuesta, pero aguardó, de todos modos, hasta que, al fin, Anselmo dijo:
—No puedo ir. A mí no me llama el cabo lo que le ha llamado a Julio. —Respiró fuerte y añadió—: Lo siento. Otra vez será.
Eugenio movió instintivamente los labios para insistir en su propuesta de deserción, pero, al pensar que lo hacía, y era posible que a consecuencia más de otro impulso instintivo que por mandato de su voluntad, los apretó con violencia, dio media vuelta y se alejó apresuradamente de Anselmo, preguntándose (no él, sino algo de él, algo que no se trataba del pensamiento ni del corazón, pues era precisamente a éstos a los que dirigía la pregunta, y entonces el soldado Eugenio Mayoral vislumbró claramente que era su miedo, su miedo a morir, su miedo a todo, lo que, ampliando su actividad común de constituir, simplemente, el miedo, preguntaba su porqué, esto es, no su porqué, pues una vez conocido el porqué del miedo, y el soldado estaba seguro de conocerlo, éste debiera dejar de existir inmediatamente, sino el porqué de su permanencia y de su crecimiento, si bien, al llegar la pregunta a oídos del pensamiento o del corazón, igual que cuando se escucha hablar en un idioma desconocido, sonaba de distinto modo, como si fuera otra pregunta, aun cuando su autenticidad estuviera constituida por la causa que el soldado Eugenio Mayoral sabía que la constituía, sabiendo también que, caso de poder dar una respuesta, caso de que el pensamiento o el corazón se expresasen analíticamente ante la invocación del miedo, lo harían en razón de lo que escuchasen ellos, el pensamiento o el corazón, sin atenerse a la realidad de lo que el miedo había preguntado) que por qué nadie quería acompañarle, que por qué estaban tan locos todos, tan locos como para dejarse morir, es decir, como para dejarse matar, cuando bastaba la huida para salvarse. Se volvió para mirar a Anselmo y, aunque le vio con la cabeza agachada, como interesado por hacer jugar uno de sus pies con la arena, por lo que dedujo que lo que realmente hacía era pensar, y pensar precisamente en la propuesta que él le acababa de hacer, supo que, aun cuando sus pensamientos (los pensamientos de Anselmo) concertaran la idea de que lo más práctico era, en efecto, desertar, nunca se decidiría a hacerlo, y entonces, al tiempo de dirigir de nuevo la mirada al frente, le dio asco Anselmo, el medio hombre aquél, igual que le daban asco Vicente y Roque, y pensó que tal asco se debía, no a un impulso primitivo ni a consecuencia de que Anselmo, Vicente y Roque se asemejasen a alguien que realmente le asqueara, como le asqueaban los buitres y las culebras, sino pensando que se trataba de pura represalia por el asco que, tras su confesión de que iba a desertar, imaginaba que ellos sentirían hacia él.
Se sentó al lado de Francisco y le preguntó si le quedaba algún cigarro.
—¿Otra vez? —le dijo Francisco—. ¿No te dije ayer que no? —Se palpó los bolsillos de la camisa con ademanes exagerados—. ¿Lo ves? ¿O es que te crees tú que hoy ha venido el suministro?
—¿El suministro?… ¡Anda, y que te den por saco! —contestó Eugenio, advirtiendo de pronto que el tono empleado por Francisco, despótico y casi agresivo, era exacto al que él empleó a partir del momento justo en que se le ocurrió el proyecto de deserción como único medio existente para escapar con vida de aquella encerrona. Entonces, después de meditarlo unos instantes, añadió—: Oye, ¿por qué no vienes conmigo?
Francisco le miró de manera que, al analizar Eugenio cómo le miraba, se dijo que él también se hubiera mirado así, resueltamente, cuando se planteó aquella idea, caso de habérsela podido exponer a sí mismo de improviso, e incluso creyó recordar que el ceño de su entrecejo, cuando se puso a pensarlo, era entonces idéntico, de todos modos, al adquirido ahora por el entrecejo de Francisco, quien, más que mirarle, pensó, meditaba las mismas cosas que él había meditado horas y horas incansablemente e impaciente porque esa fibra del corazón obligada a responder lo hiciera afirmativamente al fin.
—¿Es que te vas a marchar? —le preguntó Francisco, no incrédulo, pese a la incredulidad expresada por sus ojos, sino como esperanzado ante la posibilidad de poder hacer él lo mismo—. ¿Vas a desertar, como Julio?
Eugenio hizo con las manos un ademán que lo significaba todo.
—Llámalo como quieras, a mí qué más me da… Si quieres, lo llamas deserción… Pues deserción. —Eugenio se pasó una mano por la frente, secándose el sudor—. Lo que a mí me pasa es que no quiero que me revienten aquí como a un escarabajo. —Guardó silencio unos momentos y prosiguió—. Yo no me alisté para morir, ¿sabes? Si a mí me dicen que iba a pasar esto, yo no me alisto. ¿Y tú? ¿No te hubiera ocurrido a ti lo mismo? Sí; los discursos que nos impulsaron a alistarnos lo ponían todo de color de rosa, nada podía fallar: se ganaría la guerra en cuatro o cinco días. ¿Pero cuánto tiempo hace ya que no recibes una carta de casa o de…?
—¡Cállate! —le interrumpió Francisco con energía.
Eugenio le miró detenidamente, pensando que era muy fácil describir, sin el más mínimo asomo de equivocación, el proceso del pensamiento de Francisco; de su pensamiento y de sus ideas; de sus ideas que se agolpaban al ras de la frente, como queriéndola hacer estallar en mil pedazos (se dijo que la frente de Francisco era lo mismo que la casa en donde estaban, y sus ideas la mina a punto de reventar), y fue entonces cuando supo que, al fin, podía vencer, que definitivamente alguien se decidiría a acompañarle en su huida de aquel infierno, en el que sólo faltaba el resplandor de las llamas y el aceite hirviendo para ser peor que el peor de los infiernos, y que este alguien era Francisco, de forma y manera que extendió una de sus manos hacia las manos de él, bajo las que Francisco había ocultado su cara, obligándole a mirarle.
—¿Por qué? —musitó lentamente Eugenio—. ¿Para qué quieres que me calle? ¿Crees que si me callo vas a dejar de pensar en ello? —Le soltó las manos, dibujando en sus labios una sonrisa compasiva, y se supo cruel, más cruel de lo que nunca se había sabido, cuando, inmediatamente después, imitó la voz de Francisco para decir—: Aquella tarde nos fuimos al río… Ella me pidió que no me alistase, ¡que no me alistase!… ¿Sabes, Luisa?… Pero si a mí no me matarán… ¿No ves que no pueden matarme?… ¿No te das cuenta de que tengo que volver?… —Eugenio acentuó la sonrisa compasiva y, mientras amontonaba tierra con las dos manos, utilizó nuevamente su voz—: Ahí tienes al sargento —dijo—. ¿Acaso no le han matado?… Pues ahí le tienes, pudriéndose como la carroña, de puro muerto que está. ¿Qué, te gustaba cómo olía? Olía a puerco, ¿no? Y, sin embargo, no era distinto que nosotros. ¿O es que te crees que él era distinto?… ¡Qué más quisiéramos nosotros!… ¡Que nos dieran por saco, pero me no nos mataran como a él!… Mira…
Eugenio había agrupado seis o siete montoncitos de arena, junto a los que colocó uno inmensamente mayor, trazando también una raya en la parte opuesta a éste.
—¿Qué? —preguntó Francisco.
—Ves esto, ¿no? —Eugenio mostró los diversos montones de arena—. Mira, aquí estamos nosotros —señaló el segundo de los pequeños montones, contando a partir del más próximo a la raya— esto les pertenece a ellos —indicó el resto de los montoncitos, incluido el que quedaba al otro lado del que citó en primer lugar—, y esto —detuvo su mano sobre el gran montón— es la gran ciudad, que también se halla en su poder. Los nuestros se encuentran a partir de esta línea. —Profundizó la raya con el canto de una mano y alzó la mirada hacia Francisco, comprendiendo al mirarle todo el daño que sus palabras le hacían. No obstante, y a sabiendas que no sólo era cruel con Francisco, sino también consigo mismo, Eugenio prosiguió—: Ahora, lo único que hace falta es saber quiénes ganarán la guerra, si los de aquí —señaló con un dedo el montón grande—, o los de aquí —hizo con la mano un amplio ademán que abarcaba gran parte del espacio abierto a partir de la raya—. Sin embargo, ninguno de los que estamos aquí —indicó de nuevo el segundo de los pequeños montones de arena— vivirá para contarlo. ¿Para qué te crees, si no, que han puesto la mina debajo de la casa? ¿Imaginas que lo han hecho por diversión? —Eugenio destrozó de una tremenda patada el montón de arena que había simulado ser la posición en que se hallaban—. ¿Lo ves? Todos muertos. A ver, si no… El teniente, muerto; el cabo, muerto: yo, muerto… Y tú… Y todos, muertos… Todos a tomar por saco, y después mandan a tu casa una carta diciendo que… Si no la han mandado ya… Vienes a la guerra hecho un tío, y te convierten en una carta de papel… ¿Te gusta ser una carta de papel?… ¡Pues a tomar por saco!
Francisco empezó a mover la cabeza negativamente.
—No puedo ir… No puedo… —decía—. No puedo ir…
Eugenio sintió que la ira le enrojecía el rostro, le dilataba los ojos.
—¡Sí puedes! —exclamó—. ¿Acaso te gusta ser una carta de papel? —Había agarrado los brazos de Francisco y le miraba mover la cabeza acompasadamente, como el péndulo de un reloj—. Tú eras de los que querían marcharse cuando lo de la baraja. ¿Por qué ahora no? ¿No da lo mismo rendirse que desertar? Es lo mismo, ¿no? Yo también era de los que se querían marchar, y lo voy a hacer esta noche; tengo la guardia junto a la tapia, y me voy a marchar, ¿lo entiendes? Julio hizo bien en marcharse, hizo bien… Y tú serías tonto si no vinieras conmigo; tú serías tonto si no…
Calló, soltando, tan repentinamente como había callado, las manos de Francisco, y poniéndose en pie de un salto. No muy lejana, había sonado una descarga de fusilería.
—¿Qué? —dijo Francisco, que también se encontraba ya en pie.
—No sé.
Salieron de la casa el teniente, el cabo, Roque y José, empuñando sus armas.
—¡A las troneras! —les gritó el teniente.
Eugenio corrió, llevando a su lado a Francisco, hasta situarse frente a una de las troneras abiertas en el muro de sacos terreros. Atisbo el exterior, y sonó otro disparo, un disparo tenue e insignificante, del que Eugenio supo casi inmediatamente que había sido hecho con una pistola.
—¿Qué hay? —murmuró Francisco—. ¿Qué pasa ahora?
Eugenio creyó comprender.
—Me parece que no pasa nada —dijo—. Ese disparo ha sido el tiro de gracia. —Respiró profundamente y descansó el fusil sobre sus rodillas—. Ahí afuera han debido fusilar a alguien —concluyó.
Así debió suponerlo también el teniente, que, tras hacerles una seña de despreocupación, volvió a la casa. Eugenio se pasó una mano por la frente para secarse el sudor, pues la inquietud del minuto precedente, tanto o más que el calor, le había obligado a sudar como un demonio. Se restregó la mano en la pechera de la camisa y se puso a mirar a Francisco, quien igualmente le miraba a él, por lo que Eugenio se dijo que su pensamiento (el pensamiento de Francisco) había regresado al cauce de donde el probable fusilamiento de un enemigo le arranara. No; no estaba todo perdido, pensó. Francisco escaparía con él.
Sin embargo, Francisco volvió a mover la cabeza negativamente.
—No me atrevo… —dijo—. No puedo ir…
Eugenio, que había estado acuclillado, se enderezó y escupió en el suelo, al lado de aquel soldado que, como un muñeco, movía maquinalmente la cabeza de trapo y serrín.
—¡Que te den por saco! —exclamó Eugenio—. ¡A ti y a todos vosotros!
Entró en la casa y subió al piso alto, tumbándose sobre una manta. ¡Que le dieran por saco a Francisco y a todos los demás! No le importaba un pito nadie. Porque él, pensó, era capaz de huir solo de allí, de escapar él solo… Era capaz, pensó; era capaz…
Eugenio, tras saltar la tapia, ha rebotado en el suelo como una pelota de goma; permanece botando durante varios segundos, cada vez más bajito, cada vez más bajito, hasta que, agotada la fuerza del impulso inicial, se queda sentado y quieto, con los ojos muy abiertos, esperando a que alguien vaya a jugar con él; mira a ver si quiere jugar la luna y alza la cabeza…
¡Dios mío!… ¿Pero no era de noche?
El sol sonríe en el cielo; el sol tiene la misma sonrisa de aquel niño gordinflón que acaba de patear el castillo de arena construido por el niño delgadito, y, en tanto, el cielo era la playa, una extravagante playa azul sin caracolas y sin mar rizado, o quizás una playa semejante al cielo, aun cuando el cielo no podía ser el cielo, sino una playa en el cielo, y el sol se reía en la playa, pese a no tener ojos con que reír ni labios en forma de media luna. Pero el sol reía y sonreía, igual que un niño gordo y siniestro, y, aun cuando Eugenio no quiere mirar al sol, por lo que inclina la mirada hacia el suelo, el sol se convierte en horizonte ineludible ante sus ojos, pues la sombra del sol, en forma también de sol, le rodea infinitamente, está allí, en él, sobre él y bajo él, aplastada como una insólita parva de trigo. Eugenio devuelve la mirada a la enorme playa del cielo, y observa que el sol ya no es el sol y ni siquiera sonríe, sino que es la misma parva de trigo que la sombra del sol parece ser y, al contemplarla de cerca, detenidamente, hurgando con los dedos en la semilla, repara que se trata de la última parva de trigo que él trilló cuando aún estaba en casa, así que empieza a preguntarle paternalmente qué era lo que hacía allí y por qué no se encontraba en la era, pero la parva se encoge de hombros, aun cuando no tiene hombros de qué encogerse, y entonces él se mete un puñado de parva en el bolsillo, y luego otro puñado en el otro bolsillo, y finalmente se guarda toda la parva entre el pecho y la camisa, dispuesto a transportarla nuevamente a casa de donde escapó, mas, cuando ya va a emprender el camino, observa que a sus pies hay otra parva de trigo, otra parva de trigo que no es otra parva de trigo, sino también la misma última parva de trigo que él trilló cuando aún estaba en casa, de modo que la guarda junto a la otra parva, que, sin embargo, no se trataba tampoco de otra parva, sino de la misma parva que guardaba; pero en seguida nace otra parva de trigo junto a sus pies, y luego otra, y otra, y otra más, y Eugenio se las guarda todas entre el pecho y la camisa, aunque sabe que entre el pecho y la camisa no existe espacio ni siquiera para guardar dos o tres puñados del trigo de una parva de trigo de ochenta mil puñados, pero él se guarda diez, doce, treinta, sesenta parvas de trigo entre el pecho y la camisa, porque, aun soñando, también sabe que está soñando; lo sabe, porque es capaz de guardar sesenta parvas de trigo entre el pecho y la camisa, porque es capaz…
Y Eugenio sigue guardando parvas de trigo, cientos de parvas de trigo que siempre son la misma parva, cuando oye a sus espaldas varias risas, varias risas siniestras, como la risa del sol, como la risa del niño gordo que ha pateado el castillo del niño delgadito, y entonces se vuelve y ve, colgadas de la tapia, las cabezas sardónicas de Vicente, Roque, Anselmo y Francisco; les pide que bajen a ayudarle a recoger la parva, pero las cabezas sólo hacen reír y reír, y entonces él tira a las cabezas unos cuantos manotazos y, aunque taladra el lugar ocupado por las incesantes risas, sus manos no pueden tocar las cabezas, y él se echa a llorar sin consuelo, hasta que las cabezas, apenadas quizá por su llanto, mas sin dejar de reír, se descuelgan las cuatro de la tapia a un mismo tiempo y ruedan de un lado para otro, por toda la parva de trigo, llenándose horriblemente la boca, los ojos y tos oídos de grano fresco; trigo, cansadas ya de rodar, trepan por sus piernas, pese a los saltos que él da para evitarlo, y alcanzan su pecho, colándose debajo de la camisa, desde donde comienzan a arrojar los centenares de parvas de trigo que él guardaba allí para llevar a sus padres, las cuales se extienden por el suelo, constituyendo una sola parva enorme, tan enorme que puede cubrir toda la tierra y todo el mar y todo el cielo; es tan enorme aquella parva de trigo, sobre la que las cabezas de Vicente, Roque, Anselmo y Francisco bailan ahora grotescamente, que no existe en el mundo amarillo suficiente para ocuparla, por lo que de repente todo empieza a ennegrecer, y las cabezas, temerosas de la noche, cesan de reír y se descomponen, desaparecen como una ráfaga de viento cálido, como una palabra dicha al azar…
Y es de noche. Eugenio se incorpora cuidadosamente, sin saber cuándo ni cómo se había sentado, sino solamente que era de noche, y luego echa a correr hacia las casas ocupadas por el enemigo, hasta que, de pronto, algo estalla a sus pies y él se detiene petrificado, esto es, muerto de miedo, sin atreverse a mirar su cuerpo que, por una rara razón de su cerebro, supone muerto; se palpa el pecho con las manos y observa que ha perdido la camisa; se mira al fin y comprueba que se halla completamente desnudo; lleno de vergüenza, entonces, da un tremendo salto y emprende una nueva carrera. Eugenio quiere correr hacia la casa de donde ha escapado, pero una inexplicable fuerza le impide girar sobre sí mismo; corre, contra su voluntad, hacia las posiciones enemigas, y llega a ellas, pero el rubor le obliga a continuar corriendo como un loco; los soldados le miran sin malicia, pero él no detiene su carrera, llegando a la ciudad, donde gentes y más gentes se asoman a las ventanas y balcones para verle pasar desnudo, donde todos se detienen a su paso, y los hombres menean compasivamente la cabeza, y las mujeres se tapan la cara con las manos, y los niños echan a correr detrás de él, los niños y los perros…
Y Eugenio sigue corriendo; corre y llora de vergüenza, sin detenerse en ningún sitio, cada vez con más niños y más perros a sus espaldas; hace un gran esfuerzo para dejarlos atrás, consiguiéndolo finalmente, después de muchas horas de correr y correr; entonces se detiene.
Se halla en un campo llano, inmenso, sin horizonte; la hierba crecida le cubre los tobillos. Eugenio se deja caer y cierra pausadamente los ojos; le preocupa que los niños y los perros no sepan regresar ahora a sus casas; pero está cansado, muy cansado, y se duerme.
—Venga, tú.
Eugenio se incorporó bruscamente; miró la luz, que hacía más larga la cara del cabo.
—¿Qué? —preguntó sorprendido.
—Venga, que ya es la hora.
Le dolía la cabeza. Eugenio sabía que había soñado y, mientras se levantaba, intentó recordar su sueño, pero fue inútil; sólo recordaba un campo maravilloso, en el que él se hallaba tumbado, rodeado por una voz que le decía: «Venga tú; venga, tú; venga, tú», transportándole repentinamente del sueño al sobresalto, esto es, a la realidad de la bujía encendida ante el rostro del cabo, que se expresaba con la voz que él suponía perteneciente al sueño, pero que era su voz; precisamente, la auténtica voz del cabo.
—Vaya un sueño que he tenido —dijo Eugenio.
El cabo se encogió de hombros.
—Sería de hambre —murmuró—. Ahí tienes apartado tu rancho de esta noche.
—¡Ah, es que es de noche! —dijo Eugenio, como haciendo un gran descubrimiento, y vio cómo el cabo le miraba de reojo.
Bajaron las escaleras y Eugenio recogió de la mesa el plato con su ración, tentándole la idea de sacudir una patada a Anselmo, que dormía, indiferente a todo, junto a la pared. Luego, salieron al patio. Eugenio se detuvo unos momentos para mirar al cielo y comprobar que, efectivamente, era de noche, impulsándole a andar nuevamente las prisas del cabo (el cabo caminaba delante de él y volvió la cabeza atrás, murmurando un «Venga, tú» sin detenerse) por rodear la casa y llegar junto a Cristino, quien les dijo, no de mal humor, ni siquiera con interés, sino como por decir alguna cosa, que ya hacía un buen rato que les estaba esperando.
—Este tío —explicó el cabo, y Eugenio sintió la señal de su dedo (del dedo del cabo, esto es, de uno de los dedos del cabo) sobre él, pero no por eso bajó los ojos del cielo, hacia donde había vuelto a mirar tras detenerse—. Menuda siesta se ha echado. No había forma humana de despertarle. —Calló, y fue el silencio lo que obligó a Eugenio bajar los ojos y mirar al cabo, el cual le había reemplazado en la placentera contemplación de las estrellas; en seguida, el cabo hizo regresar su mirada al frente, y añadió, dirigiéndose a Cristino—: Bueno, ¿alguna novedad?
—Por ahí anda un grillo al que le pegaría un tiro de buena gana —dijo Cristino, Le dio un golpe a Eugenio y echó a andar detrás del cabo.
Eugenio pensó que, decididamente, escaparía solo. Nada malo le podía suceder. Dejó el plato sobre la caja de municiones y miró por la tronera. Bastaba un simple salto para encontrarse allí, en aquella tierra de nadie, liberado así de la muerte. De pronto advirtió que le temblaban las manos. Si alguien, al menos, hubiera querido acompañarle…
Forzó su voluntad, obligándola a detener el temblor de las manos, cerrando los ojos y concentrándose en tal idea. Cuando lo hubo conseguido, volvió la cabeza y miró a todas partes. Se dijo que podía salir por la puerta, como un señor, rechazando por absurdo, antes de convertirlo en decisión, este pensamiento, pues, sólo de pensarlo, casi creyó escuchar el chirrido de los goznes, es decir, lo escuchó verdaderamente, porque, igual que la puerta ocupaba parte de su pensamiento, su recuerdo la hizo chirriar, si bien la hizo chirriar solamente para él, para su convencimiento de que debía desechar la tentación de salir por la puerta, de desertar como un señor, y nadie más que él podía escuchar el chirrido emitido por su recuerdo, aun cuando, de llevar a efecto la idea ya desechada, lo escucharía todo el mundo, todo el pequeño mundo encerrado entre aquella tapia y aquellos muros de sacos terreros, y no sería entonces el chirrido producido por su recuerdo lo que todos escucharían, sino el real chirrido de la puerta, pues ya no sería sólo su recuerdo el que la haría chirriar, o sea, la puerta no chirriaría solamente en su recuerdo, sino que lo haría también en realidad, chirriaría, al tocarla, con su gritito metálico, semejante al de los grillos. Y Eugenio intentó saber entonces cuál de los tres…, no, de los cuatro…, no, de los cinco…, sí, de los cinco grillos que cantaban era el aludido por Cristino, disgregando el canto total que componían e individualizando a cada grillo por su tono y timbre, numerándolos en calidad de bajo a tenor e intentar después localizar al más molesto de todos, pero todos le parecieron lo suficientemente molestos como para merecer, no sólo las iras de Cristino y de cuanto mortal los escuchara, sino también el tiro que Cristino les hubiera pegado de buena gana, sabiendo que, pese a que Cristino sólo se había referido a uno de los grillos, en realidad se refería a todos, pues quizás a Cristino no se le ocurrió o no fue capaz de individualizar los cinco cantos, por lo que, consecuentemente, para él nada más existía un grillo, un grillo enorme e insoportable, al que de buena gana le hubiera pegado un tiro.
Eugenio (volvió a asomarse por la tronera, posando la mirada en un pequeño grupo de sombras y manteniéndola allí durante largo rato, sin parpadear) se preguntó que por qué demonios ocupaba su imaginación en aquellos ingenuos análisis sobre objetivos que, no solamente no le preocupaban, sino que ni siquiera deseaba analizar, teniendo en cuenta que la idea irredenta de deserción le atormentaba y bullía, como burbujas de aceite hirviendo, en su cerebro; pero, cuando el curso de sus pensamientos hizo escala nuevamente en la palabra deserción, la pregunta quedó, sino olvidada, abuhardillada en un pliegue de su mente, la cual hizo virar todas las ideas hacia esa idea concreta e inexcusable: deserción. Si alguien, al menos, le hubiera acompañado…
Eugenio sabía que tenía miedo de desertar solo, aun cuando su propia lógica, azuzada por su invencible voluntad, se propuso convencerle, e incluso le convenció, de que cuanto había de suceder, así fuese fatalmente, sucedería igual, desertase él solo o acompañado, pues el acto no variaba, ni el peligro disminuía; pero, aun convencido de que era así, sabiendo que no podía ser de otra forma, el soldado también sabía que sabía que su miedo era inviolable, esto es, sería inviolable mientras, ya en plena fuga, no sintiera junto a él una mano, o una voz, o simplemente un aliento. Sin embargo, y aunque tuviese que hacerlo solo, estaba decidido a desertar.
Inconscientemente, Eugenio recorrió a la inversa el camino que siguió su pensamiento hasta situarle en aquella conclusión, es decir, en aquella decisión definitiva y ya ineludible (tomó como punto de partida el hecho de que se hallaba dispuesto a ponerse rígido y saltar la tapia, pensando después en que había soñado algo referente a su deserción, si bien no fue capaz de precisar lo que había soñado, mandó a tomar por saco a Francisco y luego analizó la conversación que sostuvo con él, viéndole indeciso y sorprendido antes de escuchar la respiración de Anselmo, tiró chinitas con Roque al pozo e insinuó a Vicente que iba a desertar, tras preguntarle si ya olía el sargento), encontrando muy lejos la circunstancia de la mina como principal causa originaria de todo cuanto pensó, realizó y dijo, hasta decidirse a desertar, como ahora, conscientemente, estaba decidido, y entonces supo que la fuerza que le impulsaba a hacerlo ya apenas tenía relación con la mina, sino que su decisión de pasarse al enemigo se había consumado por sí sola de tal modo que (caso de poderse comprobar ahora que no existía la mina; caso de que le aseguraran que, de existir la mina, ésta no estallaría, y aún en caso de garantizársele que acabaría con vida la guerra si no escapaba de aquella posición, seguramente desertaría de todas maneras, pues la idea de desertar había pasado a ser, no un proyecto, sino una auténtica obsesión), aun cuando nadie quisiera acompañarle, y tras decirse y repetirse tantas veces que lo haría aunque lo tuviese que hacer solo, la realización del propósito abandonaba su principio impulsor, o sea, el miedo a la mina, es decir, el miedo, no a la mina ni a la explosión de la mina, sino a las consecuencias de dicha explosión, pasando a ocupar un irrefrenable objetivo, casi una razón de ser, en el campo, no de su orgullo, ni siquiera de un desesperado intento de superación de su cobardía, sino de su sincero amor propio.
Alzó entonces la cara y midió mentalmente las distancias que le separarían del límite de la tapia una vez hubiese subido sobre el cajón de municiones, sopesando el esfuerzo que tendría que realizar y calculando el tiempo que invertiría en dar el salto. Luego, tomando del plato de aluminio un bocado que masticó frenéticamente, no porque tuviera hambre, sino porque deseaba tener la necesidad de hacer algo además de pensar, se paseó lentamente a lo largo del espacio comprendido entre media docena de sus pasos, y se dijo que saltaría cuando hubiera contado cien; pero contó doscientos, y si no llegó a los trescientos fue porque, quizá premeditadamente, perdió la cuenta, así que tomó un nuevo bocado y empezó a contar de nuevo, sabiendo que, según se acercaba por segunda vez al primer centenar, lo hacía más pausadamente, pues no estaba dispuesto a concederse ninguna otra tregua. Noventa y seis…, noventa y siete…, noventa y ocho…, noventa y nueve… y… ¡cien!
Eugenio se detuvo en seco. Descolgó el fusil de su hombro, intentando recordar cuándo lo había colgado allí, y lo apoyó contra la tapia. De pronto, aun cuando sabía que algo que posiblemente era la conciencia intentaba retenerle y se le posaba en los pies, convirtiéndolos en puro plomo, las fuerzas de su decisión le encaramaron, tras situarle primero sobre la caja de municiones, a lo alto del muro; entonces sintió aquello en la nuca, aquel sonido que él sabía que no era un sonido, sino el golpe seco de una bala, pero que él lo sintió como un sonido, puesto que algo había sonado y era dicho sonido lo que se había introducido en su cabeza, y así supo también el soldado Eugenio Mayoral que no tardaría ni dos segundos en desplomarse y que cuando alcanzara el suelo ya estaría muerto.