¡Qué calor!
El sargento Merino pensó que aquel sol podía fundir el hierro e incluso las piedras. Dejó caer la lata al pozo, meneando habilidosamente la cuerda que la sostenía, a fin de que la lata taladrase la superficie del agua, lo cual hizo con un ruido seco, profundo, hundiéndose después lentamente, hasta que la cuerda aparentó quedar tirante. El sargento cerró un momento los ojos, pero, aun así, continuó contemplando la geografía circular del pozo, en cuyo fondo el agua, más que verse, se adivinaba, quizá por la suave sensación de humedad que escalaba aquella pared sin principio ni fin, donde el musgo había anidado en los más insospechados rincones.
¡Dios, qué calor!
Capaz de fundir el hierro e incluso las piedras, pensó nuevamente el sargento. Había abierto ya los ojos, y tiró de la cuerda con meditada parsimonia y, haciéndose al fin con la lata, cargó con ella y se dirigió hacia la tapia, sentándose a la sombra. José yacía, desnudo de medio cuerpo para arriba, al lado de la ametralladora. El sargento le salpicó con los dedos algunas gotas de agua, que el soldado agradeció con una sonrisa.
—Mala suerte tuvimos anoche —dijo José—, ¿eh, mi sargento?
—Sí —suspiró el sargento—. Pero esto no va a durar toda la vida.
El sargento se desabrochó la camisa y empezó a verter agua sobre su pecho, operación que realizó con la minuciosidad de un trabajo de relojero, recreándose de placer cuando, al llegar alguna gota al estómago, le asaltaba una breve, pero incontenible tiritona. De pronto lo había olvidado todo, incluido el comentario de José. El sargento dispuso sus sentidos de forma que ningún pensamiento ni recuerdo pudiera enturbiar su satisfacción actual. Se frotaba el pecho con una mano, empujando el agua hacia las espaldas y haciéndose él mismo cosquillas que le obligaban a estirarse y sonreír. Cuando reparó en que en la lata ya sólo quedaban dos gotas de agua, la inclinó sobre su cabeza y barbotó alguna interjección expresiva de su bienestar, tumbándose, finalmente, todo lo largo que era.
Se preparó para dejarse vencer por el sueño y cerró los ojos, sobre los que en seguida hubo de poner una mano, pues la enormidad de la luz todavía llegaba a ellos y, aun cuando lógicamente no contemplaba cosa concreta alguna, multitud de puntos luminosos corrían de un lado a otro, como si las dimensiones interiores de los párpados se hubieran extendido hasta el infinito, convirtiéndose en cielos remotos surcados por cometas de incalculables proporciones. Sin embargo, al apoyar la mano contra los ojos, todo aquel mundo de irrealidades se diluyó en un vacío opaco, si bien no lo hizo inmediatamente, sino en razón de un irrevocable método, como si en vez de ser absorbido por las sombras se fuera alejando matemáticamente hacia éstas, lo mismo que un pez marcha desde la superficie del agua hacia el fondo y se le ve perderse coleando. No obstante, el sueño no le dominó; pensó que quizás aquellas luces habían escapado definitivamente, no por el hecho de haber colocado la mano encima de los párpados, sino a consecuencia de la huida de su pensamiento hacia la convicción de que, aunque lo deseaba con toda el alma, no podría dormir. Aguzó el oído para escuchar la entrecortada respiración de José y, sin mover más que los labios, pues ni siquiera el pensamiento se le movió, dijo, como añadidura de la respuesta que le diera cuando, tras salpicarle unas gotas de agua, el soldado se lamentara de la mala suerte que habían tenido la noche anterior:
—Lo que yo creo es que ésos de ahí tienen que estar pensando algo. A mí no me la dan. No nos van a tener aquí hasta que se acabe la guerra, digo yo.
—Pues como sigan así… —dijo José.
—Yo creo que están tramando algo —confirmó el sargento—. A mí no me la dan… —Retiró la mano de la cara y, molesto por la posición en que se encontraba, se aupó con fingida dificultad, hasta quedarse sentado de nuevo; se miró el pecho, interesado por los residuos de humedad que el sol aún no había evaporado—. Pero lo que no sé es lo que puedan estar tramando ésos de ahí. —Alargó la cara para asomarse por la tronera y, tras hacerlo, añadió—: Mira, ahí viene Moro. Éste sí que ha entendido bien la guerra.
El sargento empezó a chistar al perro, al tiempo que José se incorporaba.
—¿Le abro? —preguntó José.
—Bueno. Pero con cuidado —dijo el sargento, sin distraer la atención de Moro—. A ver si quiere entrar.
Procurando que el sol no le rozara, José marchó hacia uno de los extremos de la tapia, donde se hallaba el gran portón de madera, que el soldado entreabrió, no sin haber tomado antes las debidas precauciones.
—¡Moro! —gritó entonces José.
El sargento vio a Moro detenerse e inclinar las orejas en dirección al portón. Luego, brincando alegremente, Moro corrió hacia allí, penetró en el patio y se puso a saltar alrededor de José, a quien le faltaban manos para deshacerse de las zalamerías del perro y atrancar al tiempo la puerta. Por fin consiguió hacer lo segundo y volvió al lado del sargento, con Moro jugueteando entre sus piernas.
—¡Eh, Moro! —llamó al perro el sargento, y Moro abandonó inmediatamente las piernas de José y saltó encima del sargento, o quizás encima de su voz, esto es, de la voz que le había llamado, y empezó a tirarle cariñosos lengüetazos a la cara.
—¡Caray con el perro! —suspiró José, sentándose de nuevo.
—La más fiel imagen del neutralismo —dijo el sargento, mientras acariciaba a Moro.
Y pensó entonces el sargento que la guerra, paradójicamente, era así. En tanto los hombres se mataban a destajo y sin compasión, los perros, posiblemente más inteligentes que los hombres, se hacían neutralistas. Moro suponía la pureza del ejemplo. Moro iba de un lado a otro, no le importaba el color de los uniformes y era amigo de todos; a Moro lo único que le preocupaba era la ración diaria, y lo mismo le daba que la mano que le tendía la tajada luchase a favor de una que de otra bandera. Para el perro, la vida, con todo su complejo mundo de ideales, empezaba y acababa allí. Pero, pensó el sargento, no podía decirse que Moro practicaba el materialismo, sino que lo que Moro en realidad hacía era idealizar la chuleta y, como perro que era, le traía sin cuidado que se respetase y comprendiera o no su ideal, que, por otra parte, no trataba de imponer a nadie. De forma y manera que, pensándolo bien, si los hombres hubiesen imitado la política del perro, lo más probable hubiera sido que todo se habría arreglado sin necesidad de echar mano a las armas e intentar imponer por la fuerza un ideal que pregonaba una vida mejor, sin reparar que el adversario no luchaba precisamente por una vida peor, sino apoyado por idénticos ideales. Pero Dios hizo a los hombres y a los perros de modo que se diferenciasen unos de otros, y era ingenuo suponer que esta diferencia tan sólo se manifestaba en la forma de crecer, sino también en la forma de pensar. Por eso, no todo lo que pensaban los hombres estaba siempre bien pensado, probándolo el hecho de que ningún hombre pensaba lo mismo e igual que otro, así fuesen hijos de los mismos padres y luchasen en una misma trinchera. El sargento pensó que incluso era posible que sus ideales particulares tuvieran más puntos de coincidencia con los de cualquier soldado enemigo que con los ideales de José, al que ahora veía rascándose la rojiza cicatriz del pecho, y a quien seguramente esperaba igual suerte y muerte que a él. Sin embargo, los perros pensaban todos de idéntico modo, fuesen blancos, negros o a lunares, bastardos o de raza, y estuviesen limpios o sucios, y era esta armonía tan suya, tan de perros, lo que constituía los principios de la verdadera paz.
El sargento había hablado a menudo con Vicente de estas cosas. Vicente era un gran tipo; sabía más de lo que aparentaba saber y hasta cabía dentro de lo posible que de vez en cuando se dedicase a escribir poesía, o, si no, al menos a pensarla. Vicente estaba de acuerdo con él, si no en que Moro simbolizaba tajantemente la paz, en que la guerra (no precisamente aquella guerra concreta, sino la guerra como realidad inhumana inventada por los hombres, la guerra como hecho en sí) no tenía ninguna razón de ser, salvo si se consideraba el orgullo, la satisfacción de quien luego perdona, puesto que ya hacía muchos años que el hombre descubrió que lo único que justificaba su victoria era la posterior concesión del perdón. Por lo que, en definitiva, unos y otros se mataban, no para ganar la guerra, sino para ganar la facultad de poder perdonar al adversario.
¡Qué triste era ser hombre!, pensó el sargento. Mejor era ser perro, como Moro, y neutralista, así le tratasen como a un perro. Después de todo, se dijo, a un buen perro nunca se le trata a palos.
Y ahora, Moro había empezado a mordisquear los cordones de sus botas. José dijo:
—Tenga cuidado, mi sargento, no le vaya a estropear ese bicho las botas. Me gustará quedármelas cuando le maten a usted.
El sargento se rió con ganas y acarició al perro, que en seguida dejó en paz los cordones de las botas, tumbándose largo y satisfecho.
—Qué va a estropear… —dijo el sargento.
Allá, en su casa, él también tenía un perro. No se trataba de un perro como Moro, al que la sangre de mil razas había constituido de inigualables características, sino de un auténtico perro lobo, al que llamaba Isaac en memoria de haberle rescatado del sacrificio cuando el propietario de sus padres, cansado ya de tanto perro (pues la perra había parido cinco cachorros), lo llevó al monte, junto a sus hermanos, dispuesto a hacer con ellos una carnicería. Y, efectivamente, ya había matado cuatro de los animales a pedradas, cuando él se le acercó y pidió que le regalara el chucho que quedaba vivo. Luego, camino de casa, llevando el cachorro bajo el brazo, se preguntó si le había salvado la vida por el simple deseo de tener un perro, lo cual hasta entonces nunca se le había ocurrido, o bien por saber cómo era la satisfacción que se siente cuando se salva una vida, aunque fuese, como en aquel caso, la vida de un animal, pero no alcanzó a darse una respuesta clara, pues el cachorro empezó a gemir como un niño cansado de llorar, haciéndole olvidar la pregunta que, en realidad sin la decisión de contestarse forzosamente, se había formulado. Fue después, ya en el frente, cuando, tras salvar la vida de un soldado a quien iban a acuchillar a bayonetazos, y pensándolo por la noche, comprendió que su ánimo se hallaba en idéntica situación de optimismo a la que siguió cuando salvó la vida de Isaac. Entonces el sargento Merino optó por hacer la guerra según sus conveniencias, es decir, trabajó para la guerra de modo que ésta le pudiera proporcionar al menos aquellas pequeñas alegrías, convirtiéndose así en el ángel de la guarda de todos sus compañeros, fuesen iguales, subordinados o superiores, si bien cuando les salvaba la vida o les advertía de algún peligro no lo hacía por la razón significada en el hecho en sí, sino por sentirse luego satisfecho y contento como cuando marchaba camino de casa con Isaac bajo el brazo, esto es, con el cachorro de perro lobo al que al día siguiente, después de mucho pensarlo, impondría el nombre de Isaac, oyéndole gemir como a un niño cansado de llorar. Por eso, al preparar la salida la noche anterior, sus pensamientos, más que dirigidos hacia el futuro de su próxima libertad, giraban en torno a la idea de que cuantos al final se salvaran se lo deberían a él. No pensó que los sitiadores podían encontrarse alerta sobre una posible evacuación del sitio, como efectivamente ocurrió, sino que ocupó la totalidad de su mente en la esperanza de que algunos de aquellos hombres entonces acorralados pudieran comentar después con los ojos limpios su gratitud hacia quien había propuesto y organizado la salida que les liberó. ¿Francisco? ¿Anselmo? ¿Cristino? ¿Rufino? ¿José?… Poco le importaba quiénes eran; la guerra les había llevado hasta allí, Dios sabe por qué caminos, uniendo sus vidas a la soga de una decepcionante realidad, pues, tras quedar sitiados, no eran otra cosa que muertos en pie, carnaza de la realidad indómita de la guerra. Al sargento no le importaban quiénes eran, así fuesen vómitos de la canalla, pero le importaban como hombres que tenían corazón, que soñaban a veces en voz alta, que en ocasiones movían los labios como a punto de cantar y que un día les habían bautizado con agua salada y usaban desde entonces nombres propios. Vicente. Eugenio. Julio. Roque. Francisco… De todas formas, alguno se salvaría; bastaba una carrera y buena suerte. Así se lo dijo al teniente, y el teniente, que también sabía correr y quizá tenía propicio el azar, aceptó el plan sin reservas. Sin embargo, luego sucedió que, pese al sueño que se hinca en la frente de todos los hombres del mundo en esa hora que antecede al amanecer, pese a que se arrastraron como la más insensible de las brisas, los sitiadores les sorprendieron. No esperó a que el teniente ordenara nada; fue él mismo quien (cuando comprendió que, más que una salida hacia la salvación, habían organizado un definitivo suicidio colectivo, y quizás impulsado, no por el deseo de rectificación, sino por la consecuencia inmediatamente deducida de que, en aquellos precisos momentos y bajo aquel fuego endiablado, la verdadera salvación se hallaba, no en el camino que acababan de emprender, sino en el punto exacto de partida) dio la orden de retroceso. Después, reunidos todos los hombres sanos y salvos en el patio, pensó que, de cualquier forma, era motivo suficiente para sentirse feliz. No le preocupó que el teniente le insinuara su mal humor por el hecho de haber ordenado él lo que no le correspondía decidir, dado el caso de que existía para hacerlo un superior en graduación, pues creyó observar que la amonestación del oficial más se debía a la pura y formal prescripción escrita en todos los reglamentos militares, que a la dictada por la sangre de su corazón, ya que, mirándole a los ojos, supo que su auténtica opinión, precisamente en aquel caso, era opuesta a cualquier teoría habida y por haber de la disciplina, puesto que los ojos, siempre incapaces de mentir, no expresaban la estudiada y minuciosa indignación de sus, de todos modos, poco hirientes palabras.
Ahora, acariando a Moro, el sargento volvía a sentirse feliz. Vio que las gotas de agua vertidas sobre su pecho habían sido sustituidas por enormes goterones de sudor (pensó que no eran enormes por la sencilla razón de poseer mayor volumen, sino porque, siendo seguramente más ínfimas que las gotas de agua a que reemplazaban, había de adjetivarlos ateniéndose a su convicción de que el sudor y el agua deben ser medidos, esto es, adjetivados, aun cuando sea igual su tamaño, con diferentes calificativos, de la misma manera que se califica a veces de enorme a una mosca que, por excesivamente grande que sea, jamás alcanzará a ocupar en el espacio el sitio que ocupa, por ejemplo, un jilguero recién salido del cascarón, al que, por el contrario, lo más probable es que siempre se le califique de diminuto) y hasta intentó suponer que el perro también sudaba bajo su mano, si bien en seguida precisó que no era el perro, sino que se trataba de él mismo, que también sudaba, además de por el pecho y por la frente (en la frente notaba el sudor, aunque no lo podía ver, quizá pensando en el picor característico que la inundaba), a través de las manos, o sea, de las dos manos, pues si en una percibía el sudor al acariciar a Moro, en la otra lo contempló, vio cómo el sudor hacía arroyos y lagunas en las rayas en que, en cierta ocasión, una horrible, vieja, desdentada y embaucadora quiromántica le leyó su brillante futuro de hombre que viviría, a lo poco, ciento doce años, que sería padre de numerosa familia y a quien las mujeres rubias se le darían mejor que las mujeres morenas, lo cual era una lástima, ya que a él le gustaban más las morenas que las rubias. Se miró la mano y recordó las palabras de la vieja adivina, imaginándose que, por unos momentos él, se convertía en la anciana sin dejar de ser Merino (ahora, el sargento Merino), acumulando en sí a los dos personajes e intérpretes de aquella aún no lejana buenaventura, es decir, pasó a ser, a un tiempo, el que la decía (se suponía como la vieja desdentada y embaucadora pensando en que sus ojos eran los de ella, puesto que sus ojos estudiaban, a semejanza a como ella lo había hecho —claro está, que sin el más mínimo conocimiento de quiromancia, pero también se dijo que la vieja posiblemente tampoco entendía nada de nada—, la anchura, largura y demás circunstancias, esto es, accidentes, particularidades o lo que fuesen, de las líneas de su mano) y a quien se la decían (al recordar de nuevo las palabras esperanzadoras de la adivina, casi como si en aquellos instantes él, en su condición imaginada de vieja quiromántica, se las estuviese repitiendo, y, sin embargo, era él a quien le decían, esto es, era él mismo quien se decía a sí mismo la buenaventura; era su mente, vuelta hacia el pasado; era su cerebro, que asimilaba el magnífico porvenir expresado en las rayas de su mano, y lo asimilaba no demasiado incrédulo, a pesar que el gesto de sus labios, sobre todo de su labio inferior, adelantado ligeramente, fingían el más absoluto escepticismo), meditando en si verdaderamente viviría ciento doce años, tal y como estaba previsto, o si tendrían poderes suficientes los fusiles de aquella guerra para deshacer la magia de su envidiable futuro. No; la muerte, como el estar gordo o flaco, la muerte como la misma vida, era, simplemente, un acto de sugestión. Pensó que si a él le hubieran profetizado alguna vez en el pasado que llegaría un momento en que se encontraría en la situación actual, pensó que, de cualquier forma, lo mismo que ahora no se hallaba preocupado, limitándose a contemplar las gotas de su sudor, mientras acariciaba suavemente a Moro, le habría importado muy poco y, desde luego, nunca se le hubiese ocurrido remediarlo con sollozos o luchando a brazo partido contra su destino. Ni él ni nadie iban a la guerra a morir. Pero el que muere en la guerra, como el que muere en la cama, es porque, quizás inconscientemente, lo desea, es decir, lo espera, lo teme, sugestionado ante la idea de la muerte. Mas él no moriría allí, pese a la situación y pese a que pensó que anteriormente había pensado que todos ellos eran muertos en pie, o, al menos, hasta que no muriera, hasta que no se supiera total, absoluta y realmente muerto, no se convencería de que la muerte no sólo se posa sobre los que la desean consciente o inconscientemente, sino también en el pecho de los que nunca en la vida han deseado morir. Lo lógico era morirse de viejo, a los ciento doce años, por ejemplo, cuando ya, cansado de la vida, al hombre le es indiferente la muerte, aunque, en casos excepcionales, incluso, uno se puede morir cuando le pasa un tanque por encima o a consecuencia de otro accidente siempre brutal, contra el que ni siquiera la sugestión de la vida puede. Pero nadie se moría, si no deseaba hacerlo, por causa de un sencillo tiro de fusil. Si a él le pegaban un tiro, lo que haría sería meter un dedo en la herida y apalancar para extraer la bala, luego se frotaría con algún potingue del botiquín, se enrollaría una venda, y a vivir como Dios manda. Recordó el tiro que mató al teniente que anteriormente había mandado aquella posición. ¿Y qué hizo el teniente cuando recibió aquel tiro? Sencillamente, dejarse morir; se dejó morir, porque quiso: porque, en lugar de pensar que aquella bala se podía extraer de su costado, si no metiendo un dedo y apalancando, sí con unas pinzas o cualquier otro artilugio de metal, lo primero que pensó fue que iba a morir y, naturalmente, se murió. Pero no le mató la bala, sino que se mató él mismo, o sea, su propio acto de sugestión, y de eso no le cabía al sargento la más mínima duda. Además, se dijo el sargento, Dios da la vida a los hombres para que la aprovechen en algo que merezca la pena, en alguna cosa que justifique el divino trabajo de Dios, y no para que se mueran cretinamente antes de hacer nada práctico. Y si a lo largo de los años se comprueba la inutilidad de un hombre, acaso se pueda perdonar su muerte, es decir, se le perdona en realidad, porque hay hombres que convencen durante su vida de que Dios (y que Dios le perdonase) no lo hace todo tan perfecto como debía ser. Pero morirse él, al sargento Merino… ¡Calla! A él le quedaban todavía muchas cosas por hacer en esta vida. De forma y manera que, caso improbable de que la muerte no constituyera un acto de sugestión, él no moriría antes de haber hecho todo lo que tenía que hacer, lo cual allí no podía hacerse, y de morir, sin embargo, quedaría demostrado, a su entender, que Dios (y que Dios le perdonase de nuevo), no sólo no lo hacía todo tan perfecto como debía ser, sino que realmente lo hacía todo mal, inútil y cruelmente mal, puesto que era inutilidad y crueldad el hecho de arrebatar sin compasión las vidas otorgadas a los hombres (pensó Merino que no por el ingenuo placer o satisfacción de otorgárselas, sino para que los hombres las utilizaran en esto o en lo otro), importándole un rábano que todavía no hubieran hecho con ellas lo mucho que tenían que hacer. ¿O acaso les creó Dios para morir solamente? No; no era justo suponer a Dios tan injusto. De modo que, ya que Dios les había creado para algo que no era solamente morir, para ser dignos de Dios en definitiva, y ésta era su más satisfactoria conclusión, bien estaba que se marchase o muriese todo hombre que hubiese cumplido el fin para que fue creado. Pero un tipo como él… No; no podía morir allí. Dios no lo consentiría.
—Ahí viene el cabo —le dijo José—. Mala suerte tuvimos anoche, sí, señor.
El sargento ladeó la cabeza y pensó por tercera vez que aquel calor era capaz de fundir el hierro e incluso las piedras.
Luego, al mirar al cabo de abajo arriba, el sargento imaginó que suponía que el cabo era más alto de lo que en realidad sabía que era.
Entonces meditó en lo que había dicho José, acordando con él que, en efecto, habían tenido mala suerte la noche anterior. Pero, de todos modos, estaba seguro de que él no moriría allí.
—Sargento —le dijo el cabo—, debajo de la casa se oye un ruidito que… no sé… Me gustaría que viniera a oírlo usted también, si le parece…
¿Por qué había de morir allí?, pensó el sargento. Le dio unos cariñosos golpecitos a Moro y se levantó.
—Bueno, vamos a ver.
¡Jesucristo, qué calor!
Capaz de fundir el hierro e incluso las piedras.
Y al no pensar en el ruido anunciado por el cabo, el sargento, naturalmente, ni siquiera se preguntó cuál podía ser su origen. No quería pensar en nada, sino en que estaba dispuesto a vivir ciento doce años. Y hasta era posible que la anciana quiromántica se hubiese quedado corta. ¿Por qué no? Eso es. ¿Por qué no iba a vivir ciento quince, o ciento veinte, o ciento cuarenta años? ¿Por qué había de vivir precisamente ciento doce?
—¿Qué tal las cosas? —le preguntó al cabo. Había empezado a caminar a su lado hacia la casa—. ¿Qué tal la gente?… A ver si se acaba ya de una vez esta puñetera guerra, ¿eh, qué te parece?
El cabo meneó la cabeza.
—No sé… Ese ruidito…
—¡Ah, sí! El ruidito ese… ¿Sabes de qué se trata?
—No. Por eso he venido a buscarle a usted. Aunque…
—Bueno, bueno… Vamos a ver de qué se trata.
El sargento se agarró al brazo del cabo y decidió sonreír. En fin, lo dejaría en ciento doce años. ¿Por qué preocuparse de más?
Entraron en la casa.
¡Cielos, cielos, qué calor!