El soldado Anselmo Reyes

«¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!».

Las palabras frenéticas del cabo, su grito abierto sobre la tierra, tenían forma e incluso color en el recuerdo del soldado Anselmo Reyes, que las veía danzar en su mente cuando alguien, en cualquiera de los tabernuchos que estaba recorriendo, le hablaba de la proximidad del final de la guerra.

Pero era lo que el soldado Anselmo Reyes había dicho: «Lo que yo necesito ahora es una mujer».

El sol y el soldado fueron de calle en calle, mirando a las mujeres que esperaban en las esquinas, no más provocativas que hambrientas, o posiblemente ni siquiera hambrientas, sino fieles a la necesidad de vivir y de sonreír ante los ojos del hombre, pero, de todas formas, aun cuando el sol se quedó con ellas, la voz de Anselmo no se decidió a esbozar la proposición, esto es, no se decidió durante el tiempo en que aún comprendía el anhelo del grito del cabo y, con el grito del cabo, todo lo que los hombres anhelan y todo lo que los hombres, en teoría, son, los hombres y también él, que no era igual a los otros hombres, y lo sabía, si bien la razón, o algo que él denominaba razón, y que no consistía sino en el vehemente deseo de ser semejante a los demás hombres, le había dicho que lo que ahora necesitaba era una mujer. Fue el vino, pero seguramente no su sabor, sino su olor mismo lo que le vació el cerebro de recuerdos, agigantándosele entonces la vieja obsesión.

—Lo que yo necesito ahora es una mujer —le dijo a otro soldado.

Y el otro soldado le llevó por callejuelas inverosímiles, y Anselmo bebió más y más vino y olió nuevamente el vino, y todavía estaba el sol con las mujeres y el otro soldado se había marchado ya con una mujer que llevaba un pedacito de sol prendido en sus pulseras de metal, cuando él, sentado frente a la sucia mesa de una taberna a la que no sabía cuando llegó, miraba a una mujer que reía amargamente, decidido ya a irse con ella.

—Entonces, ¿vamos? —le dijo la mujer.

No lo hubiera dicho, ni siquiera hubiera reído amargamente, de saber que aquella noche había de morir estrangulada a manos de un soldado, y el soldado tampoco hubiese contestado afirmativamente («Venga, vamos», dijo Anselmo, sin que, pese a ello, se considerase ya un hombre igual a los demás) de conocer su inmediato fin, esto es, su irremediable muerte frente a un piquete de ejecución, cuando aún la mañana de un día que prometía ser maravilloso no había levantado en sus manos el sol, sino sólo cornetines alegres que despertaron a los pájaros, que se pusieron a jugar en el campo abierto entre su última esperanza y la reunión de fusiles que, unidos al pronto, abrieron su seca voz.

Pero era lo que el soldado Anselmo Reyes había dicho.

Y, ya en el camino, se lo contó a la mujer. Olían los árboles y su obsesión quedó minimizada por los recuerdos.

—Entonces —dijo ella—, os rodearon del todo, ¿no es así?

—Así es —dijo Anselmo—. El sargento pegó un tiro y nos empezaron a disparar desde la otra casa. Nos quedamos metidos en una ratonera, pero eso no fue lo peor.

Al volar espantados unos pajarillos, Anselmo se acordó de Vicente. Le contó a la mujer cómo había muerto Vicente, y la mujer no pareció compadecerse mucho. Tampoco se compadeció porque hubieran muerto el sargento y Rufino, y ni siquiera se apenó por la muerte de Eugenio, aun cuando le hizo muchas preguntas al decirle él cómo le habían pegado el tiro.

—¿Y el otro, el que se fue? —preguntó la mujer.

—¿Julio? Le habrán hecho general, me parece…

Saltaron detrás de unos matorrales y se sentaron en el suelo. Anselmo sacó un cigarro. Le dijo a la mujer que se les había acabado el tabaco a los cuatro o cinco días de quedar cercados, y a la mujer no le importó. Bueno, ¿por qué le iba a importar aquello a la mujer, si ni siquiera fumaba? Pero, ahora, al recordarlo de nuevo, Anselmo fumaba con verdaderas ansias; encendía un cigarro con la colilla del anterior y pensaba en la especie de rito que hicieron en torno al último paquete, que, pese a pertenecer a Cristino, el teniente distribuyó equitativamente entre todos, recomendándoles que lo fumaran lo más despacio posible, pues ni él mismo sabía lo que iba a durar aquella situación.

Sin embargo, cuando mataron al sargento, nada más enterarse éste de que estaban poniendo una mina debajo de la casa, Anselmo se fumó casi de una vez los dos cigarrillos y medio que le quedaban, pues, según dijo, tendría muy poca gracia que le mataran cuando aún no se había fumado el tabaco que con tanta tacañería administraba. Fumaba velozmente, con los ojos clavados en el centro de la habitación mientras fumaba, temiendo que la mina estallase antes de haber terminado de fumar. Cuando tras quemarse los dedos, apretó contra el suelo la última colilla, Anselmo suspiró profundamente, como quien se quita un gran peso de encima.

Habían sido unos días malos, pero parecía que con la mina ya se iba a acabar pronto todo, gracias a Dios. A fin de cuentas, lo menos que se podía esperar de la guerra era que los mataran en ella. Pero lo peor ya había pasado.

Lo peor, en efecto, era saber que se estaba acorralado y saber que se sabía que las tropas que podían rescatarles o ayudarles no sabían que aún estaban vivos, por lo que, en consecuencia, se desentenderían de su obligación (ya que —decía el teniente—, si el enemigo había tomado la segunda casa de la avanzada, era lógico suponer que las tropas propias supondrían que también habían tomado la primera, máxime teniendo en cuenta que ellos no podían transmitir su situación ni siquiera por radio, ya que ésta la tenían instalada en el recinto que fue ocupado), y, aunque el teniente intentó llamar su atención organizando algunos tiroteos inofensivos (pero que, sin género de dudas, harían cavilar a los mandos de las tropas propias que los escuchasen), el enemigo siempre respondía tiroteando también, pero no contra ellos, sino contra la zona ocupada por las tropas propias, de modo que todo el ruido que allí se organizaba parecía proyectado por el enemigo, y seguramente los mandos que ocupaban la zona propia, en vez de cavilar, se juergueaban de lo lindo pensando que a qué vendrían aquellos disparos, que, si acaso, sólo servirían para dar gusto a un suicida que corriera hacia ellos, y que no le hacía falta al enemigo disparar tan a menudo para advertir que todo aquel grupo de casas se hallaba en su poder desde que recuperaron las dos que anteriormente les habían tomado (y eso era lo grave, porque eso era lo que creían ellos: que el enemigo había recuperado las dos casas), puesto que ya lo sabían.

De forma y manera que aquello fue lo peor. Daba la impresión (al no hacerles caso el enemigo, al parecer que, tras quedar sitiados, habían dejado de tener importancia) de que se trataba de una inocente burla todo, y Anselmo decía que eso era lo peor. Hasta que un día, después de siete días de sitio, oyó aquello en el suelo y se puso a pensar en lo que podía ser, imaginando, al principio, que eran hormigas que habían empezado a comerse la casa, pero miró a ver si veía hormigas y no vio más que unas cuantas en el patio, que no eran hormigas, sino hormiguitas insignificantes, así que le dijo al cabo lo que había oído, le hizo pegar la oreja en el suelo para que lo escuchase, y entonces el cabo se fue al sargento y se le contó, y el sargento también escuchó el ruido aquel, diciéndoselo al teniente, quien, después de escucharlo igualmente, explicó lo de las minas, haciendo brincar de furia al sargento, que trepó indignado por los sacos terreros, y entonces le volaron la cabeza.

—Que se hubiera aguantado —dijo la mujer.

Anselmo miraba las piernas de la mujer.

—A ver si se hace de noche ya —murmuró.

Sus pies abrían las hierbas multiplicadas por la luna. Escuchó los pasos detrás de él y, en seguida, la voz que le detuvo:

—¡Eh! ¿Dónde la has dejado?

Anselmo se volvió y observó cuidadosamente la sonrisa de aquellos soldados.

—Ahí-dijo Anselmo, haciendo un gesto vago con la cabeza.

Uno de los soldados le preguntó:

—¿Cómo está?

—¿Te importa cómo está? —dijo otro soldado—. De noche, todos los gatos son pardos.

Se rieron y luego le dijeron a Anselmo:

—Bueno, chico, no es para ponerse así. ¿Se ha ido ella?

—No —dijo Anselmo—. Está ahí.

Anselmo les vio marchar; luego, sus pies continuaron abriendo hierbas, en tanto él, y no sólo él, esto es, lo que en él era cuerpo físico, sino también su pensamiento, se hundió en la noche sin fondo, no sobre una ruta premeditada, sino vagueando sin voluntad por donde buenamente sus pies desearan llevarle.

Y sus pies dejaron de abrir las hierbas para levantar sonidos. Anselmo iba mirando los dibujos de las baldosas o del adoquinado de la calle, mientras la noche, cada vez más cerrada, le llenaba las espaldas de un peso intangible, pero redondo, que le hacía arrastrar los pies y tambalearse, hasta que decidió quedar apoyado sobre la fachada de una casa, desde la que observó cómo la luna hacía girar la sombra de un poste de madera, no más lentamente que su imaginación, sino quizás a su compás mismo, sin saber la luna, y tampoco él, hasta dónde llegaría a parar la sombra.

Luego recordó aquellas noches de allí, aquellas terribles noches de espera, sin saber lo que se estaba esperando.

El sargento, cuando se percató de que los tiroteos no servían para nada, ni siquiera para asustar a Moro, propuso al teniente hacer una salida a la desesperada. Convinieron que la mejor hora para realizarla era la que precede al amanecer. Y aquella noche nadie durmió. Se miraban unos a otros, pensando que les quedaba poco tiempo de verse vivos, pues, aun suponiendo que la suerte les acompañara, lo más probable era que no se salvasen ni la mitad. Anselmo no dejó de pasearse por el patio en toda la noche; revisó el fusil media docena de veces y apartó en un rincón del patio unas cuantas granadas de mano. Hacía una buena noche, pero Anselmo sentía frío. Pensó que posiblemente no era frío, sino miedo, deduciendo así, finalmente, que el miedo era lo mismo que el frío. Pero le daba lo mismo que fuese miedo o que fuese frío lo que él sentía, de modo que, cuando se sorprendió tiritando y castañeteándole los dientes, apenas se inmutó ni hizo nada por remediarlo. Miraba a sus compañeros, intentando suponer que a todos les ocurría tres cuartos de lo mismo que le sucedía a él. Y efectivamente, al final supuso que no podía ser de otra manera.

Luego emprendían conversaciones que nada tenían que ver con la guerra. Francisco le habló de las tierras de sus padres, de su caballo cano, de una chica que se llamaba Luisa, de una feria a la que él fue con Luisa en el caballo cano, de la sorprendente sonrisa de Luisa y de una tarde junto al río. Anselmo le preguntó que si se iba a casar con Luisa, y Francisco le dijo que sí, que cuando acabara la guerra.

Después, José le enseñó el retrato de su madre; le dijo que sólo por la madre merecía la pena morir.

Y más tarde, cuando el frío o el miedo era más intenso, Cristino le contó su vida en la mina.

Una vez sonó una gran explosión y se quedaron a oscuras. Cristino dijo lo que era la oscuridad; explicó que nadie sabe lo que es la auténtica oscuridad, hasta que no se queda a oscuras en el fondo de una mina de carbón. Anselmo le escuchaba en silencio; creía ver, a través de las palabras de Cristino, lo que, en efecto, era la oscuridad total. Uno de los mineros, al parecer, lloraba; se escuchaban sus gemidos tenues, pero ninguno sabía si lloraba porque estaba herido o por qué lloraba. Cristino dijo que nadie se movió del sitio en que quedaron al producirse la explosión; la oscuridad era una pared que aprisionaba e inmovilizaba, puesto que, aun pensando que podían moverse dentro de la oscuridad, ninguno se atrevió a hacerlo, porque casi ni siquiera se atrevían a respirar, ya que, dar un solo paso en la oscuridad, no en la oscuridad de la noche o de una habitación oscura, sino en la oscuridad absoluta de una mina de carbón, que es como la oscuridad de la muerte, significaba una aventura de inesperadas y peligrosas consecuencias. Solamente el tiempo tenía valor en la oscuridad, pero, decía Cristino, ni siquiera el tiempo podía ser controlado. Cuando les sacaron de la mina y les dijeron que sólo habían permanecido enterrados tres cuartos de hora, ninguno lo pudo creer. Dijo que se miraron todos para saber quién era el que había estado llorando, ya que ninguno se encontraba herido, pero nunca lo pudieron saber, pues era como si hubieran llorado todos.

—Bueno —dijo la mujer, meneándose con impaciencia—, y al final, ¿qué pasó?

—¿A Cristino? —preguntó Anselmo.

—¡Qué a Cristino! —exclamó la mujer, sin dejar de menearse—. A vosotros, hombre.

—¿Me dejarás terminar? —dijo Anselmo.

—Pues termina —susurró ella—. ¿Qué pasó?

—¡Qué iba a pasar! Que parecía que aquella gente lo sabía ya todo, y en cuanto asomamos la jeta empezaron a disparar los condenados, así que nos tuvimos que esconder otra vez como conejos y no hubo manera de salir de allí.

La mujer gesticuló con decepción.

—¿Ya eso lo llamaba vuestro sargento una salida a la desesperada? —dijo.

—¿Qué quieres que hiciéramos? —se disculpó Anselmo—. No íbamos a dejar que nos mataran nada más asomar la jeta, me parece…

—Pues vaya una salida a la desesperada —dijo la mujer.

—A mí me hubiera gustado verte allí a ti —insinuó Anselmo.

—Ah, pues, por lo menos, os hubierais divertido —sonrió la mujer—. A ver, si no…, ¿cómo os las apañabais?

Anselmo estalló en una nerviosa risa.

—¿Que cómo nos las apañábamos? —decía—. ¡Valiente pregunta! ¡Que cómo nos las apañábamos! —Anselmo se retorcía—. ¿Cómo nos las habíamos de apañar, mujer? —No paraba de reír con aquel nerviosismo que le obligaba a retorcerse las manos hasta hacerse daño—. Pues sin apañárnoslas, eso es; nos las apañábamos sin apañárnoslas. ¿Qué quieres, que también tuviéramos allí ganas de juerga? ¡No me fastidies! ¡Que cómo nos las apañábamos!

De pronto, Anselmo volvió la cara y dejó de reír.

La sombra del poste había dejado ya atrás la baldosa sobre la que Anselmo comenzó a mirarla, si bien el soldado estaba completamente seguro, no de que no se había movido, puesto que sabía que ahora la estaba mirando sobre otra de las baldosas, sino de que sabía que no la había visto moverse, aun cuando, en efecto, se hubiese acercado más a él (y él no dejó de mirarla), quizá porque no le preocupaba que la sombra se moviese (y él no había dejado de mirarla), y ni siquiera le preocupaba ahora su inmensa quietud (la de él), sabiendo como sabía que se hallaba quieto, y ni le preocuparon los pasos sonoros que taladraban la noche muy cerca de él y que él no sabía cuándo empezó a escuchar; simplemente, Anselmo miraba la sombra del poste de madera y escuchaba los apresurados pasos de varios hombres que sabía que le buscaban a él, pero él no hizo nada por escuchar mejor los pasos o por dejar de mirar la sombra, sino que permaneció escondido en la desgana de su quietud, incluso cuando los pasos dejaron de sonar y unos pies se posaron sobre la sombra del poste. Fue la voz, pues sólo podía ser una voz, lo que le impulsó a levantar los ojos hacia los hombres, y los miró cara a cara, no despreciativo, ni siquiera altaneramente, sino desde el fondo de la burda indiferencia a que él mismo se había sometido.

—Sí, éste es —repitió la voz.

Anselmo sintió en sus brazos la fuerte presión de unas manos y en seguida sus espaldas se desprendieron del contacto de la pared; luego caminó entre los hombres y, sin darse cuenta, empezó a contar sus pasos, apostando a que el último sería par.

Pero la mujer continuaba sonriendo.

A Anselmo, de todas formas, le gustaba que la gente sonriera, pero no con aquella sonrisa que a veces había visto dibujada en los labios de sus compañeros, aquella sonrisa que más se parecía a una mueca, como la de Vicente, cuando le dijo: «¿Lo ves como estoy loco? Atiende. Ahora no hay motivo para reírse, pero yo me río. ¿Lo ves? Je, je, je. Y ahora me pongo serio. ¿Te das cuenta? Lo que pasa es que puedo controlar mí locura. ¿A ti no te pasa? Prueba, a ver… Eso es: primero haces je, je, je, y luego te pones serio. Eso es. Me di cuenta ayer de que todos estábamos locos. A ver, otra vez…» Y Anselmo imitaba a Vicente, y después Vicente le dijo que una persona normal, es decir, un hombre que nunca haya tenido la meningitis, no se pone a andar a la pata coja así como así, sin causa alguna, y para demostrarle que él, que tampoco había tenido la meningitis, estaba tonto y loco a la vez y controlaba su atontamiento y su locura, se puso a pasearse a la pata coja por todo el patio, haciendo mee, mee, mee, cuando no hacía cloc, cloc, cloc, y explicaba, según sonase de un modo u otro, que era un ganso o una gallina. «Venga, a ver tú», le invitaba Vicente a Anselmo, con aquella mueca que en nada se parecía a una sonrisa. «Hombre, que yo no estoy tan mal de la cabeza, me parece…», le contestaba Anselmo, harto ya de tanto pitorreo. «Yo me puedo reír como lo haces tú. Mira: je, je, je. Pero a mí no me vengas con que haga el ganso, que no me da la gana.» Entonces Vicente se sentó y le dijo: «Es igual. Ya lo ves: ahora, que no quiero estar loco, no lo estoy. Hace calor, ¿eh?». Anselmo le miró cómo se secaba el sudor, pensando que si Vicente estaba loco, era el loco que con más sensatez se limpiaba el sudor de cuantos locos conocía. Hasta que se dio cuenta de que, en realidad, no conocía a ningún loco y, por tanto, no sabía cómo se limpiaban éstos el sudor. Pero lo que era Vicente, se lo limpiaba y secaba como Dios manda, quizá del mismo modo que se lo hubiera limpiado y secado él, lo que le hizo pensar en si él no estaría también un poco loco, aunque, desde luego, menos loco que Vicente. De manera que, para convencerse de que no estaba loco, quiso no querer decir otra vez je, je, je, pero lo dijo, o al menos lo pensó, si bien decidió que aquello no tenía importancia ni diagnosticaba nada, ya que cualquier persona sensata puede pensar que, sin tener motivo para ello, es capaz de decir o de no decir je, je, je, haciéndolo acto seguido, esto es, no acto seguido, sino en el momento exacto de pensarlo (quisiera o no quisiera hacerlo, puesto que el simple hecho de pensarlo significaba convertido en realidad), convenciéndose así (no él, sino aquella cualquier persona sensata pensada por él), igual que ya se había convencido él (el propio Anselmo), de que todo el mundo está siempre lo suficientemente cuerdo para decir lo que quiere o para decir lo que no quiere decir, caso de que no lo quiera decir.

—¿Y a mí qué me cuentas? —le dijo la mujer—. Te entenderá tu tía, porque lo que es yo… El caso es que el tal Vicente estaba como una chiva, ¿no es así?

—No, qué va a estar —suspiró Anselmo—. Lo que le pasaba era que si quería estar como una chiva, lo estaba, pero si no quería, no lo estaba.

—Pues, lo que es a mí, bien me parece que estaba como una chiva. Mira que ponerse a andar a la pata coja…

—No, mujer —dijo Anselmo, y explicó—: Es como si a ti ahora te dan ganas de ponerte a dar volteretas, y las das. Por eso no vas a estar como una chiva, me parece…

La mujer no quedó muy convencida.

—La verdad es que no tengo ganas de ponerme a dar volteretas —dijo, y amagó en sus labios la sonrisa.

Anselmo la pellizcó.

—Entonces, ¿de qué tienes ganas?

—¿De qué te crees tú? —preguntó ella, guiñándole un ojo con leve picardía.

—¡Mecachis en la mar! —comentó Anselmo—. A ver si se hace de noche de una vez.

Aún estaba dándole vueltas a lo que le había dicho Vicente, cuando Eugenio le propuso que desertase con él. Anselmo le miró de arriba abajo. Parecía que los ojos de Eugenio le imploraban, más que le proponían sus palabras, que lo hiciese. «Esta noche… A mí me toca guardia junto a la tapia. Si llego a saber lo de Julio, me voy con él», dijo Eugenio, pero eran sus ojos los que, como si se hubieran puesto de rodillas, le pedían que desertase, igual que se le pide a Dios la lluvia o la salud, por lo que Anselmo se estremeció al pensar que pensaba que era Dios para los ojos de Eugenio, hasta que, haciendo un verdadero esfuerzo, respondió con firmeza: «No puedo ir. A mí no me llama el cabo lo que le ha llamado a Julio», y vio cómo la súplica se apagaba con decepcionada lentitud en los ojos de Eugenio, de modo y manera que Anselmo respiró entonces fuerte, satisfecho de haber tenido el valor de Dios para rechazar lo que consideraba una petición injusta e injustificable, porque, pensó Anselmo, no consistía precisamente en que le preocupara que el cabo dijese de él lo mismo que había dicho de Julio, sino que la razón de quedarse, pese a todo, en aquella ratonera (cuando una simple palabra le podía haber proporcionado un compañero de huida, por lo que cuanto dijera el cabo, o cualquiera que dijese algo, se lo repartirían entre los dos, y así tocarían a menos; pero aquello tampoco tenía importancia, ya que él nunca, ni aun en aquellos momentos, había pensado detenidamente en escapar de allí, sí bien votó a oros igual que podía haber votado a espadas, pues lo hizo sin mirar la carta que echaba sobre la mesa, tras barajar las dos que tenía entre las manos) se basaba en los principios de seguir orgullosamente por el camino trazado. Y si le mataban, mala suerte. Sabía que no era justo hacer traición a los compañeros que se quedasen, y no sólo a los compañeros que se quedasen, sino también y que también, en caso de marchar, se haría traición a sí mismo. Porque, aun cuando a él igual le hubiera dado (en realidad, le daba igual al principio de la guerra) luchar de un lado que de otro, lo que no admitía su orgullo era hacerlo ahora, según la ocasión, del lado que mejor fueran las cosas. Por eso le dijo a Eugenio, a conciencia de que decía una estupidez, aunque no dejaba de tener cierta gracia lo que le decía: «Lo siento. Otra vez será».

Y por la noche fue lo de Eugenio.

Cuando los soldados y él se detuvieron, obedeciendo las órdenes del oficial, y Anselmo miró el poste de madera, su pensamiento volvió atrás, no precisamente al hecho que le había conducido hasta aquel poste, sino a la sombra de otro poste semejante a aquél, sobre la que unos pies alzaban el cuerpo y la voz que le acusaban: «Éste es», dijo la voz, y repitió en seguida: «Sí, éste es».

Tocaron diana en un cuartel y se desperezaron los pájaros. Anselmo se dejó atar al poste. El oficial puso un cigarro encendido en su boca, y Anselmo, tras saborear lentamente el humo de unas cuantas chupadas, sobre cuyo fondo, al expulsarlo, veía dibujadas las figuras enhiestas que componían el pelotón y a los pájaros que revoloteaban entre él y los fusileros, lo escupió ruidosamente y miró al cura y al oficial; luego miró nuevamente a los pájaros y a los soldados y, al bajar los ojos hacia sus pies, dijo:

—Venga, vamos ya.

No se movió cuando el pañuelo negro le hizo morir un poco al despojarle de la imagen de sus pies, sino que, simplemente, llevó la atención de sus oídos a los pasos que alejaban al oficial, y, después, cuando éstos dejaron de tener forma concreta, intentó atender a los latines del cura, pero entonces sonó aquello…, aquello que no era una descarga de fusiles, sino el principio sin eco de una descarga de fusiles de la que él no pudo conocer el final, aun cuando supo que aquel ruido había sido bastante para espantar a los pájaros…

Y por la noche sucedió lo de Eugenio, y ahora la mujer le dijo:

—Bueno, cuenta.

Anselmo se desparramó. Arrancó unas hierbas del suelo y se puso a manosearlas.

—Cuando ya estaba encaramado a la tapia, le vio el teniente —dijo, no a la mujer, sino a las hierbas, que en seguida arrojó lejos, apretándose los labios.

—¿Se lo habías dicho tú al teniente? —le preguntó la mujer.

—¿Yo? —se indignó Anselmo—. ¿Pero quién te has creído tú que soy yo?

—Pero alguien se lo diría, ¿no? —insistió la mujer.

—Eso es lo que digo yo —meditó Anselmo—. Eugenio se lo iba contando a todo el mundo, así que no me extrañaría nada que alguien se lo hubiese dicho al teniente. Porque, si no, a ver, ¿de qué lo iba él a saber? Me parece…

—¿Y qué pasó? —dijo ella.

Anselmo encendió otro cigarro.

—Pues qué iba a pasar… El teniente debió pasarse toda la noche espiándole desde la ventana, y cuando vio que se subía a la tapia, ¡pam!, le soltó el pistoletazo.

Le despertó el estampido; abrió los ojos y preguntó a la oscuridad lo que ocurría. De pronto, al reaccionar nuevamente su cerebro, tras el breve aletargamiento que siempre sucede al sueño, creyó comprender que aquel disparo había sonado dentro de la casa o, al menos, dentro del recinto sitiado, por lo que se puso en pie de un salto y buscó a tientas su fusil, el cual empuñó en el preciso momento en que se abrían las arpilleras de la puerta del cuarto del teniente, y éste, es decir, la sombra de éste (ya que lo que Anselmo vio no fue el teniente, sino su sombra, dibujada por la luz de una lámpara de petróleo que se hallaba encendida en el fondo del cuarto), apareció en el umbral, y luego, cuando se cerraron las arpilleras, se convirtió en un montón de pasos que se dirigían hacia el patio y que se detuvieron, sin embargo, unos instantes en el centro de la habitación, donde, antes de convertirse otra vez en pasos, se hizo voz que le ordenaba a él salir también al patio, y una vez allí Anselmo comprobó, gracias a la luna, que la sombra, los pasos y la voz componían, en efecto, a la persona del teniente, si bien el soldado ya lo sabía, aun antes de comprobarlo a la luz de la luna, tanto por su sombra, como por sus pasos y como por su voz. Entonces marchó rápidamente tras él, rodeando la casa, y, al detenerse junto al pozo, vio muerto a Eugenio: «¡Los hijos de la gran zorra!», exclamó Anselmo. Y el teniente no volvió la cabeza; contemplaba fijamente el cadáver. «El hijo de la gran zorra he sido yo», dijo, al fin.

—Y entonces me di cuenta de que llevaba la pistola en la mano —le explicó Anselmo a la mujer.

—¿Y no te pegó a ti también un tiro por llamarle hijo de la gran zorra? —preguntó ella.

Anselmo sopló una enorme bocanada de humo y lo miró deshacerse en el aire.

—¿Por qué me lo iba a pegar? —respondió—. Yo no tenía por qué saber que había sido él quien había matado a Eugenio.

—Bueno, pues que descanse en paz —suspiró la mujer, aunque su voz no reflejaba amargura ni tristeza. Su sonrisa, en cambio, sí.

Anselmo escupió en el suelo.

—Me parece… —susurró.

Alzó la cabeza para mirar a la luna; entornó los ojos y contempló la luna a través del humo de su cigarro.

La mujer le dio un codazo.

—Bueno, ¿a qué esperas? —le preguntó.

Anselmo le señaló un grupo de soldados que acababa de surgir por detrás de un montículo.

—Espera a que se marchen —dijo—. ¿Te has fijado en la luna?

(«La luna está hecha de papel de barba. Y esos soldados que pasan se ríen así porque saben lo que estoy haciendo aquí con esta mujer. Que se fastidien. Yo necesitaba una mujer y ya la tengo. A mí no me importa que me vayan a dar una medalla y después me asciendan a cabo. Lo que yo quería era una mujer y ya la tengo. Lo malo es que la luna, esa infinita y estúpida luna, está hecha de papel de barba.

»Pero lo que yo digo es que si vale la pena estar aquí con esta mujer. Si estoy en el pueblo y voy al campo a ver las parejas, la luna siempre marcha detrás, saltando como un potrillo por encima de las nubes y vigilándome para que no me pierda; no puedo ir por una calle oscura, sin que vaya la luna cerca de mí. Y allí también estaba la luna, cuando yo me incliné a ver si Eugenio, efectivamente, había muerto. Y lo que yo digo es que la luna se había posado en la cara del teniente, pues nunca vi a una persona que estuviera más blanca.

—Sí, señor —le digo al teniente—. Está muerto.

»Ha llegado el cabo. También nos rodean José, Francisco y Vicente. El teniente dice:

»—Está bien.

»José propone que metamos a Eugenio en un saco como ya habíamos hecho con el sargento; el teniente contesta que sí y se va con su cara de luna. Sin embargo, la luna aún continuaba allí, encima de nosotros, pues lo que yo digo es que alguien la ha recortado de un pliego de papel de barba y la ha colgado del cielo.

»Y siempre también he dicho que la luna es como si fuera Dios y que por eso está en todas partes. Pues yo digo que la luna es el espía blanco a quien Dios confía la noche, pues siempre acecha las cosas malas que hacemos, acompañándonos a lo largo del camino, cuando vamos a ver a las parejas en el campo o cuando llevamos un fusil cargado sobre el hombro. Y lo mismo te da que eches a andar hacia un lado u otro, pues si yo, por ejemplo, me pongo a andar hacia allá, y tú me das las espaldas y marchas en dirección opuesta, la luna te seguirá tanto a ti como a mí, melancólica e incansable, y luego le contará a Dios lo que has hecho tú y lo que he hecho yo, pues digo yo que las cosas malas siempre se hacen cuando es de noche.

»Así que yo ahora estoy en el campo con una mujer. A mí me da lo mismo que me vayan a dar una medalla y después me asciendan a cabo. Lo que yo quería era estar con una mujer. Pues que se fastidien esos soldados que pasan y se ríen. Pero lo malo es que la luna está hecha de papel de barba y me mira de reojo.

»Pues digo yo que no existiría el mal si la noche no existiera. ¿Quién ha cometido un crimen al amanecer o al mediodía? ¿Alguien, acaso, ha declarado una guerra mientras brillaba el sol? ¿Qué hombre alquila una mujer por la mañana? Por eso yo siempre he dicho que la noche tiene la culpa de todo. Pues si me dices que la noche se ha hecho para dormir, yo te digo: ¿Quién es capaz de dormir tranquilamente, sabiendo que la noche es el supremo mal? ¿Quién no teme que una noche le asesinen o le roben la mujer? A mí me despertaron una noche para decirme que había estallado la guerra. ¿Lo pudo impedir la luna? Que no me den la medalla ni me asciendan a cabo si la luna lo pudo impedir. Pues yo digo que la luna parece que la ha recortado un niño de un pliego de papel de barba. Cuando yo era niño, también recortaba lunas y las prendía en la pared con alfileres. Pero que no me den la medalla ni me asciendan a cabo si lo que yo necesitaba esta noche no era una mujer. Pues a mí me parece que la luna es igual que la cara del teniente cuando le pegó el pistoletazo a Eugenio. ¡El hijo de la gran zorra! Pues yo nunca vi cara más blanca.

»Así que ojalá llegue pronto esa nube y tape la cara de la luna. Y a ver si esos soldados terminan de marcharse ya.

»Pues lo que digo es que la luna está hecha de un recorte de papel de barba. Pero lo que yo estaba necesitando solamente era una mujer.

»Por eso digo yo que ojalá llegue pronto esa nube y tape la cara de la luna.»)

—¿La luna? —preguntó, con amargura, la mujer—. ¿Qué le pasa a la luna?

La mujer había bajado hacia él los ojos, y Anselmo se dijo que, en realidad, no se trataba de una excelente mujer, ni siquiera de una bonita o simpática mujer. Pero era una mujer, sencillamente; él no pretendía otra cosa.

—Nada —contestó, evadiéndose, Anselmo—. ¿Qué le iba a pasar? ¿Nunca te ha dicho un hombre que si tú se lo pidieras te bajaría la luna?

—Una vez me lo dijo uno —respondió ella—. Fue el primero de todos.

Ahora, cuando estaba a un paso de la prueba (sólo faltaba que los soldados terminaran de trasponer aquella loma), Anselmo ladeaba el pensamiento hacia las horas amargas transcurridas en el sitio. Muchas veces, después de ocurrido aquello, se había contemplado cargando al sargento cuando le iban a meter en el saco. Pese a todo, lo cierto era que el sargento aún no olía mal, pero olía a algo, o era que, quizá, ya estaba acostumbrado a los malos olores, de modo que cualquier cosa que oliera mal a él le daba la impresión de que, simplemente, olía. Después comió tocino un día y creyó recordar que a aquello era a lo que olía el sargento. Sin embargo, devoró el tocino con gran satisfacción, pues ya hacía tiempo que no lo había probado.

—Bueno —dijo a la mujer—. A ver si se marchan ésos.

Miró de nuevo hacia el cielo y vio que la luna comenzaba a ocultarse tras la nube. La mujer le dijo:

—Venga, ya se han ido.

Anselmo desvió la mirada hacia la loma. Pensó que, de no estar él con la mujer y hallarse con aquellos soldados, lo más probable sería que se quedase allí oculto y asomase la cabeza a ver lo que hacían el soldado y la mujer, en el supuesto de que el que estuviese con la mujer fuera otro soldado. Seguramente por eso creyó sentir que, tras el pequeño montículo, unos ojos a ras de tierra les miraban con lujuria mal contenida.

—Ésos siguen ahí, me parece… —le contestó Anselmo a la mujer.

La mujer miró hacia la loma con indiferencia.

—Pues yo no veo nada —dijo—. Además, ¿qué te importa? ¿Es que te importa algo?

Anselmo se encogió de hombros.

—¿A mí? —exclamó.

En aquel momento, la luna se ocultó definitivamente. La mujer se movió con rapidez, tirando de Anselmo, que se volcó sobre ella.

—Venga —dijo la mujer—. ¿O es que no puedes?

A Anselmo le sorprendió un golpe de risa. Acariciaba la garganta de la mujer.

—¡So zorra! —dijo—. ¿Qué no puedo?

Siguió riendo, y fue su risa lo que convirtió en muerte la caricia de sus manos.