El soldado Roque Zamorano

Cuando Anselmo destapó la cara del sargento (lo hizo despacio, no con respeto, sino con aversión, tirando de la manta con la punta de los dedos), Roque miró el agujerito, lo contempló casi en éxtasis y pensó en lo que había sido el sargento antes de nacerle aquel agujerito entre las dos cejas, imaginándole vivo y guasón, repleto de movilidad como rabos de lagartijas, y lo comparó a su actual quietud de carne que empieza a hacerse piedra y de piedra que, de tan quieta que está, se pudre como la carne del pez fuera del agua. Aquello era la muerte; no sólo un agujerito más o menos profundo o más o menos vistoso, sino las consecuencias que dicho agujerito originaba. Y Roque entonces deseó creer que existía algo más que la muerte total, algo que compensara la dramática situación de ser un indiferente muerto, pero, viendo al sargento muerto y sabiendo lo que un simple agujerito había supuesto para él (la podredumbre, la ceguera y la sordera más absolutas, su insensibilidad irremediable), no alcanzó esa conclusión definitiva, que, más que desear, necesitaba. Y si Roque, en efecto, necesitaba llegar a aquella conclusión, a la que quiso, pero a la que no pudo llegar, era porque sabía que, aunque sin agujerito, también él estaba constituido de podredumbre, ceguera, sordera e insensibilidad, de todo eso y de todas las demás apariencias de la muerte, y si aún su pecho se movía al compás de su respiración, si aún miraba al sargento y le veía muerto, esto es, lo adivinaba muerto bajo la manta, viendo sólo su cara muerta, mientras escuchaba a la mala bestia de José decir que se le podía regar (al sargento) como se riega a las flores, y si aún le quedaba una cierta porción de sensibilidad, igualmente sabía que aquél era su verdadero y ya próximo destino: ser como la nada; ni siquiera como el viento o como el agua del río, sino ser como la más insignificante nada; tan insignificante y tan nada, que nada significaría ni incluso para sí mismo, y todo, cuando un hombre en el campo enemigo, lleno de galones todo el hombre, diese una orden y alguien la cumpliera, volando así aquella casa y cuantos se hallaban allí dentro, más que sentenciados, ejecutados ya antes de morir, antes de convertirse en esas nadas decepcionantes a que conduce la vida, y sabiéndolo, y eso era lo peor, igual que se sabe que se está vivo y despierto cuando se está vivo y despierto.

De todas formas, cuando José dijo que se podía regar al sargento como se riega a las flores, Roque se sintió recorrido por un escalofrío que le disolvió completamente el éxtasis; dejó de mirar al sargento y se volvió hacia el cabo.

—No hace falta tenerle destapado —dijo. Tomó una punta de la manta y tiró de ella, hasta que la cara del sargento quedó de nuevo oculta—. ¿Qué decía éste? —le preguntó a Anselmo, señalando con un movimiento de cabeza a José.

—Que le reguemos —contestó Anselmo—. Como se riega a las flores. —Miró al cabo.

—¿Qué te parece, cabo?

—No sé cómo vamos a hacerlo… —dijo el cabo, sin referirse, ni mucho menos, a la sugerencia de José.

—Digo yo… —José tomó la palabra—. A las flores se las riega para que no se pudran, ¿no?… Primero se las corta, que es como si las mataran, y luego se las pone en un jarrón, que es como nosotros hemos puesto aquí al sargento… Bueno, es para que me entendáis, ¿no?… Se cogen las flores y se las riega, así duran más tiempo sin pudrirse. Por eso digo que podíamos regar también al sargento. Sí, señor…

—No es mala idea —replicó el cabo—. Pero eso se lo cuentas al teniente. A ver, ¿dónde está el saco?

José esbozó una sonrisa de desenfado.

—Aquí está —dijo. Sacudió el saco como se sacude una alfombra—. Lo que no sé es si va a caber en un saco sólo.

El cabo tomó el saco y lo miró con detenimiento, estudiando (sus ojos interrumpieron repetidas veces la contemplación del saco y dirigieron la mirada hacia el lugar ocupado por el cadáver) la forma de meter en él al sargento. Por fin hizo un gesto de resignada decisión y, suspirando hondo, dijo:

—Bueno, habrá que probar. Vamos a ver: uno, que le coja por los pies, y el otro, por los brazos. Tú, Roque, a ver si paras ya y vienes acá a echar una mano.

Roque tosía; le hizo toser el polvo provocado por José al sacudir el saco. Murmuró algo entre toses y se acercó. Anselmo y José se inclinaban ya sobre el sargento, mientras el cabo sostenía abierto el saco. Cayó la manta al suelo y, al ver como aquellos dos hombres izaban el cadáver, las toses de Roque se acentuaron, y él no hacía nada por detenerlas, hasta convertirse en arcadas incontenibles, en convulsiones que tiraban de su estómago hacia arriba, y el cabo se volvió para mirarle, lo vio a través de las lágrimas que aquellas convulsiones habían colocado, sin él quererlo, en sus ojos, y vio también, antes de salir de allí y correr hacia el cuarto contiguo, ahora convertido en letrina, cómo Anselmo y José dejaban el cadáver en el suelo, al lado de la manta, y escuchó, ya corriendo, que le llamaban tío blando y cosas así. Pero Roque corrió, no sabía si impulsado por la necesidad de arrojar o si por el deseo de escapar de aquel siniestro escenario, y, una vez en la letrina, se puso en el sitio que le correspondía (ya que el teniente había hecho, tras algunas disputas de los soldados, una ecuánime y proporcional distribución del cuarto; a indicación suya, Rufino dibujó con tiza un número de rectángulos igual al de ocupantes de la casa, dejando un vacío en el centro donde poner los correajes y el fusil, y luego el teniente ordenó a los soldados que eligieran su sitio, quedándose él con el que nadie quería, esto es, con el de al lado de la puerta) y apoyó la cabeza contra la pared, fijando sus lacrimosos ojos en los significativos montoncitos de arena, en espera de la náusea definitiva que le aliviase de aquel malestar. Una de aquellas lágrimas gordas resbaló y, después de haberse columpiado durante algunos segundos en la punta de la nariz (Roque no sólo la sintió, sino que también la vio, aunque a duras penas, puesto que hubo de ponerse bizco primero y luego guiñar un ojo para hacerlo), se descolgó suavemente y se posó en uno de los montoncitos de arena, lo que aceleró la llegada de la náusea que Roque estaba esperando, si bien ésta no le obligó a arrojar (calculó el tiempo transcurrido desde que comió por última vez, comprendiendo entonces que no arrojaría), limitándose sólo a dejarle un amargo sabor que le asqueó la boca y le impulsó a escupir repetidamente, quedándole por fin colgada una especie de baba larga, tan larga que casi llegaba al suelo, y que Roque cortó con la mano, limpiándose ésta acto seguido en el pantalón. Salió de la letrina secándose los ojos y se detuvo un momento en el pasillo, frente a la puerta de la habitación en que sus compañeros le esperaban para meter en el saco al sargento, pensando, es decir, no pensando, sino intentando convencerse a sí mismo de que no le faltaría valor para ayudarles, hasta que, todavía reflexivo, pero habiéndose decidido ya completamente, traspasó el marco de la puerta y se quedó parado delante mismo del cabo, mientras contemplaba las irónicas miradas que le dirigía José, quien se hallaba sentado en el suelo, y los gestos de mal disimulada despreocupación que hacía Anselmo.

—¿Qué? —le preguntó el cabo, más con los ojos que con la voz—. ¿Se te ha pasado ya?

Roque adelantó las manos hacia el saco y lo sujetó por los bordes, igual que ya había hecho el cabo, de modo que el saco quedó completamente abierto.

—Creo que sí —dijo. Miró el pedazo de noche que había dentro del saco—. Bueno, ¿vamos a meterle de una vez?

José se levantó y agarró de los pies al sargento, en tanto Anselmo lo hacía de las axilas. Roque observó que el sargento estaba descalzo y, al mirar a los pies de José, creyó recordar (fue como un inesperado, aunque intrascendente, latigazo en su memoria) que las botas que éste calzaba eran las que habían pertenecido al suboficial, por lo que alzó los ojos hacia los ojos de José (lo hizo, no en busca de una explicación que ni esperaba ni deseaba, sino a impulsos de esa fuerza incontrolable que hace mirar siempre a los ojos de un hombre después de haber sido descubierto algo, alguna cosa especial en él, especial y llamativa, como si los ojos también tuvieran que ser especiales y llamativos), viendo en ellos (en los ojos de José) una chispa como de satisfacción cuando miraba a los pies del muerto y como de amenaza cuando le miraba a él mirarle; así supo Roque que José había sorprendido su pensamiento (dedujo que el camino recorrido por su mirada desde los pies del sargento hasta los ojos de José, de igual modo que su expresión, involuntariamente interrogativa, fueron las inocentes causas que delataron todo lo que él estaba pensando) y, por tanto, José sabía que él ahora sabía que le había quitado las botas al sargento. Pero a Roque, aunque ladeó la mirada, no le preocupó que José supiera lo que él sabía; ladeó la cabeza porque no quiso ver cómo metían al sargento dentro del saco, aun cuando lo vio irremediablemente, no con los ojos, sino a través de las exclamaciones del cabo, Anselmo y José, que escuchaba sin posibilidad de evitarlo, y que le dibujaban (Roque supuso que con la más fiel exactitud) todos los pormenores de la indeseable escena: Anselmo, aguantando con fuerza, mientras José introducía los pies del cadáver en el saco, y luego Anselmo y José, empujando con mimada brutalidad para que todo el cadáver se deslizase hasta el fondo, donde al fin se quedaría, tieso como un militar, y el cabo, apretándole la cabeza y los hombros para poder atar los bordes del saco con una cuerda.

Al pronunciar el cabo una frase con que daba por finalizado aquel trabajo, Roque volvió la cara y contempló de nuevo el saco, cuya forma, con el sargento allí metido, le hizo recordar un poco los pellejos que se utilizaban para envasar el aceite y que tantas veces había visto en las estaciones de ferrocarril. Pensó en si la guerra no habría proporcionado a aquellos pellejos idéntica utilidad que la que ahora tenía el saco, y los imaginó otra vez en las estaciones, no llenos de aceite, sino llenos de muertos, de sensatos y apacibles muertos que esperaban el turno de embarque de sus pellejos, y luego, ya colocados en línea dentro de un vagón de mercancías, se los llevaban a un lugar muy lejano, a una ciudad donde nadie vestía uniforme ni gastaba fusil, donde la gente sonreía en silencio y saludaba en voz baja, donde, en fin, la paz había besado a los hombres en la frente y nadie esperaba que una mina estallase bajo sus pies, y allí sacaban a los muertos de los pellejos, les lavaban la cara con suaves esponjas amarillas, les tapaban los agujeros de las balas y las señales de la metralla con pelotitas de cera, o les probaban brazos y piernas nuevas, caso de que los muertos hubieran llegado allí sin algún brazo o sin alguna pierna, hasta encontrar los que les quedaban a la medida, y entonces los encolaban con un pegamín hecho de rocío recogido en los pétalos de las rosas, después les daban ropas de paisano y al final todos los muertos echaban a andar por las calles, saludaban en voz baja como si ya no fueran muertos, e incluso al día siguiente salían a la estación a esperar la nueva carga de pellejos y hacían con los muertos recién llegados lo que en la víspera habían hecho con ellos, de forma que todos los muertos eran felices y vivían felices, sólo porque estaban en un lugar hasta donde no llegaba el ruido de la guerra y nadie esperaba que una mina estallase bajo sus pies. Roque quiso sonreír al pensar que pensaba fantasías imposibles, ya que los muertos siempre serían muertos, estuviesen enterrados o no enterrados, en sacos o en pellejos, y de pronto se dio cuenta de que, en efecto, sonreía con decepción, si bien sabía que sus labios permanecían inmutables, porque su sonrisa era de dentro y por dentro sonreía con el pensamiento mismo, como un actor sonríe de saberse buen actor cuando se angustia en el último acto de un drama, sin dejar de angustiarse hacia fuera y de sonreír hacia dentro. Así Roque sonreía convencido de que sonreía, hasta que la repetición en su cerebro de las palabras mina y muerte, enlazadas con insultante facilidad y cruel precisión, le obligó a replegar el pensamiento de aquella sonrisa del pensamiento que, al no haberse transmitido a la expresión, dejó su gesto invariable (miraba el saco que contenía al sargento muerto, como si acabara de volver la cabeza para mirarlo y pensar que parecía un pellejo de los que sirven para envasar el aceite), adueñándose otra vez de él aquella irreprimible sensación de que pronto iba a morir, pese a hallarse lleno de vida y de ganas de seguir viviendo. Y al creer, como él creía, que después de la muerte no existía nada, es decir, existía sólo la nada, pues la muerte era absoluta, total como la vida misma, buscó desesperado una esperanza de salvación, envidiando a Julio por haber desertado, ya que aquello era la única esperanza desesperada de seguir vivo, pero pensó que él tenía miedo de desertar o bien que aún tenía el suficiente valor para morir con dignidad, aunque una digna muerte (qué más le daba ya la muerte) no le sirviese para nada.

Y Roque Zamorano pensaba que la muerte no le serviría para nada, mientras seguía escaleras abajo al cabo y a José (el cabo le había ordenado a Anselmo que se quedase con el saco), y trasladó a la muerte próxima de aquellos compañeros las mismas consecuencias, puesto que el cabo y José, puesto que todos, pese a andar y charlar todavía, pese a parecer que no pensaban, que no esperaban, que no morían nunca, también morirían allí y nadie les agradecería nunca su muerte. Le daba mucha pena que José no pudiese disfrutar las botas que le había robado al sargento, porque, después de la muerte, las botas continuarían siendo las botas y José ya no sería José, sino un muerto a quien cualquiera podría robar las botas que él había robado. Por eso le daba mucha pena José. Luego, Roque se miró en el fondo de su pensamiento y quiso encontrar en él a Dios, quizás al Dios de que le había hablado Vicente y en el que Vicente creía, pero no a un Dios abstracto, realizado por el pensamiento mismo, sino a un Dios real, que pudiese ser pensado y rezado y que diese a su pensamiento la convicción de que la muerte no significaba sólo la muerte, como él ahora creía. Y Roque, más que desear encontrar, más que querer con toda su alma saber de Dios, necesitaba encontrarlo y saber cosas de Él, para no romper a llorar o a darse de cabeza contra las paredes, porque Roque no quería morir, o, al menos, no quería morir del todo y para siempre.

Penetraron en el cuarto en que se hallaba el teniente, quien les dirigió una mirada interrogativa y preguntó al cabo, casi afirmando en vez de preguntar:

—¿Ya?

—Sí, mi teniente —dijo el cabo. Señaló con un dedo a Roque—. Éste por poco se ha puesto malo, pero ya está el sargento en el saco. ¿Quiere usted que lo bajemos?

El teniente dudó unos momentos.

—No —dijo—; ahora, no. Mejor será que se quede arriba. Cuando se haga de noche, ya os diré que lo bajéis.

El cabo preguntó:

—¿Ordena usted alguna otra cosa?

—Nada, muchas gracias. —El teniente se apretó la frente con una mano—. Ya os diré cuándo tenéis que bajarlo —repitió, y añadió luego, al tiempo de volverse de espaldas—: Nada más.

Salieron, y ya en la habitación principal, bajo la que se encontraba la mina, Roque sintió que la mano del cabo se le ponía en el hombro, por lo que se detuvo y se volvió despacio, mientras José se sentaba en el suelo, y vio la pequeña sonrisa del cabo y escuchó su pequeña y suave voz, que acompañaba con un taconeo seco e insistente sobre el piso.

—¿Qué te pasa? —le dijo el cabo, y Roque ni siquiera se encogió de hombros, sino que se limitó a bajar los ojos para ver cómo el tacón del cabo se alzaba y caía repetidamente sobre el suelo, levantando su sonido hacia la voz que le hablaba y enredándose con ella en un indescriptible abrazo—: ¿Crees acaso que los demás estamos deseando morir? Escucha… —El ritmo del pie aceleró el taconeo sobre el piso; el cabo dio treinta, treinta y cinco, quizá cuarenta golpes, los cuales rubricó con un último taconazo lanzado con más fuerza, y al alzar Roque los ojos vio que en los labios del cabo se había desdibujado la sonrisa, esto es, vio sus labios apretados, y en seguida sintió desaparecer el contacto de la mano que había tenido sobre el hombro, y escuchó un chasquido de dedos en el aire, mientras los labios del cabo empezaban a moverse nuevamente—. No ha pasado nada —decía el cabo—; nunca pasa nada. Hemos escuchado abajo unos ruidos y se nos ha metido en la cabeza que vamos a morir, que vamos a saltar hechos pedazos a consecuencia de la explosión de una mina, y eso es, sencillamente, lo único que aquí pasa. Pero ¿has pensado tú si existe realmente la mina? Sí, sí, es necesario que exista una mina para justificar nuestra actitud y, sobre todo, la actitud de un desertor. ¡Qué risa nos iba a dar de nuestro miedo si algún día descubriéramos que la mina no existió jamás! Por eso es por lo que la mina tiene que existir y por lo que nuestro miedo está justificado. Pero el miedo, ¿entiendes?, el miedo; el miedo, sí, pero no el odio, ¿lo entiendes bien?

Roque no hizo nada por hablar, y, sin embargo, encontró dos palabras y una pregunta asustada en mitad de su boca:

—¿El odio?

—El odio, en efecto —le dijo el cabo—. ¿A quién odias tú, quizá sin saberlo, pero con todas las fuerzas de tu pijotera alma? —Roque hizo un ademán, no porque tuviese pensado decir algo, sino empujado por algo que desconocía, aunque sabía que era común a todos los hombres; se movió hacia delante y abrió la boca por ese impulso de desdecir lo que suena a ofensa personal, pero el cabo le atajó alzando la mano y diciendo, no en tono superior a su tono de siempre, sino con la calma con que le había hablado hasta entonces—: Calla… ¿He dicho pijotera alma?… Está bien, Excelentísimo Señor Zamorano… Le hablaba a Su Excelencia de su capacidad de odio… ¿A quién odias tú? ¿A qué cosa odias tú? ¿A la guerra? ¿A esos hijos de mala madre que te van a matar, igual que nos van a matar a todos nosotros? No; el Excelentísimo Señor Zamorano no odia la guerra ni a los hijos de mala madre que le van a matar; lo que el Excelentísimo Señor odia es la muerte misma y, por tanto, nos odia a nosotros, que somos muertos en pie. ¿Te has visto los ojos? Es realmente significativo que el hombre, que puede ver sus manos, sus pies e incluso sus recuerdos, lo que nunca pueda ver sean sus propios ojos, como no sea mirándose a un espejo, y, de hacerlo así, entonces los ojos se desfiguran. Pero si tú pudieras ver tus ojos tal y como son, tal y como yo te los estoy viendo ahora y tal y como pude vértelos antes, cuando saliste disparado de aquí, sabrías por qué te estoy preguntando que a quién odias. Pues bien; escucha… Tú te odias a ti mismo, a ese muerto que bamboleas sobre tus pies y que no para de odiarnos a nosotros porque somos también muertos; tú odias al sargento Merino, porque la muerte ha hecho que huela mal; no odias la guerra ni a los asesinos que van a matarte, porque la guerra y esos asesinos rebosan vida; tú odias a los dos muertos de que siempre está hablando José, ¿eh, José?… —El cabo se había vuelto hacia el aludido, y Roque dio una rápida media vuelta y echó a andar hacia la puerta que comunicaba con el exterior, y ya en ella escuchó otra vez la voz del cabo, ahora sí fuera de tono y con una montaña de ironía cargada encima de ella—. ¡Con Dios, muerto!

Roque salió de la casa maldiciendo no sabía qué desde el fondo de su corazón, quizá maldiciendo al cabo, igual que dos horas antes había maldecido a Vicente, y casi tropezó con Rufino, que se paseaba a lo largo de la fachada de la casa, y quien, tras detenerle, le preguntó si habían metido ya al sargento en el saco. Roque contestó afirmativamente y Rufino dijo: «Vaya por Dios», de manera que Roque, antes de volverle las espaldas, murmuró con marcada suavidad: «¿Por qué Dios?», dejando a Rufino de una pieza, más que por el hecho de haber recibido aquella inesperada pregunta (Roque comprendió que Rufino no esperaba oírle hablar a él después de haber hecho su resignado comentario), por el gesto de escepticismo e ironía expresado por Roque, quien en seguida se volvió y rodeó la casa, yendo al pozo, donde bebió en la lata que utilizaban para sacar el agua. Eugenio, que estaba junto a la ametralladora, también le preguntó si habían metido ya al sargento en el saco.

—Ya está —dijo Roque—. Al sargento, por lo menos, le ha tocado un saco. Ya veremos lo que nos toca a nosotros.

Roque se sentó encima de una caja de municiones y se puso a tirar chinitas al pozo, mientras miraba de soslayo a Eugenio (cuando no miraba a ver si las chinitas caían en el pozo), que también le miraba a él, pero no de soslayo, sino con la mirada parpadeante de quien quiere decir algo y no se decide a decirlo. Por fin, Eugenio también tomó unas cuantas chinitas y empezó a tirarlas al pozo.

—¿Por qué no vienes conmigo? —dijo Eugenio. No miraba ahora a Roque, sino que hacía que miraba con verdadero interés la trayectoria de las chinitas, aun cuando Roque sabía que el que las chinitas cayeran o no en el pozo le traía a Eugenio tan sin cuidado como se lo traía a él—. Yo me voy a marchar, lo mismo que ha hecho Julio, Es la única solución; no se puede hacer otra cosa.

Roque (dejó de arrojar chinitas y apoyó las espaldas contra la tapia) no expresó ni sorpresa ni conformidad al conocer los propósitos de Eugenio; se limitó a mirarle con más fuerza, aunque con indiferencia. Había llegado a la conclusión de que todo le daba igual y que, puesto que aún no había explotado la mina, cualquier cosa podía suceder, sin que le extrañara nada de lo que sucediera, ni siquiera el hecho de que uno de sus compañeros le dijera que iba a desertar y le insinuara que desertase con él.

—Yo no me voy —dijo Roque, simplemente.

Después, al beber nuevamente agua en la lata, Roque notó que el agua no le sabía a nada, y pensó en si alguna vez le había sabido a algo, convenciéndose de que nunca, ni el agua, ni el pan, ni las mujeres, le supieron a alguna cosa concreta. Se bebe, se come y se va el hombre con una mujer, pero nada tiene importancia; sencillamente, parece que la tiene. Pero no la tiene, y ni siquiera la muerte tiene importancia, por eso pensó Roque que todo debía darle igual y que tampoco valía la pena pegarse con la cabeza en la tapia, o gritar, o matar al teniente y al cabo y salir corriendo antes de que estallase la mina. ¿Para qué? Si Dios no existía, estaban perdidos, igual allí que en cualquier parte. Y si Dios existía, también estaban perdidos. Sin embargo, a Roque también le daba lo mismo que Dios existiese o no existiese; todo le daba lo mismo, porque ya se había hecho a la idea de que nada significaba nada y que, al fin y al cabo, todos los hombres mueren, crean o no crean en la existencia de Dios, y todos se enfrían como el sargento, y se pudren, igual da que sea hoy o mañana, sea como sea, donde sea y de la manera que sea. Le daba lo mismo desertar que no desertar, pero, pensándolo bien, era más cómodo no hacerlo. De cualquier modo, pensaba Roque, quizá la mina no estallase, o a lo mejor ni siquiera había tal mina, aunque la había realmente, si no como mina que pudiese estallar, al menos como mina que, pensando que podía estallar, tenía atemorizados a unos cuantos hombres, hasta el punto de que, muerto ya uno de ellos nada más mencionarse la palabra mina, otro se hizo desertor efectivo y otro opositor a desertor, y quién sabe lo que se proponían los otros, mientras él esperaba, ahora tranquilamente y quizá también pacientemente, a que ocurriese lo que tenía que ocurrir, sin importarle ya nada, ni tan siquiera el hecho de creer que después de la muerte sólo existía la nada.

Roque se desentendió de Eugenio y pensó en lo que le había dicho el cabo. ¿A quién odiaba él? ¿Era a la muerte o era a una niña que vio muerta una tarde en el cementerio?

Aún era niño él (y seguiría siendo niño durante algunos años más) y jugaba en la calle e iba entonces a la escuela, donde todos envidiaban su caja de lapiceros de colores, pero un día no hubo escuela, no porque hubiese cambiado el Gobierno o porque fuese el santo de la maestra, sino porque había muerto una niña de la segunda clase, y él, que ese día se quedó jugando en la calle, sin saber ni preguntarse qué era la muerte, lo mismo que jamás se preguntó qué era un cambio de Gobierno o el santo de la maestra, vio acercarse la comitiva que llevaba una relativamente pequeña y relativamente grande caja blanca muy bonita, fue llamado por algunos de sus compañeros de juego y de la escuela, y se colocó en la larga fila, guaseándose por dentro de la cara compungida de la gente, pues hacía sol, un sol hermoso que metía en el cuerpo ganas de reír y de saltar, pero se fue serio y despacio hasta el cementerio (era la primera vez que atravesaba aquel portón de hierros crucificados), en donde le entusiasmaron las cruces y las lápidas, sobre las que su primera enseñanza leía nombres y números que le encandilaban la imaginación. Uno de sus compañeros descubrió una lápida con el nombre de un Zamorano, y Roque estuvo mirando su fría superficie y pensando en la de barcos de colores que se podrían pintar sobre ella con sus lapiceros, e incluso dispuesto a hacerlo cualquier domingo que nadie le viera, pero entonces un pequeño tumulto entre las gentes que habían llevado a enterrar a la niña le hizo correr precipitadamente hacia ellas, metiéndose entre las piernas de los más rezagados para colocarse en primera fila. Un hombre acababa de levantar la tapa de la caja blanca, y Roque vio por primera vez la muerte, y la vio en forma de niña muerta y rubia, de muerte niña que tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta y una enorme expresión de miedo en toda su cara; la niña llevaba unas flores entre las manos, y Roque no supo si estaban más muertas las manos que las flores. El padre besó a la pequeña y se echó a llorar, y en seguida taparon la caja y la bajaron a un estupendo hoyo, en el que el padre tiró unos puñados de tierra, y luego algunos otros hombres arrojaron también en él nuevos puñados de tierra, antes de salir despacio del cementerio, donde quedaron sólo dos hombres tapando el agujero con paletadas de tierra que sonaban a muerto al rebotar contra la caja.

Aquella era la muerte que, en efecto, Roque odiaba. Roque odió a la niña y a la muerte a partir de aquella misma noche, cuando, entre sueños, la niña se le apareció, con su ramo de flores en las manos y en la cara su expresión de susto. Desde entonces (siempre siendo niño), Roque se imaginaba muerto muchas veces, y veía cómo le metían en una caja igual a la de la niña y que le llevaban al cementerio, y él quería gritar, pero no podía hacerlo, igual que aquella tarde de sol no había podido gritar la niña, aun cuando, seguramente, estaba deseando gritar cuando la besó su padre, y le meterían en un agujero y le taparían con tierra que sonaría a muerto, y él estaría aún deseando gritar, muerto de miedo, pero la voz se le ahogaba en la garganta, y ni siquiera podía mover las manos, ni siquiera era capaz de llorar o de sonreír, sino que únicamente sabía estar muerto, sabía estar muerto como la niña aquella, con un susto gigante pintado de blanco en la expresión y la irremediable mezquindad de los muertos bajo tierra.

Eso era lo que odiaba Roque, y quizás el cabo había tenido razón cuando le dijo que se odiaba a sí mismo, a todos ellos y a la muerte. ¡Eugenio y sus propósitos de deserción!… Hasta los propósitos de deserción de Eugenio estaban muertos, y él los despreciaba con toda la fuerza sin control de su alma.

De todas formas, y una vez más, esto es, y una vez menos, había empezado" a caer la noche. Las sombras de las cosas habían adquirido la inmensidad y se arropaban unas con otras en la longitud sin fin de la tierra. Roque ni siquiera miró a Eugenio, que estaba ahora sentado junto a Francisco, sino a su sombra, a la sombra de los dos, y, tras pasar junto a ellos, penetró en la casa (Vicente y Rufino estaban al pie de la destartalada mesa que sostenía la lámpara de petróleo, a cuya luz Vicente mostraba algo a Rufino, que se volvió al verle entrar) y se apoyó contra una pared, intentando comprender por qué aún era posible que hubiese alguna cosa interesante que enseñar unos a otros antes de morir, pero sin el deseo determinado de saber qué cosa era la que Vicente enseñaba a Rufino, aun cuando aquella cosa, indudablemente, les hacia sonreír, como si nunca, en la vida, hubieran sonreído.

Y Rufino le llamó:

—Eh, Roque, acércate a ver esto.

Roque empujó suavemente la pared para separarse de ella y se acercó a la mesa con paso cansado.

—¿Qué hay de bueno? —preguntó.

Vicente alargó la mano, en cuya palma estaba aquella cosa diminuta, que Roque, tras la primera mirada, no acertó a saber de qué se trataba, e hizo un premeditado gesto de incomprensión, el cual sirvió (Roque se dio perfecta cuenta de ello) para que la sonrisa alargara todavía más los labios de sus compañeros.

—Échate hacia la luz. Verás —dijo Vicente, retirando la mano hacia la lámpara, donde Roque pudiera ver con más precisión aquella cosa.

—¿Qué es? —preguntó Roque.

—Bueno, ¿es que no lo ves? —dijo Vicente.

—Parece un huevo roto —comentó Roque.

—Eso es, un huevo roto —dijo Vicente—. Cuando nacen los pajarillos, los padres echan las cáscaras de los huevos fuera del nido. ¿Sabías tú eso?

—¿Y eso que tiene que ver? —preguntó Roque. Contemplaba con indiferencia aquella cascarilla marrón, salpicada de pintas negras—. ¿Para esto me habéis llamado?

—Si no te interesa… —murmuró Vicente—. La he encontrado en el patio, debajo del nido.

—¿Y para esto me habéis llamado? —repitió Roque. Tomó con sus dedos la cascarilla y la observó cuidadosamente—. ¿Es que hay algún nido en esta casa?

—En el tejado —dijo Vicente—. Un nido de gorriones.

Roque sostenía la cascarilla entre los dedos índice y pulgar.

De pronto sintió compasión o asco por aquellos hombres que, estando a un paso de la muerte, y sabiendo que estaban a un paso de la muerte, sonreían mirando una estupidez semejante. Le dieron, no sólo compasión o asco, sino también indignación, rabia e impotencia unidas, y ahora sí les odió con perfecto conocimiento de que les odiaba, y no sólo a ellos, sino también a los pájaros de que le hablaban, y, sin poderlo remediar, apretó los dedos que sostenían la cascarilla, oyendo a ésta crujir al deshacerse, y alzó la mirada hacia Vicente y Rufino, que habían dejado de sonreír y le cruzaban la cara con los ojos, que, achicados por la insolencia, despedían destellos de una indignación más acusada que la que él sintió antes de apretar la cascarilla. Vicente alargaba una mano para agarrarle de la pechera, y Roque, tras esquivar con un rápido movimiento, le sujetó la muñeca, sin dejar de mirar a aquellos ojos que lo expresaban todo, como si, acumulada la totalidad de la fuerza en ellos (incluso la mano de Vicente había quedado sin fuerza al sujetarle él de la muñeca, que notaba muerta bajo sus dedos), hubieran hecho a los labios enmudecer; así que Roque (que ya empezaba a arrepentirse de haber destrozado el cascarón del huevo, que sabía que ya había empezado a arrepentirse y sabía que si destrozó el cascarón del huevo fue impulsado por la rabia de no poder hacer otra cosa, sino, sencillamente, destrozar el cascarón en una especie de desahogo de su impotencia) dejó caer los desperdicios de la cascarilla sobre la mesa e hizo un ademán de desenfado, como queriendo desenfadar con él a Vicente y a Rufino, mientras, señalando con la cabeza el centro de la habitación, musitaba:

—Mientras eso esté ahí… Tendréis que perdonarme, ¿eh? —Apretó la boca e inesperadamente, añadió con rudeza—: ¿O es que no os dais cuenta de que a mí no me importa esa porquería de huevo, sino eso que está ahí?… ¿Lo habéis olvidado vosotros?… ¿Es que, acaso, se puede olvidar?… —Soltó la mano de Vicente y vio apagarse en sus ojos la indignación. Luego, cuando Rufino se volvió de espaldas, meneó la cabeza al ver que Vicente contemplaba como un niño, acariciándolos con sus dedos, los residuos de la cascarilla—. En fin, disculpa…

No he podido remediarlo. Esa cochina mina nos va a volver a todos locos.

Roque se separó de la mesa y subió a la letrina, no porque tuviera urgente necesidad de hacer algo en la letrina, sino porque aquello fue lo primero que se le ocurrió hacer y, aunque pensó que posiblemente una vez en la letrina no podría hacer nada, decidió aprovechar el que se le hubiera ocurrido subir, de modo que subió a ver si en realidad podía hacer algo.

Después de un rato, cuando salía de la letrina sin haber hecho nada, pese a que, pese a todo, lo intentó, el cabo le llamó para que fuera a echar una mano, pues iban a bajar el saco en que habían metido al sargento. Así fue como José, Anselmo, Francisco y él, dirigidos por el cabo y alumbrados por una lámpara que sostenía Rufino, hicieron el penoso descenso por las escaleras, llevando el saco que se les escapaba de las manos, como si tuviera dentro, en vez de un cadáver que ya olía mal, un cargamento de culebras. Roque pensaba en qué demonios harían después con el saco, ya que (analizando algunas frases sueltas que había oído pronunciar al teniente y deduciendo su lógica consecuencia) no era posible enterrarlo en el patio, primero, porque no tenían picos y palas, y segundo, porque, suponiendo que efectivamente tuvieran picos y palas o alguna otra cosa que pudiera hacer las veces de los picos y las palas para cavar un hoyo en el suelo, resultaba poco aconsejable hacerlo puesto que podían ser escuchados desde la galería abierta por el enemigo, haciéndole creer a éste que andaban a la busca de la mina, por lo que, en su perfecto derecho, la harían estallar antes de lo que tenían previsto, si es que en realidad tenían previsto algo. Roque, pues, imaginó que lo colocarían encima de los sacos terreros o en algún rincón del patio, y era eso lo que imaginaba, hasta que, llegados al patio, el teniente (que se había unido al grupo al pie de las escaleras) le dijo al cabo:

—Está bien. ¿Dónde dices que está la zanja?

—Al otro lado de la tapia —dijo el cabo—. Venga usted.

El teniente y el cabo marcharon hacia la otra parte de la casa, y entonces comprendió Roque (preocupándole el hecho de no haberlo comprendido antes, puesto que aquél era el verdadero y más fácil medio de deshacerse del maloliente cadáver del sargento, y que posiblemente todos lo habían pensado así, excepto él, por eso le preocupó el hecho de que no se le hubiera ocurrido, y se preguntó que en qué estaría él pensando cuando pensaba que tenían que enterrar al sargento y no pensar precisamente en la forma más lógica de hacerlo, para convencerse de que lo que pensaba en realidad era que lo tenían que enterrar (simplemente, sin que le preocupara el modo y método que para ello se emplearía), que iban a echar el saco al otro lado de la tapia, en la parte que anteriormente comunicaba con zona propia y donde se hallaba la zanja que tantas veces había visto cuando se podía entrar y salir de la posición por aquel sitio. Poco tardaron el teniente y el cabo en regresar, ordenándoles que cargaran de nuevo con el saco y les siguieran. Descargaron al pie del pozo y José aprovechó para decir:

—Si le regáramos un poco…

Anselmo comentó:

—Entonces, se pudriría más. Las flores se riegan para que no se sequen, no para que no se pudran. Además, el sargento no es ninguna flor, me parece…

El cabo señalaba el punto aproximado de la tapia en que debía encontrarse la zanja.

—Está bien. No hay tiempo que perder —dijo el teniente—. A ver si tenemos suerte y no nos sueltan unos tiros. Andando.

Izaron el saco y lo empujaron hacia arriba, apoyándolo en la pared, hasta llegar a su límite, desde donde, tras un fuerte y final impulso, cayó al otro lado, haciendo un ruido sordo al estrellarse contra el suelo.

—Se reventó —dijo José.

—¿Qué? —le preguntó Francisco.

—Que se reventó —repitió José.

Roque vio que el teniente se había descubierto y decidió descubrirse él también, y en seguida les imitaron todos.

Y se hizo el silencio.

Aquél fue un silencio, no largo, sino crudo; fue un silencio, no doloroso, sino tangible, que quedó inmediatamente roto, no por la voz de los hombres, por la voz seca de las gargantas polvorientas y sofocadas, sino por la voz de los cañones volcánicos de entrañas calientes, que, primero, como las salvas que saludan a un alto dignatario, sonaron espaciados, casi melódicamente espaciados, con dos dedos de espera entre ladrido y ladrido, y luego, igual que la tormenta en lo alto del monte, rugieron rabiosamente sin método alguno, llevando el fuego y la mortandad, más que en la metralla de los obuses, en aquel sonido suyo que era la multiplicación por cien mil del ruido de la tierra al caer sobre las cajas de los muertos. Silbaba el metal sobre sus cabezas tan lánguidamente como el suspiro de un niño, pero, de todos modos, el silbido era perceptible y casi se podía moldear con las manos y guardarlo para cuando no lo hubiera, igual que se hubiera podido moldear y guardar el silencio de miga de pan de momentos antes. Roque miró al cielo, donde las estrellas, posiblemente asustadas, se habían escondido detrás del ruido, y estaba el soldado mirando al cielo (o no era al cielo, puesto que no había cielo, sino una enorme masa gris, quizá negra, sin forma y sin dignidad, como un sueño imposible de recordarlo), no buscando la noche, sino el silbido de los obuses, cuando sonó la voz de Francisco, y sonó, no sobre ni bajo el sonido de los proyectiles, sino en su misma longitud, esto es, al lado de ellos mismos, como si no fuera voz de hombre, sino también de cañones:

—¡Son los nuestros!

Roque buscó con la mirada a Francisco (todos —Roque lo vio antes de encontrar a Francisco— habían buscado, a Francisco o a su voz, con la mirada) y encontró en su rostro algo que se parecía a una sonrisa y creyó que aquello era el renacimiento de la esperanza, por lo que no pudo contener entonces su esperanza y la transformó en voz, uniendo su grito a tres, a cuatro o quizás a un millón de gritos más:

—¡Son los nuestros!

—¡Son los nuestros! —gritaban sus compañeros.

Y lo gritaron dos veces, cuatro veces y cuarenta veces, sin darse cuenta (él, Roque, se dio perfecta cuenta de ello, por lo que, pese a seguir gritando: «¡Son los nuestros!», lo hacía cada vez, no con menor convicción, sino con menor esperanza, de forma que la voz se le fue debilitando hasta apagarse) que el gruñido tormentoso de los cañones había vuelto a espaciarse hasta convertirse en salvas, y aun alguno gritó: «¡Son los nuestros!», y lo hizo fervientemente, cuando el eco e incluso el humo del último cañonazo no era ya otra cosa que un recuerdo y cuando las estrellas del cielo, saltando a la comba de contento, volvían a aparecer.

Durante algunos segundos quedaron todos en tensión, casi momificados, esperando que algo nuevo sucediera, aun cuando lo único nuevo que sucedió fue que el cabo, rompiendo heroicamente el estoicismo, dijo, no con su voz pequeña y clara, sino con una voz llena de polvo y saliva:

—Deberíamos echar un poco de arena encima. Quizás aún nos dé tiempo.

Roque se movió entonces y sintió dolor en todos sus músculos; vio que el teniente asentía con la cabeza, y pensó en si también el teniente había expresado la esperanza en sus ojos o si, por el contrario, él ya sabía que no había nada que esperar, aun cuando no le importaba saber lo que había pensado el teniente, pues lo importante ahora era comprobar si a él le quedaba voz, por lo que hizo unas pruebas de toses y luego, casi con un susurro, le dijo a Francisco:

—Hemos sido unos imbéciles. —Roque volvió a toser y, ahora en tono más alto, añadió—: ¡Bonita manifestación!

Fueron a recoger unos cuantos sacos de tierra y, después de deducir que para vaciarlos en el exterior era necesario que uno se subiera sobre otro, Roque se puso a gatas, colocándose José de pie en sus espaldas, desde donde recibía los sacos que, abiertos ya, le tendían Anselmo y Francisco, los cuales vertía fuera de la tapia. Roque oía el bisbisar incomprensible del teniente y, al pensar que los pies que pisaban sus espaldas calzaban las botas del hombre a quien de tan inaudito modo estaban enterrando, dejó que su estómago saltara como un potro y se indignase a discreción, hasta que, abriendo la boca a impulsos de una náusea final, vomitó el agua que había bebido no hacía mucho tiempo, y, manteniéndose en aquella extraña posición y con los ojos repletos de incontenibles lagrimones, contempló la maravillosa noche, fecunda de estrellas y de rumores apacibles.

Después, no demasiado después, pero sí tras todo el tiempo en que la boca le supo amarga, y no sólo la boca, sino también el recuerdo, pensando en la esperanza inútil, mientras comían galletas mojadas en algo que, pese a llamarlo café, lo único seguro era que no se trataba de café, Roque quiso hacerse a la idea de que aún estaban vivos, aun cuando el cabo, que ya iba por la tercera galleta, hubiera dicho:

—Estamos muertos, ésa es la verdad. No estamos muertos porque estemos muertos, sino porque nadie nos considera vivos.

Roque pensó que no le guardaba rencor al cabo, quizá porque, en efecto, y sin tener en cuenta sus palabras, había podido hacerse a la idea de que aún se encontraban vivos, si no todos, al menos él, si bien la sensación de estar vivo no era sino la consecuencia de su deseo de vivir, y miró al cabo de arriba abajo; luego vació de un sorbo aquello que denominaban café y comentó:

—Yo respiro aún. —Movió la cabeza para señalar a Vicente, que parecía estar pensando en los peces de colores—. Me voy a hacer de los de Vicente —añadió.

—¿Y qué? —le dijo el cabo—. No se está vivo por el simple hecho de respirar. Los demás también cuentan, y piensa que si te han dado por muerto, estás tanto o más muerto que Adán. Apuesto algo a que en tu pueblo ya han hecho funerales por la salvación de tu alma. —El cabo lanzó una carcajada y Roque sintió renacer en su pecho aquel odio gris que anteriormente había sentido hacia él—. Para ellos, para los nuestros, a cuyos cañones tan alegremente hemos saludado, estamos muertos ya y no cuentan con nosotros para ganar la guerra; y para los otros tan muertos estamos, que sólo necesitarán una cerilla el día que quieran convencerse de ello. ¿Crees, entonces, que todavía vives, simplemente porque puedes respirar y, en efecto, respiras? Y bien, ¿qué es la muerte? ¿Has estado muerto alguna vez para saber que la muerte no es precisamente esto? No; ni tú, ni éste —señaló a Vicente, que untaba despacio las galletas en aquello que llamaban café—, ni aquél —y apuntó a Anselmo, que se paseaba junto al murallón de sacos terreros—, que ni siquiera es hombre aún y que toda su obsesión es ser hombre algún día, y ni yo, que creo que soy un hombre como lo sois vosotros, hemos estado nunca muertos para saber cómo es la muerte, y por eso no podemos decir que no estemos muertos ahora. Al margen de la dimensión real de las cosas, todos nosotros estamos, en efecto, muertos y bien muertos, y si tú no lo sabes, si yo no lo sé, lo saben en nuestro batallón y en nuestras casas. Allí es donde somos necesarios como hombres vivos y ya no cuentan con nosotros. Creo que no hacen falta más pruebas.

Roque iba a decir algo, esto es, iba a empezar a divagar acerca de la idea inconcreta de que aún estaban vivos pese a todo, pero vio que Vicente se levantaba, tras depositar la escudilla en el suelo, y que decía lleno de fe:

—Dios es todavía bueno y justo. ¿No es así?

—Puede ser que Dios sea bueno y justo —le contestó inmediatamente el cabo—. Pero sólo Dios, que puede serlo todo a la vez, incluso malo, si Él lo desease.

—Y los hombres también —dijo Vicente.

—Los hombres, no —aseguró el cabo—; los hombres pueden ser buenos, pero no justos, o justos, pero no buenos. En razón de la justicia, un criminal, pongo por ejemplo, que haya matado y violado a una mujer, merece la más perra muerte, y en razón de la bondad, ese mismo criminal debe ser perdonado. Si el hombre es justo y le condena, entonces no es bueno, aun cuando tampoco sea malo. Sólo Dios, creo yo, puede ser justo y bueno a la vez. Pero ¿cómo? Ése es uno de los grandes secretos de Dios. Por lo demás, el hombre, que ha sido el promotor de las guerras y de los asesinatos, no podrá jamás ser justo y ser bueno a un tiempo, y ni siquiera ser justo y ser malo. Es, sencillamente, el hombre, y tan anormal como especie es, que durante todos los siglos de su vida no ha hecho otra cosa que inventar ruidos, en vez de silencios. En efecto: el hombre y todas las más importantes manifestaciones vitales del hombre marchan siempre acompañadas del ruido más estruendoso. ¿No habéis oído los cañones? Si el hombre inventó la guerra, lo hizo, no para su complacencia, sino para levantar un monumento a algo tan suyo como es el ruido. A veces me he preguntado qué fue primero, si la guerra o los soldados. La guerra podía existir en un tiempo como teoría, pero sin soldados su manifestación era imposible de ser llevada a cabo. Y, sin embargo, la guerra constituía la supremacía del ruido, y entonces el hombre se hizo soldado para poder practicar la guerra. Luego fue primero el soldado. —El cabo respiró hondo y en seguida se puso en pie, echando un brazo sobre los hombros de Vicente—. ¿Verdad, muchacho, que lo mejor sería pisotear todos los odios y todos los rencores? —Roque vio cómo la mirada del cabo se desviaba hacia él y luego giraba nuevamente hacia Vicente—. ¿Por qué no se hace? ¿Por qué no se licencia a todo el mundo y se les envía a sus casas? —Había bajado el brazo del hombro de Vicente y se pasaba las manos por la cara—. ¿Por qué no se inventan silencios?

—No puede ser —dijo Vicente.

—No, en efecto —dijo el cabo—. Si hay algo que el hombre no puede soportar, es el silencio. Por eso teme a la muerte.

El cabo calló y a Roque le dieron ganas de lanzar un grito.