Creció el sonido de las pisadas en las escaleras y luego el soldado Vicente Sala contempló un momento los pies de Eugenio (supo que era Eugenio precisamente al contemplar los pies), que se habían detenido sobre el grupo de baldosines en que hacía rato dejó Vicente descansar su mirada, no porque hubiera algo en aquel grupo de baldosines que llamara su atención (ni siquiera le llamaban la atención ahora los pies de Eugenio), sino porque el soldado pensaba mejor las cosas cuando tenía la mirada quieta, en reposo, y entonces, hacía rato, a Vicente le apremió la necesidad de meditar. Pensó en lo que estaría pensando el sargento, caso de pensar los muertos, y convino que, en cierto modo, todos ellos se parecían bastante al sargento y que apenas importaba que fuese aquel suboficial cabezota el único que había dejado de respirar, puesto que seguramente nadie, si alguien recogía sus cuerpos después de la explosión, advertiría que el sargento fue el primero en morir, ni que había muerto dos veces, por cuanto la descarga esperada no respetaría su cadáver y lo destrozaría más o menos en la misma proporción en que iban a ser destrozados los cadáveres de los que aún permanecían vivos allí dentro, incluido él. Claro está que al sargento no le dolería su segunda muerte y, muerto como estaba ahora, lo más probable es que ya no le inquietara la proximidad de la explosión. Había sido un buen hombre el sargento. Pese a todo, quizá su alma no se había ganado el cielo, aun cuando esas ganancias, a efectos estadísticos, al final sólo dependerían del criterio de quienes decidiesen la guerra a su favor; pues el que un hombre muerto en el campo de batalla sea mártir o todo lo contrario, no depende solamente del ideal por que combatió, sino también del criterio de los combatientes que resultan vencedores e imponen su ideal. Eso era lo malo de la guerra.
El soldado Vicente Sala estaba convencido de que la guerra solamente era sana para los niños, siempre y cuando fueran los niños quienes la hicieran a su modo y con espadas de madera. De cualquier otra forma, la guerra era incluso perjudicial para los niños, primero, porque nadie se preocupaba de fabricarles juguetes, así que los niños se aburrían soberanamente, y después, porque a consecuencia de la guerra los niños veían a sus madres llorar, aprendiendo entonces que no sólo son los niños los que lloran, y esto les hace meditar, pese a que la meditación les debiera estar prohibida a los menores, ya que nadie es capaz de garantizar las consecuencias que el taladro de una meditación minuciosa y profunda puede provocar en el ánimo de tantos niños que no tienen, que no saben con qué jugar. Y era así que, se dijo Vicente, al mundo le habían vuelto la chaqueta del revés y lo habían apañado, puesto que no debieron nunca los mayores apropiarse de lo que eran juegos privativos de los niños, porque jamás los mayores aprenderían a jugar a la guerra como Dios manda, es decir, lo harían siempre tan desastrosamente mal, que hasta se matarían, igual que ahora se estaban matando, mientras que a los niños, a quienes cambiaron los juegos por el llanto silencioso de la madre y por la ausencia caliente del padre, no les quedaba ya otra opción que la de dedicarse a pensar para pasar el rato, lo mismo que si fueran hombres a sueldo, y tras de estos pensamientos muchos decidirían practicar en el futuro la política en vez de la agricultura, y bien estaba que hubiese en el mundo un político por cada mil quinientos o dos mil agricultores (resultaba incluso natural), pero la guerra impondría a la larga mil quinientos o dos mil políticos por cada agricultor, y eso era también lo malo de la guerra.
Eso era también lo malo de la guerra y medio millón de guerras lo habían demostrado, pero los hombres insistían en guerrear como si fueran niños, sólo que, como eran hombres y no niños, les daba vergüenza utilizar espadas de madera, e inventaban cañones y tácticas de combate, sin reparar (o reparando quizás en ello y haciéndolo por eso) en que el número de muertos que se ocasionaban iba en relación directa con la perfección de aquellos cañones y de aquellas tácticas de combate. Y, pensó Vicente, eso era lo definitivamente malo de la guerra.
Al tiempo de sonar las pisadas de Eugenio en las escaleras (Vicente aún no sabía que se trataba de Eugenio), el soldado, sin separar la mirada de aquel grupo de baldosines, quiso trasladar sus pensamientos a los pajarillos que anidaban en el tejado de aquella casa, precisamente encima de la ventana de la habitación en que él se encontraba ahora. Eran dos simpáticos gorriones, que, posiblemente, ya se habrían multiplicado. Vicente participaba más de la voz alegre de los pájaros que del mortífero crepitar de los fusiles. Lástima que la llegada de los pies de Eugenio, llevando sobre ellos al soldado que de pequeñito (cuando aún no era soldado y cuando a nadie se le ocurrió pensar que moriría siendo soldado, con una bala metida en la nuca) así habían bautizado, interrumpiera las maravillosas ideas que, acerca de los infelices pájaros y de la sucia guerra, Vicente se hallaba a punto de esbozar. Vicente se propuso continuar más tarde aquel análisis comparativo y, alzando de una vez la mirada, preguntó:
—¿Qué?
Eugenio señaló el bulto con el pulgar.
—¿Huele ya? —dijo.
Vicente ladeó la cabeza para observar de nuevo la quietud del bulto que desde hacía cuatro días permanecía allí, pudriéndose en aquel mismo rincón de la casa. El bulto consistía en una manta estirada y en el sargento, que estaba debajo de la manta, muerto de un tiro en la frente cuando se le ocurrió asomar la cabeza por encima de los sacos terreros para llamar hijos de mala madre a los hijos de mala madre que les rodeaban, después de haberse convencido de que, en efecto, lo que sonaba en el subsuelo de la casa era el constante, el inacabable escarbar de varios picos y palas, y de haber escuchado al teniente exponer su teoría de que les iban a colocar una mina debajo de los pies, lo mismo que habían hecho ya en otros cuatro o cinco puntos de aquellas cercanías. Eso dijo el teniente, y el sargento, que, a pesar de todo, hasta entonces había esperado escapar con vida de la guerra y ascender poco a poco hasta general, no supo resignarse y guardar silencio, como hicieron los demás (fue un silencio de barro, que podía moldearse, pero frío como un cuchillo, y también brillante, igual que una puntita de lágrima en la niña de los ojos), ante la certeza de condena a muerte que significaba, no ya la espantosa situación de cercados (pues, aunque cercados, el sargento siempre estaba entreviendo alguna esperanza de salvación y planeando sus posibilidades), sino aquel convencimiento de que el enemigo no se había echado a dormir mientras ellos se morían, ni que tampoco se había echado a esperar que ellos decidiesen huir para asesinarles cuando escaparan, sino que, al contrario, el enemigo había estado trabajando para perfeccionar el cepo en que les cazarían. Y así fue que el impulsivo sargento, a quien inusitadamente despertaron de su sueño de convertirse en general (y posiblemente era esto, y no la futura realidad de la muerte, lo que más le había indignado), marchó como una tromba derecho a las trincheras del patio, mentando entre dientes la maldita idea y la no menos maldita paciencia de quienes cavaban bajo sus pies para atraparles como a ratas, esto es, peor que como a ratas (porque —decía el sargento— ni las ratas, por sarna que tuvieran, merecían aquella muerte), y asomó la cabeza para gritar lo de la mala madre, e incluso lo gritó a medias, pero entonces sonó el disparo que terminó con la vida de aquel cabezota y que, por tanto, puso fin a todas sus probabilidades de ascender algún día hasta general.
Realmente, el tiro que mató al sargento había sido un tiro prodigioso. Fue tal la precisión matemática con que penetró la bala entre las dos cejas del suboficial, y le dejó muerto en el acto (tanto es así, que el grito que el sargento estaba profiriendo se le quedó dibujado en la boca, y aún todavía algunos creían escuchar su voz cuando le retiraban la manta para verle muerto), que, a fuerza de comentarlo, se convirtió en causa de discusión entre los soldados, puesto que, mientras el cabo y Vicente se inclinaban por conceder a Dios lo que era de Dios y al poco que había matado al sargento una puntería como la omnipotencia de Dios, los más preferían suponer al azar como el verdadero artífice de la intachable calidad del tiro. Pero lo cierto era que lo único cierto era que, cuando ya al sargento no le quedaban motivos para su preocupación (al menos no los aparentaba), su muerte, cuatro días después, inició el impulso hacia una nueva inquietud que se traslucía en las conversaciones de los soldados, si bien la culpa no pertenecía exclusivamente al desdichado sargento, sino también a la alta temperatura que había apresurado el proceso de descomposición de su cadáver.
El soldado Vicente Sala, sin embargo, cuando escuchó la pregunta de Eugenio, aún permanecía con el pensamiento puesto en su decisión de continuar pensando en los pájaros cuando pudiera hacerlo, de modo que el movimiento que hizo con la cabeza para observar el bulto que totalizaban la manta y el sargento no se originó por el deseo premeditado de contemplar otra vez el bulto, sino que, al no comprender instantáneamente la pregunta, buscó allí la respuesta adecuada, ya que la indicación del pulgar de Eugenio sólo podía significar que Eugenio se estaba refiriendo al cadáver y que en el cadáver se hallaba la solución a su interrogante. Vicente, pues, paseó la mirada por el bulto, y luego, al enfrentarse con Eugenio nuevamente, se encogió meticulosamente de hombros, elevó las cejas con facilidad intuitiva y murmuró con mal disimulado cansancio:
—Yo qué sé. A mí ya todo me huele a perros.
Y, en efecto, todo le olía a perros al soldado Vicente Sala; le olía a perros, no sólo el cadáver del sargento Merino, sino también la voz de sus compañeros, la sangre viva que corría por sus venas aún calientes y el ansia de sus ojos. Se levantó lentamente, e incluso su movimiento le olió a perros muertos.
—Bueno —dijo Eugenio—. Yo no voy a aguantar mucho tiempo metido aquí.
—¿Y tú qué sabes? —Vicente se sacudió el polvo con insolente desgana.
—Yo me voy a marchar. Yo no espero a que me revienten como a un escarabajo pelotero.
—Allá tú. Pero debes darte prisa. —Vicente echó a andar hacia las escaleras—. ¿Te quedas? —preguntó.
Sabía que se quedaba, por eso intuyó la contestación de Eugenio en sentido afirmativo, aun cuando ésta llegase a él en forma de un murmullo de agitado río intraducible. Vicente bajó a la planta inferior y se puso a disposición del teniente, quien le envió al patio a relevar a Cristino. El sol, y más que el sol, la luz del sol, le hizo parpadear violentamente varias veces, hasta que, transcurridos diez o doce segundos, localizó a Cristino al pie de una tronera.
—¿Qué tal arriba? —le preguntó Cristino.
—Se está más fresco que aquí. —Vicente se pasó una mano por los ojos y repitió los guiños que hiciera cuando salió al patio, quedándose por fin con la mirada entornada entre los párpados—. Vaya un buen día —dijo—, ¿eh?
—No está mal. —Cristino le dio una palmada en las espaldas—. Ahí te quedas.
Vicente vio desaparecer a Cristino en el interior de la casa y en seguida pensó en que ya nunca le volvería a ver vivo, ni a Cristino, ni a Eugenio, ni a ninguno, y esperó, durante unos instantes que parecieron años, que se produjera la explosión, concentrando toda la fuerza de sus sentidos en el sistema auditivo, a fin de intentar comparar antes de morir los ruidos que ya conocía con el ruido ignorado del reventón de la mina, pero entonces, e inexplicablemente, pensó en que también morirían los gorriones, y la mirada dejó de ser oído para convertirse en mirada nuevamente y observar cómo uno de los pájaros (el macho, lo conoció por su pechuga negra) retaba al enemigo desde lo alto de la trinchera de sacos terreros, saltando suicidamente sobre ellos, y tuvo miedo de que el pajarito fuese también motivo de contemplación para el infalible fusilero que había matado al sargento. Vicente amaba los pájaros y la paz, por eso siempre había cazado pájaros y ahora hacía la guerra. Y así fue cómo, tras espantar con una palmada al inconsciente gorrión (el gorrión voló desde los sacos terreros hacia el tejado de la casa, posándose en las proximidades del nido), el soldado se impuso el deber de sentenciar que aquellos gorriones no debían morir allí, y lo sentenció decididamente, sin que el pensamiento vagase a través de premisas que, por otra parte, incluso podían señalar como necesaria la muerte de los pajarillos, sobre todo teniendo en cuenta que de algo, de muerte natural o de muerte violenta, todos los hombres y todos los pájaros han de morir. Pero Vicente decidió, firmó y rubricó mentalmente la inocencia de los gorriones, estudiando acto seguido las posibilidades de salvación con que contaban si a la mina le daba por estallar en aquellos precisos momentos. De permanecer el macho sobre el tejado de la casa, era, sin género de dudas, el que mayor porcentaje de posibilidades tenía de resultar indemne, porque su mismo instinto le empujaría a escapar de un vuelo al producirse el sonido inicial de la explosión; no así la hembra ni los pajarillos, que, de haber nacido ya (los pajarillos), perecerían irremediablemente entre las ruinas de la casa, si era cierto que ahora la hembra se encontraba en el nido, como suponía Vicente, y si su instinto de maternidad era más poderoso que el de conservación, como también Vicente suponía y admiraba, causa que inmovilizaría las alas de la madre, de forma y manera que ésta, salvo un milagro de Dios, que a veces hace milagros parecidos, sucumbiría junto a sus polluelos.
El soldado inventó en su imaginación la casa destrozada (tardó varios minutos en hacerlo, colocando y descolocando piedras y sacos; poniendo aquí un muerto y allí un brazo del teniente muerto; situando el cadáver de Eugenio al lado del maloliente cadáver del sargento, éste en una postura grotesca y aquél asomando un costado, o algo que se parecía a un costado, entre los escombros; todo así, todo: piedras, sacos y muertos, revueltos en el desorden que había ordenado su imaginación) y se dedicó a buscar entonces entre las ruinas a los pajarillos muertos, encontrándolos al fin, gracias a la ayuda que le prestó el gorrión macho, al que definitivamente había salvado de la hecatombe, que piaba lastimeramente al pie de un montón de polvorientas tejas machacadas, y el Vicente imaginado por Vicente hurgó allí con las dos manos hasta dar con los diminutos cuerpos aún calientes de cuatro crías y el cadáver asombrado de la pájara, los cuales puso al lado del gorrión macho antes de escarbar a ver quién era el muerto que había estado en la muerte debajo de los pájaros, y a quien vio solamente en parte al buscar a éstos, comprobando con horror que se trataba de él mismo, o sea, el muerto no era el Vicente imaginado por Vicente, sino otra vez él, esto es, otro él más semejante al que estaba al lado de la tronera. No era la primera vez que al soldado le ocurría pensarse así, sin vida (ya se sabe, al hombre le gusta saborear, en el preludio del sueño y de la desesperación, el proceso de su muerte), pero el inesperado impacto que le produjo en esta ocasión aquel pensamiento, al que no llegó por vías de una lógica consecuente o de un deseo premeditado, le hizo cabecear varias veces, cerrando y abriendo los ojos con violencia, hasta que la realidad (la realidad consistía en la casa en píe, el día maravilloso y el gorrión macho piando en el tejado de la casa) venció a las irreales secuencias imaginativas. Vicente suspiró con ganas; comprobó que, de todos modos, si hubiese explotado entonces la mina lo menos probable era que su cuerpo quedara junto a los pajarillos, dada la situación actual de él respecto a ellos, y después, tras algunos instantes de indiferencia mental y expansión de su comodidad física, siguió con la mirada el vuelo del gorrión macho, que, lanzado desde el tejado, pasó sobre su cabeza y atravesó la trinchera.
Cuando el soldado Vicente Sala, tropezando de nuevo con su obsesión casi inconsciente, analizó todo lo que momentos antes había pensado, y meditando en el espasmo de sus ojos y en la rigidez férrea de sus dedos, comprendió que la locura rondaba su cerebro. Lo comprendió con frialdad absoluta, concediendo la máxima naturalidad al hecho de que un hombre pueda acabar loco y entender su demencia, sin que nada dentro de él forzase una orden que modificara en los ojos el trance del espasmo e hiciese abandonar a los dedos su rigidez. Reconocía que la locura era así, pero tampoco le importó, sintiéndose feliz de hallarse aún capacitado para estudiar con tranquilidad su reconocida demencia, de manera que Vicente imaginó otro Vicente para que le contemplara en cuclillas, irremediablemente espantado bajo el sol, brillándole como el níquel la mirada, e hizo que el otro Vicente se burlara de él, terminando él mismo, no ya el otro Vicente, sonriendo y lleno de ganas de ir a la casa a pregonar que estaba loco, que lo sabía conscientemente, aunque los demás le tomaran, en efecto, por un estúpido maniático. Entonces se dio cuenta el soldado de que controlaba su locura y, olvidándose a propósito de ella, convencido de que podría poseerla nuevamente cuando la necesitase, miró a través de la tronera intentando localizar al gorrión, pero no vio el gorrión, sino una cabeza que emergía de las trincheras enemigas, por lo que, al suponer que pertenecía a un hombre vivo, y requerido por los reflejos que la experiencia de la guerra había depositado en él, preparó su fusil para disparar. Apuntó pacientemente, recreándose en el placer de apuntar y de saber que apuntaba, hasta que, cuando supo que un simple movimiento de su dedo índice bastaba para matar a la cabeza y, en consecuencia, al hombre entero (todo un mundo moriría con él, toda su niñez, que ya nunca recordaría, y quizás alguien que no había ido a la guerra ni deseaba la guerra lamentaría su muerte e, incluso, si padecía del corazón, moriría también por efecto de aquel disparo, y quién sabía si el hombre aquel, pese a ser un enemigo, no era un gran hombre o al menos un buen hombre, y pensando que posiblemente el hombre, grande o bueno, tenía hambre o sed o ganas de llorar, para llegar a la conclusión de que todo esto y cien mil cosas más podía destruirlo, es decir, descrearlo el ligero temblor de un dedo, de tal forma que aquello, un hombre al fin y al cabo, ya jamás comería ni bebería ni lloraría), algo le empañó el cristal de los ojos y Vicente retiró la mano derecha del fusil, mirándose luego en ella las lágrimas que, por primera vez desde que empezó la guerra, le habían obligado a respetar la vida de un enemigo. Recogió el arma y se volvió de espaldas a la tronera para evitar que su mirada encontrase otra vez la cabeza aquella, invocando a Dios que le tuviera en cuenta aquel gesto a la hora de echar cuentas. Sintió que una lasitud de enorme bienestar invadía todos sus miembros al entablar conversación con Dios. Le dijo que él no era malo y Dios meneó comprensivo la cabeza, lo cual le prestó ánimos para rogarle que no contara a ninguno de sus compañeros que había perdonado la vida a un enemigo ni cómo lo había hecho, y Dios le contestó que quedase tranquilo, que no lo haría. Vicente le dio las gracias y le dejó marchar. Entonces Dios, el Dios real, fue sustituido en las deducciones del soldado por el convencimiento de que era necesaria la existencia de Dios y que, de no existir, habría que inventarlo. Pero Dios existía (Vicente estaba seguro de que Dios existía, igual que existen los sueños y las corazonadas), ya que era indudable que existía él (Vicente) y existían sus pensamientos en los que existía Dios. Y si Dios, gente de paz, consentía la guerra, lo hacía para poner a prueba a los auténticos pacifistas. Porque no eran pacifistas, de ningún modo, los que se quedaban en sus casas, en sus tiendas, en sus oficinas, comentando elocuentemente la desgraciada situación y golpeándose el pecho mientras clamaban paz; los pacifistas eran quienes por senderos más directos, esto es, yendo al frente, matando y muriendo, hacían cuanto estaba en su mano para aniquilar al enemigo que practicaba la guerra, es decir, no precisamente que practicase la guerra, sino que, para ganar la misma paz, recorría otros caminos, o quizá los mismos caminos, pero a la inversa, pues la guerra era la consecuencia más inmediata del deseo de la paz que muchos hombres buscaban desde distintos frentes. De modo y manera que, se dijo Vicente, ganase quien ganase aquella guerra, siempre acabaría por llegar la paz.
Vicente dibujó con la culata del fusil su nombre en la arena y aún estaba contemplándolo cuando apareció Francisco, quien se asomó por la tronera y luego volvió la cara hacia él.
—¿Has visto a ése? —preguntó.
Vicente sabía a quién se refería, pero miró de todas formas por la tronera, viendo otra vez al hombre aquél, o posiblemente a otro hombre. En realidad, lo que Vicente vio fue un hombre indeterminado, una cabeza que no parecía rubia ni morena, aun cuando fuese, indudablemente, una cabeza, a la que por fuerza había de continuar un cuerpo y que, al hallarse cuerpo y cabeza en la trinchera adversaria, constituían la totalidad de un enemigo. Permaneció mirándole durante algunos segundos, observando sus movimientos, los cuales, de pronto, le hicieron desaparecer tras la trinchera. Vicente se volvió hacia Francisco y dijo:
—Vaya tipo. Ya se ha metido.
Francisco se sentó en el suelo.
—Bueno —murmuró. Intentó borrar con un pie el nombre de Vicente—. Lo que yo no sé es a qué esperan.
—Ni yo. —Vicente pateó las pocas rayas de su nombre que habían quedado intactas—. Pero así es mejor, ¿no te parece?
Francisco no respondió. Al menos, no respondió durante el tiempo que el sol empleó en achicar su sombra, y no sólo su sombra, sino también todas las sombras, pero sobre todo la suya (la de Francisco), que tan cerca se encontraba ya de él, tan enormemente cerca, que ya casi no existía como sombra que pudiese significar el reflejo de algo, puesto que Francisco se había acurrucado hasta lo inverosímil, pese al excesivo calor, imantando la sombra que el sol le había regalado. Así, pues, Vicente, quien hacía rato dejó de esperar una respuesta concreta (lo cierto es que dejó de esperarla acto seguido de formular la pregunta, viendo a Francisco agazaparse sobre sí mismo, encogerse como una oruga cuando se la toca), miró sorprendido a su compañero, y si le miró sorprendido fue porque le oyó hablar, e intentó adivinar por qué hueco salía su voz, comprendiendo que ésta surgía de entre las piernas, en las que Francisco tenía apoyada la cara, y, rebotando en el suelo igual que una pelota, subía con desgana hacía él, de forma que no era de extrañar que, tras tantas incidencias y a través de tantos obstáculos, más pareciera la ronca voz de un hombre que se hallaba a punto de llorar o que acababa de hacerlo, que una simple voz, como era la de Francisco.
—Esto es peor… —decía Francisco—. Esto es infinitamente peor… —repetía—. Si, al menos, hubiéramos tenido aquí la radio… ¿Qué se puede hacer?
Vicente tocó un hombro de su compañero y dijo:
—Nada. Hay que esperar.
Había que esperar con la paciencia del árbol que, año a año, crece unos pobres centímetros con la esperanza de meter sus ramas en el azul del cielo; había que esperar, pues ya que era cierta la existencia de Dios, los hombres no podían ser como las piedras tiradas al azar por el pastor de cabras; había que esperar, porque sólo cabía esa solución o la muy triste de pegarse un tiro y ya nunca esperar nada. Por eso Vicente Sala, que había esperado siempre, jugó a espadas cuando hablaron de rendirse, y la fuerza de su dos, unida a la fuerza de las otras cinco cartas de espadas azules, pudo con los cinco oros (estaba seguro que uno era el de Francisco) que votaban la rendición.
—¿Esperar? —preguntó Francisco.
—Sí, esperar —dijo Vicente.
Golpeó suavemente a Francisco y, mirándose la punta de los pies, caminó con desusada pausa hacia la puerta de la casa. Una vez allí, quieto en el umbral, agarró la cortina de arpillera y se volvió hacia Francisco y le vio, no como antes, sino de espaldas, pegado a la tronera, y pensó en que las espaldas son a veces más expresivas que los ojos. Por eso, y porque aquel pensamiento le hacía daño, Vicente apretó los labios. Sabía lo que sentía Francisco, puesto que en realidad era lo mismo que hubiese sentido él en caso de no estar loco, algo así como algo semejante al miedo, pero que no consistía en el miedo propiamente, ya que era muy posible que aquel algo estuviera más lejos del miedo que de la desesperanza. En efecto, se trataba de la desesperanza, y era la desesperanza lo que se dibujaba en las espaldas de todos, disminuyéndolas y agachándolas, de modo que las miradas no podían mantenerse en posición horizontal, y menos aún se alzaban al cielo, salvo en raras ocasiones, haciéndolo entonces, sin que el rostro se moviera apenas, elevando simplemente las cejas y con ellas las pestañas y los ojos, para dejar luego que cayeran éstos desplomados a la menor oportunidad. Así que Vicente dejó otra vez caer los ojos hacia sus botas y pensó (la punta de su pie derecho había empezado a moverse de arriba abajo con repetida insistencia y el soldado se contemplaba el pie sin ningún entusiasmo definido) que era curioso observar cómo todo lo que allí ocurría se comprendía mejor mirando a las espaldas, que eran, decididamente, las que daban su justa inclinación a las desesperanzadas cabezas. Vicente (penetró en la casa y anduvo hasta situarse junto al sentado Roque; luego se juró que, pese a las apariencias, Roque no miraba hacia el centro de la sala, sino que era su pensamiento trasladado a su mirada, y, por tanto, no veía, no podía ver la superficie del suelo y sí lo que se encontraba debajo de las baldosas, o sea, aquella condenada, expectante, temible mina) se sintió contento de no haber confundido lo que se trataba de desesperanza con lo que podía haberse tratado de desesperación, y se sentó al lado de Roque, colocando el fusil sobre su regazo. Fuera se escuchaban los ladridos de Moro, y pensó Vicente que Moro, por carecer de raciocinio, y él, porque estaba loco, eran los únicos que guardaban en el pecho un pedazo de esperanza.
—¿Qué hay? —le dijo a Roque.
—Nada de particular. ¿Qué quieres que haya? —musitó Roque—. Sólo eso que hay ahí.
Adelantó la barbilla para señalar el centro de la habitación, quedándose de nuevo callado y fijo, como si no hubiera hablado ni se hubiera movido voluntariamente jamás, ya que los movimientos que su respiración y su sentido del equilibrio le obligaban a realizar eran idénticos a los que el viento crea en las ramas de los árboles y en el nivel del agua. Vicente, entonces, quiso canturrear, pero lo único que sacó en limpio fue su convicción de que no tenía ánimos para hacerlo ni deseos de acordarse de ninguna canción. Optó por cerrar los ojos y dejar que el tiempo transcurriera.
Y, en efecto, el tiempo transcurrió, pero no con la indiferencia del sol cuando da paso a la noche, y ni siquiera con la monotonía inaguantable del tic-tac de un reloj despertador, sino amontonando recuerdos en las sienes de Vicente. Ayer, antes de ayer, todo su pasado estaba allí.
Vicente tan pronto se acordaba de un niño solitario (y era él cuando era niño) que buscaba caracoles entre la hierba húmeda (y al encontrar alguno, antes de echarlo en el bote, el niño empezaba a cantar: «Caracol, caracol, saca los cuernos al sol…», sin importarle que aún no hubiese dejado de llover), como de un mozo también solitario, o huraño quizá, que hablaba en el campo con los pájaros a la edad en que quien más y quien menos piensa en lo adorable que resultaría la compañía de una muchacha de ojos negros. Su padre se lo decía a veces:
—No eres sociable y debieras serlo. Te crees que no necesitas de nadie, y tan necesarios son los demás hombres para ti como tú lo eres para ellos. Una muchacha, quizás…
Pero Vicente entendía a los pájaros mejor que a las muchachas: el pardillo, el jilguero, el gorrión, el verdecillo…
Un día (todavía no era mozo) compró un tarro de liga y preparó una docena de canutos de caña; se hizo con una caja de zapatos, a la que improvisó una puerta y agujereó la tapa, buscó un buen cardo y se fue al lado del río; allí cortó unas ramitas de encina y las peló con la navaja, embadurnándolas después de liga y colocándolas en los canutos que previamente había adherido al magnífico cardo, el cual replantó a unos metros del agua; se escondió tras de unas piedras y se dispuso a esperar.
Los jilgueros entonaban cerca su canto de metal brillante; tardaron más de dos horas en bajar: primero fue un solo jilguero, que parecía llevar el canto prendido en el vuelo de las alas que lo aproximaban al cardo, y luego, una vez que el primer jilguero se hubo posado en la trampa, veinte chillones pajarillos más se descolgaron de las próximas encinas y cayeron jugando sobre el cardo. Vicente sabía que el corazón le latía muy de prisa y contuvo el aire en los pulmones, arrinconándose aún más en el fondo de su escondite. Los jilgueros cantaban y enredaban en las entrañas del cardo, hasta que, de pronto, uno de ellos intentó volar; voló, efectivamente, durante algunos segundos, y, tras describir un dramático ángulo en el vacío, se desplomó vertiginosamente a tierra. Vicente saltó fuera de las piedras y corrió hacia el pájaro caído, al tiempo que los restantes pájaros de la bandada echaban a volar espantados. El muchacho, sin dejar de correr, siguió con la mirada los quiebros de los jilgueros, contándolos según iban cayendo al suelo.
Vicente tuvo que meterse en el río para recuperar uno de los jilgueros ligados, por lo que llegó a casa chorreando agua, pero feliz y contento, mostrando la caja de zapatos en que bullían media docena de pajarillos. Estaba seguro de que su padre, al verlos, compraría una jaula grande y que en ella los pájaros cantarían a todas horas. Pero el padre no sólo no compró una jaula grande, sino que le dio una soberbia paliza al muchacho y se comió los pájaros fritos.
No por eso Vicente dejó de cazar pájaros; continuó cazándolos, si bien, cuando sus manos calientes se cansaban de sostener a los pajarillos y sus ojos de estudiarlos, entonces los dejaba marchar y se sentía feliz de darles suelta, quizá tanto o más feliz que los pájaros que escapaban piando. Así fue como Vicente se hizo amigo de las avecillas del campo y por lo que las entendía mejor que a las muchachas de ojos negros.
En eso estaba Vicente, cuando le despertó (o casi le despertó, esto es, le despertó del casi, puesto que no estaba dormido, sino nada más casi dormido, y de estar dormido del todo no le hubiera despertado) el sonido lejano de un disparo de fusil. Vicente se restregó los ojos y se puso en pie.
—Un pájaro menos —le dijo con tristeza a Roque, que le miró extrañado.
Vicente fue hacia la puerta e hizo con la mano un ademán interrogativo a Francisco, quien le contestó encogiéndose de hombros, y luego Vicente entró de nuevo en la casa y cruzó la habitación, sabiendo, cuando pasaba por el centro de la misma, que nunca se había hallado más cerca de la muerte, o, al contrario, que la muerte (precisamente lo que le iba a causar la muerte) ahora se encontraba más cerca que nunca de él, y, no obstante, aunque apresuró la marcha, sintió un ligero placer como de patas de hormigas recorriéndole la sangre, traslucido en la sonrisa que dirigió a Roque, quien continuaba mirándole extrañado. Penetró Vicente en el cuarto contiguo al tiempo que el teniente decía al cabo que había que enterrar al sargento, mientras Eugenio, Anselmo y Rufino asentían con gruñidos o con movimientos de cabeza. Vicente, tras hacer una insinuación de saludo, se colocó al lado de los soldados y también asintió. Ya no le cabía duda de que el sargento olía mal y era necesario enterrarle; lo había dicho el teniente.
El teniente se volvió hacia Vicente y le preguntó:
—¿Quién ha quedado fuera?
—A mí me ha relevado Francisco —contestó Vicente— y me parece que en la parte del pozo el que debe de estar es Julio.
—¿Julio? —murmuró el teniente. Se acercó a la ventana y entreabrió la arpillera—. ¡Qué demonio! —exclamó—. ¿Dónde está Julio?
El cabo corrió hacia la ventana y, después de mirar, habló groseramente del padre y de la madre de Julio. Vicente, sin moverse de su sitio, pudo ver que, en efecto, Julio había abandonado su puesto; vio el puesto (la ametralladora, un fusil y las cajas de cartuchos), pero no vio a Julio, y quiso pensar que no era del todo improbable que éste se encontrase en la letrina, rechazando por absurdo el pensamiento nada más pensar que podía pensarlo. El teniente le dijo algo a Rufino, quien salió apresuradamente del cuarto, y poco después (Vicente seguía contemplando la ametralladora, el fusil y las cajas de cartuchos) le vio en el lugar en que debía estar Julio, no, sin embargo, como debía estar Julio, sino cerciorándose de que Julio no estaba allí, cosa que, por otra parte, no hacía falta comprobar. Luego desapareció Rufino y, calculando con precisión el momento en que éste entraba en la casa, Vicente escuchó sus rápidas pisadas en las escaleras, viendo al teniente asomado a la puerta, y al fin regresó Rufino y abrió las manos en desconsolado y significativo ademán.
—Arriba están Cristino y José —dijo—. Dicen que no saben nada de Julio.
El teniente se paseó lentamente por la habitación con la cabeza agachada y las manos trenzándose nerviosas en las espaldas.
—De modo que ha desertado… —murmuraba entre dientes—. Así que ha desertado…
Vicente miró a Eugenio y le vio empalidecer. Ya sabía de quiénes eran otros dos de los oros que votaron la rendición. Le faltaban sólo dos más y, al ver aparecer a Roque en el umbral de la puerta, solamente le faltó uno para completar los cinco que, pese a preferir la rendición, eran menos que los que votaron a espadas porque habían elegido la muerte. Si él hubiese cambiado de palo… Ya no le cabía duda de que, en verdad, tan necesarios le eran a él los demás hombres como él lo era para ellos. Pero ¿y el quinto oros? El teniente y el cabo habían sido indudables espadas; le quedaban Anselmo, Cristino, José y Rufino. Pensó que Rufino había jugado también a espadas e intentó adivinar a Cristino volcando un oros, pero, viendo la cara de Anselmo e imaginándose al niño grande que era José, le asaltaron serias dudas.
El teniente se había plantado en el centro de la habitación; extrajo las manos de las espaldas y empezó a frotárselas a la altura de su pecho, mirándolas como con curiosidad, y habló a los soldados, sin dejar de mirarse las manos, y Vicente pensó que le estaba hablando a las manos, igual que los niños hablan al caballo de cartón o al muñeco de trapo.
—Señores… —dijo el teniente—. Está bien, señores. Espero que esto no lo repetirá ninguno de ustedes. Yo estoy dispuesto… Está bien, señores. —Sus tres últimas palabras fueron rotundas e invitaban a los soldados a retirarse, de modo que la invitación que hizo posteriormente para que los soldados se retirasen fue completamente gratuita y sonó— «pueden retirarse» —cuando ellos (si no todos, al menos Vicente), si bien aún no habían dado ningún paso adelante, habían transmitido ya la orden a los pies y se hallaban a una milésima de instante de cumplirla.
Una vez fuera, Vicente rodeó la casa y llegó junto al pozo, y allí estaba, con los ojos absortos y el pensamiento también absorto, cuando apareció el cabo, que recogió el fusil de Julio y, respirando hondo, no con un suspiro común, sino con un suspiro premeditado, largo, que luego se convirtió en resoplido sonoro e interminable, dijo con estudiada calma:
—¿A ti no te han dado todavía ganas de desertar, Vicente?
Vicente, no porque no esperase esta pregunta, ya que cualquier otra pregunta hubiera causado en él el mismo efecto, rompió la quietud de su mirada y la irreflexión de su pensamiento; parpadeó varias veces y dijo:
—¿Qué?
—A mí, sí —dijo el cabo—. Creo que a todos nosotros, desde que estamos aquí, nos han dado alguna vez ganas de desertar.
—¿Incluso al teniente? —preguntó Vicente.
—Apostaría a que sí. Si no ganas de desertar, ganas de mandarlo todo a paseo y entregarse.
—Pero el teniente echó espadas, y tú también echaste espadas. —Vicente hizo un gesto de duda—. Echaste espadas porque, no sólo no estabais dispuestos a no rendiros, sino también porque no pasó por vuestra imaginación la posibilidad de desertar.
El cabo asintió con la cabeza.
—Y tú también pusiste espadas, estoy seguro —dijo—. Pero se hacen las cosas que se hacen, no las cosas que se debieran hacer. —El cabo se sentó sobre la caja de cartuchos e invitó a Vicente a que le imitara. Vicente se apoyó con desgana en el brocal del pozo—. Elegir entre la vida y la muerte… —continuó diciendo el cabo—. ¿Quién, quién puede reprocharte que te decidas por la vida? Pero tú elegiste la muerte, igual que la eligió el teniente, y José, y Rufino, y Cristino, e igual que la elegí yo, no porque desees la muerte ni porque creas que tu deber es morir, sino porque se te ha planteado, quizá por primera y última vez en tu vida, la posibilidad de la muerte, y porque no tienes luces, ninguno hemos tenido luces, para darle las espaldas y arrostrar con las consecuencias de la vida. Es muy bonito morir así, como vamos a morir nosotros, dejándonos matar sin mover un solo dedo. Pero ¿y Julio? Julio es todo lo que yo dije antes de él, porque un desertor no merece mejores tratamientos. Y, sin embargo, ¿no le espera a Julio acaso una vida más perra que nuestra muerte? Julio es ahora un desertor, y será siempre un desertor, esté aquí o esté donde el demonio lo haya llevado, y todos sabrán que es un desertor, y cuando la guerra termine y la paz cumpla diez años, Julio continuará siendo un desertor, mientras nosotros no seremos otra cosa que ceniza, ni siquiera tan importantes como las cenizas de Carlomagno o que las cenizas de Napoleón, y la paz cumplirá veinte años y Julio no habrá dejado de ser un desertor, quiero decir, si no muere antes del tifus, o de la lepra, o de lo que sea, y aún así morirá siendo un desertor, e incluso puede que empiece otra guerra y él entrará en ella siendo ya un desertor, precisamente porque un día hizo lo que debía hacer, lo que era más difícil hacer cuando tuvo que decidirse entre la entrega de sus sentidos a la muerte y el recurso de vivir siendo un desertor. Y esa ha sido la valentía de Julio, no la nuestra, pues no la hemos tenido para entregarnos a la vida y vivirla, no digo como desertores, sino ni siquiera como rendidos. Es más fácil morir y no exponerse a la vida que, pese a nuestra muerte, continuará por lo menos un par de siglos, y en los que habrá muchos más hombres que prefieran morir a desertar, y que entonces tendríamos que aceptar, no como una vida natural que ve pasar los días hacia la muerte, sino como una vida que, precisamente por haber escapado de la muerte, no tiene ojos ni siquiera para ver pasar los días, sino para esperar con impaciencia la muerte que dejará las cosas tal y como debían estar. —El cabo cerró los ojos y desparramó sus espaldas sobre la valla. Estuvo callado el tiempo justo que Vicente empleó en añadir a Anselmo a la lista de los cuatro oros que hasta entonces sabía definitivos. Luego, sin casi mover los labios y sin abrir los ojos, el cabo continuó—: Pero vale la pena la vida. Si no la vida, vale la pena el placer de pensar que se está vivo, que se pueden decir y hacer muchas cosas, que se puede echar a correr en un momento determinado y que se puede cantar o tomar un trago con los amigos. Lo maravilloso de la vida no es la vida misma, sino las posibilidades que le ofrece al hombre vivo; lo maravilloso de la vida no es tomar ese trago con los amigos, sino el pensar que se puede tomar ese trago. No se disfrutan las cosas cuando se hacen, sino cuando se piensa que se pueden hacer. —El cabo abrió los ojos, pero no movió ningún otro centímetro de su cuerpo—. Yo no voy a desertar, pero me mantendré vivo mientras pueda pensar en la posibilidad de la deserción y, por tanto, en la posibilidad de la vida. La vida y la muerte son la misma cosa.
Vicente miraba fijamente al cabo; había empezado a mirarle fijamente apenas hacía diez segundos, viéndole, tanto a él como a sus palabras, y pese a lo que éstas deseaban expresar, enormemente vacío de vida, no posiblemente por su quietud ni por la monotonía de su tono, sino porque su imaginación (la de él, la de Vicente) había convertido a los hombres en un puñado de pájaros muertos, y apenas importaba que todavía tuviesen fuerzas para hablar o para sentirse defraudados por su irremediable destino, pues de todos modos no eran otra cosa más que un puñado de pájaros irremisiblemente muertos, y quizá no sólo ellos, sino también toda la humanidad que, metida en la guerra, conservaba los cuerpos calientes y la sangre podrida o a punto de pudrirse, igual que la de aquellos pájaros que él había tenido entre sus manos, esto es, entre las manos de otro Vicente pensado por él y que, pese a ser un simple y aún fácil pensamiento, no era sino igualmente un pájaro acabado, un pájaro muerto, como muertos estaban, no solamente ellos, sus cuerpos vivos y su sangre sucia, sino también sus pensamientos, sus palabras y su respiración.
—Seguramente es así —dijo Vicente—: La misma cosa. —Separó las espaldas del brocal del pozo y puso triste la cara—. Realmente —añadió— muchas veces no tenemos más remedio que pensar que no vale la pena vivir. ¡Lástima de los dolores del parto!
Y vio al cabo moverse, es decir, levantar la cabeza y clavar la mirada en el cielo limpio.
—Dios hubiera hecho aún mejor las cosas —dijo el cabo— descansando el sexto día.
Más allá de la tapia, Moro lanzó un fuerte ladrido. Vicente estuvo mirando a los gorriones, que, posados en medio del patio, buscaban migas de pan y saltaban o se dejaban empujar por vuelos cortos, no contentos ni tristes los gorriones, sino vivos, sencillamente, como vivas estarían ahora las amapolas en los campos y las sardinas en el mar. Y a Vicente le bastaba aquello para pensar que era muy posible que él cabo tuviese razón respecto a la grave equivocación de Dios.
Así, pues, tras dejar sentado al cabo sobre la caja de cartuchos (el cabo había bajado la cara y cerró de nuevo los ojos; no agregó ninguna palabra más a las ya dichas, sino que se limitó a respirar hondo nuevamente y resoplar como pensando en su resoplido, mientras el soldado marchaba de su lado), Vicente vio de nuevo a los gorriones y se detuvo para no espantarlos. Cinco minutos estuvo Vicente frente a los pájaros, hasta que éstos se subieron al tejado, y, al tiempo que Moro volvía a ladrar, entró el soldado entonces en la casa, donde Roque, no más odioso que sus palabras ni que su contacto, por cuanto su expresión no tenía ya capacidad, no sólo para no esculpir el odio, sino tampoco para reflejar algo que pudiera ser síntoma de la existencia del alma, le tomó del brazo y le dijo con ningún disimulado desprecio:
—A ti no te creí tan imbécil. ¿Era tuyo el dos de espadas?
—Sí —le contestó Vicente. Sintió que la mano de Roque apretaba con más fuerza y que luego, no repentinamente, ni siquiera bruscamente, sino con la lentitud y suavidad con que van tomando brillo las estrellas al llegar la noche, aflojaba la presión, resbalando hasta quedar inerte, colgada del cuerpo del soldado con los dedos lacios y húmedos de sudor, y esto lo supo Vicente, no por la sensación de haber perdido en su brazo el contacto de la mano de Roque, sino porque estaba mirándole a los ojos, a los ojos tan muertos como su esperanza, y en los que se retrataba, al retratarse ellos mismos, la lasitud de todo su cuerpo—. Yo aún creo en algo —añadió. Estuvo quizá cien segundos tan callado como Roque, no mirándole a él, sino mirándose a sí mismo, aun cuando sus ojos estuvieran posados en los ojos inexpresivos de su compañero. Así acabaron los cien segundos, y Vicente, meneando con benevolencia la cabeza, dijo, no con la voz más potente que su sentimiento—: La muerte no denigra a nadie. En eso y en Dios es en lo que yo creo.
Vicente se volvió de espaldas y se dirigió hacia las escaleras, girando a tiempo de ver como un repentino nervio ponía en marcha a Roque camino del hueco de la puerta, el cual atravesó casi como un hombre vivo.
Luego, más allá de la casa y de la tapia, Moro ladró de nuevo.