El soldado José Rodriguez

El soldado se echó el fusil al hombro, no porque tuviera en aquel preciso momento la obligación, y menos aún la necesidad de disparar contra alguien (ni siquiera lo pensó), sino que su movimiento fue ocasionado por la rutina, simplemente, o quizá por el instinto de satisfacer la ya tradicional costumbre de hacer como que se prueba un arma recién revisada, y fue entonces cuando el murciélago se cruzó en el espacio abierto entre su mirada y la inconcreta estrella a que estaba apuntando, y luego el murciélago volvió a cruzarse, de modo y manera que el soldado, impulsado por un brusco, nervioso e incontenible tic de todo su cuerpo, hizo oscilar el cañón del fusil en persecución de la forma esquiva del murciélago, hasta que, sin preguntarse el porqué, la razón que le había empujado a iniciar aquella, aunque ficticia, furiosa caza, encontró nuevamente su cuerpo quieto y la mirada fija en una de las estrellas, mientras el murciélago aparecía y desaparecía frente a la boca del cañón, tambaleándose o desvirtuándose como un inconsciente recuerdo abstracto, medio minuto antes de que el soldado hiciera descender el fusil para apoyarlo contra los sacos terreros. El soldado expresó con una palmada en la culata su conformidad y, dejando caer sobre un hombro la cabeza, decidió cerrar los ojos, esto es, decidió dejar que el plomo acumulado en sus párpados superiores fuese manejado por la ley de la gravedad del sueño o del cansancio, y en seguida se dijo que quería dormir, que necesitaba dormir, igual que se lo había dicho momentos antes, en tanto el cri-cri cri-cri monótono de un grillo daba forma o densidad a la noche y taladraba las fibras impulsoras de su voluntad, de su necesidad de dormirse (acompasó su pensamiento al pausado e interminable canto del grillo; lo hizo de pronto, sin proponérselo previamente, de manera que, cuando de improviso reparó en lo que decía, cómo y por qué lo decía, su pensamiento ya había repetido más de cien veces aquel incesante quie-ro dor-mir como el canto de un grillo, comprendiendo así que lo que le impedía hacerlo era, no sólo el grillo exterior, el grillo que tenía la forma determinada de un grillo —y él lo sabía aun cuando no lo viera—, sino también, y primordialmente, el grillo de imitación que llevaba dentro), y entonces fue cuando abrió los ojos y empezó a limpiar el fusil. Un momento después vio el murciélago. El soldado vio una sombra que cruzaba como un rayo y dijo:

«Es un murciélago.»

El soldado contempló durante algunos segundos el sonido de su propia voz, mirándose a lo que, a través de sus oídos, había penetrado hasta las entrañas mismas de una indefinida parte de su cuerpo y allí se dejaba contemplar, pensando al tiempo que su voz era más suya ahora que otras veces, más suya posiblemente que nunca, no porque fuese él mismo el sujeto transmisor y receptor de su voz, sino porque la noche filtra y purifica las voces, las hace más como son o como deben ser, y también porque él, el soldado José Rodríguez, sólo el soldado José Rodríguez y nadie más en el mundo, estaba pensando en su voz, analizando su voz en su instantánea más pura. Había empezado a frotar el cerrojo del fusil con un paño y luego alargó el brazo para arrastrar la gamuza por toda la superficie del cañón, sobre el que en seguida se posaron pedacitos de luna llena, que, en algún movimiento ocasional del fusil, se estiraban como manos puestas a pedir limosna. Después sopesó el fusil, tras dejar caer la gamuza en el suelo, y alzó la mirada, diciendo: «Es un murciélago», satisfecho con el sonido de su voz, y se llevó la culata del arma al hombro para apuntar a una estrella, apuntándola, en efecto, hasta que, al pensar ahora, no al decir: «Es un murciélago», viéndole cruzarse ante sus ojos, inició la desenfrenada persecución del mismo con el punto de mira del fusil, para quedar, al fin, quieto, sin saber ni preguntarse el porqué de aquella persecución, apuntando de nuevo a la estrella, o quizás a otra estrella, mientras el murciélago iba y venía delante de él, y entonces dejó que el fusil se deslizara hasta su regazo, donde le dio una palmada, apoyándolo luego contra los sacos de tierra, y se dispuso a dormir.

Se acordó de que aún le dolía el pecho e instintivamente se llevó a él las manos, apretándose un poco para comprobar si le dolía más o menos que hacía media hora, hasta que, por fin, hubo de convenir que el dolor era exactamente el mismo. Empezó entonces a molestarle el cuello y trasladó la cabeza al otro hombro, pero en seguida rectificó, ya que, puesto a pensar, no era el cuello lo que le molestaba, es decir, lo que más le molestaba, sino que su mayor molestia estaba implícita en la situación de sus pies, en consecuencia de hallarse éstos extraordinariamente retorcidos, así que el soldado buscó para ellos una posición más cómoda, la cual no tardó en encontrar, y acto seguido le dolieron los riñones, esto es, no le dolieron, sino que advirtió su existencia, y durante algunos momentos intentó darles forma en su imaginación y moldeó sus contornos de acuerdo con la sensación de que realmente existían, dejándolo al fin, aburrido, hastiado de pensar que sus ríñones eran de tallas tan estrambóticas, y decidido definitivamente a dormir. El soldado se tumbó y, al hacerlo, los ríñones retiraron su sensación de existencia, motivo por el que el soldado se felicitó. Y luego, después de alzar instantáneamente los párpados y cerciorarse de que la noche apenas había cambiado, hizo girar hacia el otro lado todo su cuerpo, y así se quedó, largo como un muerto o como un hombre a punto de morir, más a gusto todo él, todo el soldado o todo lo que el soldado constituía, excepto sus manos, que no sabía dónde colocar, hasta que recordó que todavía era posible que le doliera el pecho, llevando en consecuencia a él la mano derecha y guardando la izquierda en un bolsillo del pantalón, otro gran hallazgo.

Y cantó de nuevo el grillo.

Realmente, el grillo no cantó de nuevo, puesto que no había dejado de cantar, sino que el soldado le prestó atención nuevamente. Debía ser un buen grillo, se dijo el soldado; recordó que, allá, en su tierra, había también buenos grillos. Y se quedó pensando en su tierra, mientras sonreía entre dientes; pensaba, puesto que las recordaba, en las eras llenas de paja, desde las que, acostado, escuchaba al anochecer el canto de los grillos y el murmullo de las encinas. El soldado contuvo la respiración un momento y trasladó al oído toda su memoria para comparar el canto del grillo aquel con el canto de los grillos de su tierra. De pronto, y con la sonrisa más abierta, se imaginó tumbado en la era, por lo que tuvo necesidad de rascarse (en realidad no le picaba nada, pero cuando imaginó el picor de la paja en sus espaldas le picó de extremo a extremo toda la piel) y no supo cómo hacerlo para dar efectividad al rascar, ya que si se rascaba precisamente la espalda resultaba que el picor era más intenso algo más abajo o algo más arriba de donde se rascaba, y al bajar o subir la mano (se trataba de la mano que había guardado en un bolsillo, del que la sacó expresamente para rascarse), el picor se trasladaba a un brazo, o a otro punto de la espalda, o a la nuca, o al pecho (y entonces se rascaba con la mano que no había separado del pecho), o a los párpados, o a una axila, o a los muslos, o le picaba todo a la vez. Pensó que si pensaba que no le picaba dejaría de picarle, de manera que intentó olvidarse de las eras llenas de paja y empezó a imaginar vuelos quebradizos de murciélagos, noches hondas como pozos y niños a medio dormir, aun cuando, sin saber cómo, sucedía que la mano, cuando no también la otra mano, siempre estaba rascando en algún sitio, y volvía a picarle de nuevo y volvía a pensar en las eras llenas de paja, así que el soldado José Rodríguez dejó que le picara a placer, rascándose igualmente a placer, sin saber qué le picaba ni qué se rascaba, mientras el vuelo de los murciélagos se hundía en el fondo de las noches, y los niños, dormiditos ya, alzaban las rodillas y apretaban los muslos contra el pecho. Así ocurrió que, de pronto, una mano cayó sobre su brazo, y el soldado razonó inmediatamente que no se trataba de ninguna de sus manos, por lo que entreabrió los ojos, mas éstos se le cerraron otra vez solos, y el soldado convino consigo mismo que, pese al picor, se había dormido (sin saber siquiera cuándo había dejado de sonreír o si aún sonreía) y que lo mejor que podía hacer era continuar durmiendo y, lo que era igual, imaginando niños dormiditos y un rumor de nanas sin apagar flotando encima de ellos, pero aquella imprevista mano tiró con violencia de la manga de su guerrera, y el soldado abrió nuevamente los ojos e hizo un sobrehumano esfuerzo por mantenerlos abiertos, mientras contemplaba con soñolienta idiotez al propietario de la estúpida mano que le había despertado.

—¿Qué? —preguntó—. Bueno, ¿qué te pasa? —La idiotez se había convertido en ira. José meneó imperiosamente el brazo para retirar la estúpida mano de Roque—. Di, ¿de broma ya?

—Despierta y calla —le contestó Roque—. Me parece que vamos a tener jaleo. —Zarandeaba con impaciencia el brazo de José—. Del que a ti te gusta —aclaró.

Tuvieron jaleo, en efecto. Casi no había terminado de hablar Roque (o quizá sí había terminado —ya de hablar, pero José esperaba aún otras palabras— y no le importaba que fuesen aquellas mismas palabras que Roque ya había pronunciado, esto, es, su repetición, puesto que las mismas, las exactas palabras pronunciadas por su compañero un momento antes va estaban muertas en el viento, en la profundidad de la noche y posiblemente también en el recuerdo —no porque dedujera que Roque tenía algo más que decir— y ni siquiera pensó que estuviese dispuesto a repetir lo ya dicho —sino para no sorprenderse ante la realidad consumada de hallarse ahora despierto, o, lo que era lo mismo, para no sorprenderse ante la inexplicable realidad de haberse podido dormir cuando creyó que jamás podría hacerlo y encontrarse despierto ahora), cuando Julio hizo funcionar la ametralladora. Durante unos instantes, en los que desapareció Roque, o sea, la figura de Roque, su olor incluso y la apetencia que él (José) tenía de su voz, pero no sus pisadas rápidas, que, aun cuando lejos, sonaban claras entre el metódico tableteo de la ametralladora, e hizo nuevo acto de presencia ante su mirada el murciélago, José no se movió. Ni siquiera se movió cuando otras pisadas se confundieron con las de Roque. Fue después, quizás un segundo o un año después, pero fue después de todas formas, cuando José se supo corriendo hacia la tronera que tenía asignada, desde donde descargó el fusil sobre un grupo de sombras, acerca de las que, en principio, no sabría decir si pertenecían a hombres o a qué pertenecían. Eran sombras, sencillamente. Y lo único que José sabía era que el furor del grillo se había multiplicado por un millón, deduciendo esto sobre el pensamiento de que no podía decir lo que era noche, lo que era grillo y lo que eran voces y disparos. Lo que José no pensó fue en que podía morir aquella noche, sino en que podía matar. Y, efectivamente, mató a más de un hombre aquella noche.

Cuando lo analizaba después, mientras fumaba un cigarro esperando a que amaneciera (contemplaba, no hacia afuera, sino a través de sus palabras o de su análisis, comprendiendo ahora mejor lo que había ocurrido, a los hombres que ya sabía que no eran sombras y, lanzado su dedo sobre el gatillo, antes de producirse el disparo, tenía la certeza de que iba a fallar y maldijo algo, pero disparó de nuevo convencido de que aquella vez no fallaría, y no falló; vio a un hombre retorcerse y caer, y luego buscó a otro hombre a quien matar y, tras localizar una cosa que parecía un hombre, disparó sobre ella, y volvió a disparar, y volvió a disparar, y volvió a disparar…), José se dijo que la guerra había insensibilizado su corazón, ya que no latía con más fuerza por el hecho de haber matado, y ni siquiera se arrepentía de ello, aun cuando pensó que debería hacerlo. Al contrario: José sonrió con malsano orgullo, y a sabiendas de que su orgullo era malsano, cuando el teniente le dijo que muy bien, José lo comentaba con Rufino; estaba contándole a Rufino cómo y cuándo vio las primeras sombras y cómo y cuándo disparó contra ellas, y le relató también todo lo sucedido luego, tras colocarse encima de los sacos y disparar sin piedad, para calcular finalmente que por lo menos había matado a dos hombres; si, señor: a dos hombres.

Saludaron al teniente, que se había acercado para sonreírles y decir que estaba muy bien, y José le dijo que acababa de contarle a Rufino que había matado a dos hombres y que podía jurar que los había matado, y el teniente le repitió que muy bien e incluso le dio una palmada en un brazo, e igualmente le dio otra palmada a Rufino.

—Está muy bien —dijo el teniente.

Así, pues, José le había dicho a Rufino cómo y cuándo mató a los dos hombres y que estaba seguro de ello, si bien al segundo no le pudo ver tan muerto como al primero que mató, aquel pedazo de burro que se encogió al morir como un pez asustado, pero quién sabe si no era posible que también hubiera matado a algún otro pedazo de burro que no sabía que había matado, compensándose de este modo su inseguridad respecto a la muerte del segundo.

Rufino hizo un ademán de indiferencia.

—El que más y el que menos ha matado hoy a dos hombres —dijo. Arrojó lejos los restos del cigarro, añadiendo—: Parecían hormigas.

—No, no es eso —dijo José—. Eran pedazos de burro. —Tiró su colilla al lado de la de Rufino y se quedó contemplando las dos mellizas y endebles columnas de humo, mirándolas, no absorto, sino reflexivo, y las veía moverse, danzar, tambalearse, y pensaba en el aire que las movía, que las bailaba, que las hería de muerte—. Sí, señor: eran pedazos de burro.

Y sin apartar la mirada de los residuos de los cigarros, José le contó de nuevo a Rufino cómo y cuándo había matado a los dos hombres.

—Ahora sí que te entiendo —le dijo Rufino—. Lo que tú quieres decir es que has matado a dos hombres, ¿no?

—Eso es; sí, señor: que estoy completamente seguro de haber matado a dos hombres.

—Bueno, eso es lo que yo quería decir: que estabas completamente seguro de que los habías matado —concedió Rufino.

José chascó los labios. En el suelo, flotando sobre los restos de los cigarros, sólo quedaba ahora una columna de humo, o quizás un puñado de humo, aun cuando era imposible decidir a cuál de las dos colillas correspondía o si correspondía a las dos colillas a la vez, como el beso a los dos novios y la oración a Dios y al hombre. Desvió la mirada y dijo:

—Sí, señor… Y tú, ¿cuántos hombres has matado?

Rufino se encogió de hombros.

—Yo qué sé. Yo no he parado un rato —se justificó.

—¿Lo ves? —José esbozó una sonrisa—. Yo estoy seguro.

Rufino empezó a hurgarse en una oreja.

—A mí el teniente no me dejaba en paz… Que si dile esto al sargento, que si qué te ha contestado el sargento, que si qué pasa ahora con la ametralladora, que si qué tal van las cosas por ahí… No me dejaba en paz —concluyó Rufino.

Y fue entonces cuando apareció el teniente y les dio una palmada en un brazo y les dijo que estaba muy bien. José encendió en sus labios una sonrisa hueca, sobre la que colocó el cigarro que le había ofrecido el teniente, viéndole marchar después hacia la casa, detenerse un momento como si se le olvidara algo, mirar al suelo y girar despacio, alzando luego los ojos que clavó en los suyos, mientras él permanecía inmutable con su sonrisa hueca y el cigarro colgado en ella, sosteniendo la mirada del teniente, no desafiante, ni altivo, ni siquiera con desdén, sino con risueña indiferencia absurda, hasta que el teniente dejó caer de nuevo los ojos y giró hacia el otro lado, echando entonces a caminar de prisa para doblar la esquina de la casa.

José se volvió hacia Rufino y dijo:

—Eran pedazos de burro.

Rufino respiró hondo y empezó a buscarse el mechero.

—¿Y es cierto que a ti casi te dieron? —preguntó—. El sargento ha dicho…

—No pasó nada —le interrumpió José. Inclinó la cara para encender el cigarro en el mechero de Rufino, soplando acto seguido una gran bocanada de humo—. Nada; no pasó nada —repitió.

Rufino dio fuego a su cigarro y guardó el mechero.

—Es verdad, no pasó nada —dijo Rufino entre dientes.

José golpeó el cigarro con el dedo corazón y cerró los ojos. Pensó en que realmente nada había ocurrido. Sólo se le escapó el fusil de las manos cuando sonó el reventón de la granada y un ruido de montaña abierta por el vientre recorrió todo su cuerpo; dejó de doler le el pecho, y eso fue todo. Quizá supuso que estaba muerto cuando, sin detenerse a pensar que los muertos no están capacitados para creer en nada, él creyó, en efecto, que su estatismo era mortal. Echado de espaldas (se había echado de espaldas, probablemente porque al caer hacia atrás vio el cielo, esto es, vio algo limpio, inmaculado e inocente, y alguien —¿fue el mismo Dios o fue el retrato de su madre que guardaba en la cartera?— le dijo que aquello era el cielo), también se sabía que tenía los ojos abiertos, no porque no advirtiese la presión del párpado contra el párpado, sino porque no recordaba haberlos cerrado; pero no podía ver, no veía otra cosa que luces, miles y miles y miles de luces, verdes y amarillas en su mayor parte, yendo, viniendo y volviendo a escapar más rápidas que el vértigo más desesperado, y, sin embargo, él estaba convencido de que no se trataba de las estrellas del cielo, sino de lo que pudiera ser el abstracto torbellino de furias que precede a la liquidación total del ser y del sentido. Fue entonces cuando se maldijo a sí mismo por no haber pensado que podía morir, y eso fue todo. Hasta él, hasta sus ojos no llegaba otra cosa que aquellas luces zigzagueantes, y eso fue todo. E igualmente creyó durante unos momentos que la granada había matado también al sargento (de lo cual, por saberse acompañado en el viaje, se alegró), puesto que, entre todo aquel murmullo de sonidos inconcretos, oyó claramente, es decir, supuso oír claramente su voz. Decidió intentar moverse y le sorprendió el hecho de que una de sus manos se posara sobre sus ojos, aunque no lo supo porque su mano advirtiera la sensación de tocar algo, sino porque sus ojos adquirieron inusitadamente el sentido del tacto y comprendió así que lo que se paseaba lentamente sobre ellos, aliviándolos del escozor y derritiendo las luces verdes y amarillas, era una de sus manos. En seguida una mancha opaca constituyó su única visión, o sea, ya no vio nada, pero continuaba sintiendo la mano sobre el tacto de sus ojos ahora cerrados, frotándolos suavemente y arrojando fuera de ellos la arena que los había llenado (lo precisó en aquel instante) de luces y de relámpagos. Aquello había sido todo.

Y ahora, todo en paz, sentado, fumando y soñador, una imperante necesidad de hablar con alguien, de transmitir sus pensamientos a alguien, de compartirlos con alguien y no ser el dueño absoluto y único de ellos obligó al soldado José Rodríguez a abrir aquellos ojos que había creído muertos y fijarlos en los de Rufino.

—Claro que no; no pasó nada —dijo José.

Pensó cómo pudo comprobar que los ruidos del infierno nunca existieron realmente, sino que aquellos ruidos del infierno, aquella montaña abierta por el vientre que estiraba sus tendones puestos a morir, sólo y simplemente los constituía, no en el interior de su cuerpo, sino en el exterior, a diez y a cien pasos de sus oídos y en todo el espacio entrañado entre esos diez y esos cien pasos, el macheteo incesante de los fusiles y la ametralladora, y clavó aún más su mirada en la de Rufino, espantando el humo del cigarro con una mano, y le dijo cómo contempló destrozada la tronera y cómo se encaramó a los sacos. Pensó que entonces se olvidó de que había pensado que no había pensado que podía morir cuando creía estar muerto, pues en aquel momento, o quizás en lo hondo de aquella rabia, no quiso pensar, sino seguir luchando, y le dijo a Rufino cómo, acto seguido, vio la sombra aquella y disparó, sabiendo antes de hacerlo que fallaría, de forma y manera que disparó otra vez, con la certeza aquella vez, cuando aún el dedo se hallaba a un milímetro de producir el disparo, de que el hombre se quedaría clavado donde estaba y que luego, arrugado sobre su propio estómago, daría un salto en el vacío y se desplomaría muerto. José le dijo a Rufino:

—¿Has matado alguna vez una araña?

—¿Qué tienen que ver las arañas? —preguntó Rufino.

—Sí, señor. ¿Tú has matado alguna vez una araña?

—Sí —contestó Rufino—. Me parece que sí.

—Pues lo mismo que una araña —dijo José—. Cuando levantas el pie, después de haberla pisado, la araña se ha convertido en una bolita. Las arañas se encogen cuando se las mata; sí, señor: se encogen y se convierten en pelotitas que se parecen a las semillas del fruto del cañacoro. Lo había pensado cuando le vio caer arrugado sobre su estómago: «Igual que una araña». Los hombres, generalmente, se quedan tiesos al morir, pero aquel hombre quedó como una araña; le desaparecieron las piernas y los brazos, quedando reducido a una pelota muerta, a una enorme semilla del fruto del cañacoro o a una araña a la que alguien acababa de pisar. —Sí, señor: el tipo aquél se quedó muerto como una araña. ¿Lo entiendes?

—Creo que sí —dijo Rufino.

José tiró la colilla al suelo y la aplastó con un tacón, mientras expulsaba con interminable y agobiante lentitud el humo de la última chupada, viendo acercarse al sargento, no tan gigante como sus gigantescos pasos y su gigantesca calma. El soldado insinuó la intención de levantarse, volviendo a quedar en su sitio cuando un ademán del sargento puso en evidencia la inutilidad del saludo.

—Bien, bien, bien… —decía el sargento—. ¿Me dejáis?… —El sargento tomó asiento entre Rufino y José—. Supongo que sois felices.

—Por lo menos —dijo José—, más felices que esos pedazos de burro que hemos matado esta noche. ¿Qué le ha parecido al teniente?

—Se ha portado bien el teniente —dijo el sargento—. Estaba pálido, pero se ha portado bien.

—Eso pensaba yo —comentó Rufino—. A mí me parecía que estaba pálido, como usted dice. Ya es mala suerte incorporarse al puesto y encontrarse con lo de esta noche. Menos mal que nos ha ido bien, ¿eh, mi sargento?

—Hombre, sí —contestó el sargento.

—Había que haber visto aquí al otro teniente —continuó diciendo Rufino—. A mí me dio no sé qué cuando le mataron.

—Este teniente también es bueno —decidió el sargento—. Le habían herido en no sé qué frente hace unas semanas, y nada más salir del hospital le enviaron aquí. Fue haciéndole un favor, porque él pidió este puesto. Eran amigos, o compañeros, o algo así.

—Pero se puso pálido —dijo Rufino—. El otro no se habría puesto pálido.

—Sí, la verdad es que se puso pálido —accedió el sargento—. Pero eso no quita para que sea un buen teniente.

—A mí también me parece un buen teniente —convino José—. Le ha gustado saber que he matado a esos dos pedazos de burro. Se lo dije antes y le ha gustado. ¿Verdad, Rufino?

—Está bien —dijo Rufino—. Pero ¿dejarás alguna vez a los muertos en paz?

—Ya están en paz —dijo José, encogiéndose de hombros.

El grillo entonó vacilante su monótono canto, hizo cri-cri, y se detuvo. José le imaginó agazapado, alerta junto a la fachada de la casa, pensando que quizás antes, cuando aquel mundo venido abajo de ruidos había llenado de furor todo el espacio ocupado por el canto del grillo, éste, espantado por la maravillosa potencia del canto de las armas de fuego, había corrido a refugiarse a su pequeña oquedad y allí permaneció, tieso y horrorizado, hasta que, al fin, se decidió a cantar de nuevo, intentando superar con su grito animal el grito de los fusiles, o intentando, al menos, distinguir su canto, y cantando con desesperación sin escucharse, pensando el grillo, suponiéndose el grillo mudo como las plantas o como las piedras arrancadas del río, y echándose a llorar el grillo y enmudeciendo, efectivamente, para dejar cantar a los repentinos y horrorosos fusiles, y luego, cuando los fusiles callaron, el grillo dejó de llorar y se agazapó, alerta junto a la fachada de la casa, sin atreverse a entonar su canto por miedo a comprobar definitivamente su impotencia, su absoluto mutismo, pero cantó, no obstante, después de mucho tiempo. Primero, vacilante, hizo cri-cri, y se detuvo. José calculó matemáticamente el tiempo que emplearía el grillo en lanzar al aire su segundo cri-cri; José se dijo: «Ahora», y, en efecto, el grillo repitió su cri-cri, es decir, no lo repitió, puesto que este altivo cri-cri en nada se parecía al anterior cri-cri vacilante como un gemido de niño, y entonces José continuó diciéndose: «… ahora, ahora, ahora, ahora…», haciendo eco al cada vez más seguro, firme y ya interminable y siempre monótono cri-cri cri-cri cri-cri cri-cri, quedando luego en suspenso su acompañamiento, cuando, de pronto, pensó en lo que le había dicho a Rufino y por qué se lo había dicho. Él le había dicho que los muertos ya estaban en paz, sí, señor, y, era verdad, ya estaban quizás en paz los muertos. Eso dijo y sabía que eso dijo, y así, con el sonoro canto del grillo como fondo, y clavada la mirada en uno de los desconchones de la fachada de la casa, José se lo repitió varias veces a sí mismo —«… ya están en paz, ya están en paz, ya están en paz…»— no para convencerse de lo que estaba ya convencido, sino para pensar que, de todas las formas, y aun cuando lo hubiera dicho por intuición o porque era lo más fácil de decir, él no le había mentido a Rufino. Él no le había mentido a Rufino (lo leía en el desconchón de la fachada de la casa y se lo decía a voces el canto del grillo), porque ahora había dejado de existir la guerra para los muertos y porque ahora los muertos descansarían tranquilos, quietos, sonrientes y tranquilos, sin pensar que al día siguiente podían morir, puesto que ya estaban muertos. A los muertos se les entierra, se habla de ellos durante algún tiempo y se dice que eran buenas personas y que fue una lástima que murieran así. Y él le había dicho a Rufino que los muertos ya estaban en paz. Eso fue lo que él le dijo a Rufino, y ahora, mirando el desconchón de la fachada, empezó a calcular el número de balazos que serían necesarios para hacer otro desconchón semejante, y convirtió el cri-cri del grillo en disparos de fusil, bastándole seis disparos para conseguir su propósito, en tanto se decía que, si los que estaban en paz eran los muertos, él no deseaba la paz; tampoco deseaba la guerra ni deseaba matar ni no matar, pero alguien, o quizá todo el mundo al mismo tiempo había puesto en marcha aquella guerra, y él se encontró metido en ella de igual modo que los peones están metidos en la breve hecatombe que supone una partida de ajedrez, más a morir y a matar que a ganar la guerra o la partida, pues a él le dijeron que matara o que muriera o que hiciese las dos cosas a la vez, y él no supo decir que no, porque, aun pudiéndolo decir porque lo sabía decir, sabía que no podía decir que no, como tampoco los peones pueden eludir su destino sobre el tablero de ajedrez. Los peones, sin embargo, estaban mejor considerados que los hombres, pues los peones mueren y vuelven a nacer al día siguiente, con la misma facilidad con que un vencejo repite su vuelo detrás de los insectos y pía por la mañana, mientras que ellos, los pobres hombres, los pobres diablos, obra cumbre de la Creación, mueren de un tiro en la barriga y santas pascuas.

José miró al sargento y a Rufino y luego miró las increíblemente lustrosas botas del sargento. El sargento decía que el teniente se había puesto pálido, blanco como una sábana tendida a secar, pero que era un buen teniente. Rufino le contestó diciendo que, de todas las maneras, le hubiera gustado ver allí al teniente anterior; el sargento le dijo que también había sido un buen teniente.

Así, pues, no cabía duda: los muertos sirven para que se hable de ellos y se diga que eran buenas personas o buenos tenientes o buenos lo que fueran, pensó José, concluyendo su convincente pensamiento con una oportuna (él, al menos, la creyó oportuna) y rápida expresión en voz alta:

—Sí, señor: fue una verdadera lástima que le mataran.

Luego, José quiso convencerse de que era cierto que fue una verdadera lástima que le mataran y, llevando otra vez los ojos al desconchón de la fachada de la casa, sobre el que proyectó con su imaginación al teniente muerto, le estudió concienzudamente, viéndole de nuevo ir de un lado para otro, arengando a la gente y arrugando el ceño; le vio frente a él, mirándole el pecho que el roce de aquella condenada bala había convertido en un manantial de sangre.

—Esto no es nada…, nada. A todos los soldados debieran pegarles un tiro antes de mandarlos al frente. Me alegro, muchacho, me alegro. Ahora combatirás mejor al enemigo. ¿Algo más?

Así que José se dijo que fue una verdadera lástima que le mataran y, pese a haberlo dicho así, viendo ahora al teniente moverse sobre el desconchón de la pared, tan pequeño de figura como enorme en el recuerdo, no fue capaz de llegar a tal convencimiento. Pero hay que hablar de ellos y decir que fueron buenas personas, pues, de otro modo, los muertos no tendrían justificación. Ni los muertos ni la guerra en que murieron. Y esto lo sabía José y también sabía que lo que hizo fue cumplir con su forzada obligación cuando dio muerte a los dos hombres que había matado aquella noche.

Sin embargo, nada de lo ocurrido tenía ya importancia. Ni siquiera tenía importancia que el actual teniente se pusiese pálido. Tampoco tenía importancia que él se hallase dormido y que le despertase Roque. Lo único que importaba era que ya estaba a punto de amanecer. Porque José sabía que pronto iba a amanecer, aunque, tras apagar la figura del teniente muerto sobre el desconchón, había cerrado los ojos para pensar que nada, excepto que pronto amanecería, tenía importancia alguna, y lo pensó adormilado por la conversación de Rufino y el sargento. Lo sabía, no por la sensación del tiempo transcurrido, sino porque el canto de los grillos era siempre al amanecer semejante al de aquel grillo que allí estaba cantando. Lo sabía porque muchas veces había dormido en el campo y siempre despertó al amanecer.

Cuando cesaron las voces de Rufino y el sargento (José escuchó a continuación el arrastrar las botas del sargento, aquellas botas, sobre las que, pensó, no parecía haber pasado la guerra), José calculó que la noche había, al fin, expirado. Sintió los movimientos de Rufino e intentó adivinar su posición, imaginándole, después de analizar su propia colocación en el suelo, echado de lado y encogido a consecuencia de la fresca y del rugir intermitente del grillo. No quiso abrir los ojos para comprobar la certeza de lo que estaba en su imaginación, pues sabía que era así, que no podía ser de otro modo, y también sabía que Rufino no se había dormido, sino que estaba pensando. Esperó, simplemente, sencillamente, a que el amanecer cumpliera su delicado, breve, pero hermoso apogeo, pensando que nada tenía mayor importancia que el amanecer, y así amaneció. Pese a que estaban en guerra, había amanecido, igual que amanece desde detrás de un monte o desde la lejanía del mar.

(Pastores que cuidan ovejas de lana y las llevan hacia el amanecer, monte arriba, mientras soplan tiernamente la sobada flauta de caña; segadores que amanecen en el camino, ancho el sombrero, ancha la canción y ancha la esperanza; mujeres que salen temprano de casa con un cesto de ropa y van a lavar al río; niños que duermen aún, al pie de un ángel rubio sentado sobre la almohada; pescadores brillantes de escamas que regresan de alta mar, llevando tras ellos el mañanero sol; misa de amanecer, misa de viejas que llevan luto y luego encienden la chimenea, salen al corral a recoger los huevos que anoche pusieron las gallinas y empiezan a hacer el desayuno; pájaros que se desperezan, cuchichean alguna cosa y bajan a beber en los charcos un buche de agua; el lagarto de ojos grandes e inexpresivos, que busca una raya de sol sobre las rocas de las cercas; la liebre nerviosa de morro temblón, surgiendo de su agujero; el saltamontes de alas azules, que dibuja a lápiz en el aire el brinco más espléndido del día; las mariposas blancas —lo que queda de la luna— y las mariposas amarillas —lo que ha traído el sol—, libando el polen húmedo de las rosas, y las rosas mismas, besadas por el rocío, que abren su sonrisa a las mariposas y al amanecer; las cigarras leñadoras, que estrenan canto desde el fondo del eucalipto, y el sol también, estrenando en cada milímetro de tierra su eterna reaparición.)

Entonces, José abrió los ojos.

La luz ensanchaba sus brazos lentamente. José vio la casa y la trinchera de sacos. Allí estaban las huellas de lo que aquella noche había sido, al menos, en aquel rincón del mundo. Sus compañeros dormitaban o acechaban desde las troneras. Y él volvió la cara hacia Rufino.

—Eh, ya ha amanecido —dijo José. Dio con el codo a Rufino, quien, como despertando de un letargo de oso, ladeó bruscamente su mirada.

—¿Te has dado cuenta?

Rufino miraba a José, sorprendido.

—¿Cómo? —preguntó.

—Que ya ha amanecido —dijo José.

—Parece mentira, ¿verdad? —dijo Rufino. Y, acto seguido, llevó los ojos a su antigua posición, los cerró y agregó con ironía—: Parece mentira.

De la casa salieron el teniente y el sargento, que, seguidos de Vicente, marcharon hacia la parte posterior del puesto, esto es, a la que comunicaba con zona propia. José se levantó, fue también hacia allí y se puso al lado del sargento. El teniente miraba al exterior del puesto por una de las troneras.

—¿Qué es lo que ocurre, mi sargento? —preguntó en voz baja José.

—Calla un poco —le dijo el sargento—. Vicente dice que ha visto algo raro en la otra casa.

—¿Entonces, anoche…?

Se hizo un silencio largo, expectante. El teniente dio media vuelta de pronto y dijo al sargento que mirase también a través de la tronera abierta en la tapia.

—¿Qué le parece, Merino? —preguntó el teniente.

—Creo que sí —dijo el sargento después de un rato—. Pero, de todas las formas, voy a probar.

José sabía lo que iba a hacer el sargento e intuía lo que sucedería después. José sabía que el sargento iba a pedirle el fusil (de modo que, cuando el sargento se volvió hacia él, él ya tenía extendido el brazo) y que luego, cuando el sargento disparara (fue un disparo seco, distinto a los disparos de la noche anterior, como si los fusiles pudieran tener variedad de voces o como si tras de amanecer los disparos sonaran más rotundos), un segundo más tarde, sólo un segundo más tarde, la otra casa respondería con un grito idéntico o superior (fue superior, en efecto: solamente un segundo tardaron en rebotar contra la tapia varios proyectiles) y que entonces no cabría ya duda alguna.

—Está bien —dijo el teniente.

José vio que casi todos sus compañeros estaban allí, no alarmados, sino sorprendidos y quietos, mirando al teniente y al sargento que marchaban hacia la casa y doblaban rápidamente la esquina, e intuyó que entonces las miradas buscarían la suya y la de Vicente. Bajó los ojos y, mientras los paseaba por el cañón del fusil, escuchó la pregunta de Anselmo, que sabía iba dirigida a él, pero él no quiso contestar y señaló con la cabeza a Vicente.

—Éste los ha visto —dijo, sin levantar los ojos.

Escuchó los pasos de Vicente y en seguida le llegó otra vez la voz de Anselmo.

—¿Es que no se puede saber lo que pasa? —le preguntaba Anselmo con impaciencia.

José levantó la mirada.

—Es raro ese chico —dijo, señalando las apresuradas espaldas de Vicente—. En fin, señores, creo que estamos listos. Anoche tomaron la otra casa.

Y entonces reparó en que el grillo ya no cantaba.