31

—Doble contra sencillo a Buenavida —borbotó el de los Bigotes forcejeando contra la soga que lo aprisionaba. Quería en realidad apostar a su dueño.

—Quieto, niño… —aconsejó el del potro empujándole el sombrero sobre los ojos.

La gente volvió a pensar en desafíos.

—¡Cinco a uno!

—¿También le llegaría la hora?

—Está ganosito el Cuatroplumas.

El Cojo les tiró una mirada con el grito:

—¡Aparo todas las apuestas!

El Amo de Tambo recuperaba energías, levantaba su vigorosa cojera. Era digno de un odio grande, y reforcé la justificación de mi venganza: levanté la cabeza para ver en el lejano rancho las espuelas del hombre y del gallo que mi madre clavara en el muro; pensé en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de una edad sin medida. La veía en las tareas humildes: cuando amasaba puños de cacao; cuando tendía ropa en la cerca del corral; cuando asaba tortillas al zumbar de la leña verde; cuando echaba maíz a los gallos, como si se desgranara. Y un pañuelo doblado nerviosamente, y tres fotografías borrosas, y un olor de cebollas y humo, y una funda gris, y un mantel a cuadros, y otros olores inocentes, con bondad temerosa.

Tal vez mi madre no lo esperara propiamente a él sino a la otra parte de su soledad, pero me atragantaban sus comentarios:

«Si la candela zumba llegará la persona que esperamos. Hijo. ¿No oyes zumbar la candela?»

Mi cuchillo buscaba dirección. Al frente estaba el culpable. ¿Culpable de qué? —llegué a preguntarme—. ¿De ser hombre?

La agresividad de Aguilán también fue rápida. Apenas si nos dimos cuenta de cuando los gallos levantaron humazos de polvo y se arrancaron plumas en los revuelos iniciales. Sin embargo yo sentía en mí los picotazos de Buenavida, en el Cojo los espolones de Aguilán.

Sólo una vez el hombre se fijó en mi cuchillo. Sólo una vez observé cómo los nudos de sus dedos se blanquearon en el zurriago. Continuaba llegándonos el barullo que nos rodeaba, los tropezones de los gallos sobre la arena chisgueteada de sangre.

El Cojo no hizo caso al anuncio de la llegada de los soldados ni escuchó los comentarios. Sólo se inquietaron los presos. El de bigotes ahumados sacudió la cabeza para liberarse del sombrero.

—El fin de ustedes —dijo el del potro.

Nadie quitaba los ojos de los gallos, ni de nosotros dos. Los picos entreabiertos decían de la fatiga en la pelea. A cada segundo las espuelas eran más lentas en el ataque, más apretados el bastón y el cuchillo. Los ojos saltaban de la arena a nosotros, de nosotros a las espuelas. Puñal, zurriago, picos. Yo miraba los gallos, veía al Cojo. En un minuto debería tomar la decisión más importante de mi vida.

Pero es difícil volcarse en un acto, así sea el más importante. Y no podía retardar la decisión, aunque forzarla sería desmentirla.

—Todas las mañanas ella le echaba maíz —dije con voz que apenas se oía, ronca.

—¿Quién es ella?

Le contestó mi silencio, le contestó el suyo. Nos llegaban, lejanos, los aletazos en el aire. Con el puño de una mano restregué la palma de la otra.

—Ella esperaba. Ella rezaba.

Contrajo sus cejas peludas. Las levantó.

—¿Rezaba?

—Era su manera de no gritar.

Hizo amargos signos de aceptación. Yo seguí:

—Desde cuando estaba niño ella me decía: —«Algún día volverá». Pero él nos torció el camino, el rancho estuvo sin hombre. Hasta que juré vengarme.

—El odio nos vuelve hombres —dijo sin convicción.

La punta del zurriago trazó rayas en la arena. No quise decirle que ella había muerto. De todas maneras para él nunca existió. Excepto ahora, cuando la vida la había matado.

—Los caminos nos pierden —añadió.

Su voz se perdía entre los últimos aletazos. La punta de su lengua asomó entre los dientes, allí se quedó esperando las palabras, que salieron al fin, solas, duras:

—Son torcidos todos los caminos que andamos.

No sé qué quiso decir. Era como si le clavaran cien espuelas. El bordón se aflojó en sus manos, el cuchillo se desgonzó en las mías. Sus párpados se despabilaron con miedo de que le cayera encima la tristeza. Yo también tenía miedo al imaginar que dentro de segundos él yacería entre los brincos finales de los gallos, que mi mano limpiaría la sangre del cuchillo en las plumas rojas de Aguilán, en sus cuatro plumas negras.

Pero de pronto en el Cojo no vi más que un hombre, sólo un hombre, también desamparado, sin más camino que la muerte. Cuando muriera le quebrarían la pierna mala a la altura de la rodilla para acomodarla en el ataúd. No sé por qué me detuve en su camiseta sudada, en las tres arrugas del cuello, en la derrota que la vida le asestaba contra la voluntad de la carne. Por eso me dolieron sus canas, su pierna contraída, sus arrugas, el zurriago nudoso, la bota de cuero crudo; lo supuse cercano a mí, con sus angustias. También él vivió trago a trago la vida, resistió el contragolpe de las propias acciones, el sabor a ceniza de cada jornada. También a él le gustaría el olor de la madera, el canto de los sinsontes, los campos sembrados después de la lluvia.

Y también él tendría que morir… ¿Debería yo matarlo? A veces me he preguntado si la crueldad se mantiene en mí, pero creo que jamás he abusado de mi fuerza y hasta sonrió con tristeza si me siento fatigado y contemplo los brazos fuertes. Entonces descanso cuando algún niño encuentra mis ojos, cuando se cuelga de mi brazo y pregunta, seguro de la respuesta:

—«¿Serías capaz de matar al Diablo? ¿Serías capaz de pelear con catorce tigres a un tiempo?»

Yo sé que mis manos están contentas cuando se hunden en los arroyos, cuando soban la piel de los caballos. Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas… ¡Maldita la gracia de vivir! Pensé que para no tener piedad es necesario ver de lejos al hombre, verlo en la masa. Por eso sentí una rabiosa compasión por los seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.

—¡Lo mató, lo mató! —gritaron en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente.

Me levanté, cogí mi animal que me dejó en la palma de las manos sangre a medio coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil, mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.

Cuando salí a la calle el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio.

Arriba, hacia la plaza, estallaron más cohetes. Creí que estallaban en mi cabeza. Dentro de la gallera se quedaban los últimos gritos, los últimos silencios. Pero cuando anunciaron la entrada de los guerrilleros, se sucedieron los disparos y las trifulcas.

Debí de tener un aire sonámbulo, porque sólo vagamente recuerdo el cuerpo de un sargento tendido sobre la acera de El Gallo Rojo, y el instante en que el gordo de vestido blanco se doblaba sobre sí mismo, herido por una bala.

Y mientras arreciaban los disparos, el tambor y los cueros de res, yo seguía por media calle sin esquivar las carreras ni los estrujones.

Y Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a Marta a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:

—Estoy cansado.

Creo que le dolió mi fatiga.

—Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza.

Y salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando.

F I N