—¡Tengo miedo, alfarero!
Otilia estaba en su rincón habitual, sin movimientos que demostraran el temor. El alfarero parecía más de barro que siempre. En la seguridad forzada de su refugio pesaban los soldados muertos, los desafueros de la tarde.
—Están encima los días duros.
—¿Qué día no es duro, alfarero?
Llegaba el tronar de los cohetes que celebraban la entrada de los guerrilleros. ¿Serían ya los rebeldes? El tambor no dejaba de resonar. En las calles cascoteaban caballos desbocados. La música de las cantinas estaba al máximo volumen. Otilia llevó a las sienes sus manos.
—¡Pedro Canales me buscará!
De un lado Pedro Canales, del otro un Cristo que formó con la greda, sin proponérselo. De un lado el demonio, del otro la figura del padre Barrios… Esa bondad la hacía sentir remordimientos; y no odió el pecado sino aquella bondad que la tragaba, que la hacía ser a cada momento menos de lo que antes era.
—¡Tengo miedo!
«La vida de un lado, la paz del otro. ¿O la muerte?»
Sus manos se negaban a manejar la arcilla, a transferir sus movimientos a los del alfarero. Buscaban la forma de la cabeza de Pedro Canales, tocaban sus músculos, sentían la temperatura del Capitán. «Pobre Cristo sufriente, pobre carne inútil.»
—… Al largarme con él hace años, yo sabía que me estaba perdiendo, pero no quise detenerme. Es el hombre que siempre se va, que puede morir de un momento a otro. Bravo y bueno y malo, algo que arrastra y ríe de todo, algo que jamás volveré a ver.
Se estremeció, contenida.
—Alfarero, ¿qué es un hombre?
El alfarero inmovilizó los ojos.
—No sé.
—¿Qué es un hombre, alfarero? —recalcó ella. El alfarero seguía con los ojos inmóviles.
—El que se mete en su pellejo —habló.
Otilia ensanchó la mirada, empezó a formar una cabeza de niño con la greda, olvidó un minuto a Pedro Canales.
—Con todos he estado, alfarero, menos contigo.
—Hay cosas más importantes que acostarse con una persona.
Uno se acuesta para descansar, para amar, para morir. Ella lo hacía también para mancharse.
—Cuando hay por qué vivir. Pero yo, ¿por qué vivo?
Corrigió la vaga cabeza de arcilla.
—«Habría nacido un niño de barro.»
El alfarero oyó.
—Quemado en buen horno —dijo. Y en la humedad de la retina de Otilia volvió a reflejarse la estampa de Pedro Canales.
En esa ausencia amaban su carne y su llanto en la soledad. Un llanto que purificaba sus ojos y lavaba el alma turbia de pecado. La sal del recuerdo, la sal del goce en la pena, en ese sentirse incompleta a toda hora y a toda hora con algo más que ella misma bajo su piel. Era entonces honda la huella en la almohada, húmedo el rastro de sus ojos en la inútil vigilia, tibio el aliento contra el percal, eco del nombre susurrado. La suave fatiga del pensamiento en una sola dirección, la fatiga horizontal para el estremecimiento vendido.
En él amaba su propio pasado, lo amaba con sobresalto, por eso permanecía vivo. Amaba el azar que corrieron, la aventura, lo que arriesgó y perdió y ganó.
Estaba bien querer un hecho muerto, para darle su propia vida. En Canales la seducía no tanto él cuanto lo que ella se jugó a su lado; fue la azarosa boca de túnel por donde respiró a la vida aunque el túnel, de verdad, hubiese empezado después: fue alarido, goce con vocación de padecimiento. Las palabras vanas que pronunciaba, las hondas palabras que tenía que callar, excepto en el refugio de un recuerdo que cuidaba como a un niño.
—Alfarero, un día le vi la mirada triste. ¿Sabes cómo desgarra una mirada triste?
El alfarero aquietó los ojos.
«… A pesar de todo, fue una maravillosa aventura», pensó ella, y creyó haber quemado una etapa. Pero el rescoldo se proyectaba en la voz.
—¿Puede una saber cuándo se equivocó de camino?
Las manos continuaron amasando la arcilla, como si amasaran palabras.
—Uno mismo es el camino —dijo, a sabiendas de que nada decía. Otilia tampoco esperaba la respuesta, que nunca hallaría en labios ajenos. Ni en sí misma, tal vez.
Pero en la casa de barro se mimetizaba con el silencio, con la paz que rodeaba los objetos, y en ellos recuperaba lo mejor de sí, aquello que logró retener intacto a lo largo de una vida pecadora. Tal vez porque el silencio circundante en cierto modo era un perdón, un refugio que le proporcionaba aquella plenitud física no experimentada antes.
—Has sufrido, también.
Por primera vez se dio cuenta de que existía porque estaba sufriendo.
—Pero, ¿con qué clase de sufrimiento?
Para nada le había servido el suyo porque no la purificaba; sencillamente la amargaba más, en una a modo de expiación rencorosa.
Las vasijas regadas por el suelo eran como palabras de un sermón del padre Barrios, eran en realidad las frases que pronunciaba el alfarero, llenas de temperatura, de bondadoso ejercicio, de amor sin escándalo. El suyo, en cambio, fue bulloso, hacia fuera, sin humedecerse en la propia sangre, sin el sabor de divina saliva propicia para la creación. Una parásita enferma que se gozaba en su veneno.
—¿Te gustan las matas que sembré?
El alfarero nada dijo.
—… Esas matas las sembré una tarde de pascua, ¿recuerdas? Esa flor. Algunas cosas buenas pueden salir de mis actos. ¿O no?
Ahora necesitaba respuesta. La respuesta no llegó.
Alcanzó una tinaja. Tocó la superficie húmeda; oyó el agua al sacudirla, oyó el ruido al vaciarse en dos tazones. Extendió uno al alfarero, en el agua del otro vio su rostro. Y el rostro apareció limpio en su tazón. Empezó a beber. El alfarero la miraba sin suspender el trabajo.
Cuando volvió el tazón a su sitio tenían los ojos una transparencia de agua, una mirada de lejanía que parecía lavarlos. Sonreía. Y las frases fueron parte de su sonrisa:
—A los quince años bajaba al arroyo y hundía un pie en el agua. Tiraba piedrecitas a la corriente, y ramas y hojas. Me parece que en todas las ramas cantaban pájaros.
Se recostó en la pared del horno, aquietó la mirada en su pasado, aquietó la sonrisa.
—Una vez se enamoró de mí un muchacho bueno. Quería casarse.
Pero el matrimonio le olía a sudor y jabonaduras, a ropa escurrida y humo de chimenea, a trapos que remendar y órdenes que obedecer, a pañales y orines y escoba y familiares políticos…
—Creo que maté los pájaros que cantaban.
Aleteó una ceja para alejar las horas menguadas. Pero estaban ligadas a su sangre, a los actos vanos en que distrajo su vida.
—Soy mala, alfarero.
—Escogiste un mal oficio. Nada más.
¡Un mal oficio! Reducía las cosas a su mínima expresión. ¿O a sus expresiones exactas? Tal vez mucha importancia se le había dado al oficio de la carne.
—No sé si me pesa lo que hice. No sé nada.
Los dedos siguieron sobando la greda.
—¡Di algo, hombre!
Él enfocó el trasto, corrigió un borde.
—Esta es buena arcilla —dijo.
Otilia apretó los labios.
—¡Alfarero! —casi gritó, pero volvió a una docilidad de barro húmedo. ¿Cuántas veces podía nacer una persona? Porque moría demasiado en cada hora, porque…
—La infancia mía no fue triste, no fueron malos mis padres. La vida no me obligaba a nada distinto de lo común. Yo escogí voluntariamente mi oficio.
Bebió otra vez agua, apoyó contra la pared la cabeza.
—… Detestaba la rutina.
La rutina era una especie de muerte acostumbrada a sí misma, y creyó que la exterminaría lanzándose a la aventura. Había salido de su infancia como de un cuarto oscuro; todavía se advertía en sus ojos un extraño deslumbramiento. Había salido de su juventud como de otro cuarto oscuro, con golpeteo de puerta, y tranca encima para hacer gráfica la pérdida del contacto. Ahora quería anudar los rotos hilos.
—… No sé si fue Pedro Canales mi enemigo…
El alfarero puso el trasto a la altura de los ojos.
—¿Tendrán cuerpo y nombre los enemigos del alma? Quizá no. Nunca han tenido presencia física los verdaderos enemigos del alma, puesto que…
—Ayúdame —dijo el alfarero tomando un extremo del tablón donde estaban las vasijas. Otilia cogió el otro extremo y caminaron al horno. Ella lo veía hacer.
—Me gusta tu manera de poner en el horno las cosas. Tu manera de callar, de trabajar.
—Ya está —dijo él.
Tomó el tazón y bebió lentamente agua de la tinaja. Ella lo miró con serena intensidad, como si fueran sus propios labios los que se humedecían con el agua de beber.
—Alfarero, si el simple barro se convierte en…
No acabó. Las palabras sobraban. El hombre se sentó con tranquila actitud. Ella lo miró largamente y adivinó una frescura de sombra de monte, sintió deseos de tenderse en la hojarasca. Los pájaros que mató empezaban a cantar en su recuerdo, y las ramas a flotar y los pedruscos a sonar en el agua. Y ya no necesitó palabras para la comunicación suprema. Sólo quedaba la prueba de…
—Llegó el Capitán —habló el alfarero sin separar las manos de su arcilla.
—¡No lo dejes entrar! —dijo la mujer arrinconándose contra un costado del horno. Estaba caliente la superficie.
—Mi casa no tiene puertas.
El caballo se detuvo a la entrada. Sintió la respiración, oyó una bota al pisar el suelo, oyó las dos botas y las espuelas y los pasos del Capitán. Oyó la voz:
—¡Llegó Pedro Canales!
La exclamación que antes la resucitaba y que ahora le preparaba otra agonía. ¿U otra resurrección?
El de siempre. Su chaqueta abierta, sus botas guerrilleras, su risa bestial. Ahí estaba, mirándola. Otilia no bajó los ojos. Era imposible.
… Galope de caballo nocturno. Viento en el rostro y los cabellos. Brazos apretados contra la cintura hebillada. Espumarajos en el belfo y los ijares. Olor de bestia en celo. Estrellas en la noche fría…
—No lo creí cuando me lo contaron, mujer.
Ella abandonó el rincón. El alfarero salió con unas vasijas.
—«Mientras el mundo se derrumba, yo acariciando barro…»
—Está en su casa, Capitán —dijo al abandonarlos.
—¿Es cierto, Otilia? —preguntó Canales. Ella asintió, sin voz. Él exigió de nuevo:
—¿Es cierto, Otilia?
—¿Qué cosa?
—Que dejas la Casa de los Faroles.
—Es cierto.
—Nadie deja su vida, porque se muere.
La sacudió con sus manos peludas.
—¿Y aquellas noches?
—Se acabaron.
Las manos presionaron más. Las garras del macho en bruto. La medida de su terror y su deseo.
—Suéltame, Pedro Canales.
—¿Lo dice tu cuerpo?
—La fiesta se acabó, Capitán.
Antes había vivido sólo para los encuentros con Pedro Canales. Aguantaba el prostíbulo porque algún día aparecerían sus manos sin escrúpulos, su vozarrón, su alegría animal derrochada generosamente. El pueblo sin Canales era muerte; la vida junto a él era una maravillosa amenaza, una entrega absoluta, como suicidarse.
Quería no escucharlo, confundirlo con el Sargento Mataya, con el Cojo Chútez, con el negro de los helados. Él lo advirtió.
—¡Conque piensas dejar tu casa!
—Es la casa pública.
—La de los amigos.
—La de la peor gente.
—¡Lo dices, Sor Otilia!
—Dejaré eso, de todos modos.
—¿Por el curita?
—Él me ha enseñado dignidad.
—¿Milagros caseros?
—Por primera vez he sentido vergüenza.
—Si yo estuviera aquí, estaría raptando una de las jovencitas de Tambo. ¿Ves? Tu apostolado de la prostitución.
Otilia no supo enojarse en nombre suyo ni en nombre de nadie. Se esforzó por verlo más vulgar. Lo amaba en el arrebato de la espera, porque allí, presente y definitivo, lo odió un poco.
—¿Qué sabes, Pedro Canales? —y con voz grave—: ¿Qué ves en mí?
Él rió hacia arriba. Sus magníficos dientes relumbraron, poderosos. De lobo, pues.
—Aquí estoy, es lo que cuenta.
—¿Por qué me buscaste, Pedro Canales?
Ella siguió mirándolo fijamente. Creyó que en ese momento lo dominaba.
—Perdí la juventud.
—¿Lo crees?
—Mi belleza es un rastro de los veinte años.
—Vine a buscarte, ¿no basta eso?
Ella siguió sosteniendo la mirada, fuerte su respiración. El seno desnudo bajo la tela se levantaba, potente.
—Me entregué al Cojo Chútez.
—¡Tipo de Cojo!
—Me entregué al Sargento Mataya.
—Buena la tuvo anoche.
—Me entregué al negro de los helados.
—¿…?
—¡Me entregué a todo el pueblo!
Él tuvo una sonrisa cruel.
—El pueblo soy yo, mujer.
—Debería agradecer que vinieras —dijo ella—. Pero pienso si no has venido porque me dominas, porque gozas con los espectáculos de mi rebaja.
… Viento nocturno en el rostro, espuma en los ijares, manos violentas en su carne estremecida bajo la noche de altas estrellas…
—¿No sabes lo que es miedo, Pedro Canales?
—No.
—Miedo de la vejez, de la muerte, de la vida que nos queda.
—No lo sé.
—¿No sabes el terror de la conciencia?
—Cuando la conciencia interviene, la vida se nos desbarata.
—¿No sabes el horror del vicio? ¿No sabes qué cosa es degeneración?
—Soy hombre.
—¿No sabes lo corrompidos que somos?
—Soy hombre.
—¿Qué cosa crees que es ser hombre?
—¡Esto! —sacudió los puños vigorosamente—. Saber que debo vivir porque sé que voy a morir.
«Cada sesenta años muere la humanidad entera. ¿Qué cosa tiene que quedar de toda esa humanidad después de su desaparición? Queda lo que seguirá viviendo, la humanidad siguiente, que hereda la misma angustia de la extinguida. Los hijos revivirán a los padres, así hasta lo infinito, hasta que todo se derrumbe.»
Se rió. Otilia pensó que él no tenía conciencia de la muerte, ni de nada. Morir era un salto más, como quien gana una valla para otra aventura. Sin pensar en el vallado ni en la aventura. La aterró esa simplicidad. La aterró tenerlo en su piel como una marca.
—¿Y Dios? ¿No crees en Él, Pedro Canales?
Se puso hosco.
—Desconfío de quienes tienen interés personal en la existencia de Dios.
Otilia retrocedió hasta el horno.
—Te tengo miedo, Pedro Canales. ¡Eres el Diablo!
Él volvió a reír. Sobre las botas guerrilleras aparecía macizo con la chaqueta entreabierta.
—Empieza la fiesta, mujer.
—¿Qué fiesta, Pedro Canales? Hay más de cien muertos…
—Nosotros estamos vivos.
—Te repito, Pedro Canales. Esos días se acabaron.
Él se puso serio.
—Meses enteros combatiendo, llego a Tambo y me digo: —«Otilia es a quien busco».
—No te cuadra el tono suplicante.
—Nunca suplico.
—Aunque lo suplicaras, no te acompañaría.
El caballo relinchó en la puerta. Canales estrechó el cierre de la chaqueta. Ese andar siempre a caballo lo animalizaba y hermoseaba más. Al olor de semental, Otilia cerró los ojos.
—Me largo —dijo él.
—Sí, Capitán.
—Me largo definitivamente.
—Sí, Capitán.
—No me olvidarás.
Sin un movimiento, Otilia lloraba. Seguían cerrados sus ojos.
—Ojalá te olvidara, Pedro Canales.
Apretó más los párpados.
—… Es duro castigo no poder olvidar.
Una flexión del cuello resaltó los tendones.
—¿Vienes conmigo?
—No.
Canales resopló. Tenía ira.
—Siempre que oigas relinchar un caballo, mujer. Siempre que oigas cascos al galope. Siempre que recuerdes que los hombres existen. Siempre que…
—¡Siempre, Capitán!
El hombre salió. Botas. Espuelas. Chaqueta de cuero, entreabierta. Olor de bestia en celo.
—«Hasta hoy he sufrido por él», pensó Otilia.
—«De hoy en adelante sufriré por mí misma. Doloroso egoísmo…»
Continuó con los ojos cerrados, y sollozó al oír el cascoteo en las piedras y el grito fiestero de Pedro Canales:
—¡Empezó la Feria, Tambo!
En los nervios de Otilia estallaron los cohetes.