—¡Ya los bajaron! —exclamó el enterrador—. ¡Dije que yo cavaría buenos hoyos para estos desalmados!
Andaba agitado entre los cadáveres de lo que fuera tropa del Sargento Mataya.
—Aquí están, José Miguel —se dirigió a la cruz de palo—. Ya dije que te los pondría al pie. Ellos te mataron, José Miguel. ¡Fueron ellos!
Del pueblo llegaban ecos de cohetería y gritos enfiestados.
—Entrarán los guerrilleros, José Miguel. En los desfiladeros aniquilaron a éstos. Ellos te mataron, ¡ellos, José Miguel!
El sacerdote abrió el portón de rejas y entró con su acólito. Sobre cada ataúd rociaba agua bendita. Algo suyo, también, yacía en los soldados.
—De profundis clamavi ad te, Domine; Domine, exaudi vocem meam.
—¡Ni se lo merecen! —renegó el sepulturero—. En el muladar enterraron a José Miguel. ¡En el muladar!
El hisopo seguía rociando los ataúdes color de la madera aserrada. Los rezos caían con el agua bendita.
—Asperges me hissopo, et mundabor: lavabis me, et super nivern dealbabor… Auditui meo dabis gatidium et laetitiam et exsultabunt ossa humillata…
Allí acababa el hombre. Los huesos humillados. En vida. En muerte. Ante los años. Ante Dios. Ante las cosas. Purifícame con hisopo y seré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve.
—Si iniquitates observaveris, Domine: Domine, quis sustinebit…
El hombre. La única cosa imperfecta de Dios. No, no el hombre sino su pensamiento, su… Perdona, Señor, que trate… Da a mis oídos gozo y alegría, y se regocijarán los huesos humillados. Pesa el dolor de quienes no tienen ojos que los lloren ni oídos para oírse el rumor de la muerte en sus venas… Si mirases, Señor, nuestras iniquidades, Señor, ¿quién podría subsistir?…
—Ecce nunc in pulvere dormiam, et si mane me quaesieris non subsistam…
Éstos han caído, aquellos niños caerán. Desde antes de su voz ya traen los huesos humillados. Sólo por el orgullo. El justo hace entrega amable de su armazón, reintegra la cal a la buena tierra porque vivió con los huesos iluminados. Porque la vida de comunión con las cosas…
—Ahora dormiré en el polvo, y si me buscares mañana, ya no existiré… Requiem aeternam dona ei, Domine. Et lux perpetua luceat eis…
Los mulatos esperaban el momento de ayudar a cubrirlos. En alguna forma eran carne de esos mismos soldados.
—Recibe el alma de Tus criaturas. Júzgalos con Tu misericordia. Al polvo regresa el hombre, Señor. El hombre, Tu criatura.
Solos esos cadáveres sin llanto amigo en derredor, sin duelo familiar. La muerte en tales circunstancias era doble muerte.
Se arrodilló frente a ellos, extendió los brazos, los juntó en el pecho, sus ojos con lento observar las cosas más allá de ellas mismas, como si le doliera o le pesara la mirada. Las manos formaban un segundo rostro agobiado.
Como el búho a la penumbra, su alma estaba acostumbrada a la soledad, pero se sintió más solo que nunca. Y la pausa en el rezo era la sombra de su padre…
… La primera punzada le vino entre los cabuyales. Se agarró de un tronco, pero otra punzada lo tumbó contra una penca. Los hijos llegaron a su lado. Él se contorsionó con valerosa fatiga. —«Nada pasará»— dijo, pero de verdad estaba enfermo. Mucho les dolió ayudarlo a subir al caballo y seguir el paso de regreso; más todavía cuando dijo a la madre, tiñendo con una sonrisa la aceptación de su derrota: —«El Hombre está de viaje…» Le vieron a ella la tristeza en el peinado liso, en el recogimiento de sus pasos, en ese quieto enfrentarse a los cerros. Más que otros días, ese día los conmovió ella porque su silencio era un silencio en fuga.
Arrebujado en su ruana, el hermano mayor pulsaba inquieto los brazos del sillón; colgada de un clavo, la guitarra apretaba su boca contra la pared. Vino luego el cansancio de las palabras, las preguntas fatigadas contra una respuesta ineluctable, la mirada sobre los cabuyales que erizaban sus hojas.
Y al escuchar la oración de los agonizantes, salió corriendo hacia los cabuyales con el machete en la mano trémula. Recordaba cómo los vecinos se inclinaban al peso de su enorme ausencia, cómo se calló la guitarra del hermano, cómo apretaban los labios y los ojos y los puños, cómo dijo la madre con su voz parecida al silencio de las eternidades:
—«Se fue El Hombre».
El Hombre se había ido irremediablemente. Tendido en la cama de roble que él hiciera cuarenta años atrás, tenía mucho de tronco vencido, de tierra agostada por el cavar de los hierros y los días. Los campesinos desfilaban frente a su cuerpo, arrinconadas las palabras en la inútil protesta…
Después, nuevos días se detuvieron en aquella hora, inolvidable la figura de El Hombre contra los cerros, sus anchos ademanes, su gruesa voz de profeta, sus ojos pardos bajo unas cejas alborotadas como crin al viento.
Parecía que todos los hombres como él habían desaparecido y que nunca volverían a poblar las lomas donde soplaba inútilmente el viento. Sin él quedaba mutilado el áspero paisaje de la serranías… Desde entonces aprendió a mirar en sus ojos los cabuyales en crecimiento, más fuerte el agua que la mirada. Por allí recorría la sombra de El Hombre, ambulaba su voz para apaciguar los veranos y los inviernos, se tendían sus manos invisibles para dejar la semilla entre la tierra húmeda. Y en todas las losas del mundo un letrero simple como la vida de El Hombre: «Aquí yace un cultivador de cabuya».
Los mulatos se acercaron para tomar por los extremos el primer ataúd. El sepulturero con la pica arrastraba uno y lo arrojaba al primer hoyo. Con la pala, con las manos, con los pies echó tierra encima y brincó sobre la tumba para apisonarla.
—¡Que no retoñen los soldados! ¡Que no retoñen!
Los mulatos miraron extraviados. La ira contenida durante años se revolvía en todo el cuerpo del sepulturero.
—En el Páramo enterré a mi mujer, enterré a mi hija, enterré mi mano. ¡Allá!
Con el muñón se ayudó para arrastrar el ataúd siguiente. La tapa se desajustó, él tomó una piedra para clavarla.
—¡No te saldrás, soldado!
Pero al golpe de la piedra contra la tabla, al roce del muñón contra la madera creyó ver un par de ojos llenos de pánico tras las rendijas transversales del bahareque. Creyó oír una voz:
—«¿Cuándo se acabarán las matazones?»
Y otra que respondía:
—«Cuando nos acabemos nosotros.»
El sudor corría hasta el cuello.
—Te ayudaremos —dijo uno de los mulatos. El enterrador jadeó la agonía de su venganza:
—¡Estos muertos son míos!
Se aferró al ataúd, contorsionado brutalmente. No escuchó la voz del sacerdote sino la suya propia:
—«¡Cuatro velas siquiera!»
—Nos dañaron la vida, mujer —dijo—. Se acabaron las guitarras, José Miguel Pérez.
Tiró la pica en la tumba y la enterró con la pala. En ella parecía ponerse el duro sol de Tambo.
Sobre un tronco de lava, una iguana inflaba y desinflaba su papada al sol.
* * *
—Hay que decidirse —dijo don Jacinto, cansado—. Antonio se decidió.
Marta continuó en su absorto silencio. Por su hermano guerrillero, por el desconocido, por el recuerdo de la retama y de unas hojas de caña dobladas al sol. Sus dedos magullaban un mango verde.
El viejo clavó la mirada en un cajón de papas. Dos días atrás apareció la bomba. —«¿Quién la traería?», se había preguntado. Podría matar con ella un pelotón—. «La envió mi hijo porque la revolución se extiende. Ha esperado que yo me decida».
Creía equivocado a su hijo. No puso el denuncio, tampoco dejó usar la bomba: la ocultó sin idea en el cajón de papas.
Ahora le estallaba en una dura obligación ante el Sargento Mataya y sus soldados. Y al pensar en el posible atentado, palideció; sus movimientos se hicieron torpes.
¿Qué esperaba? Lo aterraba la tropa.
—«Antes por lo menos oíamos la radio, leíamos periódicos, nos juntábamos los amigos viejos para hablar de otros días. O callábamos, sin mayores inquietudes».
—Son los nuevos soldados —dijo la muchacha mecánicamente. Las aletas de su nariz aspiraron el recuerdo de la retama. El hombre restregó una tabla con el trapo.
—Reemplazarán a los muertos. No sé cómo hemos aguantado.
Entre los gritos que llegaban de la gallera, Marta entrevió unos ojos de bravo sufrimiento.
—Ojalá no sean peores.
No creían mala gente a los soldados. Había órdenes. Pero órdenes y soldados formaban ya una misma cosa para Tambo. Soldado era algo que llevaba pistola y fusil y bayoneta, que ensangrentaba las botas en la carne abierta de los guerrilleros.
El ruido de los tacones cambió de la piedra de la calle al ladrillo de la acera, del ladrillo a los tablones. Botas herradas, acre vaho de exudación, chaquetas de dril, armas de gris hiriente, ojos estriados, abruptos ademanes. Trombas con respiración animal.
—Estamos cansados. Lo mismo —dijo el Sargento. Quiso pedir aguardiente y decir que había fracasado. ¡Y venirle el curita con eso de perdonar y detener las matanzas!— «Padre, ¿no le molesta su conciencia?». El sepulturero había sido el de la emboscada, pero el Sargento veía sotanas en sus sentimientos vengativos. El idiota ese de la pica, y Pedro Canales… Si en vez de Sargento fuera Capitán… Y Antonio Roble… Y él mismo, destruido la víspera. Mala la hubo en los desfiladeros…
… En las rocas rebotaban las municiones, el viento helado silbaba en las rocas. ¡Y tanta noche para los fogonazos! Pedro Canales… ¡Maldito por siempre el Capitán! Las rocas devolvían sus risotadas.
«¿En la trampa, Sargentico?» «Por seguir a un cura viejo». —«Te dejaré ir para que digas a Otilia que llegaré mañana». Noche, rocas, frío paramuno, quejas, gritos, la inevitable derrota…
El látigo acompasó los pensamientos. Miró a don Jacinto como si mirara al hijo guerrillero.
—¡Todos caerán!
El viejo retorció la toalla cuando los uniformes contra la puerta oscurecieron el interior. Las sombras se revolcaron en el piso.
El Sargento se miró las botas cubiertas de pantano seco, raspó los carramplones en el tablado.
—Es un condenado ese hijo suyo.
—Casi un niño…
Lo dijo como quien se solidariza. El pánico empezaba a anularle el instinto de conservación. Todo llegaría a ser indiferente.
Podría liquidarlos con la bomba. Un pequeño Dios. Tenía que decidir su destino, el de su circunstancia, el de lo que pudiera sentirse afectado por su acto. Se anonadó al verse dueño de tantas posibilidades que antes le eran ajenas.
—¿Nervioso, don Jacinto?
Cada vez aborrecía más las preguntas del Sargento.
—¿Por qué suda tanto?
—Hace calor.
El Sargento llevó un pañuelo a la nuca.
—Hace calor.
En el ambiente flotaba la idea: cuando se está bajo ese clima se piensa que todo debe terminar en exterminio, que se vive una muerte sudorosa adherida a la piel como el calor a la llama.
Seguía denso el olor de ceniza y humo.
—«Candelas de verano», pensó. Alguien, lejos, tocaba el tambor: de ahí venía el reverberar al pueblo. Y del algarrobo, y del volcán, y del barullo en la gallera, y de las piedras con matas de humo.
—… Los pueblos se vuelven inaguantables. Tal vez por eso la gente se va yendo a los páramos.
—¡Todos caerán!
Don Jacinto se arrimó a su hija que desde la puerta interior trataba de ver qué sucedía en la gallera.
—Dile al padre Barrios que te mando yo.
Ella dudó, quiso estar cerca de la gallera, del viejo. Aquella mirada la entibiaba, como si le rociara suavemente un pasado de tranquilidad hogareña, de pequeños sueños realizados.
—No hay tiempo que perder —apremió el tendero. Se miraron con tristeza. Ella se quitó el delantal sin apartar la vista, debilitada al dividirse entre su padre y la figura ausente del desconocido. Tuvo la sensación de que su cuerpo olía al del hombre del gallo bajo el poncho.
Cuando salió de la fonda creyó que el desconocido andaría con sus propios pasos.
Los ojos del de vestido blanco la siguieron.
La punta del látigo del Sargento dio en las costillas de un soldado. Una mirada furtiva señaló la nerviosidad de don Jacinto.
—No lo descuide.
Se respiraba en toda parte un aire de conspiración. El trapo se estrujaba inquieto en las manos de don Jacinto. Revoloteaba su mirada de los estantes a los soldados, de los soldados al cajón, del cajón a la puerta, de la puerta al cajón.
El hijo luchaba en los montes, al margen de la ley. Querían sus restos. «Como si matando a un hombre se matara el miedo».
—Viejo, venga con nosotros a la mesa.
De soslayo miró el cajón de papas mientras obedecía al Sargento. En la sonrisa se convulsionó el miedo a la decisión. Tenía que descubrir por sí mismo su universo, vivir sus agonías. Nadie podría ayudarlo porque frente a sí estaría completamente solo.
El dilema se le iba haciendo inevitable: su hijo estaba por entrar con los amotinados de la cordillera, los soldados de relevo los eliminarían. Él era el único dueño de las circunstancias inmediatas. ¡Si morir sólo consistiera en dejar de respirar! ¡Si matar no pasara de arrojar una bomba o apretar un gatillo!
Ocupó el asiento que desocupó el soldado. Su vista se pegó a los pies del otro. Con precaución felina el soldado ojeó las mercancías, los anaqueles, los clavijeros que servían de colgandejos para jícaras y talegas. El Sargento y el viejo miraron la lentitud del soldado en la inspección. El trapo gimió entre los dedos.
—¡Algo trama esta maldita gente! —rugió el Sargento asomándose al portón. Los techos de cinc devolvían el reflejo del sol.
—Viejo, ¿qué traman? ¿Están con Antonio Roble? ¿Están con el Capitán Canales, eh?
Silencio en el aire calcinado. Silencio en los tejados sin palomas. Silencio en las puertas cerradas. Y en las calles solas, y en las guitarras, y en la gallera, y en los ojos de los niños.
Silencio.
—La pagarán, viejo. Pagarán la que nos hicieron anoche. Usted sabe más de lo que parece.
Y al llegarle otra bocanada de gritos:
—… Ellos también saben.
—¡Ellos! —repitió impersonalmente cuando las exclamaciones en la gallera se sucedían. La gente suya se mataba, se mataban centenares en aldeas y montes y caminos, y el pueblo embebido en una riña de gallos. ¿Qué otra cosa les importaba? Pendían de unas garras y unas alas y unos picos, ¡y que el mundo se derrumbara! Si entraran los guerrilleros, estarían con ellos, y pedirían perdón, y formarían otras pandillas que protagonizarían idénticos desmanes.
—¡Maldito pueblo! —renegó.
—Mi Sargento —dijo el soldado con alegre servilismo—. La encontré en el cajón de papas.
La calma simulada fue la espera de cualquier estallido.
—¿De dónde vino esta bomba, don Jacinto?
Le agarró la camisa y lo zarandeó contra la pared.
—Si no habla, lo mato. ¿Qué traman estos desgraciados?
El puño que agarraba la camisa hizo volar los botones.
Una andanada de gritos salió de la gallera.
—Son gente acosada, Sargento. Tienen que vivir.
—¿Para qué?
De un envión lo arrojó contra la tarima. Don Jacinto fue de lado hacia el portón del establecimiento. Un soldado lo detuvo.
—Tráigame una botella —dijo el Sargento con azarosa calma, arqueando el latiguillo—. Tenemos que hablar.
Dudó la mirada. Golpearon contra el suelo las patas de los taburetes. Chirrió uno, insistentemente.
—¡Helados! —gritó el negro desde la calle, con voz de estreno. El grito refrescó el aire.
—¿Qué sabe de Pedro Canales? ¿Qué sabe de su hijo?
Se fue aquietando la mirada elusiva. Vibró menos la garganta.
—Nunca estuve de acuerdo con Antonio, pero es de hombres decidirse a la hora brava.
Decidirse, he ahí el problema. El eterno problema que se repite en cada ser. Él, y sólo él, debe afrontarlo. Nadie solucionará sus angustias porque la experiencia histórica es nula en el avatar de cada individuo. Él tiene que vivir una vida y dentro de ella actuar, decidirse.
El Sargento sacó un fajo de papeles sucios.
—Vea los recortes. Criminales todos los guerrilleros.
—Sí —aprobó el viejo—. Nada queda sino la venganza de un lado y del otro, hasta el fin. Los resortes morales se han reventado.
Su hijo luchaba en los montes; por lo menos tenía un trecho por abrir. Él, en cambio, veía sus puertas clausuradas. Convencerse le daba una asustada ira.
—¿No saben lo que puede un pueblo con miedo? —dijo, ahora con descarada timidez de perro sin amo.
—Viejo, ¿qué le pasa? —acosó el Sargento. Arrastró la botella, la descorchó—. Tómese un trago con nosotros.
Retorció los dedos al vaciar.
—Podría ser el último.
—Con ustedes cualquier cosa puede ser la última.
—¿Se le subió el olor del aguardiente, viejo?
Rieron con impaciencia. El viejo desgonzó la boca.
—¿No han sentido miedo, lo que se llama miedo? Yo sí: cuando los oigo, cuando están dentro, cuando se van…
El Sargento dio un manotazo en la mesa. La botella perdió el equilibrio. El tendero se apresuró a recogerla viendo con ojos ensanchados el resbalar del líquido de las tablas al suelo. Su temblor llenó las copas, más transparentes ya con el licor.
—Salud, viejo.
—Salud, Sargento.
—Salud —dijeron los demás y empujaron el brazo y tras el brazo la copa, y tras la copa el limón, y tras el limón la acidez de los gestos en los rostros quemados.
—Arde en el gaznate.
—Arde.
El chasquear de lenguas saboreó la tensión.
—Acabe su copa, Sargento.
El Sargento lo miró insistentemente. La copa parecía quebrarse en sus dedos. Don Jacinto retiró los ojos hacia la parte del Páramo que se veía por la puerta. «Es fresca la palabra Páramo».
—¿Han sabido de Antonio Roble?
Pronunció con orgullo el nombre de su hijo. Por primera vez no sintió miedo al nombrarlo. Un desgarrado afecto le traía el recuerdo de aquella negrura precoz en la barba la última vez que lo vio. Cuatro años atrás. Hoy sería un hombre completo.
—Ya caerán —dijo el Sargento—. ¡Todos esos bandidos caerán!
Los ojos regresaron del Páramo a las copas.
—… ¡Y cuando los tenga conmigo…!
Estranguló el cuello de la botella.
—¡Así! No quedará una sola gota de vida.
Vació el contenido en las copas, menos en la suya a medio llenar. El dueño se levantó.
—¿Por qué atranca la puerta, don Jacinto?
—Por si los bandidos vienen.
Se burlaba de ellos. Renacía una fuerza moral en sus movimientos, la sentían, sabían que era menos difícil ser valientes que tener miedo varonil, que el miedo puede ser un resorte del valor animal, muro de contención para la audacia bruta. Para decidirse a la hora señalada.
—Yo estaba contra los guerrilleros, contra la violencia, contra Antonio.
Volvió a pronunciar el nombre como una rectificación.
—Me contaban muchas cosas. Castraciones, degollamientos, mutilaciones. No las creía. —Bebió un sorbo—. ¿Recuerda, Sargento? Uno de sus soldados mató con el fusil una paloma. Entonces comprendimos que la muerte había llegado a Tambo.
Los miró borrosamente y sonrió con dolor en las palabras.
—Mi hijo se fue a los montes; algún día lo matarán. Yo estaré orgulloso de su cadáver. Cuando José Miguel…
Recordó a Marta, creyó oír una guitarra y el galope de un caballo alazán. Recordó el muñón del sepulturero, el bastón del Cojo Chútez, los trastos del alfarero, las palabras del padre Barrios.
—¡Se emborrachó el viejo! —habló un soldado con torsión de vientre.
Una risotada azarosa llegó desde la gallera.
—¿Nunca se han dicho: «Dentro de poco estaré muerto»? Uno se va muriendo a trocitos cuando tiene miedo, hasta que se dice: —«Ahora voy a morir completamente», y ya no siente miedo, y le parece bien que todo termine.
El Sargento sacudió su latiguillo.
—De tanto enfrentarnos a la muerte nos acostumbramos a ella.
—Porque somos tahúres y creemos que los demás morirán, menos «yo». Espantamos el miedo por el azar de la jugada en que la suerte tiene que ser nuestra. Pero ¿y si hay certeza absoluta de que vamos a morir?
—Somos soldados.
—Sí, soldados…
—Sabemos morir.
—Nadie sabrá morir porque nunca lo quiere, porque…
Se quedó viendo al Sargento. Su hijo podría estar en lugar suyo. Se quedó viendo a los soldados. Carne de pueblo, con sus problemas: hijos, madres, urgencias cotidianas. Para morir en tierra enemiga. Sintió ganas de llorar.
—Salud, Sargento Mataya.
Con la copa junto a los labios se le empañaron los ojos. Pero la crueldad de hombre acorralado se impuso, y repitió:
—Yo estaba contra mi hijo.
—Por eso puede contar el cuento.
—Creía que el Gobierno deseaba la paz. Colaboré con ustedes pero comprendí lo que es terror al verlos actuar. Todo nos ha salido mal bajo sus botas. Los hombres rehúyen la mirada, las mujeres no salen, los niños se pegan a las faldas de sus madres, de sus hermanas mayores.
Dejó caer de la mesa una mano.
—Antes había esperanza, oíamos reír a las muchachas. Ahora con ustedes todo ha cambiado.
Los soldados miraron con mirada enferma. Esperaban algo del Sargento Mataya.
Una pausa de sorpresa se llenó de detonaciones. Un grito de júbilo recorrió la gallera. El tambor aceleró su ritmo.
—¿Oye los disparos en las afueras, Sargento? Es mi hijo, Antonio Roble, es Pedro Canales con sus guerrilleros. Mi hijo se decidió. Es de hombre decidirse a la hora brava…
Tomaron actitud de alerta para el encuentro en las afueras de Tambo.
—¡Viejo majadero! Nos ha entretenido mientras yo debería estar a la ofensiva. Ya me las pagarán. Los guerrilleros caerán en la trampa y no quedará ni el bagazo. Así los exprimiré.
Y con los puños retorció la gorra de uno de sus soldados, que había doblado la cabeza.
—¡Vamos! —agregó rampante, asegurándose el cinturón-cartuchera. Ellos se convulsionaron con gestos de fuga definitiva. Señalando, el viejo dijo:
—Será el primero, luego él, y él, y yo. Y los que acaban de llegar.
Y usted, Sargento, ¿no será demasiado tarde? Falló su plan. Dentro de unos minutos estaremos muertos.
Manos copas, ojos, se inmovilizaron.
—¿Saben ya lo que es miedo? Envenené el licor. No hay escapatoria, se lo juro. Yo, y en los demás sitios se hizo lo mismo con la nueva tropa. Más de cien soldados mueren en estos momentos. Estamos acorralados sin remedio. ¿Ven? Me tiembla la mano, veo muy poco.
No oyeron las últimas palabras. Sólo el viejo conservó una agria languidez. Los demás se retorcieron buscando la puerta, el estante, agua. Sacaron sus armas, las arrojaron brutalmente. No sobraba odio para el viejo, sólo sus rostros crispados sin defensa ante la muerte.
Dentro les taladraba, ocupándolos. Se iban llenando de ella, como una copa que deja de ser copa al rebosar. Era la muerte en distorsiones de lucha estéril, sin tiempo para resignarse, chapoteante el instinto de conservación pero hundidos en el abismo sin fondo que saca los ojos de las órbitas y hace garfios los dedos para aferrarse a un retazo de vida que se les fugaba en la desesperación.
—Oiga la fusilería, Sargento. Oiga los gritos. Antonio llega al pueblo que ustedes nos dañaron. ¿Sabe cuántos son?
El Sargento oyó ¡Vivas! entre el retumbar de los cohetes, bulla de pasos que corrían, voces para la entrada de los guerrilleros.
—¡Pueblo inmundo!
Los que ayer lo adulaban «Sargento Mataya, hombre para cada hora», se apuntaban a la otra cara de la moneda. La inminencia de un caudillo los enceguecía, pero si al caudillo a su turno le fallaba la suerte, vivarían al otro porque los entusiasmaba la fuerza por la fuerza en sí, no por el ideal que dejara entrever.
El Sargento forcejeaba con la tranca, una de las manos prensada contra el estómago para cortar el dolor del veneno en sus vísceras, en la sangre galopante.
Cuando logró abrir un ala de la puerta alcanzó a ver cómo el gordo de vestido blanco se desplomaba, se llevaba una mano al vientre y con la otra, ensangrentada, trataba de alcanzar el sombrero tejido. Hasta quedar sobre el cordón de la acera, los ojos abiertos hacia la puerta de El Gallo Rojo.
Al abrir con el hombro la otra puerta, el Sargento cayó, rabioso. Los pasos de los guerrilleros se aproximaban, y los vivas en las calles.
Doblando ya una esquina, un grupo castigaba a tres clientes de la pandilla. Dos de ellos iban amarrados con sogas, el otro se defendía pasivamente hundiendo la cabeza en los hombros, al rostro los brazos aporreados.
—¡Pueblo cochino! —dijo el Sargento al doblarse definitivamente.
Lo último que oyó fue un creciente retumbar de tambores, los pasos cada vez más cercanos de los guerrilleros y el cloqueo de un gallo en derrota.
De la mano tendida contra el empedrado se zafó su pistola. En la otra se inmovilizó el latiguillo.
Don Jacinto quiso ver a su hijo pero los ojos no obedecieron. Sabía que iba a entrar por encima del cuerpo del Sargento. Quisiera decirle:
«Me decidí, muchacho».
Y que él lo oyera.
—Me decidí, Antonio —dijo tartajosamente, nublada ya la vista. Pensó en Marta, en José Miguel.
—Me tiembla un poco la mano… —concluyó resignado a morir, a que todas las cosas y todos los seres murieran con él, en su agonía.