27

Aun furioso redoble del tambor viraron las cabezas hacia la puerta de comunicación con El Gallo Rojo. Y cuando desde ella nos contempló el sacerdote, la expectativa fue la de quienes asoman a un riesgo imprevisto: hombres, gallos, almas, no importaba. El choque en sí era suficiente.

Algunos tomaron el respirar asmático del sacerdote como excitación de ira, o miedo al gamonal; otros como el coraje de un anciano sin armas que va a un ambiente hostil para enfrentar lo suyo contra todos los demás.

—Adelante, padre Barrios —dijo el Cojo. La inflexión de voz se debía a la impresión que quería dejar en los asistentes, no a un impulso desprevenido.

Con paso lento el sacerdote llegó al redondel. Miró los chisguetes de sangre en la arena, con la suela borró los que estaban cerca, un pañuelo enjugó el rostro. —«Sangre, lo único que los anima. A lo mejor, ya ni sangre»— quería decir su desánimo.

—Tú, forastero —dijo de pronto, señalándome—. ¿A qué has venido?

Miré al Cojo. Dije apaciblemente:

—Al desafío.

De gallos, de hombres contra hombres. Adiviné la pregunta que no formuló.

—Sí —la contesté—. A los desafíos.

El Cojo sonrió.

—Busca a un hombre, padre. Desde hace dos años busca a un hombre.

—Para matarlo —rematé.

El Cojo se carcajeó. Pero los labios temblaron al final de la carcajada.

—¿Es cierto, muchacho? —preguntó el sacerdote, más viejo todavía.

—Es cierto.

Hubiera querido que la gente desapareciera, pues ni mi vida ni mi venganza tenían por qué ser espectáculo. Hubiera querido no ser motivo de las contracciones en el rostro de aquel anciano. ¿Cómo podría él evitar el destino marcado, corregir los instintos cultivados desde que nacimos, impedir el encuentro inevitable? Gallos, hombres, almas…

—Padre —volvió el Cojo enviando el puño con índice templado—. Enfrentará su gallo a cualquiera de los míos. Llegó al pueblo como si fuera el dueño. ¿No cree que necesita una lección?

El sacerdote movió cansadamente la cabeza.

—¿Todos han perdido la dignidad?

Se sacudió algo invisible, como si le molestara lo que acababa de decir. En los bancos algunos rehuían su mirada, otros la sostenían con desparpajo.

—¿A nadie le importa la muerte de los demás?

Alzó el brazo para señalar el Páramo.

—¿Saben cuántos soldados cayeron en los desfiladeros? ¿Saben cuántos guerrilleros murieron anoche? ¿Saben cuántos cadáveres hay en el cementerio? ¡Y ustedes pendientes de dos hombres que quieren morir, de unos gallos, de…!

Levantó un Cristo de bronce, le tembló la voz. El Cristo tembló en el extremo, como otro índice.

—Estarían felices si se repitiera el espectáculo, si lo crucificaran de nuevo.

Se dirigió al Cojo, apartó las manos con las palmas adelante, en entrega.

—¿No basta con lo malo que se ha hecho en Tambo? ¿Hacen falta más ramas de tamarindo?

Debió referirse a lo que me habían contado sobre el brazo del tamarindo y un tal Juancho Lopera que amaneció colgando, al cuello un ojal de alambre de púas. El Cojo se encabritó como a un espolazo en los ijares.

—Padre Barrios —recalcó en un formidable tono bajo—, nadie me dice a mí qué cosa debo hacer ni qué cosa hice o no hice.

La tensión cedió al latiguear el triple entaconado.

—¿Y tú, muchacho? —me preguntó el sacerdote.

—El día estaba señalado —dije.

—¿Por quién?

Me referí al Cojo.

—Cada uno se señala su día.

El del potro manchado fijaba sus ojos en la nuca del sacerdote, en el Cristo empuñado. A veces el Cristo se confundía con un revólver o con un tremendo puñal.

Él señaló el día —dijo el Cojo, burlón. Y por decir al sacerdote que debería dejar a las cosas el ritmo que les imprimíamos:

—Esta no es casa de oración sino cueva de galleros.

—En todas partes está Dios.

—Pues aquí se le adelantó Satanás.

La manera como se quedó mirando el sacerdote al Cojo, impresionó a los espectadores.

Ese silencio fue una acusación violenta; fue, quizá, la visión de una derrota.

Cuando el sacerdote apartó la mirada se corvaron más sus espaldas, como si en la mirada misma hubiera estado apoyando el cuerpo. No sé qué había en él, porque cuando volvió a mí su cara con un oscuro movimiento sonámbulo, tuve ganas de bajar la mía. No sé por qué me hacía aparecer culpable, no sé qué tenía que ver yo en su destino, pero algo mío sufría dentro de él, algo mío le dolía.

Su expresión cuando volvió a mirar en derredor fue la de un hombre en fuga.

—Necesito que me ayuden a enterrar a los muertos.

Algunos bajaron la cabeza para no sentirse aludidos.

—… A los soldados muertos, a los guerrilleros muertos…

Nadie obedeció. El Cristo se desgonzó en los dedos, los pasos emprendieron el camino de salida. Al traspasar la puerta volvió la cabeza lentamente. Lo último en desaparecer fue la espalda.

Al verlo al borde de la derrota pensé en cosas más duraderas que yo mismo, que mis nervios educados para dar muerte. Me hizo sentir pequeño y pasajero, desvinculado de eso que lo rodeaba y que sólo he visto en quienes nacieron para ser caudillos de pelea grande, enviados por fuerzas superiores a las que movían mi vida.

Cuando salió, recrudeció el run-run en la gallera. Yo sentí náuseas. El del potro miró a los mulatos, que salieron. Seguramente ayudarían a enterrar las víctimas del Páramo.

El zurriago aflojó en el puño del Cojo al contemplarse las manos después de salir el sacerdote. Pero en los nudillos volvieron a blanquearse cuando se enfrentó a mi terquedad.

—Ahora sí, forastero, le llegó la hora.

Todos olvidaron al sacerdote. Respondí, pensando en él:

—Nadie escapa a ella.

—Nadie, joven.

—Ni Juancho Lopera pudo escapar.

Fue doble su contorsión, escandaloso el salto sobre una banca, estremecida la voz.

—¿Qué sabe de Juancho Lopera?

Yo seguía pensando en el sacerdote. Estaría en el cementerio entre el silencio del enterrador, de los mulatos. Dije con el desgano que deja la rabia repartida en muchos puntos:

—De Juancho Lopera sé lo que todos saben.

—¿Qué saben todos? —alzó la voz.

—Lo que sucedió y que por miedo se callan.

—¿Y usted lo diría, forastero?

—Sí.

Su risa no pasó de una mueca. Los segundones se removieron, el jinete empuñó la botella a la altura de sus ojos.

Miré hacia una rama imaginaria.

—Usted asesinó a Juancho Lopera.

Su tensa inmovilidad era la misma del hombre que colgara del tamarindo, a medio tronchar el cuello por el alambre de púas. No sé qué cosas callaba en ese momento, pero callaba lo más importante de su vida.

—Si Juancho Lopera siguiera viviendo —dijo—, lo volvería a matar.