26

En su reclinatorio el padre Barrios rezaba por los soldados acribillados.

—«Algo tiene que ver cada cual en cada muerte.» La víspera trabajaron la tierra antes de salir a cumplir el trágico deber al mando del Sargento Mataya. Los mataron cansados. Cansados por la penitencia que les impuso.

—«De alguna manera todos somos responsables, si no culpables. Pero, ¿si se extendiera el juicio más allá del hombre?»

Y le asustó recordar una réplica de don Heraclio Chútez: «Si Dios tuviera conciencia de culpa, lo estaría matando el remordimiento».

El Cristo de bronce dejaba una marca en su frente, le maltrataban los relieves al exorcizar su pena. Le llegaba el ruido que con su pequeño tridente producía Daniel al escarbar una era, y cada movimiento entre la maleza trataba de despejar un tris de su propia infancia entre los cafetales.

—«Estoy viejo de verdad» —se dijo al darse cuenta de que deseaba evadir los problemas, de que la niñez era para él una especie de futuro. El único, en busca de los perdidos.

Y pasos fuertes oía en las calles de Tambo, pasos en su recuerdo. Los de su madre, débiles, ligeros en la mañana, cansados a la tarde; pasos por duplicado debido al golpeteo de las sandalias sin cordones. Y los de su padre, los de aquellos guayos de cuero crudo con suelas de taco y carramplones para los barrizales. Se estremecían los tablones del corredor con esos pasos tan familiares a la casa como el Cristo en la sala, el tictac del reloj, el silencio de la madre, la guitarra de Rodrigo. Desde niño se quedaba mirando aquellas botas, oyendo su taconeo, y los ojos las seguían como si fueran cosa viva e imponente. A veces, cuando las engrasaba sobre la piedra del patio, al sol de la mañana, se extrañaba de que no caminaran solas…

Cuando don Jacinto tocó a la puerta, se levantó dificultosamente y pensó en su propia muerte: ni dolor, ni remordimiento cuando ocurriera; sólo tristeza porque, con él completamente El Hombre, mataría lo que de él había sobrevivido en los simples actos de su vida cotidiana.

La silla, los trastos del alfarero, la mesa, el reclinatorio, la plaza, la puerta al abrirse, el tendero, aparecieron empañados, en desintegración de agonía.

—Padre… —Las manos se estregaban como animales de­sesperados, los ojos forzaban la mirada hacia la marcha de los soldados sobrevivientes.

—Me alegra su visita, don Jacinto.

—Algo malo pasará hoy —dijo el tendero sin dejar de mirar a los soldados—. En el desfiladero los mataron a casi todos. Allá estaba mi hijo. Viene un destacamento.

El sacerdote vio una resolución nacida del terror. Tras ella se adivinaba un alma en heroica derrota.

—¡Si sólo se tratara de morir!

—Su hijo estará bien, don Jacinto.

—Hoy viene con los suyos, lo acribillarán los nuevos soldados. Don Heraclio en la gallera…

La frente sudaba. Recientes insomnios hacían curvas las miradas.

—Está ardiendo la escuela-cuartel. Nunca un hombre se vengará como el Sargento. Tendió una trampa que acabará con los guerrilleros, con mi hijo. ¿Cuál es nuestro deber? ¿Asesinar a los soldados o dejar que asesinen a los guerrilleros? Lo uno o lo otro, no hay escapatoria.

Las palabras se hundían en el sacerdote.

—Yo conozco a mi hijo. Nunca estuve de acuerdo con él pero es un buen muchacho. Lo hicieron hombre antes de tiempo.

Miró el Páramo como si mirara a su hijo frente a frente.

—La última vez me dijo que sembraría árboles en Tambo, que el pueblo tendría fábricas de tejidos de cabuya, que harían caminos, que cultivarían hasta el último rincón. Es el más inteligente del pueblo, el más estudioso. —Y con indignación decorosa—: ¿Me van a decir que es un criminal?

Cada uno con el peso de sí mismo encima, con el de su pasado, con el incaminable peso de sus decisiones.

—No puede ser criminal un hombre que ame la tierra.

Don Jacinto no escuchó. No vio al Cristo estrujarse en la ancha mano. Sólo dijo:

—Es de hombres decidirse a la hora brava.

Imposible sufrir en carne propia la vida de cada feligrés. María, Otilia, el Sargento, don Jacinto, el enterrador y cien más que iban a buscar alivio a daños causados por sus propios actos, por los ajenos, por los actos de nadie. Esa cosa que llaman destino, y que es el designio de Dios…

—Marta quedará sola —dijo con aire de imbecilidad afectuosa—. Ojalá la anime cuando yo falte.

Volvió a mirar hacia fuera, habló en eco de otros recuerdos:

—Antes había palomas en las calles, se oía la guitarra de José Miguel.

—Volverán los buenos tiempos, don Jacinto —dijo el sacerdote sin convicción.

—Ya no hay buenos tiempos, padre. Tambo nunca ha sido gran cosa pero se vivía tranquilamente, las siestas no daban miedo.

Apretó el puño contra algo invisible.

—Cada rato vuelven los pandilleros a pedir cuotas.

—¿Cuotas para qué?

—Dizque para el mantenimiento del orden, para acabar con los enemigos del Gobierno, para… Si no les damos dinero y licor hacen las del Diablo.

—¿Y el Alcalde lo sigue permitiendo?

—Padre Barrios, ¿todavía no sabe qué cosa es La Autoridad en nuestros pueblitos?

La voz de don Jacinto se perdió en los pliegues húmedos del trapo.

—Van para El Gallo Rojo los sobrevivientes.

En la plaza, las botas herradas acompasaron el grito del Sargento Mataya:

—¡Aaaal-tó!

El pedrusquero se calcinó al bronco taconear. Los soldados brillaron de sudor pegajoso. Enmorenados de polvo y fatiga estiraron sus músculos a la voz de mando.

Otra vez llenarían de voces su establecimiento, de ellos se llenaría él mismo para que el terror creciera en la punta de las bayonetas, en el paso acompasado de la guardia, en el silencio de los rincones, en la respuesta imposible.

—Llegaron —dijo don Jacinto, levantándose. Al observar el sacerdote los restos de tropa, los uniformes rotos, la cara de fuga, se acentuó su idea de culpa. Ya no era sólo don Jacinto quien le infundía lástima sino el Sargento y sus soldados caídos. Los guerrilleros. La humanidad emplazada.

—Pasará la tormenta —dijo—. Dios no da al hombre penas superiores a sus fuerzas.

Don Jacinto se santiguó antes de salir. El sacerdote lo detuvo:

—Hablaré con el Sargento, rezaré…

Asomó a la ventana que daba a la huerta-jardín. En vez de confortarlo, lo desanimó la presencia de Daniel.

—¿Dónde está tu papá? —preguntó. Necesitaba la mula para ir al encuentro de los guerrilleros. Necesitaba moverse para no gritar.

—Fue al cementerio —dijo la voz entre la maleza.

Cuando el tendero salió, volvió a oírse en la plaza la voz de mando del Sargento y el taconeo de sus soldados. El Cura pensó en la vida apacible, en un Tambo donde los ruidos fueran los naturales de un pueblo con palomas callejeras. Ahora oía voces agrias, descargas de fusilería. Las palomas se amaban intranquilas en los tejados, volaban poco a las vías desiertas.

Cuando bajó, el Sargento cruzaba la calle. Al ver al sacerdote se caló un rostro feroz ayudado por una hinchazón en su pómulo derecho.

—Sargento… —empezó el sacerdote.

—Padre, usted ha traído mala suerte —cortó e intentó seguir.

—¿Por qué no retira a sus soldados? Lo acorralarán, lo…

El Sargento restregó de un manotazo la magulladura del pómulo. La sangre empezó a chorrear.

—No me han derrotado, padre Barrios. Pagarán caro la celada. Hoy los destruiré.

—¿En qué forma, Sargento?

—Venga usted.

Señaló la escuela-cuartel humeante.

—Eso nada significa —dijo. Indicó imprecisamente un camino opuesto al que deberían traer los guerrilleros.

—Ciento diez hombres apertrechados me llegan. Esperaré a los chusmeros donde debe ser; no quedará uno, se lo aseguro.

Tembló un índice en dirección al sacerdote.

—Al menor movimiento sospechoso de usted, de cualquiera, hago las del diablo. Ley marcial, señor Cura.

Y con ira satisfecha de sí misma siguió sin quitarse la sangre del pómulo, que le manchaba el dril de su camisa de campaña.

—En el cementerio están los cadáveres de los soldados —agregó sin dar el rostro, ya caminando. El sacerdote lo siguió hasta la oficina.

—Hay que detener la matanza —dijo desde la puerta. Al Sargento se le atragantaban agrias palabras.

—¡Usted me lo dice!

—Lo manda Cristo.

—Sí —dijo irónico el Sargento—. Dar la mejilla izquierda cuando nos golpean la derecha… ¡Buena esa doctrina de la cobardía!

—Del verdadero valor.

—Si lo obedezco, ¿no sigo la doctrina de la derrota?

—La del amor.

—¿Sabe qué cosa es un Ejército, padre Barrios? ¿Sabe que si huyo sin motivo me seguirán Consejo de guerra? ¿Sabe…?

Resolló porque eran vacuas las palabras. Pero su inquietud muscular requería desahogo.

—Aquello fue una carnicería atroz, a mansalva, a… —interrumpió un gesto del padre Barrios con mordacidad—. Sí, claro, todo lo que ocurre es un bien por ser obra de la voluntad divina…

—Dios…

—No me venga con sermones, padre Barrios. Soy soldado, no santo. ¿Quién vive bajo mi pellejo?

Y con amargura exaltada:

—¡Yo mismo, padre! Cuando vea en el cementerio lo que quedó de mis soldados podrá decirme qué sentiría usted en ese momento si fuera Dios.

Mermó el volumen, atemorizado de su fuerza, pero acabó como si estuviera al borde de la muerte total, en que cualquier cosa se arriesga.

—Padre, si yo hubiera creado el mundo, si hubiera formado al hombre, me habría suicidado de desesperación.

El sacerdote se santiguó, alzó los ojos para dar anchura a la mirada que dirigió al Sargento:

—Si yo fuera Dios trataría de perdonarle a usted. Pero la doctrina del perdón no debe prestarse al abuso del hombre.

—«Así como en el fondo todo niño odia a su padre en cuanto lo cree omnipotente e implacable, así todo hombre odia a Dios en cuanto coarta sus libertades y le impone códigos de una estricta moral. Pero como sólo puede sentar su protesta a cambio de su condenación, se doblega con amargura, tendido hacia la anulación como personalidad individual o hacia la superación de los verdaderos místicos. Si Él tuviera un punto débil, si tuviera nuestros dolores, tal vez —y aunque fuera por sublimado narcisismo de nuestra parte— nos inspiraría ternura. Pero Él no necesita de nosotros, y humanamente fastidia esa actitud de invisible perdonavidas y eterno fiscalizador de nuestros errores, de nuestros actos desprevenidos.»

Había en él a veces una generosa duda que hacía inusitada la natural expresión de sus ojos, y en que los párpados parecían sus pupilas: unas pupilas hondas, más allá de los ojos mismos, como oscuras y dañinas interrogaciones.

Tal vez tenía justificación —explicación al menos— el odio que a tantos inspiraba lo que él llamaba «su gremio»; tal vez la verdad que predicaba tuviera una honrada y poderosa contraverdad, verdad en sí misma e igualmente respetable, viciada una y otra por el miedo pánico que infunden las ideas.

Aunque no era espíritu analítico —dejaba su arrugado corazón en las cosas— no podía escapar a esas preguntas sin palabras y que más eran un clamor, el esbozo de una oración desesperada. Quedaba la fe. Quedaba la esperanza. Y para él no había palabras más parecidas en su significado que fe y esperanza. Aunque todo se reducía a palabras: en las palabras todo quedaba arreglado. Las palabras se olvidan, quedan los hombres con su mala índole. Sin embargo, en la preocupación del Sargento adivinó afecto por sus soldados, respeto arrepentido en sus dudas.

—La desesperación y la ira son consejeros de Satanás, ponen un velo que rechaza la luz divina. Sargento, Dios está más allá de las cosas porque es la paz, es lo único puro que nos queda… Él es la madrugada para esta noche donde tropezamos a ciegas.

Sabía que el Sargento no podía rehuir su destino de soldado. Matar y morir era su profesión. La palabra de Dios es eterna pero hay que oírla desde antes; si no se la oye, las cosas andan mal. Entonces esa palabra —amor, paz, justicia—, llega tarde porque el hombre es el ser que anda rezagado…

—Sargento —volvió a recitar—, lo que usted afronta, lo que todos afrontamos en este momento no es por culpa de Dios sino por haber seguido el camino torcido. Si usted saca la bayoneta y se arranca los ojos, sería injusto al gritar: —«Señor, ¿por qué me arrancaste los ojos?»

La sangre del pómulo se había coagulado, se calmaron los movimientos del Sargento Mataya.

—Padre —dijo casi en susurro—, si Dios me dijera qué debo hacer, lo obedecería.

Miró con una inquietud más allá de sí mismo.

—… Creo en Él. Pero, ¿por qué está escondido? Si Él no me dice ahora mismo qué cosa debo hacer, mi deber es liquidar a los guerrilleros.

Se levantó. En él vio el sacerdote al hombre perplejo, a solas frente a su destino. Trazado por él o por voluntad ajena, era indiferente en ese minuto.

—Padre —habló antes de salir—. Vaya al cementerio. Mis soldados muertos ya tomaron su camino. El mío tendré que decidirlo yo.

Al frente de la casa cural se congregaban grupos que callaban al paso del Sargento. En el fondo lo admiraban. Había un marcial orgullo en las ropas deshechas y en la sangre de los driles. Cuando pasó comentaron con voces de intimidad:

—En cinco minutos llegarán los soldados nuevos.

—En diez minutos llegarán los del Páramo.

—Tambo quedará en cenizas.

—El Sargento va a El Gallo Rojo. Como le incendiaron el cuartel, en la gallera concentrará los nuevos soldados. Son más de cien.

El sacerdote no sabía qué actitud tomar. No todas las circunstancias están contempladas en las Sagradas Escrituras. Sería testigo de otra matanza, de asesinatos, de abusos. ¿Qué podía hacer? El Ama, don Heraclio, Daniel, don Jacinto, el enterrador…

Salió más corvo de espaldas. De algún sitio llegaba, en el ritmo del tambor, un grito para anunciar la hora señalada. A su paso hablaban las mujeres temerosas, desorientadas.

Ya lo presentía: entre el barullo de las calles se acercaban las señoras notables, dos o tres soplones de la pandilla para abogar por su inocencia de última hora.

—¿Qué será de nosotras?

—Yo sólo decía que…

—Nunca quise ofender a…

Tendría que afrontar, renovados, los problemas de Otilia, de don Jacinto, de quienes tocaban a su puerta e invadían el jardín porque era inminente la entrada de los guerrilleros al mando de Antonio Roble y Pedro Canales.