24

—Hice mi casa —dijo el niño señalando tres leños cruzados con su teja encima.

—Es una hermosa casa, Daniel —habló el sacerdote.

—Mañana haré la casa para Guardián.

—A Guardián le gustaría tener casa.

Cuando entró en Tambo vio a Daniel tras la reja del cementerio, blancas las falanges de apretar los barrotes, los ojos brotados ante la amenaza que, después de la huida del Páramo, no era sólo jinetes en caballos de viento y ladridos quemados en la llamarada de las barracas, sino todo lo que pudiera salir del hombre, uniformado o no; la voz, la mirada, el menor movimiento: se acurrucaba para hacerse más pequeño, ocupar menos espacio y esconderse de esa manera de los que siempre querían interrogar.

Ahora también estaba tras la reja del jardín de la casa cural, pero las manos tomaban tranquilas los barrotes, los ojos parpadeaban sin necesidad de borrar imágenes. Porque la imagen que tenía en frente le iba inspirando esa confianza que inspiran algunos santos y los animales domésticos.

—… A Guardián le va a gustar mi casa. El alfarero me dio tablitas. Me va a hacer un tazón para mi mamá.

El perro acribillado a la salida del Páramo necesitaba techo y abrigo en la memoria del niño sin perro. Su madre había muerto en el Páramo la noche de los caballos de viento. Y el padre Barrios amó en el niño esa persistencia de los seres. Él, en cierta forma, hacía igual con sus padres, con el sinsonte muerto en la cuenca de sus manos. Amó la pequeña eternidad que en el afecto adquieren seres y cosas en apariencia ajenos a la propia existencia, ese condicionamiento del alma a lo que un día nos rodeó y cuya vida se prolonga en actos, en palabras, en silencios a la hora de la soledad.

—Si quiere le hago una casa, padre.

La sonrisa vieja del niño iluminó los párpados cansados. Las manos de campesino dibujaron un techo en el aire.

—Necesito que me hagas una casa, Daniel.

Quiso intuir en el hombre el instinto creador, desviado más tarde hacia una vocación destructora. Pero en el niño estaban esa masa de alfarero, esa mirada limpia que interrogaba con inconsciente esperanza.

Y aunque reticente a sensiblerías y pensamientos lastimeros, no podía eludir una conmoción íntima frente a los ojos infantiles, frente a ese vocabulario que mostraba un mundo en formación y donde cabía el buen futuro.

Y le parecieron injustas las respuestas que se le daban, los caminos que se le abrían, las sentencias que se le pronunciaban, la libertad a que tenía derecho, aquella horrorosa libertad que dan la carencia de responsabilidades, el ocio, el mando sin escrúpulos, la obediencia sin fe, el general sentido de fracaso: una libertad extenuada y cruel.

¿Qué otra cosa sino la violencia podría crecer en pueblos al estilo de Tambo? Pero todo se reducía a palabras sin efecto, a divagación sin correctivos, a fríos análisis ajenos a la tragedia con tantos nombres propios, con tantas vidas segadas, con el total desbarajuste en el transcurrir de aldeas y campos. Y la humanidad no iba a corregirse con sermones llenos de conclusiones obvias extrañas al problema vivido sobre la crisis misma.

—«Le haré una casa…»

Agradeció no ver aquellos ojos aterrados, aquellas manos de nudillos pálidos, aquellos labios que temblaban entre el llanto contenido y la palabra que nunca se dice. Por eso parpadeó para el sueño sin sobresaltos el niño larvado que jugueteaba en su recuerdo. Con sus mismas aparentes incoherencias:

—Entonces dijo mi padre: —«¡Aquí no vive nadie!», y nos vinimos del Páramo. Mi madre estaba en el cajón y mi padre clavándola con un clavo y una piedra, y los jinetes volaban; yo los vi, y vi los gritos. Se llamaba Guardián.

—¿Qué cosa?

—El perro. Se mantenía cojo y andaba. Aquella noche sonaron tres disparos.

—¿Cuál noche?

—La noche de los disparos. Sonaron tres disparos en la colina y Guardián cayó al suelo y el charco de sangre era más grande que el cuerpo de Guardián y yo jugaba con Guardián todos los días y Guardián me quería y también éramos amigos Guardián y yo.

Puso a un lado la quijada de res y cambió de tema.

—¿Es que vamos a sembrar muchos árboles, padre?

—Nos ayudarás a hacer el parque.

—Hemos trabajado bueno estos días. Creo que a mi padre le gusta hacer hoyos para sembrar matas. Y a Cornelio y a Fernando y a Pomuceno. Qué nombre más feo, ¿eh? Somos amigos Pomuceno y yo y Fernando y Cornelio.

Y cuando el niño soltó las semillas para abstraerse en el vuelo de un moscardón, el sacerdote se oyó a sí mismo, cincuenta años atrás, en la voz de su padre. Y le volvió ésa brisa que mecía los árboles de su infancia, y el silbo de los sinsontes en los magueyes que sembrara El Hombre en los distantes labrantíos.

—¿Vamos, padre?

El sacerdote regresó con una sonrisa que el niño tomó para él.

—Sí, vamos —respondió. Pero al no saber a qué se refería el pequeño: —¿Adónde, Daniel?

—¿No íbamos donde el alfarero? Allí viene mi padre para ir con nosotros donde el alfarero.

—Sí, claro. Salgamos.

Al poner la mano en la cabeza del pequeño, creyó que estaba en poder de otra semilla. Y mientras bajaba las escalas, agradecido de que los niños existieran, creyó ser su mismo padre. Por eso al pisar la calle caminó como un ciego que recorriera un camino conocido.

Cuatro clientes de la banda del Cojo observaban burlones en la puerta de un cafetín.

—«Como que es de los contrarios» —dijo uno.

—«De los que visitan a los enemigos del Gobierno» —rió fastidiosamente otro.

—«De los guerrilleros ensotanados» —habló el tercero, raspando la rodaja de una espuela.

—Buenas tardes, señores —saludó el sacerdote.

—… tardes.

El enterrador aprovechó la dirección del sol para que el reflejo de su pica diera en los rostros.

—¡Quita eso! —regañó uno. El enterrador acentuó su sonrisa idiota. Y aparentando sorpresa:

—¡Este sol de Tambo, mis Coroneles!

—Algún día usaremos tu pica, ya sabes para qué —amenazó el de la rodaja. El sacerdote quiso seguir.

—Buenas tardes, señores —dijo apretando la mano del niño, que temblaba.

—Malas las van a tener los guerrilleros —habló el segundo de los matones.

—Buenas les prepara el Sargento.

Las voces iban quedando atrás pero se oían las puyas:

—No creo que éste dure mucho.

—¿Recuerdas al padre Rendón?

—No aguantó a Tambo.

—Le dio por decir que Dios era un pendejo.

—Eso dizque se llama locura mística…

Fue más cansado el paso del padre Barrios. —«¿Qué habremos hecho para que me traten de este modo?»— se dijo con vago sentimiento de culpabilidad. —«Está bien que como sacerdote me juzguen entrometido; ¿pero no pueden pensar que como hombre sea normal? En ocasiones los sacerdotes no amamos al prójimo: lo compadecemos con una compasión inflada. La animosidad de esta gente me ha herido, hiere mi vanidad de cura, hiere… Para comprender al ser humano debemos mirarlo desde arriba, desde el lado de Dios. Y si no para comprenderlo, siquiera para perdonarlo».

Aunque por lo general le tranquilizaba una invocación a los poderes celestiales, a veces se sentía conturbado y apelaba a sencillas manifestaciones de esos poderes, a palabras mansas en la boca y en el recuerdo. Matandrea, romero, espliego, albahaca, eneldo, salvia, col, apio, mejorana… Decirlas —o pensarlas— era una manera de rezar.

Con el volcán retumbó el tambor. Entonces alzó la mirada como si buscara nubes. Y al ver en el firmamento una bandada de pájaros olvidó las puyas.

—¿Ves esos pájaros, Daniel?

—Son loros, padre.

—A lo mejor anuncien lluvias. Creo que tendremos pájaros y aguaceros. Allá vienen más… ¡Eh! —llamó al alfarero, que doblaba una esquina—. ¿Crees que estos pájaros anuncian lluvia?

—Pueden ser los primeros vientos.

—¡Es lo que digo! —se animó el sacerdote—. Vamos —y regresó con el niño y el alfarero. El enterrador se apostó contra la pica.

—¿Los ven? —preguntó el sacerdote deteniéndose, buscó los rejos de la campana y remató—: Alfarero, si aquel sinsonte se asienta en tus arbustos, tocaré a gloria.

El alfarero se recostó en el portal. Daniel se le acercó sobando contra las piedras las plantas de los pies.

—Anoche soñé con Guardián. Seguía vivo y boliaba la cola y ladraba en el monte.

—Te haré un perro de barro —dijo el alfarero, pendiente del sinsonte, que revoloteaba en la rama gruesa del tamarindo.

—¿Para mí? ¡Un perro de barro!

—Con cabeza alta y orejas paradas —siguió el alfarero sin parpadear.

Guardián tenía las orejas caídas, era un perro más bien triste.

—Le haré orejas caídas.

—Alfarero, se acerca a tus arbustos el sinsonte —dijo el sacerdote.

—¿Y le pondremos Guardián? —preguntó el niño.

Guardián se llamará tu perro de barro.

Daniel se movía de un lado a otro. El sacerdote agarraba nervioso los rejos de las campanas. El alfarero miraba el revuelo del sinsonte en el tamarindo.

—¿De qué color va a quedar mi perro, alfarero?

—Si te gusta, rojo.

Guardián era amarillo con orejas caídas y sabía ladrar mejor que cualquier perro. Era el mejor ladrador del mundo.

—Será amarillo aunque no ladrará.

—Pero yo recuerdo cómo ladraba cuando estaba alegre y cuando estaba aburrido. Allá arribita, en el Páramo.

—Alfarero —volvió el sacerdote, en susurro, temeroso de espantar el sinsonte—, va para tus arbustos.

—Veremos…

El sacerdote agarró fuertemente el rejo de las campanas y volvió a entender la emoción de su padre cuando oteaba el firmamento en busca de pájaros para su cabuyal. Hasta que una tarde de sábado en que el viento arrastraba las palabras. El Hombre exclamó alborozado: —«¡Allá! ¡Véanlo!». Y vieron a un sinsonte columpiarse en el maguey, cantando al viento que soplaba recio en la altura. La madre observaba al hombre, observaba al sinsonte, observaba a los hijos. «Vayan donde El Hombre antes de que se largue el chaparrón.» Y fueron hasta su padre, que les señalaba la espiga, en la cabeza una mano para evitar que el viento arrastrara el sombrero de caña—. «Éstos son pájaros de verdad, sin miedo al viento ni al agua. ¡Y me van a decir que esos pajarracos de la India…!»

Nunca volvió a ver en nadie más una alegría tan de su rostro. Hasta muchos días después de aquella tarde de sábado. El Hombre repetía con meneo de cabeza:

—«¡Y no quería huir del chaparrón! Ya sabía yo que nada iguala a un maguey con espiga para las aves…»

—¿Cuándo me haces el perro, alfarero?

El alfarero tensó su cara, como el sacerdote, cuando el sinsonte voló del tamarindo y se posó en los cogollos de un arbusto recién trasplantado.

—¡Ya! —dijeron a una. Entonces las manos tiraron con fuerza de los rejos, y las campanas tocaron a gloria en la aldea de Tambo. Las gentes miraron al campanario, algunos salieron a enterarse.

—Enloqueció completamente el curita —se dijeron.

Y mientras los badajos bajaban y subían, el padre Barrios tuvo en su rostro una expresión de plenitud que nunca en los años que le quedaban volvería a iluminar de esa manera sus ojos, gastados de mirar recuerdos.