22

Padre —dijo el Cojo al entrar—, ahora creo en la resurrección de los muertos.

En aquella risotada el sacerdote entrevió el contento por el equívoco del enterrador.

—Don Heraclio —dio las gracias en la inflexión—, usted fue en su caballo a ver qué podía hacer por mí.

Con el dorso de una mano el gamonal alejó la idea.

—Sólo quería atestiguar la muerte de un santo.

Entre la maraña de sus voluntades y vicios le atraían las almas correctas, por una lejana nostalgia y porque en ellas veía un valor semejante al suyo aunque por distinto camino, interferencia para su libertad que no pasaba de «una real gana» jactanciosa, apoyada sobre su omnipotencia en Tambo.

En el fondo admiraba a los rebeldes, a los que luchaban contra el destino, propicio o adverso. El bueno que se revela contra la bondad, para buscar su redención por el pecado; el malo que se rebela contra la maldad, para regenerarse. Quizás estuviera en lo cierto el curita: quien no busca a otros para encontrarse a sí mismo, está perdido.

—No sé qué interés tiene en avergonzarse de sus buenas obras —dijo el sacerdote seleccionando nuevas semillas—, en cultivar el papel de perverso.

—Padre Barrios —respondió el otro absolutamente serio—, quien durante su vida ha desempeñado el papel de malo, es porque es malo.

Su bastón hundió la punta en una rendija del piso.

—… Yo estoy corrompido, Tambo está corrompido, el tiempo que vivimos… —Señaló al Páramo—. Algo tremendo debió de ocurrir anoche.

—He pasado la noche en vela, don Heraclio. Hubiera querido ser yo la víctima.

—Unos, otros… ¿Y Dios qué hace a éstas, padre Barrios?

Se dirigió más a sus espectros, con esa mirada trágica que da la repentina inmersión en sí mismo. «¿Qué le importamos a Dios, el Gran Indiferente? Creó el universo y se cansó y echó a rodar el mundo como de un tremendo puntapié y se retiró a su infinita cura de reposo.»

El sacerdote entrecerró las manos. «Dios no tiene sexo, edad ni figura. ¿Cómo aprehenderlo en definiciones? Él no hace, Él no es acontecimiento: existe. Ley eterna, conciencia cósmica que a todos habita…»

—No conozco el solar vecino, don Heraclio; no conozco, para definirlas, la bondad ni la belleza, que son humanas si salen del hombre… No podría señalarle a Dios con el dedo, como a una cosa…

Las palabras murieron en el desaliento porque le había sido negada la ciencia infusa, porque las lenguas de fuego…

Rastrilló el fósforo para dar humo al cigarrillo. La llama tembló en sus dedos. En las yemas el calor, alma de ese fuego minúsculo. Humo, elación, impotencia de la acción ante el mundo que nos rodea…

—… No entiendo la muerte, algo que vive en mí y que tendré que afrontar completamente solo. No entiendo a Dios, que nos llena y aliviana…

—Y si Dios me llena a mí, padre Barrios, ¿no son divinos mis actos perversos?

Una mirada aislante del sacerdote rechazó los objetos, saltó sobre ellos hacia una amarga lejanía.

—Nos llenamos de Dios o nos vaciamos de Él. Sus actos perversos, don Heraclio, han nacido de la ausencia divina. Usted ha cerrado las puertas de su corazón, que son las puertas a donde Él llama.

Espontáneo frente a las circunstancias nacidas de su mandato, frente a sus incondicionales, don Heraclio se replegaba ante los caracteres cuya ecuanimidad resaltaba sus propios defectos. Entonces se volvía agresivo porque se sabía hurgado y juzgado sin concesiones a su dinero, a su condición de señor de horca y cuchillo.

Para no sentirse neutralizado trató de fustigar con un desplante:

—Podríamos llegar a conocer a Dios, pero Dios jamás llegará a conocernos. Menos aún a comprendernos.

Y trató de enojarse cuando el sacerdote no le concedió beligerancia. Y porque el perdón lo hacía sentirse culpable y pequeño.

—No se preocupe, don Heraclio, usted nunca será ante Dios un incomprendido…

Se iba habituando a esas puyas del gamonal. —«¿Dios es católico, es cristiano, es simplemente Dios?»—. «¡Valiente remedio el de la resignación cristiana!». —«¿El amor de un cristiano puede llegar hasta condenarse en el infierno por otro? ¿Aceptaría Dios tal sacrificio?»—. «¿Y qué opina del aburrimiento de Dios antes de crear el inundo?».

Entendió que don Heraclio en cierto modo estaba orgulloso de haber conseguido que Dios fracasara con su alma. —«¡No pudo conmigo!», parecía decirse zumbonamente—. «Luego soy más fuerte que Él: por lo menos en el mal lo derroto; y si no puede competir conmigo, ¿cómo se llama todopoderoso?».

El sacerdote siguió escogiendo semillas para los penitentes:

—… De maíz, de frisol, de hortalizas, de chonta.

Tomaba en sus manos las semillas, las sobaba como algo prodigioso. En ellas creía advertir la idea de transformarse en árbol, de ir creciendo dentro, hasta sentir sus brazos como ramazones. Y cuando cogía los bulbos de cabuya, parecía cerrarse una puerta delante de su rostro y abrirse otra a su pasado.

Don Heraclio perdió su física voluntad de mando.

—Mi padre sabía guardar hermosos silencios y tocar la guitarra —dijo el sacerdote—. Tres tonadas sabía. —«¿Para qué más? El mundo tiene la música del viento, de los ríos, de los pájaros».

Y observando el hermetismo nostalgioso, don Heraclio tomó uno de los bulbos.

—Dígame, padre Barrios, ¿tiene interés especial en la siembra de cabuya? Todas sus penitencias la ordenan.

—También ordenan sembrar algarrobos, almendros, plátano…

Las manos gruesas se replegaron, como lastimadas, como si tocaran las uñas de la penca. Sí, era verdad, porque la cabuya estaba ligada a su padre.

—Un día —empezó, fija en algo invisible esa mirada que arrimaba tarde a las cosas—, llegó mi padre de la aldea…

Y mientras movía inaudiblemente los labios buscando acomodar en palabras su recuerdo, lo vio como era, sin inútiles afanes, la mirada fija en lo que estaba pensando y que lo hacía aparecer como un ciego que anduviera un trecho conocido.

—«Hablé con el Agente», dijo aquella tarde al ocupar su sillón de roble. —«¿Cuál Agente?»— preguntaron —«El de la gran Fábrica de Tejidos de Fique; ningún negocio igual a la cabuya». Mientras hablaba dirigía sus ojos al cerro cercano.

—«Dentro de meses pagarán a veinte pesos arroba. Es una bonita planta la cabuya, ¿me van a decir que no? Pues sí, es la más hermosa hoja que he visto en mi vida, ¡y vaya si he vivido buenos almanaques!». Porque sus sesenta años eran un argumento para todo. —«Sin contar el alto maguey, para que se mezan los turpiales». Sacaba de su guarniel un tabaco.

—«¿Y me dicen ustedes que no es buen negocio?». Como nada habían dicho, la madre susurraba: —«El Hombre quiere hablarles». El hermano mayor soltó la guitarra y miró los cerros—. «No es mala la cabuya», dijo. El padre señaló a otro.

—«¡Y tú dices que es mala!». —«A mí también me gusta la cabuya, sólo que no sabemos sembrarla»—. «¿Y para qué hablé con el Agente, pues? Se cogen los bulbos, se entierran y ya está.» —«Oí decir que los bulbos son mala semilla porque se florea la penca al primer corte, y se muere; que es mejor utilizar los hijos de la mata»—. «¡Vamos a saber más que el Agente! Él tenía ojos de esos en que se puede confiar. Si conoceré a los hombres, ¡no me iba a poner a vivir sesenta años porque sí!». —«Don Marcos, el maguey daña las tierras», advirtieron los vecinos—. «Para cabras y ovejas está la falda». Cuando se retiraron, él se desahogó en el círculo familiar: —«¡Y dicen estos vecinos que es mala la cabuya y daña la tierra! ¡Y dicen que esta tierra no es para su cultivo! ¿Cabras y ovejas? Son bonitas pero no vendo ese terreno. ¿No han visto cómo sopla el viento por las tardes? No, señor, yo no vendo ese terreno. ¿O van a decirme ustedes que…? ¡Vean, pues!». —Y mirando el cerro—: «Cuando vine aquí, hace sus cuarenta almanaques, había un maguey en la loma, ¿la observan?, allá entre esas dos peñas…»

Y sembraron, y los bulbos hundieron raíces en la tierra pedriscosa, y retoños verdes brotaron al viento de los cerros, y las hileras de hojas cubrieron la superficie, y bajo la mirada alegre del hombre crecía el cabuyal. —«¡Dañar las tierras el maguey! No señor, el maguey las embellece. ¡Comparen este cerrito con aquellos desnucaderos de los vecinos!». Parecía cumplir un compromiso de honor con la ruda penca, sentía obligación de quererla más cada día, de aferrarse a sus posibilidades en un futuro que no entreveían los demás. Y sea porque se sembraron los bulbos y no los hijuelos de la mata, o por causas desconocidas, advirtió el desastre cuando, poco después del primer corte, empezó a nacer el cogollo del maguey en mitad de las hojas—. «Le advertimos, don Marcos, esa penca es traicionera». Él calló, enojado, pero a los días estaba repuesto. —«¿Y quién me dice que no son más bellas las matas con el cogollo en la mitad? No todo debe ser útil en la vida, lo importante es que sea hermoso. Verán cómo cien toches y turpiales y sinsontes vendrán a mecerse en los altos magueyes…». Sin embargo, su presencia ante la madre se hizo incómoda. Y no quedó tranquilo hasta que ella aprobó—: «De verdad son bonitos los pájaros en los magueyes». Él la miró fijamente, con apretujones en la garganta, y sólo dijo paseándose por el corredor: —«De todas maneras fui un zoquete»—. «Los hijos comprenderán, son un poco locos también», remató ella, hilando ahora en la aguja su propio silencio. Él detuvo sus pasos, encendió el apagado tabaco y exclamó con palabras rociadas de humo: —«Claro que entenderán. ¿Acaso no les di la mejor madre que podían tener?». Y contemplando el vástago florecido—: Es una mata que se deja querer, de todas maneras. «Sesenta años dura, al agua y al sol, como el hombre». Porque para él era importante que la mata durara lo que el ser humano. Parecía extrañarse de no oírla hablar, de no ver correr sangre cuando el machete amputaba las hojas. —«Dicen que viene de la India. Para mí que nació aquí mismo; está hecha para estos cerros, para estos pájaros que sí saben cantar. ¡Y me van a decir ustedes que cantan mejor los pajarracos de la India! No, señor, por algo he vivido sesenta años…».

Desde entonces descendió a tercer plano la cuestión económica, y el afán se concretó en mirlas y turpiales. —«Hasta que se posen en aquel maguey florecido». Se refería al que más se destacaba, junto a las cercas de antiguos palos. Mañanas y tardes oteaba la montaña—. «¿Qué les pasará que no llegan? Eh, Rodrigo, ¿ningún sinsonte se ha mecido en el maguey?».

El sacerdote cogió unos bulbos y sacudió los párpados con temor de llorar. Sólo en ese momento advirtió que don Heraclio había salido. Entonces se levantó y llamó al hijo del enterrador, que jugaba con una quijada de res.

—Daniel, ayúdame a separar una semillas para que vayamos a casa del Alfarero.

Cuando en su infancia escogía la semilla…

—«Apenas llueva, sembraremos», anunciaba El Hombre, en su acento ya la seguridad de la cosecha. Y llovía, y sembraban, y seguía lloviendo, y salían de nuevo y regresaban con un amable cansancio animal. Cuando el invierno arreciaba y los relámpagos azoraban las alturas, ella rezaba oraciones contra los rayos y tempestades, por los extraviados y perseguidos y vagabundos. Si la estación continuaba amenazante, apelaba al Magníficat. Nunca vieron en su padre tanto respeto como cuando aquella voz mansa soltaba las palabras: «Glorifica mi alma el Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha puesto los ojos en la bajeza de Su esclava, por tanto, desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el que es poderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que lo temen…» Veían en ella una intérprete de la voluntad divina, sumiso el porte al caer sobre el recogimiento del campo las frases, como buena lluvia. «… Hizo alarde del poder de Su brazo: deshizo las miras del corazón de los soberbios. Derribó el solio a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió sin nada. Acordándose de Su misericordia, acogió a Israel su siervo, según la promesa que hizo a nuestros padres, a Abraham y a sus descendientes por los siglos de los siglos». Eran ellos los hombres sencillos, y era bueno el Dios que los anunciaba. Creían entonces que las palabras eran hechos porque El Hombre y ella lo pregonaban en sus actos y en sus voces.

El sacerdote salió al balcón para mirar los arbustos. «Un días de estos vendrán los pájaros a los árboles recién trasplantados». Y situándose en la vieja emoción de su padre, quiso alzar los brazos entre un cabuyal para mimetizarse, para que un sinsonte llegara a la palma de sus manos abiertas.

—Largo está el verano, padre.

—Largo…

* * *

Dos pañuelos llegaron a los dos rostros. El vaho caliente de la respiración se enredó en la tela húmeda.

Una cama grande; hamaca de flecos; un ventilador a manera de lámpara; muros revestidos de papel con la obsedante repetición de faisanes y árboles de otoño; tres bastones; espuelas y animales disecados; un cinturón con revólver en el estuche; un cuero de novillo en el suelo; al lado, patas arriba, tres cucarrones que habían chocado contra el único vidrio. La ausencia de una mujer se advertía en cada detalle.

Los rostros viraron al techo, contorsionados los cuellos, arrugadas las frentes. Una araña había enmallado los brazos del enorme ventilador que amenazaba caer al centro del cuarto.

—¿No funciona? —preguntó el sacerdote.

—Nada funciona en Tambo.

El sacerdote se detuvo ante un receptor de radio cubierto de polvo, antenas y enchufes arrollados como vísceras.

—Desde que perdió la voz… —empezó don Heraclio. Con un dedo escribió «voz» en la superficie, y lo contempló compasivamente al levantar con el pulgar la tapilla de baquelita.

—La broma. El cáncer. —Lo volvió a ajustar—. Sus últimas palabras fueron: «La situación continuará grave por…»

Se carcajeó. Y señalando el reloj, la radio, el cuero de novillo, las cabezas disecadas, los cucarrones, dijo con inflexión mortuoria:

—Cadáveres dentro y fuera.

Se señaló a sí mismo, contraídas las cejas, y se sentó como obedeciendo al movimiento de su mano.

Uno de los pañuelos volvió al bolsillo de la sotana, el otro quedó desplegado sobre la rodilla tiesa; una mano empuñada lo prensó. Cuatro ojos se detuvieron en ella, dos se retiraron para ver las espuelas del hombre y de gallos clavadas en el muro. La mano empuñada continuaba sobre la rodilla, los otros dos ojos clavados en ella.

… Años atrás. Cerca de la mano, las garras de un tigre. Mandíbulas de hermosos dientes ensangrentados. Ocho uñas férreas desgarrando un pecho… Los colmillos en la rodilla, dislocándola en el dolor con un hambriento rugido. Y una carcajada tras las zarzas, confundida con un chorro de agua…

—¡El hombre se reía, padre!

El sacerdote miró los dedos crispados contra la pierna, oyó tres golpes de bastón contra el entablado. Los dedos recuperaron el dominio, el paso cojo avanzó hacia una puerta. Ya en ella, el cuello de toro giró:

—Venga.

Sin mirar si lo seguían, el Cojo continuó por el corredor hasta un muro cubierto por la piel de un tigre.

—Aquí está.

El sacerdote llegó.

—Hermosa piel —dijo.

—Pero cuando el tigre está dentro de la piel y encima de uno, la cosa cambia.

Levantó una hoja de almanaque descolorido, donde se veían tres gatos jugando con un tambor de hilo.

—Estamos en julio. Por esta época…

—Es del año pasado ese almanaque —dijo el sacerdote.

—¿Qué importan los días de Tambo? Fue en julio, en la otra sequía.

Miraron otro reloj de muro con el péndulo quieto; los punteros se pararon en las tres y veinte minutos de cualquier día. El cuadrante hacía pensar en una lápida de las horas.

El Cojo alzó la rodilla, habló hacia un recuerdo de sangre.

—Aquí fue la peor dentellada.

Respiró fuertemente por la nariz.

—… Nadie subía como yo las rocas… —Palmoteo las compactas piernas—. El tigre le despedazaba los animales…

—¿A quién?

El envés de la mano del Cojo echó al aire el nombre de Juancho Lopera.

—Me dijo que lo matara, que ya le había descuartizado a un hombre. Nunca vi fiera más poderosa.

Con la misma lentitud de la voz el bastón señaló las garras. La punta: herrada tamborileó en los colmillos.

—Éstos, padre Barrios.

La punta pasó a las botas de triple tacón, el tamborileo se suavizó en ella. La mirada fija diluía su dureza en el recuerdo.

—«Eres el único que puede acorralarlo en su madriguera. Te acompañaré», le había dicho Juancho Lopera aquella víspera. Buenas armas, buenos cartuchos. Acostumbrado al ataque y a la defensa como los gallos de raza… Entre las rocas corría un arroyo, donde el tigre arrimaba sus fauces… Había escogido la dirección contraria al viento para que no lo oliera. Desde los ramajes de parapeto lo veía imponente, las manchas de su piel confundidas con las del sol-y-sombra de las hojas. —«¡Allá está!», le dijo Lopera devolviéndole el mejor rifle. —«Como lo haces siempre: esperas a que salte, disparas».

Algo vio Heraclio Chútez en los ojos del hombre pero el minuto exigía acción. Los ojos amarillos, la garra poderosa, la cola elegante, los testículos de semental, los ijares, los músculos, el lomo arqueado cuando se agazapaba para el salto. Rugió sobre la roca, a un brinco de distancia. Abajo las piernas firmes del cazador-gallero, el dedo tenso en el gatillo para el segundo del ataque. No tuvo tiempo de pensar Heraclio Chútez por qué no había municiones en las cápsulas. Fueron una sola sensación la del percutor contra el cartucho, la del silencio de la pólvora, la de los dientes hincándose en sus carnes y la de una risa que se alejaba entre los chamizales.

—Bien muerto está ahora —dijo el sacerdote—. Esto es lo que queda del poderío bruto.

Don Heraclio volvió a mirar el cuero distendido. Bien vivo estaba entonces. No supo cómo logró zafarse y asestar un culatazo en la testuz, y otro, y otro, hasta rendirlo. Quebró el rifle contra una roca, atravesó en las fauces el cañón y con su soga le hizo un cabezal.

—«Ahora te imposibilitaré las garras», monologó cortando en dos la soga y anudándola a las patas. «Así no podrás garrear a mi caballo».

—Lo obligó a caminar por las calles de Tambo —dijo el sacerdote. Don Heraclio levantó de su bota los ojos. Él y el tigre cojeaban entonces. Adelante el caballo. El tigre se resistía, la soga que lo apresaba amarrada a la silla jineta. La sangre suya y la del animal dejaban un rastro común por las calles bajo aquel verano de cobre.

Entonces supieron que don Heraclio Chútez era el Jefe. Y cuando el cuerpo de Juancho Lopera colgó de la rama del tamarindo, al cuello el ojal de alambre de púas, ya nadie trató de taparle el camino…

Un crimen, quizás había cometido. Pero en él se había volcado su voluntad y su energía, y no iba, veinte años después, a contradecir su más profunda decisión: hacerlo por medio del remordimiento sería una feroz cobardía.

—No, padre, no me he arrepentido.

Empuñó los dedos, el bastón recorrió la piel.

—Ni la muerte de Juancho Lopera acabó mi odio. Después de veinte años de muerto sigo vengándome, todos los días lo mato frente al cuero de tigre.

Resolló el calor, resolló su recuerdo.

—… Ésta es mi propia piel.

Como el calor, sofocó el silencio.

—Largo verano —comentó el sacerdote.

Don Heraclio sobó el cuero, de su retina desapareció la imagen de Juancho Lopera.

—Largo —dijo y volvió a resollar—. Uno de los más largos veranos de Tambo.