Dos ojos asomaron por una hendija horizontal del muro.
El viento del Páramo los fue enrojeciendo, los hizo contraer hasta el dolor.
Nunca la vieja barraca del Páramo había sentido avidez igual en una mirada de niño. Ni tanto terror ante ese caballo de sombra y viento.
—¡Aquí no vive nadie! —dijo una voz de un hombre que salió del rancho. Le faltaba la mano al brazo izquierdo.
El jinete lo miró, vio al niño gimoteando, se terció el fusil y espoleó a su cabalgadura.
Ahora el niño miraba a nada con su mirada húmeda. Su perro se le acercó para lamerle las manos. El hombre dijo:
—¡Tierra maldita!
Atajó el sombrero que el viento arrancaba de la cabeza, y echó tres palabras más:
—¡Nos largamos, muchacho!
No quiso pensar si era real el jinete. Oyó simplemente el ruido de cascos al galope, oyó el chapotear de la capa de hule sacudida por el viento, creyó oír una voz que preguntaba no sabía qué. Por eso contestó, no al jinete de sombra sino a su propia desesperación:
—¡Aquí no vive nadie!
Y alzó los brazos. Por entre ellos le pareció ver el galope hacia la fría distancia. Se quedó mirando el muñón como si por primera vez lo descubriera, y lo blandió rabiosamente.
—¿Quién aguanta en el campo?
Clavaría ahora la tapa, y encerrado en el cajón quedaría un cuerpo, de donde por muchos años salieron voces resignadas:
—«Es difícil sembrar en este pegujal.»
—«Aquí está la comida, pues.»
—«¿Cuándo se acabarán las matazones?»
—«Cuando nos acabemos nosotros» —se había respondido la víspera.
Por entre el hueco-puerta de la tapia se diluyó en la oscuridad del tugurio. El niño se pegó a los costillares de cañabrava que dejó al descubierto la erosión de las paredes.
—¿Quieres verla por última vez? —le dijo la voz del hombre desde adentro. Las palabras dejaron huella en el rostro, como latigazos. El niño sacudió la cabeza negativamente, sin contestar. El perro se le arrimó.
—¡No tener cuatro velas! —dijo el hombre. Con ellas alumbraría la muerte de una mujer sin historia.
—«Hay sitio en las tierras altas del Páramo», le habló él años atrás. Los cuatro ojos viraron hacia la cordillera, con tanta esperanza que parecía sostenida por ellos. La mujer comentó:
—«Entonces vamos a las tierras altas.»
Así llegaron al Páramo y construyeron casa de barro y cañas cruzadas y sembraron papas y hortalizas y encauzaron el agua para la poceta y organizaron su vivir entre los matorrales de viento y chamizas. Hoy bajarían de regreso a Tambo.
En la distancia otros ranchos ardían, el viento se cebaba en las llamas, las llamas crepitaban al contacto del frío. Disparos intermitentes espantaban la luz de los cocuyos, tres gritos se quebraron en la cuenca de las manos, ladridos solos se quemaban sobre el humo iluminado. El niño tiritaba viendo sobre la silueta de la cordillera, contra el cielo plomizo, los caballos de viento.
El hombre no habría podido expresar su tragedia. Sólo sabía que la tierra era suya y que lo sacaban contra todo derecho; sabía que esos pajonales eran él mismo; días antes, al caminar por las orillas del arroyo, sembradas de rastrojo y maíz, tuvo la sensación de ser un árbol que de pronto se desligaba de la tierra y empezaba a secarse mientras caminaba. Arrancó una varija y empezó a librarla de las hojas. Se dio con ella en las zamarras de cuero de cuzumbo y se dirigió a un montículo para ordenar sus bravos silencios.
—¡Cuatro velas siquiera!
Con las palabras, del cuartucho salió el golpe repetido de una piedra contra la tapa del cajón. Carreras de otros jinetes machacaron la tierra pedregosa, en el repecho de la colina. El niño regó en la cara sus diez dedos. Los caballos de viento galopaban en el terror, con sus cascos, sus crines, sus colas esponjadas, sus brillos metálicos, y la oscuridad hacía proyectarlo sobre la hosquedad del paisaje.
Los jinetes de sombra le nombraban muerte. Como cuando semanas atrás cortaron de un machetazo la mano de su padre. Como cuando la víspera dispararon y cayó ella al suelo de tierra pisada: dijo dos o tres palabras, hasta que las palabras también se murieron en la boca, y la respiración dejó de mecer los pechos magros.
La piedra seguía clavando en la oscuridad de adentro. En ese cajón de tablones yacía una voz que días antes hablaba:
—«Daniel, traiga leña para este fogón.»
—«Daniel, no salga lejos del rancho, han matado mucha gente.»
Ahora lo aturdía el silencio y los clavos al hundirse en la madera tosca para clausurar definitivamente aquella voz.
El viento desflecaba la paja chorreada del techo a los bordes carcomidos. Lejos se vio otro fogonazo, y el eco de un disparo que se congeló en el aire.
El miedo del niño formaba parte del rancho. También el ruido de la piedra contra los clavos, y el aullido entrecortado, y el chiflón sobre la paja del techo.
Los diez dedos se apretaron más contra el rostro al oír que el hombre arrastraba el cajón hacia la puerta. Algo se arrastraba dentro de él mismo, muerto ya. Era duro imaginarse al hombre empujando con una sola mano y ayudándose con el muñón del otro brazo, aún dolorido.
De entre la sombra del cuarto fue asomando el cajón, y detrás el que lo arrastraba. El perro olisqueó los bordes, meneando la cola y con gruñidos entrecortados. El hombre lo espantó con el pie y se agachó para tratar de levantar el cajón hasta sus espaldas.
El muñón raspaba las paredes brutas. El niño se retorcía por el dolor del muñón en el hombre, y sus movimientos imperceptibles eran los de quien ayuda a soliviar algo pesado. Pero seguía inmóvil, sus diez dedos en el rostro, la paleta fuertemente prensada contra la pared.
Al fin el cajón llegó al hombro. El perro estiraba el hocico y daba vueltas en derredor. Dentro había una voz muerta que días antes le daba pabilos de yuca, algún hueso, cualquier sobra:
—«Toma, Guardián.»
Esa voz de mujer se había apagado en el cuerpo rígido.
—Bajemos —dijo el hombre sin mirar, los pasos ya sobre el camino pedregoso. El niño seguía contra la pared, bregando por atajar el grito. Sus manos crispadas formaban también parte del rostro. El hombre volvió su cuerpo, tallando la nuca en los bordes del cajón, para llamar, definitivamente:
—Andemos, muchacho.
El niño se desprendió dolorosamente del rancho para seguir al hombre. Junto a él cojeaba el perro.
Tres disparos de fusil vinieron desde la colina.