21

Observaba la gente, las telarañas, las grietas murales de los terremotos. En los muros agrietados del pueblo se retorcerían millares de alacranes, de arañas, de lagartijas. Observaba las tapias desconchadas, sus costillares de guadua y cañabrava, una tira de papel inmóvil en una alta viga; si se hubiera movido, me habría refrescado. Pero en Tambo no entraba la brisa, entraban el humo, el chillar de los grillos de verano, el golpe del tambor.

Cuando no hablaban de mí o de las riñas, se referían a personas o a hechos de los que nada sabía.

—La Otilia fue a la casa cural.

—Parecía un cadáver al regreso.

—La defendió el Cojo.

—Al fin cometió una buena acción.

Don Jacinto llegó demudado hasta la valla. Buscaba un rostro entre el gentío. Al no encontrarlo, dijo:

—Destrozaron a la gente del Sargento Mataya.

Los espectadores movieron sus pies nerviosamente. El ruido cesó como si todo se hubiera sumergido en el agua.

—Por el cementerio viene. Seis soldados le quedan. Los guerrilleros le pisan los talones. Mi hijo…

—¡Viva Antonio Roble! —gritó uno de los mulatos.

Botellas de aguardiente pasaron de mano en mano. El licor avivaba la expectativa.

—Atrapados.

El enterrador sonreía como quien sacia una venganza.

—¿Vamos al encuentro de los guerrilleros? —dijo alguien, cerca.

—Vamos… —respondió el aludido, indeciso, pero rectificó—: Esperemos a ver en qué paran estas riñas.

Me señaló significativamente.

—… Van a ser más sensacionales que la entrada de Antonio Roble.

Nadie abandonaba la gallera. No sé qué más, fuera de mi lance, aguardaban los partidarios de los rebeldes.

Volví a pensar que Marta no podía ser la que se me entregó, ni yo el que la hizo gemir entre las cañas. Tal vez fuera una de esas mujeres de tranquila sensualidad, porque a primera vista exageraba su recato. Por un momento creí que ese recato era el deseo contenido que se desbordaba a un estímulo fuerte. Pensé que su generosidad la llevó a entregarse como si entregara algo de su propiedad pero ajeno a ella misma. O una manera de probar su afecto. No obstante, había amargura. Me recibió como si se vengara a su vez.

—«No tengo miedo a los hombres», dijo con desparpajo que le quedaba estrecho. —«He vivido entre ellos desde niña.»

Quería decir que les tenía asco. No entendí por qué me esperó en los cañaduzales. Ni por qué se empeñaba en desprenderse de su dignidad. Pues también le noté ese algo familiar en mí, ese «cualquier cosa da igual», un aire distinto, el de quien nada le importa a no ser ese alguien a quien busca, invisible para los demás. No me entendía a mí mismo.

Las voces seguían llegando, lejanas.

—Hizo desocupar la plaza.

—Habría matado al que la mirara.

Desde mi sitio distinguiría al desconocido, entre mil pasos los pasos suyos, el color de sus botas, el sonar de sus espuelas.

—¿«No oyes, hijo?, ¿no oyes?», preguntaba mi madre in­corporándose.

—«¿Qué cosa?»

—«¿No oyes pisadas de caballo junto a la puerta?»

—«Ningún caballo pisa el patio.»

—«¿No oíste ruido de espuelas en el corredor?»

—«No, madre.»

—«Pero, ¿pusiste cuidado? Asómate.»

—«¡Es el viento!»

Viento, lluvia, duendes caseros, relámpagos en noches de tempestad. Nunca el desconocido. Ni él ni su mirada. Quizá la sombra de las espuelas. Siempre las soñé. Espuelas de gallo rojo, espuelas con rodajas dentadas. De pequeño oía el brillo en la noche, firmes las patas niqueladas en las botas. Pasos sobre la tierra apisonada. Pasos sobre las piedras. Pasos sobre la madera del corredor. Pasos sobre los tablones de un cuarto con ventana al camino.

—«Madre, quiero medírmelas.»

—«Cuando crezcas, hijo», respondía con ese dolor noble que tienen los ojos de los perros heridos.

Tal vez ella pensara que eran espuelas para andanzas sin retorno. Únicamente pude calzarlas cuando el tiempo de la venganza se hizo caminos. Uno de ellos me llevó a Tambo. En Tambo esperaba la hora que a todos nos llega esperémosla o no. Le llegó a mi madre, le llegó a Marta, a mí me llegaría.

—¡Vivan las Ferias! —gritó un borrachín—. ¡Vivan las grandes riñas!

Cuatro bancas abajo el grupo de la fonda echaba puyas que yo desoía.

—Desnutrido, el gigantón.

—A lo mejor es un enano paliducho.

—Si se queda dormido, lo entierran.

Las puyas se interrumpieron al entrar un hombre alto y cojo.

Algo cojeó en mi al comprender que era el desconocido a quien busqué durante doce años, a quien aguardó mi madre desde una ventana más honda cada día contra el camino sin pasos de regreso.

Mis manos se volvían puños bajo el poncho. Todo en mí era venganza en acecho. Un sentimiento de odio total me sofocaba: odiaba al hombre, odiaba su voz, sus ademanes, su cojera, el zurriago nudoso, la atmósfera de que se rodeaba; odié las botas, el paso trunco, el pueblo que lo veía día y noche. Me odié a mí mismo por odiarlo, odié a mi madre por haber sido su víctima, y porque nunca dejó de esperarlo. Cojo y alto. Para encontrarlo, una vida entera.

Al verlo no me dije:

—«Tiene una pierna más corta que la otra», sino: «Tiene una pierna más larga». El defecto le infundía una insolente superioridad física, obligaba a pensar a quien lo viera: «Alguna cosa importante sucederá de un momento a otro».

Los pandilleros abrieron paso porque veían un jefe en la presencia golpeante, en sus manazas terminadas en un zurriago de arriero.

El Cojo se quedó mirándome. Algo cojeó también con vigor en su mirada, pareció descubrir un recuerdo.

—Tiene un gallo —corroboraron en el grupo, dispuesto a entretenerse a costa mía.

—Le podríamos casar pelea con mi gallina —invitó el de bigotes con flexión presuntuosa de cuello, en voz alta porque la bulla impedía escuchar. Lo miré sin mover los párpados, hasta que metió las manos entre los botones de la camisa para ventear el sudor pegajoso.

Algo volvió a cojear en el recién llegado.