¡Helados!
El grito llegó a Otilia en una sensación de mirada pedigüeña y sonrisas de dientes blancos en un rostro que giraba a su ritmo. Y mientras caminaba sintió que a distancia la seguía el crujir de la rueda, que los ojos mendicantes del negro se clavaban en su nuca, en sus caderas, en sus pantorrillas.
De regreso a la casa pública su alma alumbró con luz verde y luz roja, alternativamente. Y en medio un alba de claridad sucia. El farolillo de luz verde. El farolillo de luz roja. Su cuarto de citas. Con todos. Y en todos Pedro Canales. Desde que un día, adolescente él aún, la llevó en su remonta por uno de tantos caminos.
—¡Heeelaaadooooos!…
Había amor y deseo en esa voz que refrescaba a Tambo. Desde tiempo atrás seguía a Otilia con ojos de perro vagabundo.
El paso de Otilia recobraba brío al avanzar. ¿Cambiar de un día para otro? No, la vida es agradable a la aventura, y el amor de la carne y hasta las largas esperas. Alegrías de encargo, quizá, pero aliñaban el transcurrir de la aldea. Si el placer era corto, lo era también el remordimiento, y el dolor del pecado apenas alcanzaba al pago por el estremecido placer de la caída.
Al acercarse a los farolillos, las yemas de sus pulgares castañuelearon contra las yemas de los otros dedos; sus labios se animaron. Sintió deseo de mirar al negro, y lo miró, y se detuvo para esperarlo. El negro también se detuvo con el pregón llenándole la boca, sin salir al aire. Pero la rueda de la carretilla volvió a seguir el paso lento de la mujer.
Ahora no ardían en su frente las miradas y los comentarios que entreoía, ni la herían los cuellos estirados desde los ventanones, como gárgolas. Los farolillos estaban ya en sus ojos, rojo uno, otro verde. La puerta a medio abrir para quien quisiese entrar. La casa pública. La del pecado repetido basta la locura.
—Entra, muchacho.
Los ojos del negro se volvieron faroles. Uno rojo. Otro verde. Como su indecisión. Él sólo sabía responder a las puyas de los provocadores con su pregón de jugos helados.
Otilia no suspendió el castañuelear hasta arrimar al tocadiscos y poner una canción de reclamo amoroso.
—Entra, muchacho —dijo tarareando. Si fuera Pedro Canales, ya rodarían por el suelo o retozarían en el primer lecho. Galope nocturno. Viento de oscuridad en rostro y cabellos. Espumarajos en el belfo y los ijares. Olor de bestia en celo. Estrellas altas en el frío de la noche. Ruido de cascos sobre las piedras, sobre el pasto, sobre el capote y las hojas secas.
¿No era el amor esa pasión ya depurada en la espera, en la pueril idealización por estar al borde de lo imposible? El amor debería desgastarse de tanto insistir en la misma persona. El recuerdo debería cansarse de ser únicamente recuerdo.
—Entra tu carretilla, muchacho.
Se sentía generosa, nuevamente liberada, contenta porque había aire y sol y viento, porque existía el amor y las cosas respiraban.
… Galope de caballo negro en la noche. Espuma en los ijares. Viento en el rostro y los cabellos. Chirriar de una rueda en el salón…
—¡Entraste, muchacho!
Tenía ganas de hablar porque sus horas de renuncia se hicieron años de reclusión.
—«¡Con cualquiera, alfarero! ¡Con cualquiera, padre Barrios!»
Los dedos suspendieron el castañuelear, los labios dejaron de besar la canción. ¡Curita éste! Como para hablarle después de haber pecado, porque su presencia era perdonadora. Semejaba una cansada bendición toda su figura.
Otilia se repantigó en un sillón de pegamoide rojo, los nudos de sus dedos en la barbilla. Con los pulgares sobó la papada.
—«Estoy envejeciendo…»
Pensarlo era estar vieja. Se fatigaron sus ojos al mirar al negro.
—Muchacho, ¿por qué me sigues?
El tono salió triste, para acompañar la canción, triste la mirada pedigüeña. Haría cualquier esfuerzo por alegrar unos minutos a cualquiera.
—«¡A cualquiera, padre Barrios!»
El tocadiscos inició otra canción de amor derrotado. Chillona, para despertar la pena. Pero las penas de amor se le iban haciendo ridículas porque estaba cansada de años.
Volvió a levantarse del sillón rojo. Rojo el vestido, ceñido a sus carnes, amplio el escote. El espejo le mostró arrugas en los ojos, trasnocho de alma en las ojeras, manchas en los pómulos, estrías verticales en los labios de poca vida. Gris el nacimiento del cabello que después se hacía rojizo de tinturas. Papandujos los brazos, el vientre, el busto.
Cuando era joven y se miraba al espejo, sabía que esa imagen era ella, se amaba en ella y no aspiraba a ser más que ella; pero cuando en el vidrio fue viendo la paulatina corrosión del tiempo, sintió que ya no podía ser solamente eso, y trató de buscarse fuera de sí misma; entonces comenzaron las dudas, tomó forma su cansancio: una extraña forma ausente, la de algo que no existió, o a lo que había que endosarle su pasado, los restos de su futuro. Sus viejas venas en el inútil vértigo.
Se colocó de espaldas al espejo, con un año más.
—¿Qué ves en mí, muchacho?
El negro temblaba. Ella agradeció que la mirara con ardor a esas horas del día, a esas horas de su vida.
—«¡Con cualquiera, padre Barrios! ¡Con cualquiera, alfarero!».
Deseaba degradarse en expiación, refregarse la realidad de sus entregas al Cojo Chútez, a los ganaderos, al sargento Mataya.
El Sargento… Otro hombre atormentado, a su manera. Al frente de su destrozada tropa subiría ahora la cuesta del cementerio. En los restos no se distinguirían los que habían salido la noche anterior. Algunos sin fusiles, apachurradas las cantimploras y las mochilas, rotos los uniformes. Las botas cubiertas de barro seco. Traerían el cansancio de la derrota. En los labios del Sargento habría un sombrío silencio.
De los cuartuchos llegaba un espeso olor de polvo talco, de alcohol perfumado, de sábanas, de macho y hembra dormidos, de alhucema y desinfectantes de receta casera. Y con ellos risas fatigadas, jadear de compromiso, movimientos de palanganas y colchas y resortes de catre. Algo chirriaba dentro. Chirriaba la rueda de la carretilla porque un pie la movía nerviosamente.
—¿Qué tal los tangos, muchacho?
El negro asintió. No era tan difícil llegar a la mujer deseada.
—… Son para llorar —siguió ella. Miró al negro como si mirara su tristeza o la tristeza de los tangos.
—… Pero algo tiene que haber que nos alegre. Pásame el frasquito de aquel tocador.
Bencedrina. Estimulantes nerviosos. Cuando esto se acabe, ¿no será lo mismo que había atrás antes de nacer? La muerte, la nada por ambas puntas…
—Pásame el vaso de soda. ¡Esos tangos!
El negro se movía más desesperadamente. Otilia cascabeleó el tubillo de píldoras y tragó una.
—Son milagrosas.
Empezó a desabrocharse soplando hacia la nariz. El negro temblaba. Ella sacó una bata de baño y otra vez contempló con impasible ternura en el espejo su rostro fatigado. Volvió al tocadiscos, alzó la manija y puso la aguja a repetir el recorrido de la misma canción.
—¿Qué te gusta de mí, muchacho?
El negro la miró temeroso. La palabra salió como otra mirada:
—Toda…
Ella sonrió generosamente.
—¿Quieres ron? ¿Quieres ginebra? ¿Quier…? Ven acá.
Corrientes de afecto fácil, de fácil expansión cosquillearon en sus vértebras. Su pulso mostraba en el pecado una virtud porque era salud biológica. La alegraba la tristeza rebelde de los tangos, su propia tristeza.
—Ven acá, muchacho.
Le acarició la cabeza. Sedoso el pelo pasudo. Caliente la piel acharolada. La fiebre abrillantaba el rostro, ardía en la lengua seca, humedecía el blanco amarillento de los ojos.
—Tienes los ojos tristes.
Como el padre Barrios en su eterno huerto de los Olivos. Porque Tambo era perverso, porque ella pecaba, porque… ¿Cada cual no vive el dolor de la especie? ¿Cada cual no sufre en su hora la culpa de la humanidad entera? Está bien repartido el sufrimiento, está… ¿Arrepentirse por los consejos de un curita de pueblo, o por el afán de ganarse el cielo a cambio de renunciamiento en la tierra? Deberían ser prohibidos los negocios del alma… Si la reflexión naciera de un sentimiento de la dignidad, no de ese afán de lucro ultraterreno…
Entró en su cuarto; escenas bucólicas, cerámicas de tema amoroso, cortinas de cretona, flores marchitas, un portarretratos con la estampa guerrillera de Pedro Canales. Y la temblorosa espera del negro. ¡Si el negro tuviera la energía del Capitán y su olor y su estatura!
Estaba condenada a transferir su alma, a sobreponer en cada cuerpo la calcomanía de Pedro Canales. El rastro agrio en el corazón. Y urticante y dulce, con dulzor de pena consentida. Pocas horas de felicidad, pero ¡cómo las hacía sonar, cómo se embriagaba de ellas! En él amaba todas las cosas con el amor limitado a que estaba condenada. Amaría al negro de los pregones, amaría a…
El negro puso en sus hombros las palmas amarillas. Al cerrar ella los párpados, en las retinas quedaron las manchas del cielo-raso, los parches escoriados de la pared, el negativo de Canales, los ollares nerviosos del negro. En los ojos cerrados las manchas insinuaban la sombra de un Cristo dislocado por los actos de ella, por sus horas licenciosas. Y le dolió el costado, que los dedos del negro estrujaban convulsos.
—Pobre muchacho…
Extendió desganadamente los brazos, inclinó en doloroso abandono la cabeza y dejó que los ojos humedecieran la mejilla y la almohada.
Por primera vez tuvo la sensación de que el pecado era castigo de sí mismo.
* * *
En la iglesia sonaron las siete de la noche.
Al salir de la casa del Alcalde el Ama trazó la señal de la cruz, más sobre sus pensamientos que sobre su frente.
—«Tenía que poner el denuncio», reflexionó mientras se acercaba a la iglesia. Pero cuando vio la mula del sacerdote camino del Páramo, la cara reflejó remordimiento.
Volvió a santiguarse. En el cuartel había un silencio agorero.
—«¿Haría bien?».
—«Hiciste bien, Dolores», le acababa de decir la señora del Alcalde. —«En tu lugar habría hecho lo mismo.»
—«Obraste como una santa», le confirmó la hermana del Juez. —«Yo también maliciaba que el curita era de los otros.»
En la soledad del atrio el Ama no estaba segura. «Deslealtad, oprobio, traición, fanatismo, ignominia…». Temía encontrar la palabra que la definiera: sería como desnudarse.
Volvió a santiguar sus pensamientos. Por única vez en su vida de sacristía y casas cúrales temió el regreso. Equivalía a volver al sitio donde hubiera cometido un crimen.
Miró azorada la casa cural, la iglesia inconclusa, las calles desiertas. Sólo en una cantina se oían voces de borrachos y la batahola de un traganíqueles.
—«¿Y si lo matan?» —se santiguó de nuevo en un acto mecánico para espantar el peligro—. «No, Dios lo acompaña.» Y tuvo necesidad de entrar en la iglesia a rezar por él.
El sacristán había apagado los cirios y cerrado los portones. Aún flotaba olor de pabilo y esperma. El recinto aparecía con la oscuridad violácea de las cosas que van muriendo. Creyó entrar en una inmensa tumba.
No encontraba manera de dirigirse a Dios, ninguna de sus habituales oraciones le servía para hacerlo cómplice. Era como hablarle a un muerto.
—«¿Es que matamos a Dios cuando obramos mal? ¿Es que Él muere en nosotros en ese momento?» —pensó vagamente—. «Pero, ¿he obrado mal? ¡No!».
Había sido experta en limpiar copones y cálices, en ordenar albas y casullas y estolas, pero ahora se le volvía un embrollo limpiar y ordenar su conciencia.
Los santos en sus nichos se le antojaban búhos que acecharan con ojos inmóviles. El índice prepotente de El Creador hurgaba candente en su duda. Quiso retroceder pero sintió igual miedo del regreso con la sensación de que Dios no estaba en la iglesia, de que no estaba en su alma.
Y todo se le oscureció.
Temblaba cuando sus pasos resonaron en la nave, temblaba al silenciarlos porque se sintió fantasma. Tembló al detenerse, siguió temblando cuando reanudó el paso. Al acercarse al altar mayor era un solo estremecimiento, incapaz de rezar, de retroceder. Tendría que llegar a la barandilla del comulgatorio y abrir la portezuela de comunicación con la casa cural. Hubiera preferido tomar sola, de noche, en el camino del Páramo.
Pero el miedo le dio valor y ganó los tres escalones del presbiterio, abrió la portezuela, cruzó el pasadizo y entró en la sacristía, donde en una palmatoria agonizaba una llamita que oscurecía más las cosas al hacerlas intuición. Los santos se volvieron aparecidos porque su terror les quitaba inmovilidad.
Fijó los ojos en la llamita, en derredor de la cual los objetos adquirían alargamientos fantasmales. Al pie, el reclinatorio bordeado por estoperoles. Allí acostumbraban a rezar los párrocos en su soledad desde que ella se conocía como Ama de Llaves.
Volvieron los remordimientos al pensar en el peligro que afrontaba el padre Barrios. Por culpa suya. A lo mejor ya había caído en la emboscada junto con los guerrilleros.
Una mano en la boca detuvo el gemido. Dios no estaba a su lado, no encontraba la oración ni la voz que la comunicara con Él. Se interponía el espectro del sacerdote, el recuerdo del enterrador, el ánimo vengativo del Sargento.
—«¡Espectros!»
Empezó a caminar de lado, tropezó en una vieja imagen de san Isidro. Creyó que el santo le guiñaba uno de los ojos de vidrio, que la amenazaba con su azada, que el perro de san Roque le gruñía, que la aplastarían los cascos del caballo de Santiago Apóstol.
De medio lado se retiró de la imagen y dio en el espaldar tachonado del reclinatorio, junto a la lámpara votiva. Colocó una mano crispada en la aldaba de la puerta, la otra en el reclinatorio.
Fue allí donde sintió esa cosa blanda, fría, como un brazo de muerto. Fue allí donde vio que el espectro del padre Barrios sacaba la cabeza de entre sus gruesas manos y la mirada con una tristeza que hacía más patética la escasa lumbre.
Unas palabras del Ama acabaron en un grito:
—¡Yo lo maté!
Y cayó desmayada, la mitad del cuerpo en la sacristía, la otra mitad en el pasadizo.
—¿Qué sucede, Dolores? —preguntó el sacerdote a sabiendas de que la pregunta era inútil. Se levantó y cacheteó el rostro del Ama, que pujó antes de parpadear y ver encima el espectro del cura párroco. Siempre habían dicho que en la sacristía espantaban, pero nunca creyó que a ella precisamente le llegara la hora.
—¡Dios Santo! —volvió, retrocediendo en el suelo, de espaldas, más volados que nunca sus ojos de pavo.
—¿Qué ha ocurrido, mujer? —habló el sacerdote bregando por levantarla.
—¿Está muerto, padre? —salió una voz también desmayada.
—¿Qué pasa, Dolores? —dijo el sacerdote ayudándola a sentarse.
—¿No salió hace una hora al Páramo? —preguntó ella. El sacerdote se estremeció al pensar que algo que debió temer, ya había sucedido.
—¿Por qué lo preguntas?
Ella gimió.
—¡No era usted, padre Barrios!
—¡Habla, mujer!
—¿Quién iba entonces en la mula? —balbuceó más aterrada que antes.
Se levantó, confusa.
—Debí imaginarlo, porque…
El Ama cruzó sus dedos en la boca.
—Ahora recuerdo —siguió el sacerdote— que no encontré la sotana, ni las zamarras, ni el encauchado… —Y al Ama, que se mordía los dedos, prensada contra la pared—: No pude salir como pensaba…
La mujer comprendió hasta qué punto la había engañado el enterrador, hasta qué punto planeó con los guerrilleros la coartada de la visita del sacerdote al Páramo.
—¡Acribillarán a los soldados por culpa mía! —dijo, sacando su voz como a un pescado, que luego cabrioleó en el aire—. ¡Padre, confiéseme, quiero morir! ¡Que Dios me perdone!