17

Los ojos de Marta se me agrandaban al acercarme, se le agrandaban a ella en la cara asustada. Sus dedos apretaron la guadua del tranquero como si fuera a caer sobre rocas profundas.

—No vi al hombre —dije.

Sacudió las pestañas para regresar de un camino que sólo ella sabía.

—… Pero lo encontraré.

Fingió presencia de ánimo.

Del cañaduzal llegaba un olor de retama y miel silvestre. El olor endulzó las pupilas.

—Me da miedo esa manera de mirar.

Su voz tenía acento de súplica. Para que no matara, para sonreír sin nada amargo detrás de la sonrisa.

Olvidé al desconocido que bamboleó el destino de mi madre, que hizo tambalear mi destino de hombre que nació para la venganza.

Quizá en ese momento vio en mí al José Miguel que le regalaba culebras de piel de colores, que le cantaba al son de su guitarra, que le repitió vagas promesas. Sin embargo, cuando agarré una estaca del tranquero para saltar, ahogó un pequeño grito en las cuencas de sus manos.

Aguilán repicó a la brusquedad del salto. Unas hojas de caña se aplastaron bajo mis botas. Volvieron a aniñarse los ojos bajo las cejas en vuelo.

—¿Qué hace?

Sonreír era una de las cosas que yo ignoraba. Pero sonreí y la tibieza en los labios era como un nuevo sabor.

Olvidé el cuchillo y los puños y la sombra fantasma del desconocido. Creí sentir brisa entre las cañas.

Mi actitud le dio seguridad en sí misma, o seguridad de que tenía un hombre al lado, frente al que podía mostrarse mujer. Y otra vez advertí el cambio en los ademanes, en el alma que trataba de asomarse a cosas ignoradas.

Se movió, probándose. Caminaba como un muchacho, las carnes tostadas y macizas de quien desde niño ha trajinado mil vericuetos. Sin embargo algo en derredor, unido a ella, le daba prematuro cansancio, ganas de protagonizar un hecho que dividiera su vida en dos, pero sin ponerle entusiasmo. Obraba como si alguien le contara su propia vida y ella apenas escuchara, indiferente, el desarrollo.

Entonces imaginé que eso que en ella oteaba era su rostro de niña, cuando contemplaba la culebra de colores, encantada y sobrecogida, desde una distancia que no sobrepasaba el alargamiento de la mano.

Siguiendo en voz alta el camino de lo que pensaba dijo de repente, con altanería insinuante:

—… ¿Y es que cree que les tengo miedo a los hombres?

—Deberías tenerlo.

—¿Miedo a usted?

—Soy hombre.

—Entre hombres crecí. Yo los conozco.

—Ellos no te conocen, Marteja.

Dobló una hoja, entornó las pestañas.

—Nadie me había dicho antes eso.

Dio una vuelta a una mata de caña, con pasos de puma que busca donde dormir la siesta. Su voz salió entre las hojas.

—¡Qué brutalidad de cuchillada!

Vi la sangre en la mano del matón, mi cuchillo que la atravesaba.

—… Yo tenía miedo.

Rió tras la mata.

—… Necesitaban la lección. Si desde…

Al reaparecer conservaba esa expresión satisfecha.

—¿Todavía tiene ganas de matar?

No levantó la vista al preguntarlo.

—Hoy quiero todas las cosas.

Sus manos temblaban cuando se las tomé. Temblaban sus labios al mirarme.

—No les tengo miedo a los hombres, para que vea —dijo, temblando toda ella.

Y cuando nos perdimos siguiendo el olor de la retama, el sol tumbaba el humo, tumbaba las sombras contra el suelo rajado.

Lejos cantaban la extraña canción.

* * *

… Hasta muchos años después mis ojos recordaron la pelusilla de su cuello, mis manos recordaron sus senos brincones, mis oídos recordaron su queja amorosa. Y sus cortas exclamaciones, y su vergüenza, y los hoyuelos en sus rodillas, como si sonrieran. Tenían un vello suave los muslos, sobresalían las venas de su garganta, sus dedos arrancaban hojas de caña y espartillos secos.

Un grillo chillaba ininterrumpidamente. Aguilán escarbaba al pie de una raíz. El golpe del tambor se hizo hondo en la respiración de Marta. Ya ni sabía cómo fue su gemido, perdido en la lejana canción.

Por mucho tiempo más ardió en mí la sensación de sus ojos. Unos ojos que de tanto mirar fijamente fueron acumulando mucha vida tras ellos; por eso se le veían más oscuros, por más hondos en uno, en ellos mismos, en un pasado aceptado con rabiosa resignación.

No sé si tenía derecho de amar con todos los músculos, con toda la rabia aquella tarde del cañaduzal. Quizá fue una interferencia en mi destino, una desesperada obligación de olvidar. No sé si entonces comprendí que no debía aliviar mi porción de dura vida a costa de otra vida inocente.

Jamás entendí las fuerzas que llevaron mis pasos a interceptar los de otros, ni por qué crearon o interceptaron los míos. Porque la bondad en la intención fue inferior a los actos supremos o a los simples actos de cada día.

Pero el remordimiento que dejaron cuando me sentí dolido de un pecado que tampoco entendía, se extendió igualmente a la buena acción. Yo era mi propio castigo.

Sólo comprendí que todo estaba llagado, que hasta mis impulsos mejores dejaban su dolor, su extraño remordimiento. Tal vez porque el pecado estaba en el hombre antes de cometerlo.

Como también, quizás, él mismo traía consigo las semillas de su perdón.

La silla del señor Alcalde rechinó al estrujón de la espalda.

El sacerdote oyó el silbido de la respiración, veía el cigarro mascado y sorbido en aquellos labios gordos.

—¿Y las celdas? —dijo.

—¿Cuáles celdas, padre? —respondió rápidamente el Alcalde, como si hubiera estado esperando la pregunta. La rapidez en la voz contrastaba con la lentitud obesa del hombre, con su máscara de paciencia y desgano. El sacerdote siguió:

—¿Es que hay otras celdas fuera de las de la cárcel?

El Alcalde agarró el cañón desmontado de un fusil, que estaba recostado a un lado de la silla, como si se aferrara a un barrote. Sus cejas interrogaron con inocencia bovina:

—¿Qué les pasa a las celdas?

—Que se oye gritar —dijo el sacerdote en tono impresionado. El Alcalde quiso que en sus dedos el cañón tuviera la ligereza de varilla de malabarista, pero imprimió seriedad movimiento giratorio. Cuando soltó la respiración, produjo un silbido largo.

—Será el loco de la canción, padre.

El cañón se detuvo. Su quietud era una vibración contenida.

—El de la canción anda libre —dijo el sacerdote, mirando el cañón y el cigarro.

—Padre, en todo pueblo hay chismes.

—Pero no en todos hay gritos desde las celdas.

—Chismecillos —recalcó el Alcalde sacudiendo la ceniza de su cigarro como si tocara una cuerda en el aire.

—Señor Alcalde, yo he oído gritar en las celdas.

El Alcalde sacudió una pelusa inexistente en la manga de cañamazo blanco. Por remedo inconsciente, y para contrarrestar la fuerza del puño en el cañón desmontado, el sacerdote tendió el crucifijo en la palma de una mano. Parecía que se fueran a enfrentar, cada cual con su arma. Y ese enfrentamiento le fastidiaba porque equivalía a seguir la fácil opinión que ya la gente se iba formando de él: manso con los mansos, condescendiente con los simples, cáustico frente a los aprovechadores de situaciones ventajosas.

—«Le gusta llevar las de perder», decían. «Un héroe tonto de batallas perdidas.»

El Alcalde trató de explicar lo de las celdas con frases sinuosas, contráctiles, como si las palabras fueran culebras que, enrolladas hasta la mitad, aventaran el pescuezo buscando dónde clavar sus colmillos.

—Tal vez un borracho con delirium tremens. Tal vez un…

—¿No está seguro, señor Alcalde?

Apenas el cigarro mascujado reveló la molestia.

Padre, sabe los desastres del alcohol en nuestras gentes subalimentadas… —Masticó la palabra, aprobatorio—. Pues el Estado… Si no fabricamos licores, ¿cómo crear escuelas? Porque… ¡Hombre!

Al Alcalde le molestó que trataran de concretarlo, de hurgar en su fondo advenedizo. Y en vez de reconocerse acusado, tomó la actitud de quien se resigna a ser víctima de injusticias por algo que un desdeñoso orgullo impide explicar.

Y al no encontrar salida a la situación en las palabras, en su hombría o en su rectitud, la buscó en la puerta. Sacó una llave grande, se levantó con un chirrido de ajuste desganado en la silla, y dijo:

—Perdone, Su Reverencia, tengo que asistir al levantamiento de un cadáver.

El sacerdote también salió. Sus palabras sonaron incómodas:

—Es, cuando menos, justo.

El Alcalde respiró silbadamente.

—¿Qué cosa es justa, Su Reverencia?

—Que quienes los tumben, los levanten.

Cuando el Alcalde no encontró una elegante ironía, se cebó en el cigarro: lo mordió, escupió el pedazo, desmenuzó en sus dedos lo que quedaba, y ante la impasible estampa del sacerdote aventó los restos aún humeantes. Y salió después de haber tosido, como fin o como principio de algo. El otro pensó que llevaba su elegancia como si llevara muletas, pues daba la impresión de que aquella se debía no a una condición natural, sino a la obligada corrección de un defecto físico.

Al avanzar por la plaza, en medio de la ira alcanzó a sentir vergüenza de que a sus espaldas el sacerdote lo siguiera mirando.

Entretanto, el Ama y el enterrador concluían un diálogo. Sus figuras contra el tabique oscurecían el aire de las eras.

—¿Y es que el curita piensa ir al Páramo? ¡Santo varón! —dijo la mujer volteando patéticamente los ojos redondos.

—Irá —dijo el enterrador mientras sacudía las zamarras de cuero peludo.

—¿Ya qué horas, por la Virgen?

—Al oscurecer.

—¿Cómo lo sabe?

—Me ordenó ensillarle su mula para esa hora.

—¿Y quién lo guiará?

—Uno de los guerrilleros se le juntará en alguna parte.

—¿Y si lo llega a saber el Sargento Mataya?

—Hay que ocultárselo porque aniquilará a esa pobre gente.

Removió la pica. Ella se ajustó el pañolón dispuesta a salir.

—¿Adónde va?

—A poner orden en la sacristía.

—Yo iré a ver qué se comenta en la calle.

—Vaya con Dios.

—Con Él vamos todos.

Sólo al desintegrarse la escena se aclaró el ambiente: unas matas con nuevos retoños, una tapia de tejas, un silbo en el alero de la huerta-jardín.

Al sonar las campanadas de la media tarde el sepulturero salió para hablar con los soldados; el Ama se escurrió para informar al Sargento. En el camino adquirió importancia ante sí misma por sentirse dueña de vidas y muertes.

—Sargento —habló ya frente a él—. Considero un deber decirle…

Estaba nerviosa. El latiguillo le infundía respeto, le infundían miedo los ojos sin cejas y el color de cobre viejo que, al sol muriente, fosforecía.

Al ver que uno de los dedos de la mujer forzaba la trama de la chalina, el Sargento pensó que el ave sacaba por la red una uña de su garra.

—El Ejército agradece sus servicios, señorita Dolores.

El Ama desanudó la chalina y tomó una voz conspiratoria al arrimarse.

—Entre seis y media y siete saldrá el curita para el Páramo.

El Sargento dobló el latiguillo.

—¿Cómo lo sabe?

El Ama tomó conciencia de su importancia; esperó a que el otro se diera cuenta.

—¿Cómo lo sabe? —repitió el Sargento levantándose.

—El Manco me lo dijo.

—Puede ser mentira de ese cretino.

—Además —siguió el Ama— alistaron las zamarras y el encauchado que usan para viajar a las tierras altas.

El Sargento reflexionó con movimientos afirmativos.

—Además irá en la mula —continuó el Ama—. El caballo no es seguro en los andurriales del Páramo.

—¡El curita que nos mandaron! —exclamó el Sargento. Dio un latigazo contra el empeine de una bota, se acomodó la gorra y advirtió antes de abandonar la oficina:

—Que no la vean salir, señorita Dolores.

La mujer cubrió con su chalina la cabeza, miró furtivamente y caminó. El sacerdote trasponía la puerta del despacho parroquial. Ella se santiguó al entrar en la iglesia. Uno de los soldados detuvo al Sargento.

—Mi Sargento, el Manco ha salido de la casa cural.

—Sigan vigilando.

Había duplicado la guardia; por eso cuando el soldado se le cuadró, prensó con dos dedos los labios y alzó la cabeza hacia los Páramos.

—¡Ordene, mi Sargento!

—Avise cualquier novedad.

—¿Y si el Cura…?

—¡Siga las órdenes!

—¡Sí, mi Sargento!

No tenía que pensar el soldado. Las órdenes son su vida, es su halago el cumplimiento de la disciplina militar. Estaba orgulloso del sargento Mataya, hombre para cada hora. Cuando se unió al compañero, le dijo señalando al enterrador:

—Vuelve el idiota ese.

—Sigamos las instrucciones.

Su pica al hombro, el manco llegó con voluntario trastabilleo.

—¡Hola, enterrador! —dijo un soldado. El manco puso en la garganta su mejor risa de bobo.

—Je, noche de calor va a ser ésta, mis Coroneles.

—¿Tiene calor, sepulturero?

—Yo tengo calor y el padrecito tiene calor, todos tenemos calor. Señaló la montaña con desvío del mentón.

—Buena noche para un paseíto a caballo. O en mula.

Los otros miraron el lugar señalado, se miraron ellos.

—¿Por el Páramo?

—¿Por el Páramo? —El enterrador se sorprendió aposta—. Ni malo estaría con este bochorno… ¿Cierto, mis Coroneles?

Rastrilló la pica en las piedras.

—Ah, malhaya, la hora en que dejé el Páramo.

Los soldados cruzaron guiños de convenio.

—¿Y si te dejáramos ir?

—¡Yo no, mis Coroneles!

—¿Quién, pues?

—Mi amo el Cura.

—¿Para qué tiene ganas él de ir al Páramo?

—Ganas no, mis Coroneles. Debe confesar cristianos heridos.

—No son cristianos los guerrilleros.

—¡Tanto peor! Más necesitan cura. —Y en secreto—: Los chusmeros se iban a robar al Cura de Balandú.

Los soldados cruzaron nuevas miradas de inteligencia. Se resistirían para despistar al enterrador. Uno dijo, fingiendo vigilar los alrededores:

—¿Qué nos darías si te dejáramos ir?

—Si no tengo más que mi pica —habló desconfiado.

—Pero el Cura tiene vino en su alacena.

El sepulturero se desalentó, mentirosamente.

—¡Es vino consagrao!

El soldado insinuó otra posibilidad:

—Hay dinero en la alcancía de san Isidro.

El enterrador rechazó taimadamente:

—Ya no dan limosna, ya no quieren al santo por descuidado con la tierrita que le encomendó Dios.

—Si no hay centavos, hay vino, ¿eh?

—¡La Virgen del Carmen me libre! —se santiguó el enterrador—. ¿Robar vino sagrao?

Se arrimó, habló de soslayo:

—Si traigo el vino, ¿dejarán salir al Curita?

Y con movimiento de disculpa:

—No es por mí, es por salvar las almas de tantos moribundos.

Ellos se escrutaron, y con gestos de aprobación forzada:

—Nos haremos los de la oreja mocha.

—Hay una condición, mis Coroneles.

El enterrador se rascó la cabeza.

—… A lo mejor el Curita no salga si los ve a ustedes.

Se consultaron otra vez.

—¿Y si nos retiramos cuando vaya a salir?

—Ah, mis Coroneles, serán dos botellas de vino.

Reflexionó, volvió a decir:

—Tres botellas si el Curita puede salir del pueblo sin que lo molesten.

Fue retrocediendo, a rastras la pica, hasta perderse por la puerta falsa. Los goznes rechinaron repetidamente.

—¡Cayó! —dijo uno de los soldados. El otro frotó la culata.

—Ah, los Coroneles… —dijo para sí el enterrador al subir las escalas que llevaban a la desguarnecida alacena. Cuando ganó la entrada oyó susurrar al sacerdote una plegaria que su postración le iba dictando.

Media hora lenta. Una hora.

—Mi Sargento, el Manco ensilló la mula.

—¡Vigilen!

—¿Y si salen, mi Sargento?

—Tienen que salir. A lo mejor el curita vaya solo.

Y para sí, la vista en el Páramo:

—Esta noche caerán los chusmeros.

Media hora. Hora y diez minutos.

Brincaron tres pares de botas. Escaños, aceras, cascajo de la calle. Un postigo se entreabrió. Y cuando por el cementerio bajó la mula del sacerdote, a paso tranquilo, dijo el Sargento:

—¡Son nuestros!

Se fajó la canana, revisó las cartucheras y con rostro tormentoso asomó a la puerta que daba a la plaza oscurecida. Un cacho de luna se tostaba al humo del volcán.

Había llegado la hora de su desquite, la de saldar cuentas con Antonio Roble. Con Pedro Canales. Cien soldados le habían matado. Cien veces ardió en él la tensión de la venganza.

Y el curita nuevo sería quien lo llevaría a ella. Le haría rebotar la famosa penitencia.

«Los caminos de Dios son inescrutables», pensó guasonamente cuando sus pasos resonaron en la plaza desolada. «¡Pecados por árboles!»

—Don Heraclio —le dijo al viejo gamonal—, nos llegó la hora.

El Cojo contempló la casa cural, midió detenidamente al Sargento.

—¿Llegaría? —dudó, sobando la barbilla con pulgar e índice—. Vi cuando el curita salió en su mula.

—Él nos indicará el camino. Pelotones de mis soldados están listos a lo largo para la gran sorpresa.

Un soldado trajo el caballo.

—Liquidaré ese foco de guerrilleros.

—Ese capitán Canales es el mismo Diablo —advirtió don Heraclio—. Ese Antonio Roble…

—Hoy les saldrá la cruz.

—Cuidado, no lo golpeen con ella… —empezó el Cojo, pero se detuvo ante la cara hostil del Sargento, quien, a lomo de su caballo, devolvió la advertencia:

—¿Se está destiñendo, don Heraclio?

Y al observar a su vez la contracción muscular del otro, siguió:

—Matar y morir es mi profesión. Y la que usted escogió sin orden ninguna. Cuando el día llegue no seré yo quien retroceda.

—Sargento —dijo serio don Heraclio—. No le haga daño al curita —y con movimientos desgonzados fue a su hamaca.

Y mientras el golpe se perdía en las afueras, en don Heraclio se suavizó la expresión al recordar el impulso que tuvo la víspera, de ir a su parcela y revivir el viejo tiempo, cuando era un vagabundo y resolvió quedarse en Tambo. Había experimentado un goce ya olvidado al saltar barrancas y piedras, al ganar la cuesta sin su caballo semental. Hacía años —desde que sembró aquel guayacán de flores amarillas—, no tenía una alegría sin causa. «Quien no ama un árbol determinado no podrá amar el bosque; quien no ama a una persona tampoco amará a la humanidad; quien no ama una parcela, nunca sabrá qué cosa es el mundo que habita el hombre.»

Al vaivén de la hamaca chirriaban los horcones. La bota de triple tacón se hundió en la malla de cabuya, la otra seguía el vaivén apoyada en el suelo. Cuando el movimiento disminuía, don Heraclio, fija en la viguetería su mirada, apuntalaba el bastón en la pared y tomaba nuevo impulso.

Junto a la argolla donde se anudaba el lazo, una araña había tejido su trampa, y en los hilos acababa de enredarse una libélula.

Don Heraclio sonrió al pensar que nada tenía que hacer una libélula en su cuarto. Merecía su suerte. Pero la sonrisa se fue borrando al ver que por un intersticio asomaba la araña. Y esperó el comienzo de la lucha.

Sin apartar la vista se fue enredando en su propio pasado.

—«… El mundo que habita el hombre.» ¿No era Tambo su mundo? Más de veinte años atrás había llegado. Trabajó recio para conseguir el terreno que ahora pertenecía a la comunidad. Su única posesión honrada. Lo demás, expropiaciones, patrañas, apuestas, robos legales. Y luego… «La muerte nos encoge tanto.»

¡La muerte! Pero sintió el gusto del cansancio, obedeció la pierna lisiada al deseo de trepar. No sabía en qué forma el sacerdote había hurgado en él. Como sin proponérselo, como simulando buscar el efecto contrario. Como estaba haciendo con su terreno.

La araña había sacado medio cuerpo de la ranura. La libélula se enredaba más a cada esfuerzo. Los hilos de la tela temblaban pero resistían el forcejeo de la libélula. Tres de las patas de la araña comenzaron a avanzar.

—«Sargento, no le haga daño al Curita…»

Don Heraclio se advirtió la inquietud. Cerca del sacerdote sentía un sosiego olvidado, un deseo de ponerse en paz con su conciencia, elástica en sus decisiones de los últimos tiempos.

El hombre actúa de acuerdo con quienes lo rodean, con la moral que hereda o que se fabrica. Si a algunos les quitaran su bondad, quedarían indefensos, caerían sin resortes impulsores, morirían completamente desolados. Y prefirió la fuerza, a los seres capacitados para la maldad vigorosa, que permanecieran tensos aunque los despojaran de sus mejores virtudes; porque son auténticamente humanos, aptos para la lucha con alma y músculos.

Pero no quería disculparse en la somera revisión de sus hechos pasados. —«¿Pasados? No, todo hecho siempre está presente, nunca perderá su vigencia en el correr de los días…» No entendía por qué la voz del sacerdote apaciguaba las cosas. Y ese proyecto de sembrar las tierras agostadas de Tambo, de construir casas, de poner talleres. Recordó que, junto al guayacán, la lavandera golpeaba ropa en el arroyo. También el agua era suave en la tarde. Y el humo del volcán, y las voces de quienes araban. Observó el rancho de María, y…— «¡En medio día lo construyeron!» —«Haremos muchas casas, construiremos en comunidad.»— «¿Y si llegan los guerrilleros? Allá están en el Páramo, como aquí está el volcán; algún día… —juntó y apartó las manos para imitar una explosión—, ¡pum!» —«Con ellos trabajaría.»

Afincó el bastón en la pared y dio otro impulso al chinchorro, con más fuerza porque la araña trataba de hundir algo en el cuerpo de la libélula. Algo también se contrajo dentro de don Heraclio, algo le punzó en alguna parte que creía ajena pero ligada a su hora. Luchaban sus recuerdos.

Fue un niño de aldea, que elevaba cometas y buscaba nidos de pájaros y desobedecía a sus padres y protagonizaba travesuras de su edad. Desde los diez años, en los animales de riña aprendió su agresividad. Amaba los gallos, admiraba a los caciques aldeanos porque sabían imponerse, y supo de las pequeñas glorias formadas a base de guapetonería. Y como su anterior pobreza lo humillaba, juró ser fuerte en poder político y en capacidad económica aunque se convirtiera en embaucador; para ese entonces podría darse el lujo de ser honrado, podría orgullosamente otorgar, nunca pedir favores. —«De no ser así— explicaba más tarde —tendría que vivir dando gracias, y eso es lo peor que le puede ocurrir a un hombre.»

Una espuela se le enredó en la malla, jaló unos segundos, miró la libélula. Dentro sacudían un llavero y abrían una puerta. En el rostro de don Heraclio se vio el fastidio que le causó la puerta al cerrarse. De un tirón reventó los hilos donde se había hundido la rodaja.

Le gustaban las espuelas. Flojas, para que al caminar dieran sensación de férrea hombría. —«Tiene una orquesta», dijo alguien un día en El Gallo Rojo. Salió en busca del chismoso, dio tres vueltas sonantes en derredor de él y con el zurriago lo dejó dormido durante toda una tarde de riñas—. «Que oiga las espuelas celestiales», dijo el Cojo, y con su mejor Cuatroplumas bajo el brazo invitó a los demás galleros.

Muchas espuelas coleccionó, como trofeos en las paredes. Algunas se le perdieron en andanzas de muchacho. De cobre, de acero, de plata, combinadas. Y las espuelas de sus gallos. Una vez…

Cuando los recuerdos eran amables sonreía imperceptiblemente y dejaba deslizar el bastón en la malla. Cuando eran agrios, los castigaba con el bastón en la bota. Pensó en José Miguel Pérez, en María, en sus gallos heridos.

La araña arrastraba la libélula hacia su guarida. ¿Por qué no se enredaba en su malla?

—«Porque ella fabrica su ley…»

De pronto le pareció ridículo todo aquello por lo que se hizo fuerte. Había contribuido al envilecimiento de Tambo, al estado de zozobra en la región. Se había enviciado a la tramoya como otros al aguardiente, pero de su embriaguez resultaban víctimas que nada tenían que ver en el asunto. Inclusive su presunto acto virtuoso nació de la aceptación de su derrota; no fue un impulso verdaderamente activo sino la ceniza del incendio provocado, el ripio del mal cuando el mal se supo impotente: la moraleja pero sin llama, sin vibración de verdad cumplida. Un amargo sabor le quedaba en la boca y en el ánimo.

—«¿A quién ama usted, don Heraclio?» A nadie. Ni a sí mismo. La acción egoísta sin más seres al fondo para darle temperatura. Arrastrando a su paso. Como un aluvión, con el menguado triunfo en la demostración a base de poderes instintivos. Porque nada lo apasionó tanto como los animales de presa y garra. Tigres, gallos, gavilanes en el dramático poderío de sus fuerzas elementales. Y el hombre.

Un día apareció en el pueblo con un tigre herido. Cojeaba el tigre al caminar, porque lo hizo caminar por la calle. Cojeaba don Heraclio, con una rodilla desgarrada. —«A brazo partido fue la lucha», comentaban las gentes aquella tarde—. «El hombre quedará cojo para siempre.» —«Mocho del lapo.»— «¿Dónde sería la dentellada?» —«No fue el tigre el que le hizo daño; en la rodilla están los perdigones de Juancho Lopera.»

La verdad nunca se supo. Lo cierto fue que el tigre siguió viviendo en casa de don Heraclio y que una mañana Juancho Lopera amaneció colgado del tamarindo. Nada dijo el Cojo Chútez porque necesitaba su leyenda.

—«A nadie, padre Barrios. A nadie.»

… Eran los malos tiempos de Tambo, y él ayudó a imponerlos. —«Todos tenemos malos tiempos», dijo el sacerdote y lo miró en la forma justa. Con otros ojos, con otra mirada, lo habría hecho quejarse—. «¿Quién no tiene malos tiempos? Yo estoy en los peores.» —«¿Y cuál sería mi servicio cívico obligatorio?»

El sacerdote extendió sus manos y expuso el asunto ese de la cabuya, lo que sería Tambo con fábricas, con verde por los cuatro costados. Ahora iba camino de la muerte.

—«Sargento, no le haga daño al Curita.»

Al perderse la araña en la ranura arrastrando la libélula, don Heraclio tuvo un impulso de conmiseración. Pero cuando quiso intervenir, ya en el hueco sólo quedaba la telaraña rota.

Movió los brazos categóricamente, se levantó y pidió su caballo. Quizás hubiera tiempo todavía…