16

—Traígame una taza de café, Dolores. Por favor.

—Padre, le traeré un pocillo de chocolate claro, con almojábanas.

—Quiero una taza de café caliente, Dolores.

—Con este calor y… —objetó el Ama. Sentía tambalearse su dictadura en la casa cural y en los menesteres aledaños sobre lo que no admitió discusión. Se había acostumbrado a pensar que, por dedicar treinta años a sacristías y cosas santas, su vida se había frustrado: el papel de víctima importante lo compensaba con su empecinamiento en imponer, con aparente obediencia a otros, su criterio y su sentido de la organización: si se había sacrificado, tenía derecho a exigencias en las cosas mínimas del culto, en el régimen alimenticio, en el horario, en el arreglo de implementos sagrados; y en algunos profanos.

—Una taza de café caliente, Dolores.

El Ama llevó su ofensa a los dedos, que se cruzaron y entrecruzaron, como peleando. Tenía la vaga idea de que formaba parte de la antigüedad de la iglesia misma, y que su manera de pensar y obrar era privilegio de una institución, no podía ser de otra manera. Por eso la sublevación de su alma y de su lengua a la llegada del padre Barrios. Además, su concepción supersticiosa de la religión la hacía fanática, recta e inflexible en sus creencias que, según ella, eran verdades de los grandes prelados, de los santos y de Cristo: brujos superiores, oficiantes de ritos encantados, repartidores de castigos y premios, poseedores de amuletos contra todo mal y peligro: de ahí las indulgencias, las medallas, los escapularios, que, por fortuna, no eran colmillos de caimán, huesos de animales montaraces, raíces ni frutas de poderes ocultos.

El sacerdote la vio indecisa y contrariada.

—Café —dijo—. Caliente. En taza.

Y volvió al breviario, que leía al revés. El Ama lo notó. El detalle era casi diabólico, Dios no… De Dios tenía igualmente un concepto primitivo: el ídolo en su nicho, amo de cielos e infiernos, castigador con epidemias y sequías y guerras y discordias, a quien debía temerse y no amarse, a quien era necesario dar de pócima al alma, no para sosiego y goce sino como a una fiera de garras vindicativas. El ensueño del alma justa lo habían sustituido las pesadillas de los grandes magos.

Cuando el sacerdote cerró el breviario, la puerta se abrió y al primer espacio apareció el bastón herrado.

—Dolores —dijo al Ama que se retiraba—. Dos tazas de café.

—Sí, padre —dijo ella sin volver el rostro. La puerta se abrió completamente. Después del bastón apareció la bota de tacón triple. Y un saludo vago, carcajeado.

El sacerdote se levantó, serio y accesible como don Heraclio; desde la ventana indicó las tierras de Tambo, pasó la mano por la cara para borrarse la introducción.

—¿Esas lomas son suyas, don Heraclio?

—Son mías.

—¿O de la aldea?

El Cojo se contrajo imperceptiblemente. En alguna cocina batían chocolate.

—Su actitud con Otilia en la plaza fue brutal, don Heraclio, pero reveló un aspecto generoso.

En la lentitud, los movimientos afirmativos mostraban duda.

—Debe de ser grande su miedo a la bondad cuando trata con ese afán de ser perverso.

La bota herrada resonó en el tablado. El bastón dio contra la bota. La mano se endureció en el bastón.

—Se está metiendo en honduras, padre Barrios.

—En una de ellas se agazapa su verdadero ser —y casi para sí mismo—: Es imposible que Dios permita la desolación en un alma.

—¿Se aburriría Él en la mía?

Con gesto mortificado el sacerdote concluyó el rodeo:

—De usted depende la suerte de muchos infelices.

—¿Quiénes?

El sacerdote lo miró de frente, con ojos solos.

—Tambo es el pueblo más deprimente que conozco. El más miserable.

Llevó un pañuelo arrugado al cuello, cerró los ojos.

—El más aterrado.

—La antesala del infierno.

—Y no sólo por la temperatura. Ustedes, los guerrilleros, el volcán, la violencia… —Llevó las yemas de índice y pulgar a los párpados—. Tambo, Pozo del Llano, Balandú, Santamaría de los Robles, Yaruma Azul, Cantamañanas… Son nombres para vivir en paz.

Ese desear la paz —se preguntaba—, ¿no equivaldría al deseo de tranquilidad personal? ¿Llenarían su ambición una capilla modesta, unos feligreses calmosos, árboles, eras de hortalizas, y la charla con el agricultor, el quincallero, el farmacéutico, el tornero, los colegiales? Intervenía además una necesidad de concordia para sus planes. Por eso en ocasiones sus llamados eran abstracciones de dudoso efecto:

—¿Por qué se matan? Somos de la misma raza, del mismo color, de las mismas necesidades. Dios no debería permitir… Nosotros no debemos permitir…

Tomó asiento en la silla de cuero, miró sus zapatillas gastadas.

El Ama entró saludando al Cojo con una estirada venía. Dejó en el escritorio dos tazas de café humeante.

—Llévese las almojábanas, Dolores.

El Ama se retiró, ofendida. Había perdido su voluntad de la tarde.

—Un hombre, quizás… —empezó don Heraclio mirando el paso acompasado y fino del Ama. El sacerdote interrumpió:

—Voy a proponerle una alianza con Dios.

Arqueó las cejas, estiró los labios hacia las laderas.

—¿De qué le sirven, don Heraclio? Al morir, con dos metros tendremos. La muerte nos encoge tanto, nos quita tanta importancia…

Respiró porque lo había dicho. Don Heraclio dio vuelta a su bastón. Humillante por irremediable esto de morir. Su carcajada. Su pierna coja. Su afición a los gallos. Su ambición de poder. Su fortuna, su odio, su pasado. Y con éste su posibilidad de futuro. Todo desaparecería indefectiblemente. ¿Y después? Ni cojera, ni risotada, ni odio, ni gustos. Ni él mismo.

—«¡Ni yo mismo!» Entonces cabría pensar desde algún futuro más allá de esta cosa que soy, o desde un pasado eterno.

—¿Y después?

—«El alma, don Heraclio, respondería el sacerdote. ¡El alma! Aquello nuestro que ni traemos completamente al nacer ni llevamos completamente al morir; la esencia de aquel todo de que somos fragmentos, ese vaho fantasmal de lo que nos rodea, eso otro negado al individuo pero que caracteriza la especie en su eterno sobrevivirse. Instinto de conservación después de la muerte, el doble que vagará en derredor de las cosas que en vida le fueron familiares…»

Don Heraclio sonrió al imaginarse convertido en fantasma, echando al ámbito de la gallera una risotada silenciosa.

Pero torció los labios porque en esa dimensión todo era bruma.

El alma. Un sueño que se sueña solo. Un recuerdo interminable de algún momento vivido y que, sin embargo, adquiría vida, librado ya de quien pudo ser su dueño. Trascendido. Como un puro pensamiento en Dios.

El sacerdote botó el cigarrillo, se fijó en la frente de don Heraclio, en el hilo de humo que subía del suelo, en dos moscas que volaban sobre el misal. Pensó en el alfarero, en la lavandera, en el enterrador, en la levadura del ser humano, en su pasado conviviente. Quizá perdonaba fácilmente los defectos que en él viera posibles años atrás.

—¿Qué alianza me propone? —preguntó entretenido el Cojo.

El sacerdote dobló un cigarrillo. Su trayectoria le había enseñado la fácil conclusión de que no existen seres absolutamente buenos ni absolutamente depravados. La primera visita de don Heraclio le mostró un hombre cruel para obtener sus fines; la segunda, una persona accesible para la generosidad.

La eterna oscilación… El Mal y el Bien… ¿Cuáles sus límites? ¿Dónde empieza la sombra y dónde acaba la luz, en qué parte mueren los sonidos y nace el silencio?

El Bien y el Mal… ¿Cada cual no marcha sobre esas paralelas, firmes aunque escondidas, a la espera del llamado?

Se le regó la picadura, estrujó el papel, lo arrojó.

—Usted me pone nervioso. Dios me pone nervioso… No sabe uno exactamente cuándo las cosas son Sus designios, cuándo es libertad que otorga a nuestra ignorancia.

En señal de paz transitoria el Cojo puso el bastón en la mesa, tomó asiento, enjugó el rostro.

El sacerdote miró al cielo. Don Heraclio se burló:

—No lloverá, padre. Ya no hay rogativas porque los campesinos no creen en el santo nuevo.

La vieja imagen de san Isidro la había cambiado el padre Azuaje por una relamida traída de Europa. Ahora al nuevo patrono le faltaba una pierna. Don Heraclio siguió:

—Unos indios que perdieron su cosecha se la cortaron a machetazos. Con una pierna menos, aunque sea de palo, el santo se halla en circunstancias desventajosas para los milagros. ¡Póngase en su lugar, padre Barrios!

Y ante la protesta callada del sacerdote:

—Las llamas de la otra vida no nos caerán de sorpresa.

Ni una hoja se movía, ni un pájaro, ni una nube de lluvia.

Don Heraclio sacó cigarros, rastrilló el encendedor, lo arrimó a la boca del sacerdote. En el humo flotaron las palabras:

—Cierran las puertas, no vienen a la iglesia, no…

Llevó a la cabeza su pañuelo, entre los pliegues continuó:

—No hay veinte árboles en Tambo. Hay seiscientas casas, cuatro mil habitantes sin sombra.

Cura Vegetal le dicen.

—Las ramas, el viento en las hojas… Soy labrador. Mi padre era labrador…

Y sintió a su padre como otro árbol entre los árboles, como una invasión vegetal en el alma de cada hora.

—Fue el primero en llegar a la cordillera…

—«Si vino antes que los otros, ¿por qué no echó mano a toda la extensión baldía?», le preguntaron. —«Porque lo grande ofusca y no se hace entrañable. Es bueno decir: mi mano levantó aquel muro, hizo este cerco, abrió ese camino. Mejor si todo puede verse desde donde se habla». Entonces extendía un brazo hacia los linderos, y la mirada se le iba con algo íntimamente suyo. La familia callaba y seguía la dirección señalada por El hombre, que llamaba a su esposa. Ella terminaba lo que hacía y miraba con esa mirada suya de tranquila espera. —«¿Qué te falta?», seguía él, fijo en el tallo de maguey florecido. —«Las preguntas de El Hombre…», comentaba ella. —«¿Eh, tú qué te falta, pues?», se dirigía al hermano mayor. —«Nada, padre»—. «Ajá. ¿Y a ti? ¿Eh, Rodrigo?». —«¿A mí? Aprender mejor a tocar la guitarra»—. «¡Ajá! ¿Quién puede decir que en casa del viejo Marcos falta lo necesario para el honesto vivir?». —«A El Hombre se le ocurren cosas…»—. «Ah, ¿también estás con ellos?». La guitarra de Rodrigo bajaba un tono. Y de verdad sentían más ligada a cada amanecer la herencia nativa; era entonces sana la vida, sano el olor de la tierra para recibir la simiente.

La apacibilidad en el sacerdote hizo apacible al Cojo Chútez. El padre abandonó su silla e invitó:

—Vea la huerta de la casa cural.

Don Heraclio miró la coronilla mal rasurada, el cuello gastado, el cabello gris.

—Siembras nuevas —dijo. Y porque las cejas del sacerdote pedían un comentario:

—Habrá árboles y flores en su casa.

—Habrá árboles y flores en el pueblo, en todas las tierras de Tambo.

Esculcó los bolsillos de su vieja sotana.

—Fumaremos otro cigarrillo —propuso. Don Heraclio miró las colillas humeantes de los que acaban de botar, y al ver la mala calidad de los del sacerdote, sacó los suyos.

—Fumar no es echar mal humo.

—Con que sea bueno el del incienso… La Biblia no recomienda marcas de cigarrillos.

El Cojo rió discretamente. El silencio era comunicativo. Y el anudar de hilos en la voz del sacerdote.

—El peor mal de nuestros pueblos es el aburrimiento de„ la desocupación. ¿En qué puede trabajar Tambo? No todos son alfareros, no todos manejan una cantina.

El Cojo intercaló con ademán de asentimiento:

—Ni todos tienen gallos de pelea como Buenavida.

—¿Ha observado que clavan gajos y entierran semillas?

—Los muchachos han reído con el asunto.

—Ojalá usted no ría, don Heraclio. Me dolería sobremanera.

Empezaba a desmoronarse la rudeza del Cojo. Vio que el sacerdote señalaba los cerros distantes.

—Sembraré millones de pinos en los altos.

—Le van a faltar pecados si no estimula al demonio.

—Trabajo honrado, eso falta. Algunos lo tendrán en las siembras. Pero, ¿los otros? Creo que la cabuya…

Y entre esas ruinas que más se veían en el aire, advirtió una como ausencia de algo que podría recuperarse sin revertir el tiempo. Uno de tantos pueblos era Tambo, y tuvo cosas amables, ahuyentadas por la gente, pero que regresarían, como las palomas.

El humo establecía otra comunicación.

—… Trabajo honrado para convertir esto en algo con orden, con paz y pan en las mesas. Mucho podríamos usted y yo para que lleguen los buenos tiempos.

—¡Se le ocurren cosas!

—Todos debemos cumplir un servicio cívico obligatorio.

—¿Quién lo entiende, padre Barrios?

—Espero que Dios.

—¿Me iba a decir…?

Volvió el sacerdote a tomar asiento, rozó el crucifijo, lo soltó.

—A los que vienen a confesarse les digo: «De penitencia, siembra diez, veinte, treinta matas, treinta árboles en tu casa, en cualquier sitio».

Y disculpándose:

—Los árboles suben al cielo, como las oraciones.

Al notar don Heraclio que su risotada inhibía al sacerdote, la cambió por el comentario:

—Yo tendría que reforestar el distrito entero.

El sacerdote confirmó silenciosamente.

—¿Todo, padre? —dudó el Cojo. Su jovialidad se tornó desconfiada. El sacerdote esbozó un ademán dubitativo.

—Le tengo miedo, don Heraclio. Miedo de que diga no a mi propuesta. Mi figura fea no ayuda… No me perdonaré si fracaso.

Volvió el Cojo a empuñar el bastón mientras el sacerdote regresaba a la ventana.

—Venga usted —y señaló la falda alinderada por matas de maguey—. Es suya, ¿cierto? Allá, donde se ve el guayacán florecido.

—Es mío lo que alcanza a ver.

—¿Y tiene agua propia?

—Tiene agua propia.

—¿Y nunca la han cultivado?

—Nunca la he cultivado.

—¿Y no piensa cultivarla?

—No la pienso cultivar.

—¿Y sabe lo que el pueblo pierde con esas tierras ociosas?

El Cojo dio golpecillos en el tramo de la ventana.

—¿Qué se propone, señor Cura?

El sacerdote restregó su rostro, cayeron las comisuras, cayeron los párpados hacia una mancha en la sotana.

—Es más fácil hablar con Dios que con usted…

Volvió a señalar la parcela.

—Se trata de que nos la regale para cultivarla.

Contra lo que esperaba, don Heraclio guardó un silencio reflexivo. Las pupilas nadaron en las órbitas.

—¿Sabe, padre Barrios? Este terreno fue lo primero que gané, trabajando honradamente. Ese guayacán amarillo lo sembré aquel día, como si dijera: «Aquí estuvo Heraclio Chútez».

—Es una manera de perdurar.

—O de marcarse.

—Yo sabía la historia del terreno.

Levantando las cejas el Cojo indicó atención.

—¡Conque lo sabía!

—Lo escogí por ser una de las pocas cosas puras de usted.

—¡Conque lo escogió!

—Para sembrarle cabuya, para la comunidad.

—¿Por el sistema penitenciario?

—Con la ayuda de Dios.

—¿De Dios? El Diablo pone los pecados, usted pone la penitencia.

—Los designios del cielo…

—Los suyos, padre Barrios.

Sopló una carcajada que asustó al sacerdote.

—Por primera vez alguien pone al Diablo de parte del cielo.

—Imagino que los terremotos de Tambo se deben a sus carcajadas.

Las risas terminaron en un acceso de tos.

—Es bueno ver los santos del cielo. O del Limbo —dijo don Heraclio, y observó de soslayo antes de apagar el cigarrillo en el triple tacón. El sacerdote creyó advertir que don Heraclio se esforzaba en aparecer atractivo para hacerse perdonar su alma.

—Esa alianza le ofrezco. Suya con Dios.

Cuando lo dijo, pensó agregar lo que solamente fue reflexión sin palabras: «¿Es que estamos condenados a no pasar de intermediarios entre ustedes y los pobres, entre ustedes y Dios? ¿Estaremos condenados a ser los eternos pedigüeños?».

El bastón trazó en el suelo signos rituales. El tono fue el de quien dice una cosa mientras piensa en otra:

—Tiene razón, gran planta la penca de cabuya.

—Encargué unos hijuelos para sembrar en la casa cural.

—¿También usted, padre Barrios?

—Sembrando se glorifica a Dios.

Don Heraclio se pellizcaba la barba. Miró por el rabillo del ojo.

—… Todos somos pecadores.

El sacerdote previno malos entendidos:

—Dos o tres pencas adornarán el patio.

Don Heraclio volvió al ceño fruncido.

—¿Adorno?

Y el padre, cauteloso:

—Dos, tres matas de cabuya son adorno. Cincuenta, cien, pueden ser penitencia. En grandes cantidades… Esas lomas las hizo Dios para sembrar cabuya. Por negocio o por penitencia…

Y con apresurada intimidad:

—Siempre a Sus ojos es bien visto el que llega de regreso.

Pero le dolió pensar que insinuaba un trueque.

Los ojos se ablandaron otra vez ante la estampa indefensa, volvieron a endurecerse. Había sido el gamonal del pueblo y moriría en su ley. Consideró que en ese momento no hubiera sido de hombre aprovechar la coyuntura para obtener clemencia. ¿Clemencia de quién, o por qué?

—¿Sabe? Creo que usted será el próximo obispo.

—¿Yo? —mal sonrió el padre Barrios—. Tengo insuficiencia mitral.

Otra vez la risotada se fue perdiendo para convertirse en las palabras más serias de su vida:

—Son suyos esos terrenos, padre Barrios.

Y por evitar una decisión contraria a su impulso:

—Parece cuento de viejas, ¿no? Arreglaré todo legalmente. Con la buena ley. Con la ley suya, señor Cura Párroco.

El sacerdote quiso hablar pero sólo empuñó el crucifijo.

* * *

Primero llegó su voz. Luego el rechinar de la puerta. Después los gestos brutales, el envión de su presencia uniformada. Mucho rió don Heraclio aquella mañana. Mucho rabió el Sargento.

—¡El padre Azuaje no habría hecho eso!

—Él era de los nuestros.

—Éste es del mismísimo demonio.

El Cojo jugaba con el bastón. El Sargento se paseaba, acerado, desabrochándose la camisa.

—¡No lo haremos! —dijo—. ¿Por qué no impuso las misas del padre Azuaje?

—El padre Barrios no es el padre Azuaje. Y es el representante de Dios en Tambo.

—No lo parece.

Preferiría afrontar él solo otra batalla con los guerrilleros.

—¿Y sus soldados, Sargento? ¿Pelearán bien sin haber cumplido la penitencia?

—¡Penitencia! ¿A quién se le ocurre que sembrando se perdonen los pecados? ¡A este curita loco!

—Mejor será que vayan a labrar la tierra.

—¿Y el honor del Ejército?

—Por esas lomas estará, aguardando.

No le calaron al Sargento los gestos de don Heraclio. No le caló a don Heraclio la cara del Sargento.

—Sus soldados esperan que les permita cumplir la penitencia.

—¿Y llevarlos cansados contra los guerrilleros?

—Déjelos descansar esta noche.

Con botas y pantalones se tiró en la hamaca, abierta la camisa que dejaba ver un macizo pecho lampiño con gotas de sudor alrededor de las tetillas.

—¿Cree que debo ponerlos a cavar?

—Perderá su popularidad si no los acompaña. Son católicos.

—¡También yo! ¡Pero ésa no es penitencia cristiana!

—El curita la impuso. Tal vez desea empujarlos hasta el cielo, aunque ustedes suban a regañadientes.

Cien soldados. Penitencia colectiva por pecados individuales. Un día de trabajo en el terreno cedido por don Heraclio a la comunidad.

—¿Y usted, Sargento? ¿Qué le dijo el curita cuando lo absolvió?

El Sargento abandonó bruscamente la hamaca, se colocó la gorra, y mientras con una sola mano se abotonaba la camisa, con el látigo en la otra castigaba la mesa. Las palabras salieron como por un trapiche:

—¡Dos días!

El Cojo volvió a reír.

—Un pecador sobresaliente, mi Sargento.

El Sargento salió a la puerta. Desde ella se veía tranquilo el Páramo de los guerrilleros, tranquilas y burlonas las fumarolas del volcán. Tranquilo Tambo.

—¡Maldito pueblo! —dijo. Al renovarse el enojo empujó la puerta tras de sí. Y se enojó más cuando oyó que no sonaba el golpe brutal que esperaba: la penitencia y la puerta le acabaron de dañar el día.

El Cojo se levantó.

—¿Adónde va, don Heraclio?

—A carear mis animales en la gallera. Harán historia las riñas, se pujan grandes apuestas y Buenavida

Revisó el reloj.

—Van a ser las nueve, los soldados estarán intranquilos. «Sargento Mataya, hombre para cada hora», dicen.

El látigo coleaba en una rodilla. Don Heraclio siguió:

—El Curita está echando azadón desde las siete con el enterrador, con los niños huérfanos, con Otilia, con el alfarero.

—Los vi.

—Es valiente el padrecito. Y a nosotros no nos molesta el valor, ¿eh?

El látigo repasó la superficie de la mesa, repentinamente señaló al cojo.

—¿De parte de quién está, don Heraclio?

El bastón del Cojo trazó un círculo.

—De su parte, Sargento.

El látigo volvió a moverse como una cola de animal vivo sobre el escritorio.

—Iré a cavar esa maldita tierra suya.

—Es de la parroquia —dijo don Heraclio, camino de El Gallo Rojo.

—Nos tocó la de perder —dijo el Sargento, camino de la escuela que servía de cuartel. Creyó oír las tejas de sol y sombra cuando sus botas las pisaron.

No contestó los saludos callejeros. Siempre obedeció las órdenes del Ejército por convicción y disciplina, y las de la Iglesia por superstición y costumbre. Cumplía éstas con criterio de jugador, en que poco se invierte con posibilidad de buena ganancia. Dejar de practicar los ritos intranquilizaba la parte infantil que amaba aquellas funciones y se aterraba con la amenaza del infierno. Y como aliviarse era fácil —misa dominical, una comunión por año, cortas oraciones, la mecánica señal de la cruz en la frente—, no oponía resistencia. Pura rutina, como en el Ejército: hacer hoy las cosas de ayer, mañana las de hoy.

Pero ahora había algo más que la práctica de un sacramento religioso-militar; su orgullo se enfrentaba con poderes que había considerado superiores, sin discutirlos ni analizarlos. Como una orden indirecta del Estado Mayor.

—«Señor, Señor, Dios de los Ejércitos…», trataba de justificar su obediencia.

Cuando llegó a la escuela-cuartel filó a sus soldados, latigueó la palma de una mano.

—Hoy trabajaremos la tierra. Es deber del soldado procurar el bien común. Se les repartirá herramientas.

Nunca fue elocuente, pero sentirse dando aquellas órdenes le infundió la ilusión de que no las obedecía propiamente: ordenó a sus soldados cumplir una penitencia, que quiso convertir en deber cívico.

Se tranquilizó. Dios había sido buen General en Jefe de la humanidad. Él, en cierta forma, era Su representante ante el montón de soldados, Su verdadero representante en el pueblo, Su principal ejecutor.

Pero al marchar al mando de su tropa se le agregaron el negro vendedor de helados, don Jacinto, el de bigotes y su cuadrilla. Se sintió como debió sentirse Otilia en su visita a la casa cural. Con menos entereza. Sin humildad. Obligado.

El sacerdote se conmovió cuando desde la parcela vio la fila de soldados.

—La greda de que Su Reverencia hablaba.

El alfarero enjugó con el dorso de una mano su frente terrosa.

—¿Qué tal tu casa, María? —preguntó el sacerdote. Una mujer sin edad, color ceniciento como de piedra labrada por un río; su carencia de arrugas— los pómulos altos parecían templar su piel —le daban aspecto de escultura milenaria con la angustia del tiempo indígena en su silencio.

—Dios lo bendiga, padre Barrios.

Otilia distribuía refrescos al grupo de labradores.

—Hay que traer las frutas disponibles —le dijo el sacerdote señalando la tropa que se acercaba—. Arar da sed de la buena.

Ella sonrió. Le hacía bien el trabajo, el sudor al aire libre, el olor de greda removida. Tomó un canasto y fue por lulos; el sepulturero araba como cavando tumbas sin rencor.

—¿Por qué subiste? —preguntó el sacerdote al alfarero—. No te puse penitencia.

—Me gusta la tierra, por eso hago cosas de barro.

Volvió a enjugarse la frente, abarcó con la vista el pueblo que abajo remedaba una cruz caída.

—Ya era tiempo —dijo. El sacerdote se sentó en un montón, sacó de la tinaja dos tazas de jugo. El alfarero también se sentó.

—Padre, cuando retoñen los primeros árboles en la plaza, yo tocaré las campanas.

—Será de fiesta.

El padre retuvo a la altura de sus ojos la taza. Y como si en ella viera su pasado:

—Al tocar las campanas en mi aldea los pájaros salían volando. Había muchas palomas y nidos en los árboles y en los aleros.

El vuelo de los pájaros formaba parte del tañer de las campanas al amanecer y a la hora del Ángelus.

—Gran oficio el de campanero —agregó; y después de una ojeada sobre quienes removían el terreno—: Hay gente buena en Tambo.

—Hay un párroco bueno —dijo el alfarero. Terminó el jugo y tomó la azada. Había hablado mucho.

Y cuando vieron al Cojo subir a pie la cuesta, el extremo de la pica no reflejó el sol de Tambo.

—El padrecito es un mago.

—Parte con el diablo debe tener.

—Parte con Dios.

—Este curita y sus almas de amasar… —remató el alfarero. Por un momento el cielo pareció de barro quemado.

El sacerdote ojeó el volcán, los altos páramos, los repechos de la cordillera lejana. De allá venía una brisa con olor de musgo, y pensó que venía de su infancia, de un tiempo antiguo que aureolaba la imagen de su padre. Porque él era más su propio padre que él mismo, dejaba llenarse de aquella figura compactada por los años en muro sobre el que recostaba sus vacilaciones. Aquella seguridad que daba el saberse copartícipe de algunas verdades que no mueren con el hombre, de sentirse respaldado por la eternidad en cada gesto suyo.

Y cuando vio que la brisa en realidad mecía la espiga del maguey, sintió que de allá caían los recuerdos, al lado suyo.