13

Cuando abandoné la fonda el enterrador arrastró la pica.

—Dos horas le doy de vida —comentaban a mi paso.

—El enterrador dice que es ayudao.

Los mulatos volvieron a salir.

—Tómese uno —dijo el del potro manchado. Cuando devolví la botella, siguió al galope.

—Buena suerte, forastero.

Algunos corrillos inquietaban la calle. Reventaban con más frecuencia los cohetes, aceleró el golpe en los cueros de res, se hicieron insistentes el tambor y la canción del loco.

—Vamos a la Casa de los Faroles.

—Debe de ser guerrillero.

—Cosa grande sucederá de un momento a otro.

Por los rostros amarillos y desolados vi hasta qué punto el Cojo, soldados y pandilleros dominaban la situación.

Uno de los mulatos dijo:

—Está loco, forastero.

—Si podemos ayudar —atajó el otro.

—¡Mala pata! —dijo el primero.

—¿Qué se pierde? —dijo el segundo.

—¿Qué se pierde? —convino el primero y señaló un galpón en las afueras.

Eran pueblo en su mejor altura, con algo sufrido en los ojos y una avidez rebelde en las aletas nasales y en la boca, desengañada y esperanzada a un tiempo. Con unos cuantos miles de esos, Antonio Roble cambiaría las cosas. No sé sí eran hijos de la misma madre, pero eran hermanos en todo caso; los unía no tanto el aire de familia sino algo así como un aire de futuro.

—Allá estaremos.

Volvieron a señalar el galpón; dieron a entender por señas no sé qué cosa sobre el Páramo.

—Antonio Roble atacará.

Estaba seguro de que Tambo no olvidaría aquella fecha.

Torné una calle concurrida, la única con cara de Ferias. A mi paso, diez voces dislocadas:

—De hoy a mañana bajarán.

—De hoy a mañana vendrán refuerzos al Sargento Mataya.

—La vieja Juana está sembrando almendros en el cementerio con cuatro hijas y el marido.

—¡La vieja Juana!

—El curita nos llenará de hojas.

—Penitencias y penitencias.

—Árboles y árboles.

—El padre Cabuya.

—Parece un Cristo viejo.

—Pondrá fábrica de tejidos de fique.

—Eso quería Antonio Roble.

—¿De dónde la cabuya?

—La sembrará con ayuda del Demonio.

—¿Y Dios?

—De nosotros se apiade.

Una cosa grandota con media torre era la iglesia; no me interesaba ella, ni el corral que hacía de plaza. Caminaba por matar el tiempo.

Un muchacho con caja de lustrar cogió una piedra, calculó la distancia y la arrojó contra dos gallinazos que se disputaban una tira de cuero. Uno voló al tamarindo; el otro se perdió sobre los tejados con la tira de cuero en el pico.

—¡Estos diablillos de Tambo! —exclamó el barbero cuando la piedra rodó junto a la silla que a la sombra del tamarindo sostenía al gordo de vestido blanco. Con su sombrero el gordo espantaba el calor, los mosquitos, la cháchara del barbero sin quitar los ojos de un hombre sentado a la bartola con un fusil entre las rodillas. A lado y lado de la puerta, dos carteles con retratos. «… Por la captura de Antonio Roble y Pedro Canales» alcancé a leer.

Había tres toldos en fila, desde donde pregonaban los tahúres.

—El que no arriesga no gana. ¡La ruleta de los animales! Gira y gira como la vida, gira, gira… ¡El sapo! ¡Ha ganado el sapo! Prueben suerte, señores… La res, el caballo, la lechuza… ¡Qué culpa tiene la sapa si el sapo brinca y se estaca!

Los ojos ávidos seguían el girar de la ruletilla. Tipos descalzos presionando con sus manos los bolsillos, las caras con una ansiedad corrompida.

En ferias, tal vez. Pero era un pueblo desolado, con cara de cementerio/ donde los vivos eran más espantos que otra cosa. Almas en pena que salían de sus cuerpos, como de tumbas.

Los que se divertían parecían divertirse por decreto, y en la diversión buscaban embrutecerse, olvidarse, dejar de pensar. Licor, pólvora, gallos…

Un grupo de niños trabajaba en la plaza. Y el maestro, supongo, que con un sacerdote viejo echaba hilos. Por lo que entendí, el curita había llegado poco antes y ya tenía revuelta la parroquia. Su figura de campesino era de las que saben qué quieren. Quizás en sus manos se acomodaba mejor la azada que la hostia.

Observándolo entendí la extraña idea que oí comentar. Si en otras aldeas hicieran lo mismo, tendrían para comer. Porque en cada casa había solar, y si cada solar estaba sembrado, y si además las penitencias se extendían a los campos resecos…

—Bota esa mala mirada —me dijo al notar que lo observaba. Tres mujeres ayudaban a escarbar la tierra, y el manco de la entrada del pueblo. El negro estacionó su carretilla, echó la gorra a las cejas y se sentó en cuclillas al pie del tamarindo. Eran el único negro y el único árbol. El negro parecía la sombra de un tronco o su raíz, en reposo total, como el de quien al fin se va sintiendo entre personas no interesadas en causar daño.

Varios hombres me señalaron desde un café de donde salía una canción chillona. Chocaron las bolas de algún billar. Tres escolares rieron. Hasta el manco se fijó en mí, hasta el cura viejo.

—Oiga, gigante —me dijo uno de los niños cuando el maestro dio la espalda; el maestro tenía figura de hambre—. ¿Sería capaz de matar catorce tigres?

Los otros niños volvieron a reír.

—¿Sería capaz de tapar el cráter?

Observé el volcán. Respondí:

—Lo podría tapar con los tigres que he matado.

El que preguntaba silbó largamente.

—Entonces es tan macho como yo y mi papá.

Miró de reojo al maestro y vino para tocarme el brazo.

—Es duro —dijo. Y confidencialmente—: Yo he matado muchos tigres.

—Eres capaz —dije, caminando.

—¿De qué manera matas los tigres? —preguntó con avidez para recibir un secreto. Alcé la mano libre.

—Les meto por la boca el cañón de mi escopeta y soplo, hasta que estallan.

Con las manos se tapó la risa, volvió a silbar y salió para contarlo. La gritería aumentó cuando por una bocacalle repuntó un montón de gente con un árbol en un extraño armatoste.

—¡Allá vienen los penitentes! —dijeron.

—Del solar del alfarero traerán veinte árboles.

—El curita va a hacer un bosque en esta plaza.

No sé cómo se les ocurrió trasplantar arbustos que eran casi árboles. Uno de los que cargaban las enormes andas dijo pujando:

—¡Como no se le ocurra trasplantar la iglesia!

Doblé una esquina. Las barras y las azadas resonaban en mis oídos. Y el griterío de los niños cuando lanzaban un cohete, y las canciones chillonas. En Tambo estaban de más los traganíqueles; al pueblo le quedaban mejor el tambor loco, los cueros de res en las afueras, los retumbos del volcán, los cohetes. Pero algo vi de trágico en el chillar de los discos y en quienes aguantaban como expiación.

Un hombre cogía de la acera dos figuras de barro para entrarlas en una casa también de barro. Parecía hecho por él mismo, como si también se hubiese metido al horno con sus trastos. Una mujer llegó apresuradamente.

—Alfarero, ¡estoy condenada! —exclamó.

El hombre no cambió de actitud, pero distinguí que la suya era una serenidad alcanzada con esfuerzo, parecida a la resignación de quien por largo tiempo ha sufrido sin quejarse. Tenía sin duda poderosas fuerzas contenidas. A muchos así he conocido: después de haber renunciado a su felicidad, se resignaban a vivir mínimas felicidades al día, de ésas que no dejan huellas pero que son amables vacíos en donde meten su desesperación.

Antes de dejar atrás la casa de barro vi que la mujer se sentaba dentro y golpeaba una pelota de greda. «Estoy condenada», gritó a la pelota. «La sal le da vida a las cosas», dijo una voz. Tras una puerta de tranca a la entrada del cañaduzal me observaban los ojos de Marta. Los mulatos decían:

—¿Qué pasaría con los soldados?

—Pronto deben llegar.

—¿Qué vamos a hacer con tantos refuerzos para Mataya? Al entrar nuevamente en El Gallo Rojo me pareció que el volcán tenía ganas de una erupción.