12

La puerta del despacho de la casa cural se abrió, se abrieron las bocas de sus visitantes sin naturalidad, representando el papel de ellas mismas.

Primero asomó la esposa del señor Alcalde. Ya la había visto en la Salve con traje de agresiva elegancia y un rosario a modo de pulsera. Rezaba como detrás de su abanico en un esfuerzo de seducción.

Después entró la hermana del señor Juez. Conocía ese tipo de cristianas desengañadas de su virtud y cuya moral consistía en rabiar contra la carne y exigir a los demás su propio viacrucis. Tenía una noción convencional del bien y del mal y del amor: este último resumía los anteriores. Otilia serviría de ejemplo.

Al saludarlas, por contraste el sacerdote recordaba a su madre, aquellos movimientos que eran fuerza interior, aquellas palabras naturales como las hojas en la rama de invierno.

Luego entró doña Encarnación, viuda animadora de las causas contra el pecado. Más que homenaje a Dios, en su boca las oraciones eran insulto al diablo. Sentía que Cristo nació, padeció y murió por ella, y la enojaba pensar que había muerto también por los demás.

Por último entró la señorita Rosa, heroína de la resistencia al mal. Un rostro blando, donde se adivinaba cierta ingenuidad sosa convertible en felina agresividad. Nada tenía que vencer, al decir del Cojo Chútez.

—«El Demonio dejó desierta esa almita, y Dios apenas si de tarde en tarde la mira con meneo de cabeza».

—Pocos asientos, y malos —dijo el sacerdote—. La casa de Dios es la casa del pobre.

Para la señora del Alcalde, cualquier alusión a la riqueza y a Dios se le antojaba alusión contra ella misma. Tomó asiento como si sentara a otra persona investida de alta dignidad. Las demás lo hicieron como si hubieran suspendido un vuelo.

—«Deben de tener sillas semejantes a la del Ama», pensó el sacerdote.

Ignoraba si su aversión por aquella clase de personas sería una reacción contra su origen humilde. Desde pequeño vio trabajar a su padre en los sembradíos, de seis a seis. Él mismo ayudaba a recolectar café de los gajos rastreros, a desherbar, a podar, a sombrear almácigos y trasplantar arbustos en menguante. Recordaba esa figura de hombre sin protestas, recordaba la presencia silenciosa de su madre y sus interminables quehaceres, los pequeños castigos, su propia timidez. Los rezos, la vida acosada, su vocación, sus privaciones para realizar estudios, la primera parroquia, los primeros golpes…

Sus padres fueron un punto de referencia a lo largo de cuarenta años de sacerdocio. La pobreza y austeridad de él, el sacrificio instintivo de ella, con esa honestidad del pan moreno sobre el mantel. Trabajo, decencia, oscuro deber cumplido. Pocas palabras, correctas acciones, sobriedad en la alegría y en el sufrimiento…

—Hemos venido después de muchas consultas, venciendo el temor de… —comenzó la esposa del señor Alcalde—… ser mal interpretadas…

Sus compañeras la animaron levantando las cejas. El sacerdote acodó en la mesa el brazo derecho y con dos dedos presionó los párpados. Mitad oía, mitad recordaba.

«Mañana vendrá el Hombre», dijo a su madre, años atrás, el abuelo materno. —«Marcos es buen muchacho, mañana vendrá a visitarte». Ella nada respondió. El sacerdote la imaginaba ligeramente burlona al saber que iba a aceptar una disposición de sus mayores, porque nunca los desdijo y estaba en edad de contraer. Y cuando ella comentó al día siguiente con apacible ironía—: «Llegó El Hombre»…, el abuelo se le quedaría mirando interrogativamente.

—… Pero estamos seguras de representar a la gente bien de Tambo, pueblo…

A la señora del Alcalde le molestaba la manera que tenía el sacerdote de apretar su Cristo de bronce.

—… Que se ha convertido en un infierno debido a los enemigos de Dios y de las buenas costumbres…

… Su madre debió de estar hermosa aquella tarde, silenciosa para su edad, con trenzas hacia el cuello. Su mirada siempre tuvo una gran fortaleza, salía honda, definitiva y clara. Por la fotografía matrimonial pudo imaginar hasta las palabras que se dijeron, los silencios que callaron, llenos de todo eso que después fue la familia y que ya entrevieron el primer día del encuentro, cuando ella dijo: «Llegó El Hombre…».

La señora del Alcalde tosió con rectitud, sonrió con una sonrisa de relleno, provocó una pausa a fin de que sus compañeras aprobaran el discurso.

—… Tan amenazado últimamente, como su Reverencia habrá notado…

… Y quedó para siempre El Hombre, en la buena y en la mala. Muchos lustros después, hasta que ella no fue más ella y él no fue más él, seguía diciéndoles a sus hijos:

—«Vayan al encuentro de El Hombre».

Oyendo la voz atropellada de la señora del Alcalde, el sacerdote recordaba aquella otra voz con amago de tristeza crepuscular que le embellecía el rostro; su porte de gravedad serena, hecho para la jovialidad de los días o para un agrio destino. Nunca la oyó reír; solamente la sonrisa en las palabras y el movimiento de sus manos que indicaban un camino, el de sus hijos y el de El Hombre. En ella el talento se llamaba bondad.

La mano del sacerdote estrujaba el Cristo. La señora del Alcalde casi temía que la cruz irrumpiera de entre los dedos burdos. A Dios no puede manoseársele en esa forma.

—Sí —habló el sacerdote—. Hay mucha cosa corrompida en Tambo.

Ellas se miraron, juntaron sus silencios y era como si algo tremendo fuera a estallar.

La señora del Alcalde creyó que al decir «Tambo», el sacerdote no se refería a la Otilia de vida alegre. Volvió a toser con dignidad.

—¡El Diablo entró en el pueblo, padre! —dijo doña Encarnación.

—Es verdad —aprobó el sacerdote—. El Diablo halló en Tambo las puertas abiertas…

Se revolvieron dignamente en los asientos para acomodar la manera de sentir frente al párroco.

—Su antecesor, el reverendo Padre Azuaje —intervino la hermana del señor Juez con aguda inflexión de voz que más salía por su nariz respingona—, fue indomable en la moralización, en imponer…

El sacerdote esperó que mencionara la visita de Otilia. A flor de pupilas veía en ella arder esas pequeñas venganzas de las mujeres que se creen abnegadas; por tanto, víctimas. Su extrema abnegación dejaba sedimentos rencorosos que la autorizaban para tales desquites, amparados en una especie de castidad corrompida.

Ella perdió la fijeza en la mirada como si se le quebrara en pedazos que ahora, solos, perdían efectividad. Bajó las pestañas con ira silenciosa en los tics. El sacerdote habló:

—Según entiendo, vienen a reclamar sobre la mujer que ha visitado la Casa de Dios.

—Su Reverencia comprenderá…

Los ojos cautivos en una expresión cansada, él dijo:

—Comprendo que les preocupe el asunto. Pero yo no tengo autorización de Dios para rechazar a quienes deseen volver al buen camino.

La señora del Alcalde carraspeó por carecer de una fórmula protocolaria que la sacara del apuro. Con un movimiento vago quiso tender puente a su integridad. Las otras entreabrieron la boca. ¿Había ironía, ingenuidad o táctica en el señor Cura?

—La dignidad de Tambo y de sus habitantes más distinguidos…

«No es —pensaba el sacerdote— un ateo el enemigo de la religión; es el fariseo, el fanático que sublima sus rencores poniéndolos al servicio del cielo, que sacia resentimientos y frustraciones haciendo de Dios un cómplice. ¿No le manchará un poco esta clase de adoración? Él exige dignidad a nuestra alma. ¿No despreciará las almas serviles?»

—Creo que la dignidad de Tambo hace tiempo se perdió. Ojalá ustedes me ayuden a recuperarla.

Aunque dejó de hablar, los labios continuaron moviéndose en espera de las palabras que al fin llegaron:

—Tambo tiene bastantes cosas que esconder. Las tiene cada familia: un pasado miserable, la historia turbia de algún abuelo, una vergüenza moral, un monstruo nacido por culpa de antepasados alcohólicos o sifilíticos…

Una de las damas sacudió una oreja, todas crecieron cuatro centímetros, los cuellos adquirieron inflexibilidad, los labios se apretaron para que salieran hirientes las palabras que no dirían.

—La dignidad de Dios…

—¿No creen ustedes que Dios puede defenderse de una prostituta?

Otra vez la palabra hizo rebullirse a las mujeres.

—Para algunas almas es duro cilicio el pecado. En ciertos casos, el pecado llega a purificar… —iba a decir: «como la oración», pero sintió miedo de la imagen, miedo de que su aversión lo pusiera incondicionalmente de parte de los otros pecadores—. Aunque tal vez, en el plano del alma, hasta la abyección puede tener resultados semejantes a los de la virtud. Quizá su comprensión exagerada de las debilidades humanas estuviera por convertirse en disculpa de ellas, en remota complicidad.

El silencio del conjunto era como el silencio intermitente del volcán.

—Dios no se molesta cuando una oveja descarriada busca el redil, nada mejor a Sus oídos que los pasos del que vuelve…

Movió los labios ensayando palabras silenciosas.

—Algunos tienen campo propicio para ser piadosos, en otros la vida alcahuetea sus debilidades.

—Pero el alma, lo único que cuenta…

El sacerdote pensó en esa otra virtud, la de quienes miran a lo alto porque sienten náuseas de su prójimo, porque les da asco ser humanos: esa hipócrita rebeldía contra todo lo de abajo, ¿no conlleva una taimada vanidad, un desprecio y un orgullo inconcebibles?

—Sí —dijo—, el alma… Pero también es amable nuestro cuerpo, obra de Dios, templo del Espíritu Santo…

—Queríamos prevenirlo. El reverendo Padre Azuaje, su distinguido antecesor, nos consultaba los problemas de la parroquia.

—También quisiera que ustedes me ayudaran a consultar con Dios. Si Él fuera exclusividad de una persona o de un grupo… —salía por su nariz respingona—, fue indomable en la moralización, en imponer…

El sacerdote esperó que mencionara la visita de Otilia. A flor de pupilas veía en ella arder esas pequeñas venganzas de las mujeres que se creen abnegadas; por tanto, víctimas. Su extrema abnegación dejaba sedimentos rencorosos que la autorizaban para tales desquites, amparados en una especie de castidad corrompida.

Ella perdió la fijeza en la mirada como si se le quebrara en pedazos que ahora, solos, perdían efectividad. Bajó las pestañas con ira silenciosa en los tics. El sacerdote habló:

—Según entiendo, vienen a reclamar sobre la mujer que ha visitado la Casa de Dios.

—Su Reverencia comprenderá…

Los ojos cautivos en una expresión cansada, él dijo:

—Comprendo que les preocupe el asunto. Pero yo no tengo autorización de Dios para rechazar a quienes deseen volver al buen camino.

La señora del Alcalde carraspeó por carecer de una fórmula protocolaria que la sacara del apuro. Con un movimiento vago quiso tender puente a su integridad. Las otras entreabrieron la boca. ¿Había ironía, ingenuidad o táctica en el señor Cura?

—La dignidad de Tambo y de sus habitantes más distinguidos…

«No es —pensaba el sacerdote— un ateo el enemigo de la religión; es el fariseo, el fanático que sublima sus rencores poniéndolos al servicio del cielo, que sacia resentimientos y frustraciones haciendo de Dios un cómplice. ¿No le manchará un poco esta clase de adoración? Él exige dignidad a nuestra alma. ¿No despreciará las almas serviles?»

—Creo que la dignidad de Tambo hace tiempo se perdió. Ojalá ustedes me ayuden a recuperarla.

Aunque dejó de hablar, los labios continuaron moviéndose en espera de las palabras que al fin llegaron:

—Tambo tiene bastantes cosas que esconder. Las tiene cada familia: un pasado miserable, la historia turbia de algún abuelo, una vergüenza moral, un monstruo nacido por culpa de antepasados alcohólicos o sifilíticos…

Una de las damas sacudió una oreja, todas crecieron cuatro centímetros, los cuellos adquirieron inflexibilidad, los labios se apretaron para que salieran hirientes las palabras que no dirían.

—La dignidad de Dios…

—¿No creen ustedes que Dios puede defenderse de una prostituta?

Otra vez la palabra hizo rebullirse a las mujeres.

—Para algunas almas es duro cilicio el pecado. En ciertos casos, el pecado llega a purificar… —iba a decir: «como la oración», pero sintió miedo de la imagen, miedo de que su aversión lo pusiera incondicionalmente de parte de los otros pecadores—. Aunque tal vez, en el plano del alma, hasta la abyección puede tener resultados semejantes a los de la virtud. Quizá su comprensión exagerada de las debilidades humanas estuviera por convertirse en disculpa de ellas, en remota complicidad.

El silencio del conjunto era como el silencio intermitente del volcán.

—Dios no se molesta cuando una oveja descarriada busca el redil, nada mejor a Sus oídos que los pasos del que vuelve…

Movió los labios ensayando palabras silenciosas.

—Algunos tienen campo propicio para ser piadosos, en otros la vida alcahuetea sus debilidades.

—Pero el alma, lo único que cuenta…

El sacerdote pensó en esa otra virtud, la de quienes miran a lo alto porque sienten náuseas de su prójimo, porque les da asco ser humanos: esa hipócrita rebeldía contra todo lo de abajo, ¿no conlleva una taimada vanidad, un desprecio y un orgullo inconcebibles?

—Sí —dijo—, el alma… Pero también es amable nuestro cuerpo, obra de Dios, templo del Espíritu Santo…

—Queríamos prevenirlo. El reverendo Padre Azuaje, su distinguido antecesor, nos consultaba los problemas de la parroquia.

—También quisiera que ustedes me ayudaran a consultar con Dios. Si Él fuera exclusividad de una persona o de un grupo…

La señora del Alcalde se levantó. Las demás se levantaron en ella, en sí mismas.

—Sería inútil cualquier intervención nuestra —dijo la esposa del Alcalde con dignidad redoblada.

—¿Por qué, señora? Dios oye a todos.

Estiró los labios antes de seguir:

—A Él le gusta que nos acerquemos a Él con humildad; tal vez le hiera el ultimátum a corto plazo.

—Nadie nos había criticado el… —empezó la señora del Alcalde, esponjándose—. Somos cristianas y católicas, porque pensamos…

—Si —dijo el sacerdote—, pero debemos cuidarnos del orgullo. Hasta del orgullo desmesurado de ser cristianos.

Con el paso de la señora del Alcalde se oyó el de las otras tres. El sacerdote dijo:

—Quisiera la ayuda de ustedes. Soy un campesino… Quisiera la ayuda del pueblo.

Al salir taconearon más fuertemente que al entrar, patentes el frufrutar de los refajos y el olor de alhucema y heliotropos. Dos de las mujeres iban más altas que ellas mismas, dos iban más bajas de lo que eran. El sacerdote se sintió más pequeño que todas.

—Vayan con Dios —dijo cuando la puerta golpeó detrás de las mujeres.

Desde la ventana observó los campos amarillos, el cielo del alto páramo, el humo del volcán.

El enterrador comentó desde el jardín:

—Bonito día, su Reverencia —y dio efusivos golpes de pica.

El sacerdote fue al reclinatorio, escondió su cabeza entre las manos, perceptible la voz:

—Hice mal en herir el orgullo de Tus siervas. Perdónanos a todos, Señor. No somos más que hombres…