La silla chirrió al sentarse el hombre, chirrió más al recostarse en el espaldar con aires todopoderosos, y pareció descansar cuando el hombre desinfló sus pulmones en una actitud de satisfacción ante sí mismo y desgano de seguir oyendo a su visitante.
—Pero, señor Alcalde —dijo éste con el cansancio de haber relatado monstruosidades, vanas ante aquella imperturbabilidad—. ¿No es increíble?
—¿Qué cosa?
El Alcalde escuchaba por cortesía, dejaba salir de su fingido asombro únicamente los monosílabos necesarios para no desmentir lo que creía su buena educación. Sacó parsimoniosamente un cigarro, lo olfateó de extremo a extremo, se fijó en el potro manchado que golpeaba con una pata la acera, volvió a llenar el pecho y fue expeliendo el aire en silbidos perezosos:
—Sí, La Violencia…
Abrió una navaja y con la cuchilla fue rebanando la punta del cigarro. Lo llevó a los labios, mordió una partícula de tabaco, la escupió a un lado, agarró con los dientes la boquilla.
—… Me tienen hasta aquí —un movimiento transversal de la navaja señaló el cuello—, con eso de La Violencia.
El fósforo alumbró la palabra violencia, tres golpes de humo la oscurecieron. Por sobre el lomo del caballo se veía el volcán. Sus labios remedaron un cráter.
—Pero, señor Alcalde, los expedientes que están en poder suyo… El de José Miguel Pérez…
—Expedientes… —Los señaló con refinada impotencia, dio a entender «populacho» de manera vaga—. ¿Meternos en más líos con esos facinerosos? Nadie declarará en su contra, na… —Se detuvo a pensar en ese facineroso correctamente intercalado.
Sus frases de puntos suspensivos, que tocaban los temas y rehuían lo esencial, revelaban falta de claridad en el pensamiento, desgano para dirigirse a quien no tenía importancia.
Y el calor, y el tema, y la monotonía de las cosas se le pegaban en la voz y en los ademanes reptantes, gelatinosos.
—¿No es importante la vida de un hombre? —volvió el otro, que estrujaba el sombrero entre sus manos callosas, abría y cerraba la boca y humedecía los labios cohibido y rabioso.
Y paciente. El Alcalde creyó oportuno un cinismo de ensayo para cuando estuviera en la capital:
—Personalmente, no creo que la vida de un hombre tenga importancia. —Se fijó en el efecto de su desplante, se animó—. Al fin y al cabo todo el que nace ha de morir. A veces muere de muerte natural. Pero nacen más de los que mueren. A la larga, mi estimado amigo, la vida triunfa.
Dio una honda fumada, satisfecho de perturbar al preguntón y de lo que se iba convirtiendo en discurso.
—Ah, la vida…
Envió una bocanada a un zancudo que revolaba cerca de su nariz.
—¿Amigo suyo? ¿Tenía un caballo alazán, eh? ¿Tocaba la guitarra? Ahí está la guitarra, como prueba. En cuanto al caballo…
Sacó la leontina para propiciar el recuerdo.
—Cuando cursaba Derecho, interrumpido por…
Ante la expresión vengativa del otro aspiró ruidosamente por la nariz y habló como con ganas de estornudar:
—Yo sé que pide castigo para los culpables. Los culpables, ¿quiénes son? Todos somos culpables. También para mí los que usted defiende son inocentes. Yo me lavo las manos…
Y empezó a imaginar su situación frente a Cristo. Él era el poderoso Pilatos…
—Usted está demasiado joven, le falta mucho por aprender. Dios hizo así al hombre, pecaríamos de soberbia al querer enmendarle la plana.
Cerró los ojos, los abrió como si los párpados se le hubieran pegado. El humo parecía su manera de mirar.
—Conque era amigo de José Miguel Pérez… Su madre, la lavandera… Bueno, dé un vistazo a esas estadísticas, a esos periódicos. Dicen que la desnutrición acaba con nuestras gentes, que los campesinos viven una vida infrahumana.
Saboreó el nuevo vocablo, continuó con asco fatigado:
—Dicen que somos una raza degenerada, que aquellas gentes ni merecerían vivir en tales condiciones.
Descolgó un índice como cosa ajena.
—Al exterminarlos quizá les estén haciendo un favor.
El licor de la noche lo tenía embotado, y el calor que lo hacía transpirar. Sus ojos desganados no parecían mirar objetos o personas sino colgar en ellos la mirada.
—¿O cree que vale la pena vivir esa vida de cerdos?
Le molestaba que lo obligaran a pensar, a repetir lo ya dicho. Si unos meses antes, al llegar, le escocía la conciencia, la costumbre lo hizo impermeable al dolor ajeno, la violencia se fue convirtiendo en un hecho cotidiano al que se acostumbró su moral. Y a punto de ir buscando pequeños argumentos para disculparla y disculparse, llegó a justificarla. El mundo estaba perdido, de todas maneras, y hasta los pueblos civilizados eran crueles, hasta…
—Además, todo es cruel, amigo mío. —Señaló el volcán, el brazo cayó pesadamente—. Si fuéramos tan susceptibles enjuiciaríamos a este volcán por sus erupciones. Y la sequía, y los ríos salidos de madre. Son cosas predeterminadas… SÍ fuéramos tan inconscientes de… Claro que enjuiciaríamos a Dios.
Se detuvo, apoyada la atención en las últimas palabras.
—Como abogado, aunque sin título, le digo… Un juicio a Dios, ¿sabe? Porque… —Miró los expedientes en los anaqueles, miró la guitarra—. Bueno, esas víctimas se convertirán en mártires, y el futuro de nuestros países necesita mártires. Dejémoslos que cumplan su hermoso destino.
Brumosamente el otro pensó que el Alcalde estaba habituado a destruirse cosas, a mutilar sentimientos primarios. Azorado vio que algo dentro del funcionario andaba macabramente cojo; le observó muchos cadáveres suyos, pequeñas cosas muertas, restos de naufragios, raíces ululantes desde su propia ultratumba.
—Pero, señor Alcalde, ¿no sabe lo que hicieron ayer?
El Alcalde rechazó con movimiento lateral otro posible relato. Con un meñique rascó cuidadosamente la sien. La gomina convertía el pelo en una pasta de brea brillante como desprendible si de golpe alguien entrara y tuviera que saludar.
—Lo que el mundo ha hecho desde que es mundo. —Dio un vistazo al caballo—. Gran levante el de su potro. El de su amigo era alazán, ¿no? Excelente muchacho ese José Miguel…
Dando del muerto buenas referencias quería saldar sus remordimientos posibles. Alzó al techo los ojos.
—¡La Violencia! ¿Acaso nosotros la hemos inventado? Si usted leyera la historia no se asustaría tanto.
Con miedo reflexionó que a él ya nada le asustaba mientras…
—Es el destino humano, ¿qué le vamos a hacer? Las cosas nacen sobre las tumbas de otras, por… —Se llenó de un aire de bondad muy calculado—. Destino hasta de dioses. Si Jehová se hubiera puesto con reatos de… ¿Cree que la destrucción de Jericó, la…? ¡Hombre!
—Señor Alcalde, tanta sevicia… —Había ira en la voz, el dejo de saber inútil cualquier protesta.
El hombre de la silla dio nueva fumada y masticó la palabra «sevicia». Otra para su repertorio: sevicia, panacea, infrahumano… ¿A dónde querían llevarlo? Su antecesor fue asesinado por querer cambiar las cosas. ¿Qué podía hacer él? Además, los porcentajes que recibía de don Heraclio, de… A lo mejor nadie salía perdiendo teniendo en cuenta… Y la esposa…
—«¡Ella!» —El nombre de su mujer quemó la pulpa de los labios; al morder el tabaco mordió el nombre—. «¿No decían que don Heraclio y ella?»… ¡Vea, no es justo! Cara resultaba la elección que nunca venía. Trajes, refinamiento traído por los cabellos… La dignidad… ¿Era necesaria tanta co…? ¡Hombre!
—Cuando el zancudo volvió quiso echarle otra bocanada de humo, pero estaba en ánimo de matar recordando a su esposa y a don Heraclio. Separó los brazos, abrió las manos, volteó en las cuencas sus ojos, boca y nariz como si fueran otra vez a estornudar; hasta que las manos se dispararon y chocaron violentamente; las abrió con lentitud y sonrió: en las palmas moría el zancudo, moría su mujer, moría don Heraclio.
—No dejan dormir —dijo. Los labios pasaron a trechos el cigarro a la otra comisura, y empató:
—Nuevos decapitados, imagino. Nuevos castrados y mutilados.
Buen tema para un discurso. Si saliera elegido, en la Asamblea… Y entre una bruma de aplausos imposibles revolaron las ideas:
—Hay que estar un poco lejano de las cosas para ver las cosas en sus exactas proporciones. Hay que aprender a ver el presente como si el presente fuera ya historia, porque de lo contrario las pasiones…
Su mujer y el Cojo se interpusieron. ¿Si no salía elegido? Depender de gamonales era… Y supuso, para dejar intacta su vanidad, que sus propias limitaciones eran limitaciones de la vida. Se desanimó.
—La perspectiva del tiempo, amigo mío…
El interlocutor bajó la cabeza, con ella la voz:
—A una campesina le abrieron el vientre con un machete y le sacaron el hijo. El hijo se retorcía en el polvo.
El hombre de la silla escupió otra partícula de tabaco y llevó la hoja de la navaja a la punta del cigarro. Los ojos se quedaron dormidos un momento.
—Tremendismo —comentó fastidiado. Tremendismo, otro vocablo para…
—Si en esas gentes vemos no ya seres humanos sino fieras, el problema cambia de aspecto. Una fiera nunca es perversa, amigo mío Y esas gentes son fieras; ¿ve usted? Todo depende del ángulo de enfoque.
El otro miró incrédulo. El hombre de la silla bajó los ojos, arqueó las cejas como para decir: «¿Qué me importa?» o «¿Qué hicieron después con la campesina?».
Le metieron en el vientre un gallo vivo.
El Alcalde se sobresaltó levemente. ¡Gallos! Se acercaban las grandes riñas y también él se había aficionado. «Porque el gallo despierta en el hombre su espíritu combativo, único capaz de hacerlo vivir, de mantenerlo alerta en los azarosos tiempos que corren.»
—¿Vivo, dice?
—Le metieron el gallo dejándole fuera de la cabeza, y cosieron el tajo del vientre con una cabuya ensartada en aguja de arriero.
El hombre se recostó en su silla, la silla volvió a chirriar, el chirrido era la voz de lo que lo rodeaba.
«—Buenos gallos se presentarán en estas Ferias, vienen criadores famosos.»
Una bocanada de humo ocultó su expresión. Tendría que ir a la gallera, las apuestas eran grandes. Podría llegarle el desquite, el «Cuatroplumas» de don Heraclio…
—… El gallo estiraba el pescuezo a todos los lados mientras la mujer se retorcía cuando el gallo le clavaba las garras y las espuelas, bregando por salir.
El hombre de la silla sopesó su reloj enchapado en oro, se levantó y se dirigió a la puerta. Los tablones chirriaron con su peso.
—Ya es hora de cerrar el Despacho —dijo, cambiando el balanceo de la leontina por el de una enorme llave. Silbó su respiración.
—Hermoso potro manchado —dijo. Y ante los ojos interrogantes, aclaró, deliberadamente cínico, sus ojos casi humanos, como los de un perro:
—No son tan crueles, mi querido amigo. ¿No ve que el gallo podía respirar?
Y salió fumando hasta que el taconeo desapareció calle arriba, bajo el sol de la tarde.
Al estallido de un cohete siguió el redoble de un tambor.