—Va sin pintura en los labios.
—Va vestida de negro.
—Va descalza.
—Va…
Los visillos de las ventanas, las alas de las puertas, las bocas, los ojos se abrían al paso de Otilia la prostituta, que iba con mirada fija, alta la cabeza, lento el paso de su pie desnudo.
—¡La desvergonzada!
—¡Por media calle!
—¡Por la plaza!
—¡A profanar la casa de Dios!
En la plaza el espectáculo se hizo divertido, como si estuviese programado para las Ferias. Muchos apostadores de gallos se congregaron.
—A que entra por la puerta principal.
—A que el curita sale a recibirla.
—A que…
—Voy diez a cinco.
Las exclamaciones llegaban a oídos de Otilia. Las piedras maltrataban sus pies, ardía el sol en la cara recién lavada. Ardían en ella las miradas de las gentes desde puertas, rendijas, ventanas a medio cerrar.
—¿Vas a cumplir una cita, nena? —dijo uno de los pandilleros.
—¿No está muy viejo ya?
Dos mendigos se codearon pelando las encías en una mueca maliciosa. Uno se parecía a Miguel Ángel; el otro tenía una cara naturalmente asustada, como si todavía no se hubiera repuesto de su nacimiento.
—La de la Casa de los Faroles.
Viraron sus cuellos cuando en un balcón cercano cerraron una ventana con toda la fuerza; parecía que el edificio hubiera guiñado airadamente un ojo.
Frente a Otilia asomó el armazón de la iglesia. En el atrio brilló la pica del enterrador. Y por uno de los postigos del balcón de la casa cural, la silueta del padre Barrios aparecía y desaparecía en vaivén nervioso. De la plaza llegaban vaharadas de calor en lugar de viento.
Por las esquinas asomaron personas que querían enterarse: la dueña de la Casa de los Faroles no sólo podía ir a la plaza contra la prohibición del padre Azuaje, sino que además visitaría al nuevo Párroco.
—Vivir para ver —dijo una anciana de negra funda, con cara de triunfo, como si en el mundo hubiera sido la única en llegar a vieja.
—¡El Enemigo Malo ronda el pueblo! —dijo otra de rostro abotagado.
—Se acabó la decencia —coreó una tercera por entre los portillos de lo que fueron dientes.
—¡Ánimas del Purgatorio! —azuzaron las señoras notables al Ama de Llaves de la casa cural.
Cien dedos anillados apretaron camándulas, asas de carteras, escapularios, cachirulas, reliquias del gran poder, delantales, medallas, corpiños, brazaletes… Algunos puños dieron en el pecho agredido, como badajos. ¿Qué hacía en los cielos el Señor?
Los matones siguieron de lejos el paso de Otilia. Sus espuelas abrillantaban la calle. Algunos niños iban detrás. Retumbó el tambor en alguna parte.
—¡Helados! —gritó el negro de la carretilla, enamorado el matiz de su voz.
El sol llenaba de sudor el rostro de Otilia. Dejaba sudor la fijeza de tantas miradas, el esfuerzo por aparentar calma. Tuvo la impresión de que lanzaba un desafío, de que ejercía su venganza contra el anterior párroco y contra las señoras notables, de que organizaba un espectáculo como cuando bailaba desnuda para la barra de Pedro Canales. Andar descalza entre la gente, sin maquillaje, era una especie de exhibicionismo altanero.
Ahí estaban quienes la habían visitado, quienes habían esperado las Ferias para visitarla, quienes no se atrevían. Tras los visillos la devoraban con odio las mujeres que la tuvieron de permanente rival, porque eran tristes sus cuerpos y en cambio ella tenía alegre la sangre y prontos los nervios para el goce alquilado. Por primera vez se sintió de verdad una mujer pública. Tenía ganas de gritar.
La confortó la cara terrosa del alfarero, que amasó en el aire un saludo, y el paso del enterrador, que le abrió la puerta de la casa cural. Pero cuando subía las escalas, la anonadó otra sensación de inutilidad y desprecio.
Afuera seguían pendientes del balcón. Menos el alfarero, que se encovó en su rancho de barro; menos el sepulturero, que fue a revolver eras en el huerto de la casa cural.
—Las pruebas a que nos somete el Altísimo —dijo la esposa del señor Alcalde.
—Con el Padre Azuaje no habría ocurrido —reforzó la hermana del señor Juez.
—Ya siento el olor de azufre —terció doña Encarnación.
—Es un insulto —remató la señorita Rosa.
—Pues con decirles que a la llegada del nuevo Cura… —congregó el Ama de Llaves, aleteantes sus brazos nudosos.
El negro zigzagueaba con su carretilla. Dos niños lo miraban a él, miraban el depósito, los dibujos borrosos, los letreros. Se lamían sus labios cuando alguien compraba un helado.
—¡Para el gran calor de Tambo! ¡De chirimoya, de mandarina, de guanábana!
Los grupos seguían esperando la salida de Otilia. El reloj marcaba lentos los segundos.
—¿Qué hablarán?
—El Diablo visita a Dios.
—Tambo se pone alegre.
Volvían a mirar el reloj de la torre.
—No anda diez minutos en una hora.
—Sin embargo, es el único que en Tambo tiene oficio.
—Él y el enterrador.
El Cojo Chútez dominaba los corrillos. Unos se le acercaban aduladores, otros se hacían los disimulados.
—¿Es usted Enrique? —preguntó agresivamente, como quien acusa, a alguien que le demostró confianza desmedida.
—Sí, señor, soy Enrique… —respondió el otro, como si se disculpara.
—Más emocionante que una riña —dijo el Cojo pasando de largo ante otros corrillos.
Saludó de lejos a las señoras notables con una venia zumbona por exagerada; ellas respondieron con la cabeza. Al fin y al cabo era defensor indirecto de sus intereses, y para ellas los desafueros de los demás quedaban perdonados si reforzaban su propia posición.
El de bigotes ahumados echó una mirada astuta, demasiado briosa para el momento, y siguió al Cojo con dos gamonales armados. Las miradas iban al volcán, al reloj, al Páramo de los guerrilleros.
—Anoche oí el gran tiroteo —dijo uno que venía en el potro manchado—. No debió de quedar uno solo.
—¿Un qué?
—Ni uno solo. Antonio Roble…
—Con el Sargento la pelea es peleando.
—Es Teniente.
—Va para Capitán.
—Hombre de cada hora.
—Hombre.
El tambor no dejaba de sonar. Y un grito largo entre su son. Volvían a golpear los cueros en las afueras. Sin nubes el cielo quemado.
—Encontré en el camino un hombre —volvió el jinete—. Viene de muchas partes buscando a un gallero de cuarenta y cinco años.
—¿Y quién no es gallero en Tambo?
—¿Y quién no tiene cuarenta y cinco años a estas alturas de la vida?
Rieron en derredor. El de a caballo permaneció serio.
—Nunca he visto a uno igual.
El estallido de un cohete avivó el brío de su potro.
—¿Y qué tiene?
Contrajo los ojos.
—Hay algo en él que da miedo.
Otros se le acercaron. Los mulatos pasaron sin detenerse. Él echó su peso a un estribo.
—De un momento a otro lo verán. Trae un bulto bajo su poncho.
—¿Será una bomba?
—No habla. Es alto. Las manos parecen troncos. Nunca he visto ojos así en ningún cristiano.
—¿Será guerrillero?
—Hace años busca a un hombre.
—Pues aquí somos muchos.
Volvieron a reír desganadamente.
—… Y en Tambo lo encontrará —concluyó el-del potro desafiando con el ceño a los interlocutores—. El día de la quema se verá el humo.
El enterrador salió arrastrando la pica. Iba y venía oyendo, comentando.
—¡Llegó la hora!
La pica y el muñón se habían hecho personajes porque anunciaban disparos y muertes. —«¡Maldito enterrador!»— exclamaba el Cojo al ver en piedras y paredes la férrea sombra. —«¡Maldito enterrador!»— renegaba el Sargento Mataya cuando veía aquellos ojos de búho. —«Está dura la tierra», murmuraba el sepulturero pulsando el filo de la pica en el muñón. Y refiriéndose al grupo del Sargento—: «Pero uno hace huecos para sus mejores clientes» y seguía su camino, siniestra la sombra sobre el cascajero. El Sargento abrochaba el estuche del revólver con su juramento: —«¡Algún día lo descuartizaré!».
—¿Qué es la cháchara, enterrador? —preguntó agresivo el de bigotes.
El enterrador se puso una sonrisa fullera.
—Dice el del tambor que va a llegar el día.
—El tuyo está vecinito.
La pica siguió arrastrándose.
—¡Se acerca la hora!
Pero de tanto repetir el sepulturero sus amenazas, ya nadie creía en ellas, las oían como una especie de tic verbal, como otra manera de soportar el muñón, como el desahogo que se fue volviendo inofensiva rutina. Y las contraamenazas de los apoderados de Tambo eran ya un gesto inconsciente, como responder un vago saludo o santiguarse en el primer segundo del rayo.
El de bigotes susurró algo al Cojo.
—¿Quién? —preguntó éste.
—Nadie sabe. Hay otros…
—¿Trae un gallo tapado?
—Tapado. No me gusta la cosa.
—¿De dónde viene?
El de bigotes alzó los hombros y curvó los labios para indicar que lo ignoraba. El Cojo silbó en lugar de decir que no tenía importancia.
Un borracho gritó:
—¡Vivan las Ferias! ¡Vivan las riñas de Tambo!
El Cojo siguió andando en espera de la salida de Otilia. Por cualquier motivo abría la boca de modo que el sol cayera en su muela de oro dando a su carcajada un trágico poder.
—¿Habrá gente para la gallera? —preguntó al de bigotes.
—No cabrán. Están intrigados con el forastero. Por ahí andan unos mulatos sospechosos.
Señaló al del potro manchado.
—Aquél busca la muerte, vino por el caballo y la guitarra de José Miguel.
Las miradas volvían al reloj, al balcón de la casa cural.
—Tarda en salir Otilia.
—Nos va a demorar los desafíos.
—Los mejores en diez años.
—¡¡¡Allá asoma!!!
Y cuando Otilia salió por la puerta principal, el pueblo se calló. Hasta el tambor del loco. Hasta los cohetes. Y el golpe en los cueros de res, y el pregón del negro.
Los dedos aflojaron camándulas, escapularios, mantas, asas de carteras, cachirulas, brazaletes, reliquias del gran poder, delantales, corpiños. Algo hacía en los cielos el Señor…
—Viene alicaída.
—La apachurró el curita.
—Envejeció en una hora.
El mendigo de cara asustada dejó a entreabrir los labios que parecían valvas de concha gigante; la lengua negruzca salió como una ostra acosada.
—La de la Casa de los Faroles —volvió a codear a su colega.
Le fueron haciendo calle. Nada comentaban. Ni el de bigotes se burló. Al verle el rostro de amarga serenidad muchos se sintieron perdonados.
El Cojo se puso serio. Detuvo sus ojos en los pies descalzos de Otilia sobre las piedras, y algo dolió en sus propios pies, se acalló dentro de él como un bronco recuerdo. Fue un impulso de retrovisión. Espuelas, hombres, gallos…
Apretó la mano contra los nudos de su bastón y gritó para toda la plaza:
—¿Qué hacen aquí?
Era la gruesa voz que temían. Se removieron. Pocos veían a Otilia la prostituta. El Cojo siguió:
—¿No han visto una mujer?
Levantó el bastón como espantando a animales.
—¡A las casas, andando! ¡Para la gallera!
Espuelas, gallos, tigres heridos…
A una seña sus partidarios dispersaron el gentío, vigilaron ventanas y puertas. El sepulturero miró al Cojo como si lo descubriera. Los matones andaban desorientados.
El del potro señaló el camino de El Gallo Rojo.
—Vamos —y salió a paso cojitranco.
Antes de perderse vio por sobre el hombro al gamonal, solo en la plaza, mirando a la mujer que seguía sin otro testigo para la casa del alfarero.
Lejos golpeaban lentamente el tambor.