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Aguilán también se conmovió a la presión de la mano.

«Mi papá fue el mejor gallero…», había dicho la muchacha.

Y al oír que algunas personas se acercaban, mi cuerpo se enfrentó a la puerta, menos los ojos, que buscaban signos familiares en la joven. Sólo cuando el ruido estuvo a pocos metros, retiré de ella mi vista. La suya me seguía, en guardia. Escuchábamos el brillo de las espuelas en las piedras, el cambio de los pasos: sobre el chasquido de los cuescos de coco, sobre la acera. Pasos pesados contra el maderamen, a la sombra.

Bajo los sombreros diez rostros fueron llenando el establecimiento. Parecían empotrados en el sonar de los tacones. La sensación de humo aumentó con sus cigarros, con las rodajas de sus espuelas que sacarían chispas si chocaran en unos ijares.

Iban acomodándose con lentitud sin perderme de vista aunque dieran la espalda. «Les habló el enterrador», pensé al verle el muñón en el filo de la pica. «Les habló el del potro manchado.» Entre el quejido del tambor los ruidos fueron transparentes: vasos contra vasos, vasos contra el cuello de la botella, el gorgoteo, un cañón de revólver contra un vaso.

—Te puedes ir, Marta —dijo a la muchacha un cincuentón de pelo hirsuto cortado casi al rape, y ocupó los estantes con movimientos de ansiedad reprimida. El sudor resbalaba en pequeños arroyos.

Llevé el pañuelo a mi frente, aliviado porque no podía ser ése el tipo a quien buscaba. Tenía cuerpo de vieja, blandengue, y probablemente lleno de anchas arrugas carnosas. Cuando Marta retiró mis trastos susurró:

—Quiero que gane su gallo.

Y por lo bajo, refiriéndose al grupo:

—Son matones.

Con una lezna abrió agujero a un coco descaparazonado, le introdujo un popillo y me lo dio.

—Para el calor de Tambo.

Bajo mi poncho apretó una mano que no existía.

—¿Hablaremos después? —le pregunté señalando vagamente el cañaduzal. Ella ladeó las pestañas, creo que ofendida, y salió a la calle. El gordo la siguió con mirada de hambre.

Cerré los ojos para oír mejor sus pasos. MI mano pasó del cuchillo a las plumas de Aguilán. Sobre ellas aprendían a perdonar viejas historias.

Afirmé el coco en una taza para que no se derramara el agua. Hundí el popillo en el agujero, sorbí.

—¿Qué trae escondido, forastero? —dijo insolentemente alguien, alto, pálido, de grandes bigotes que parecían artificiales; su diente de oro se veía como parte del bigote; su rostro intranquilo revelaba un invisible rebullirse a pesar de su quietud aparente, como si la muerte le caminara en el estómago.

—Un gallo de pelea —contesté con ganas de levantarme para seguir a la joven. Aguilán se rebulló entre los pliegues. Estaba acostumbrado al poncho de tela, agilizado su cuerpo en los caminos. Otros gallos no aguantarían la fatiga, los sofocos, el régimen de los míos. Pelearían sobre un reguero de brasas. Creo que a éste, el mejor de los Aguilanes, le hacía falta el olor de mi cuerpo.

Los de la pandilla removieron sus taburetes. El de bigotes ahumados hizo girar en el índice derecho un revólver.

—¡Helados! —gritó un negro que arrastraba su carretilla blanca y sucia. La voz subió como otro cohete de feria. El vendedor pasó de largo al ver los buscapleitos. No pensé: «Va un negro vendiendo helados», sino: «Lo chamuscó el sol». A izquierda y derecha dos niños con tirantes en bandolera se apresuraban para no perder el olor de los helados. El negro gritó:

—¡De piña, de banano, de curuba! ¡Helados para el gran calor de Tambo! ¡De mora, de sandía, de limón!

Sorbí más agua de coco. Los niños humedecieron los labios con la saliva y el zumo de la palabra limón y siguieron al negro. A la vista de los buscarruidos curvaron su camino. Las sombras no tocaron el quicio de El Gallo Rojo. A pocos metros volvieron la cara y aceleraron el andar. Únicamente al doblar una esquina el negro soltó el pregón como una tinajada de agua sobre carbones al rojo. Y con el pregón, el golpe de un palo contra los cueros de res.

—Dice que trajo un gallo —embromó el de bigotes ahumados rayando los corvejones con su espuela. Los otros aflojaron el barboquejo, empujaron atrás los sombreros y dejaron las manos cerca de cualquier empuñadura.

—Pocos machos veo en Tambo últimamente.

—Habrán muerto, pues.

—De pronto brincan, hermano.

—Caiditos del cielo.

El trato con gallos de riña me enseñó a manejar el cuchillo y a conocer a los hombres; aquéllos tenían ganas de matar.

El girar del revólver en el índice del de bigotes perdió fuerza hasta que el cañón se fijó en mí.

Cuando oí el rastrillar de las herraduras del potro manchado tuve la impresión de que yo no estaba solo. Sin apearse, el jinete habló recio:

—Uno doble para celebrar las Ferias de Tambo.

Los pandilleros no se inmutaron. El dueño descorchó una botella.

—Déjemela completa, don Jacinto —dijo el del potro, y la tendió a los dos mulatos de la entrada, que se le arrimaron silenciosos y bebieron a pico.

—¿Qué diría la ruleta? —propuso uno al lado del de bigotes, barajando un mazo de cartas y estirando sus labios para señalar el cañón.

—La ruleta… —repitió el de bigotes con simulada alegría y soltó el revólver sobre la mesa—. ¿Y si señala al forastero? —preguntó jocosamente.

—Pues será disparar —dijo el que propuso el juego.

—¿Y si me señala a mí? —volvió el de bigotes fingiendo susto.

—Pues empezaremos otra vez hasta que la mira no se equivoque. Es divertido.

El de bigotes impulsó el arma frenéticamente de modo que girara sobre la mano con el tambor por eje. Los ojos indicaron cómo la fuerza iba disminuyendo. El dueño de la fonda inmovilizó un vaso a la altura, del rostro cuando el cañón se detuvo, señalándome. El del potro recibió la botella de uno de los mulatos. El de bigotes parpadeó simulando asombro. Durante medio minuto se le pegó una fea sonrisa: torció la boca, aflojó el cigarrillo y me miró con un brillo en el ojo derecho mientras el otro, cerrado arrugadamente, rehuía el humo. El humo era parte de los ojos.

—¿Está dulce el agüita? —preguntó al fin. Cuando yo iba a bebería sonó un disparo, sonó al caer el coco, sonó la voz del otro en medio de varias risas.

—¡Se le regó el agüita, pues!

Todos seguían riendo menos el padre de la muchacha y el grupo de la puerta, engrosado por el manco. El del potro se ladeó en su montura y por señas ordenó a los mulatos entrar en la fonda. Se sentaron detrás de la pandilla ésta se desconcertó brevemente.

El de bigotes dijo:

—¿Estaba dulce el agua, forastero?

El popillo quedó entre los pedazos. Tomé el fondo que aún tenía agua.

—Dulce Bigotes —dije sonriendo—. Tal vez pasada de pólvora —y di la espalda. Era mi única oportunidad, la palea no debía ser con ellos.

—Nos veremos en la gallera —agregué al quebrar con la suela un cuesco de algarroba en el escalón de salida.

Y abandoné El Gallo Rojo, la cara hacia los pedregales del volcán donde crecían para las nubes unas matas de humo.