Don Heraclio interrogó con las cejas.
—Sí, es raro que lo haya hecho venir —empezó el sacerdote—. Necesito su ayuda.
—¿No le basta con la de Dios? —dijo el hombrón con acento incisivo.
—Usted puede ser el camino señalado por Él.
El sacerdote colocó el índice en el descolorido prontuario, cambió de rumbo:
—En su declaración a la Hacienda Pública, obligatoria para usted…
Revisó las laderas enmarcadas por la ventana.
—… Pero si declarara ante Dios, el saldo rojo… ¿Ha pensado en la salvación eterna?
El Cojo miró el firmamento por sobre el hombro.
—¿Qué importa si me salvo o me condeno?
El sacerdote siguió mirando los repechos de la montaña.
—Dios lo vigila, don Heraclio.
—¿Me cree tan importante para que Dios viva pendiente de mí?
—Es importante el alma de cada uno.
Arreció el tono de inutilidad.
—Todo lo que hagamos, malo o bueno, vuelve a nosotros mismos.
Con una mano castigó la retórica.
—… La vida no da, la vida retorna. Y cobra intereses de usurero.
El Cojo se adelantó para abreviar:
—Dígame, padre Barrios, ¿quiénes no han pecado son buenos? —Tosió satisfecho—. No he conocido uno solo. Creerse bueno debe ser un pecado escandaloso.
«Tal vez sea orgullo querer parecerse a Cristo. Pero es deber imitarlo en busca de la perfección para ser bondadoso, no para envanecerse de haberlo obtenido.»
—Todos hemos pecado —dijo.
—¿También usted? —simuló interés el Cojo. Los párpados del sacerdote recogieron un recuerdo.
—De niño maté un sinsonte con una honda.
Contempló las manos ahuecadas.
—Desde entonces está muriendo en mí su cuerpecito emplumado.
Se cerraron las manos a la ausencia del sinsonte. Don Heraclio dijo a la inmovilidad del sacerdote:
—¡Por un sinsonte!
—El remordimiento es expiación, pero mi remordimiento es incapaz de devolver aquel silbo.
Algo en don Heraclio se abría, refrescándose.
—Es un sentimiento enfermizo —habló.
—¿Cree usted que tenemos derecho a hacer daño? No ya a un sinsonte… Digamos, a nuestros semejantes.
—Como los de Dios, sus caminos son impenetrables —dijo la desconfiada marrullería del Cojo—. ¿A dónde quiere llegar?
—Estoy seguro de que le remuerden sus actos porque dañan con premeditación. A otros no los mancharían, no distinguen… Pero usted…
—Soy un hombre. Simplemente un hombre.
—Que vive en el pecado.
—¿Qué pecado, padre Barrios? Si pecado es quebrantar las leyes de Dios, yo no he reconocido esa legislación.
—Aun prescindiendo de ella, sabemos del bien y del mal.
—¿Lo cree usted? —sonrió para un exabrupto—. Inocule tifoidea en una persona sana y nunca más tendrá tifo; inyecte un pecado en el alma, y esa alma nunca más sufrirá el pecado. El primero fue el único que cometí: los demás no lo eran pues el alma se hizo fuerte y los combatía, no rehuyéndolos sino exterminándolos al cometerlos.
—Supongamos que el cinismo sea su método —condescendió el sacerdote—. ¿Qué me dice, por ejemplo, de las mujeres a quienes incitó a pecar? ¿No les dañó su conciencia?
—Por lo menos tienen a quién endosar la culpa; es tranquilizante sentirse víctimas.
—¿Disminuye eso el daño? —Dio vuelta a un certificado de defunción—. ¿Y qué me dice de los despojados? Aquellas montañas pertenecen a campesinos sin protección.
—Pagué por sus propiedades.
—El precio que les impuso.
—Nadie más las habría comprado.
—Porque ustedes manejan la violencia.
Los labios temblaron sin sonido hasta que se dejaron oír:
—Un hombre puede ante los demás disculparse de sus errores. Pero, ¿ante sí mismo?
—Confiamos en la misericordia de Dios…
Con el bastón el Cojo formó arcos juguetones.
—Si arrastramos a la miseria a esas gentes, sabemos que Dios tiende la mano a perseguidos y miserables. Al acosarlos les abrimos las puertas del cielo.
—Están haciendo de ellos fieras acorraladas, criminales también en garras del diablo.
—Yo no me hago ilusiones, sé desde niño que el hombre es animal de presa. Y no trato de disimularlo.
—Sí, destruye cuando se le arrebata, cuando se siente amenazado.
—Animales ellos, animales nosotros.
—Pero ellos son las víctimas. Y si ustedes no temen a Dios, teman de aquellas fieras su desquite.
Sintió que en ese momento era copartícipe del odio.
—«¿Mi calidad de sacerdote tiene que contradecir mi calidad de hombre? Si somos solidarios en la miseria de los humildes, ¿no debemos ser también solidarios en su venganza?». Tuvo temor de su impulso, justificó en voz alta:
—Porque el hombre es el único animal que no perdona.
Soltó un lápiz sobre la mesa.
—Y ustedes lo han herido demasiado.
—Según entiendo, el sufrimiento es el lazo que más nos une a Dios. ¿No los alejamos de Él si les suprimimos el sufrimiento?
Lo miró triunfante al ver que no podía encontrar rápidamente una respuesta eficaz.
—Quien razona así es un poseso del Demonio.
Estuvo a punto de echarlo, pero eso no produciría una reflexión regeneradora. Comprender la obstinación, dosificadas mansedumbre y severidad para no hacerse cómplice. Si como sacerdote guardara rencor al pecador… No, el sacerdote sólo debe odiar las virtudes repugnantes, la proyección del pecado en los seres bajo su custodia.
Don Heraclio oyó la respiración asmática, difícil como esa vida pendiente siempre de algo, buscándose dificultades por su manía de cambiar el mundo.
—Acaba de mencionar el sufrimiento como el camino del cielo —dijo el sacerdote—. También puede ser el del infierno.
Trazó círculos con el índice en la mesa.
—¿Piensa que odiando a todo el mundo destruye ese vacío de no ser capaz de amar a una sola persona? Al pecar trata inútilmente de llenar sus lagunas.
Lo miró con rectitud pacífica, sin parpadear.
—Usted debe de ser un hombre desesperado.
Los labios adquirieron inmovilidad.
—Me pregunto si el pecado en hombres de su clase no es una forma del sufrimiento.
—No sé si llamar compasión lo que me inspira.
El rostro de don Heraclio fue una pausa para que el otro siguiera.
—Parece que quiere vengarse por desesperación.
—¿Vengarme contra quién?
—Contra usted mismo. Contra Dios.
«Hay una hora en la vida —pensaba temerosamente—, en que el ser humano aborrece a Dios porque Él conoce sus secretos, es señor de la vida y la muerte. Nada conturba más que aquello que nunca podrá ser dominado y ante lo cual es irremediable presentarse sin atavíos, baja la frente y quebrado el humano orgullo. La lucha entre esa brizna petulante que es el hombre y aquel poder nunca vencido. Pero cuando lleguemos a entender que somos parte de esa Divinidad; que somos reflejo y manifestación de Su poder; que, en cierta forma, somos los consentidos… Señor, sosiega mi lengua, dame el privilegio de callar mi ignorancia…»
—… Pero el sufrimiento no es sentimiento impar: el que se venga hace sufrir, y sufre por ello. Y no se detiene ya, porque toma su propio sufrimiento como castigo de la venganza que ejerce… Una cadena infernal.
Sin borrar un rictus de truhanería, el gamonal preguntó:
¿Me condenaré entonces, padre Barrios?
—Está condenado mientras no restituya lo que malamente adquirió.
Apretó el Cristo en sus dedos.
—Y es larga la eternidad del pecador, la justicia de Dios no tiene afanes.
—Nací hace cincuenta años —don Heraclio tomó la superficie—; según usted, estoy condenado al infierno por toda la eternidad. Es decir, mi eternidad comenzó hace cincuenta años. —Su bastón hurgaba en una escoriadura—. Los que pecaron miles de años antes con idénticos pecados, ¿salieron perdiendo? No dejo de sonreír al pensar que la eternidad del castigo de ellos es varios miles de años superior a la mía.
Una luz amarilla le titiló en un ojo. El sacerdote bajó la vista.
—Es ingenuo medir con nuestro calendario el infinito.
Le temblaron las manos, pensó que cada cual existe desde siempre en la mente de Dios.
—Mala medida es la del hombre para medir la eternidad. Pero el castigo que usted sufra no reparará el daño. Sólo en sus manos está, por eso le pedí que viniera.
Mientras las palabras mendigaban, dentro indagaba su segunda voz. «¿Es que tengo caridad o simple capricho de justicia? ¿Busco la tranquilidad para los acorralados o busco tranquilizarme porque ellos me desazonan? ¿El dolor está en mí o en la cosa que hace que yo me duela? De tanto oír miserias, los sacerdotes no sentimos compasión. O nos familiarizamos demasiado con Dios, y por creernos Sus amigos personales llegamos a mirar con desdén al hombre, Su criatura, o a soportarlo con afecto impersonal, o a cobijarlo con amor supersticioso. ¡Si pudiera comprender de dónde vienen mis decisiones! Nadie alcanza sus más remotas raíces».
—Salvar el alma es fácil cuando se tiene dinero —dijo don Heraclio socarronamente—. Unas cuantas obras pías antes de morir, arrepentimiento de la mala vida pasada, testamento para comunidades religiosas… No chirriarán al abrirse las bisagras del cielo.
El sacerdote quiso no escuchar. Infierno… El infierno debe ser la eternidad de nuestros errores; el acto convertido en remordimiento, repetido hasta la eternidad; la impotencia irremediable para rectificar, para rehacer, para castigar o recompensar… La certidumbre de que pudimos burlar el destino, y no lo burlamos. El sentimiento de la fatalidad implacable…
—Habla del alma como si se tratara del cuerpo en una sucia operación de limpieza.
El Cojo preguntó con un interés de cortesía:
—¿Y lo que otros curas predican?
—No sé qué cosa de lo que predicamos toma usted para acomodarla a su conveniencia. —Se desgonzaron las comisuras al ritmo sermonesco—. En este asunto de la salvación el hombre estará completamente solo. Al extremo vigila Dios, que guía nuestros pasos o los pulveriza. No le valdrán Cirineos de oro, don Heraclio. Chirriarán las bisagras del cielo.
El hierro del bastón rayó una tabla del piso.
—Padre Barrios, Dios tiene más condiciones que un tute. Con razón vive pesimista la gente.
—Si entendiéramos y adivináramos todo seríamos iguales a Él. Pregúntese por qué la sociedad y los Gobiernos imponen leyes, por qué castigan a los transgresores, por qué…
Calló, molesto de verse obligado a decir simplezas y porque el otro, con silencio divertido, daba a entender que las captaba.
—Padre Barrios, me parece que para nuestra salvación Dios escogió el método más impracticable.
Paró en seco, su bastón acorraló al sacerdote. Las palabras eran índices puntiagudos, como su bastón.
—¿Y si al morir dejara a la Iglesia mi fortuna?
—Salvaría probablemente a otros; creo que usted se condenaría. Es bien poco dar lo que se tiene. Darse uno mismo, totalmente, es el único ofrecimiento digno.
—¡Casi nada!
—La caridad, don Heraclio, es una actitud permanente de corazón desprendido. Le aseguro que, como negocio de usurero, el de la caridad es rematadamente malo.
—¡Ustedes lo enredan todo! —dijo don Heraclio, oyéndose cuidadosamente para sacar de sus palabras el enojo—. Nunca me han gustado los curas.
El sacerdote respondió tímidamente:
—A veces a mí tampoco. Apenas somos hombres…
Llevó pulgar e índice a los párpados.
—Si con decir que yo no le gusto a usted o que usted no me gusta a mí se compusieran las cosas… Pero la humanidad es más complicada que eso, don Heraclio.
Miró hacia la plaza, por donde subían cuatro señoras. La visita a Otilia había revolucionado al pueblo.
Las señoras se detuvieron junto a los hoyos que algunos penitentes ahondaban.
—¿Sembrarán árboles crecidos en esos hoyos? —preguntó don Heraclio, levantándose.
—Los de la huerta del alfarero.
Señaló el tamarindo.
—… Está muy solo el tamarindo, es un árbol trágico.
Don Heraclio apretó la quijada, apretó los dedos en el zurriago, se templaron agriamente los maseteros.
—¿Qué le han dicho?
El sacerdote sacó el labio inferior, no sabía por qué hizo el comentario. Tuvo que decir:
—Que de la rama gruesa colgaron a un hombre hace veinte años.
Todo se templó ahora en don Heraclio para un estallido, palidecieron las dos arrugas de su frente. Y como nervios que revientan salió la voz:
—Padre Barrios, se llamaba Juancho Lopera.
—Eso oí decir —dijo el sacerdote sin conceder importancia a la tensión del gamonal.
—¿Qué más? —volvió la voz que venía de lejos, de un oscuro pasado.
—Que la rama al crecer tapó el alambre. Ayer vi una punta que sale por la corteza. La rama tiene su cicatriz.
En las arrugas de la frente del Cojo Chútez el padre vio un formidable misterio. Y en las frases:
—Era alambre de púas. Y si Juancho Lopera viviera todavía, esa misma rama lo estaría esperando.
El rostro apareció más moreno y sombrío. Pero se repuso, dio un golpe de bastón y cambió el tono:
—Debería ir a las riñas de gallos.
—¿Por qué a las riñas?
Los índices del Cojo remedaron espuelas.
—Los gallos enseñan a vivir.
—¿Peleando, don Heraclio?
—Ésa es la vida, la que dice el gallo fino: me matas o te mato.
El sacerdote le fijó otra vez la mirada con agresiva mansedumbre, la fijó en las señoras que llegaban a la casa cural.
—No veo por qué tanto empeño en desacreditarse.
El Cojo se dispuso a salir. Y oyendo en las escaleras el taconeo dijo zumbonamente:
—Le llegarán la señora del Alcalde y sus muchachas… Las notables del pueblo están que arrojan chispas. Los párrocos anteriores sólo visitaban a las personas importantes, usted empezó por El Gallo Rojo, el alfarero, Otilia la prostituta…
El bastón redobló en el enchambranado.
—Más tarde continuaremos, padre Barrios. Tambo está dispuesto a oírlo.
Pero al entreabrir la puerta volvió el cuello de toro:
—Aquí hay dos clases de feligreses: los que ven en la religión una tienda de comestibles, y los que la toman como Agencia para engañar a Dios y colocar almas en el Paraíso.
Las botas y el zurriago en las escalas absorbieron los ruidos; cuando éstos se perdieron en la acera, el padre Barrios captó esos silencios de exasperante lentitud en que el tiempo toma forma de insectos ocultos que corroen, de larvas en los huecos de las vigas, de moho en el metal de las cosas; ese tiempo que se medía por el canto de los gallos y alargado en el chirrido de una silla mecedora sobre la que alguien trataba de espantar el calor. Y el olor a jabón ranurado, a rincón de alacena, a guantes y estropajos y envoltorios olvidados en algún cuarto de San Alejo.
Y en el aserrín de la broma al pie de las maderas carcomidas, y en las antiguas manchas del raído papel mural, el sacerdote imaginó escenas bíblicas que la carencia de fe hubiera ido borrando.