8

La muchacha caminó con paso lento, largo, de jaguar al mediodía. Fue sensual su mirada, su desperezamiento, el ceñirse de la falda contra los muslos. Y su aire inexperto:

—¿Ha viajado mucho? —preguntó dando una vuelta. El gordo de enfrente echó atrás el sombrero.

—Desde los doce años.

—¡Doce años! Ni gitano que fuera.

—Busco a un hombre.

—Debe quererlo mucho para buscarlo tanto.

—O aborrecerlo. —Apreté el cuchillo—. Lo voy a matar.

No le sonó esto. Harto de odios vivía Tambo para hablar de nuevos odios.

—Usted no es asesino.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo huelo en el aire. —Sonrió—. Yo huelo la muerte. Ahora huelo los pasos de la muerte que viene caminando.

—Yo también huelo la sangre.

—No es la sangre. Es la muerte.

La muerte venía en las espuelas de Aguilán, venía en mi cuchillo. La muerte de otros. La mía podía acercarse en una bala, en otro cuchillo.

Volví atrás un minuto. Cien caminos recorrí, cien más en busca del desconocido. Llanos, colinas, cerros. Desde cada cerro veía más lomos cordilleranos. Y cada lomo cordillerano era como un inmenso vuelo de montes.

—¿Ha estado en los páramos? —preguntó.

—He vivido en páramos.

—Deben ser buenas las tierras altas.

—Son.

—Suena sabroso la palabra páramo. Es fría.

Miró al gordo, infló sus carrillos.

—Los viejos dicen que Tambo era alegre. Desde que me conozco, Tambo es Tambo.

Noté detrás de las palabras algo que su pasado le dictaba, irremediablemente suyo. Su actitud era producto de una lucha en que no sólo intervenía su hermano.

—Yo también sé qué cosa es odiar —dijo. Echó una ojeada al gordo, otra imaginaria a los personajes de Tambo. Mandó adentro la mirada.

—Son cerdos.

Nunca pregunté más de lo necesario porque nunca se encuentra la respuesta que quieren dar ni la que uno busca. Siempre hay secretos más allá de las afirmaciones.

—¿Ha oído hablar de José Miguel Pérez? —continuó, sobando otro mango.

—¿Quién era?

Una mano puso la fruta en la cuenca de la otra, bajó las pestañas.

—Tocaba la guitarra.

Yo no sabía quién fuera José Miguel Pérez, ni ella lo iba a contar. Sólo dijo antes de arrojar el mango en el balde:

—Compró un alazán.

Las palabras la endurecieron.

—Lo mataron una noche.

Se olvidó de mi presencia porque añadió cosas que yo no entendía:

—Tiene en la frente un lucero. Tiene crines largas. Tiene blanca una pata delantera. Sonó feo el cuerpo al caer del caballo contra las piedras de la Alcaldía.

Se blanquearon los nudillos de los dedos al apretar el mango.

—Pudimos habernos vengado —dijo.

—¿Por qué no se vengaron?

—Porque así nunca se acaba, porque me da miedo, porque ya no importa.

Acomodó ruidosamente en un cajón varias botellas, señaló el Páramo.

—… Los de allá contra los de aquí, los de aquí contra los de allá. Todos los días inventan motivos.

Tomó aspecto de persona con recuerdos amables.

—¿Qué tenía José Miguel? —pregunté.

—Esas cosas no se saben pero una las siente.

—Es verdad.

—Trabajó en esta fonda, de niños jugábamos en los higuerales. ¿Nunca ha cogido higos en los vallados? A veces se encuentran culebras cascabeles entre los higuerales. José Miguel me regaló una.

—¿Una cascabel viva?

—Me gustan las culebras bonitas y bravas. Tomaba leche y comía huevos y uvitas de monte.

Sonrió al recordar la lengua bífida, aquellas antenas negras que vibraban como culebritas gemelas en la boca de la cascabel. Tiró al balde otro mango.

—Esto hago, pues.

Distendió el labio inferior, los dientes brillaron.

—Cuando hay nubes me entretengo en dibujar con ellas a los tipos de Tambo.

Trató de buscar una nube para demostrar su juego. También yo había hecho lo mismo a campo raso, pero las nubes sólo dibujaban gallos, un mantel, puños cerrados, el fantasma del desconocido.

—No hay nubes en este verano —dijo—. Sería bueno formar animales con ellas.

Elevó una mano al cuello, los dedos recorrieron sus venas.

—¿Conoce bisontes? Cuando hay tempestad formo bisontes y anacondas y dantas. No las conozco pero me gustan sus nombres. Cuando hay relámpagos, en las nubes salen muertos.

Quitó del cuello la mano bruscamente.

—José Miguel tenía veinte años —dijo.

—Y tocaba la guitarra.

Los dedos regresaron al cuello, apacibles.

—Me decía que algunas noches las mariposas la pulsaban. Otras veces eran los duendes. Los duendes bailan con la música de cuerdas.

Tarareó a un imaginario danzar de duendes, echó al aire una pelusa, la sopló como besando el aire.

—¿Usted se ha enamorado?

—No.

—¿Ni un poco?

—Odio a una persona.

—Odiar no es gran cosa. Yo también sé.

—¿Qué edad tienes?

—Dieciocho años.

—Yo veinticuatro.

—Y la mitad buscando un hombre.

—Hoy lo encontraré porque lo voy a matar.

—¡A matar!

—Para eso nací.

—¿Él viene a las Ferias?

—Ya debe estar en Tambo.

—¿Lo conoce?

—Hoy lo conoceré.

—Me da miedo su manera de mirar.

—¿…?

—Mira como si sufriera mucho. También huelo el sufrimiento.

Nunca había pensado en el sufrimiento porque todos mis impulsos se confundían con la obsesión de vengarme. Sufría desde que tuve conciencia de la situación de mi madre. De mi madre recuerdo sus ojos que se apagaban al hablar y una sonrisa dormida, hacia algo que ya no veía y que trataba de ser olvidado definitivamente; recuerdo su bondad silenciosa, la apacible manera de defender su soledad, su frente donde se arrugaba el pensamiento que la hizo sobrevivir a ese pasado fugaz que fue su único presente. Yo sufría desde niño.

La muchacha regresó al aire preocupado.

—Allá está mi hermano, Antonio Roble. ¿Lo ha oído mentar?

—He oído algo.

Subió al cajón, estiró una mano y saltó. Sus senos brincaron levemente, como asustados.

—Allá está Pedro Canales.

Se ruborizó, no sé por qué. Alzó el busto y la cabeza con un remoto afán de extraviarse. Viéndola sentí el buen sabor de la música en las tierras altas, parecida a viento y a lluvia sobre los árboles.

Al servirme, le noté en brazos y manos las señales del trajín casero: uñas gastadas, pequeñas cicatrices de quemaduras de la plancha, dedos fuertes de escurrir ropa, barrer y fregar. Me trajo la sensación de esa vida común en que el día es trabajo y descanso la noche, en que cada hora tiene su sabor y su oficio incambiable. Lo que esas manos tocaran se convertiría en hogar.

—Esta tienda es de mi padre —dijo—. Mi padre fue el mejor gallero de la región.

Algo se sacudió en mí violentamente.