7

—¿Por qué no sueltas la pica? —preguntó el padre Barrios.

—Desde que me botaron la mano… —dijo el enterrador mirando a ninguna parte—. Es mi nueva mano, ¿sabe? El sacerdote contempló la plaza al empuñar el crucifijo.

Tenía desconfianza. Tenía ganas de llorar sin saber por qué ni por quién concretamente. ¿Por los guerrilleros y soldados obligados al crimen?

—«¿Me duelen en mí los pecados ajenos, o me duele ser pecador? ¿Sólo sufriré porque soy victima?».

Aumentó la presión en el crucifijo al bajar las escalas. En alguna parte resonó el tambor.

—¿Por qué se oye a cada rato?

—Uno que tocaba en la Banda y enloqueció. Le mataron a tres hermanos… Le dio porque aporreando el tambor llegaría la hora.

—¿Qué es la hora?

—Nadie lo sabe. Pero llegará.

En la calle, seguido por el sepulturero, sintió más pesada la soledad en su sombra.

—¿Por aquí, padre?

Lo siguió automáticamente. Abajo estaba la casa de Otilia la prostituta. Algunas personas extrañaron la dirección tomada por ellos.

Un farolillo de luz verde. Otro rojo. A entreabrir una batiente, por donde asomaba un rostro con máscara de cosméticos baratos y por donde salía furtivamente un viejo o entraba con desfachatez un gañán. Al través de la ventanilla se filtraban canciones de reclamo, insultos repetidos, carcajadas de suficiencia.

Al aproximarse el padre Barrios el portón se cerró ruidosamente y se interrumpieron las voces, pero alcanzó a oír el fru-frú de telas, carreras de pies descalzos, ordenación de muebles, puertas que ajustaban sus alas.

La ventanilla enmarcó el asombro de otro rostro pintarrajeado que luchaba contra la embriaguez y el sueño. Se cerró el visillo tras la exclamación:

—¡Dios Santo, el cura nuevo!

El sacerdote escuchó un diálogo que se colaba a la calle con la música, ahora en menos volumen.

«—No, Sargento Mataya.»

«—¿Por qué no? También es hombre.»

«—¡Bruto!»

Le dolió que lo consideraran hombre en esa forma, y más cuando la puerta dio paso al Sargento con un rostro feroz de amanecido. «Nunca pasarás de Sargento, Mataya», le había dicho Otilia.

—«Aunque te asciendan, siempre serás el Sargentón. Pedro Canales es Capitán desde antes de nacer.»

Estaba peleado con todo el mundo.

—«Para mí las peores comisiones porque no me da miedo, porque no soy casado, porque… ¿Estarán esperando a que sea el Capitán Cadáver? Cadáver… Canales… El otro es Capitán.»

En el sacerdote vio una víctima para su mal humor.

—Adelante, padre, está en su casa… —dijo hipando con hostigosa amabilidad. Las palabras se plegaron en sus anchos pómulos, se llenaron de ojos asustados las rendijas. Y cuando la puerta volvió a cerrarse, el sacerdote alcanzó a oír el reproche de la mujer:

«—Sargentón serás hasta que Pedro Canales te liquide.»

—¿A dónde vamos, padre? —preguntó el sepulturero.

—No sé… —repitió a sus preguntas sin forma. Temía enfrentarse a la hosquedad de los hombres, al miedo de mujeres y niños.

—No sé.

Cruzaron la esquina, desde donde se veían unas casuchas con las que terminaba el pueblo. Abajo se destacaba el letrero de El Gallo Rojo. Una muchacha se recostaba contra la puerta, un hombre gordo vestido de blanco la miraba.

Hacia el cauce del río cruzó una mujer con un bulto encima. Parecía no tener cabeza, o ser ésta una cosa inmersa con trapos.

—Es María, la madre de José Miguel Pérez.

Día tras día del pueblo al río, del río al pueblo. Las gentes respetaban su dolor callado. —«Murió, no hay remedio—, contestaba a quienes hacían referencia a José Miguel. —Mi único hijo…»

—Buenas tardes, María —saludó el sacerdote.

—Buenas… —salió la voz por debajo de la talega, sin distinguir quién la había saludado.

—José Miguel tocaba la guitarra —habló el enterrador—. Nos caían bien sus canciones.

El sacerdote paró.

—Allí —dijo el sepulturero señalando una construcción de tierra—, es la casa del alfarero.

—Vamos.

—… Nadie como José Miguel volverá a tocar la guitarra.

El Gallo Rojo. Al sacerdote se le quedó grabado el letrero.

Sólo leyó en su mente después de que el aviso había desaparecido. Se representó el cuadro de una muchacha en la puerta, comiendo una fruta, y de un gordo que no la perdía de vista. Y de alguien con cara de idiota que salía por un rincón, embozándose con deliberada postura de misterio. Pensaba, probablemente, en la última película de capa y espada llegada a Tambo.

—Vamos a El Gallo Rojo.

Reaparecieron el letrero, las figuras de la muchacha y del gordo que la miraba con ojos viscosos, sus labios a medio abrir; disimulaba la papada con el levante de la cabeza, que le daba una altanería de encargo, una dignidad mofletuda, bastante lastimosa por el sudor, por…

Ante los visitantes la muchacha arrojó en un balde la fruta que mordisqueaba y frotó las manos en el delantal. Con el dorso del índice espantó un cadejo. El gordo cambió de pie para dejar al otro el peso del cuerpo.

—Señorita, buenas tardes —saludó el sacerdote. El manco traspasó el umbral—. ¿Me dejas entrar? —preguntó el cura enjugándose la frente—. Hace calor en tu pueblo.

Exageró el sofoco para establecer cordialidad.

—¿Le provoca un jugo? —ofreció ella, nerviosa.

—Son dulces las frutas de Tambo —aceptó el sacerdote. Vio en lo alto una cinta de papel inmóvil, hacia un espacio en el fondo. Comentó:

—Algún niño…

—Allá queda la gallera —dijo la muchacha, contrariada.

—¿Te molestan las riñas?

—No deben matarse los animales. No deben matarse los hombres.

—¿Tu padre es gallero?

—Ha sido gallero. Está cansado pero no puede dejar el vicio.

—¿Por qué?

Ellos no lo dejan.

—¿Quiénes?

—El Cojo, los pandilleros…

El sacerdote ocupó un taburete de cuero. La muchacha le llevó una tinaja con jugo.

—Bonita la tinaja —dijo el sacerdote.

—Me la regaló el alfarero. ¿Lo conoce?

El sacerdote bebió.

—¿Atiendes el establecimiento?

—Cuando mi papá va por gallos y galleros. Me chocan los clientes que vienen a pelear.

Mordió otro mango, le supo amargo y lo arrojó. El sacerdote siguió la trayectoria de la fruta y sonrió al verla caer en el fondo del balde. Ella dibujó un mohín de infantil alegría.

—Es lo que hago aquí —se disculpó.

Le atrajeron el aire cansado del sacerdote y los párpados tristes y las manos grandotas.

—De rajador de leña. De campesino —explicó él extendiéndolas. Ella se ruborizó.

—Es sabroso el campo —dijo—. Quisiera vivir en los páramos.

—Allá están los guerrilleros —observó el sacerdote.

—Allá está mi hermano. ¿Lo ha oído mentar? Es famoso Antonio Roble.

—Lo he oído mentar.

—El Sargento quiere matarlo, matar a los guerrilleros.

No encajaba al aspecto sombrío en su rostro aniñado.

—Pero Antonio los burlará.

Frunció los labios, cerró el entrecejo, cruzó las manos en el busto.

—Quiero a mi hermano. Es serio, estudia mucho. Mi padre vive preocupado.

Tomó otro mango, volvió a colocarlo en el cajón.

—Es agradable oírte hablar —dijo el sacerdote. £1 enterrador se paró en la puerta que daba a la gallera. Sentía calor porque la cinta del techo no se movía.

—Quisiera hablarle a don Jacinto —dijo el sacerdote. Ella se acercó.

—Háblele, por favor, me da miedo.

Retrocedió al oír pasos con espuelas. El sacerdote se levantó. El enterrador, al salir detrás, rastrilló la pica junto a los que entraban en la fonda, acompañados por don Jacinto.

—Puedes irte —dijo éste apremiándola con las manos. Ella miró al párroco, esperanzada. El enterrador se le arrimó mientras el sacerdote hablaba con el dueño.

—Era sabroso vivir en las tierras frías, niña Marta. El volcán parece una chimenea desde allá.

—Algún día volverá a su tierra —dijo Marta. Cien veces lo había dicho.

—Cuando los guales se coman a los soldados y mi pica labre mil hoyos en la tierra caliente. Cuando Antonio Roble ataque de verdad. Su hermano va a ser el hombre, niña.

No le sonaba que unieran el odio al nombre de su hermano, pero la enorgulleció oírlo mencionar al lado del Capitán Canales.

—Mi mano cortaba árboles y sembraba —siguió el enterrador—. Mi mujer… Delante del niño la mataron en el Páramo.

Cien veces le había oído la historia que repetía para no dejar enfriar su odio. Por eso nunca abandonaba la pica, porque pica quería decir muerte.

—¿No le asesinaron a José Miguel? —siguió—. Hace falta en el pueblo el caballo de José Miguel. Hace falta la guitarra de José Miguel en el pueblo.

Ella se ensombreció. Recordaba unas canciones, los cascos de un caballo, una promesa vaga, cierto calor humano que la ponía cavilosa. Y las primeras redondeces en las carnes, y el primer temblor de senos recién nacidos, y el primer brío del sexo en la pupila. Y aquellas primeras voces, y aquellas esperas del primer ardor que en algo desembocaría. En una amable tristeza, quizá.

—Hasta luego, niña Marta. Me alegra que sea hermana de Antonio Roble.

Ella se inmovilizó para oír unas cuerdas de guitarra. Hasta que echó lejos el recuerdo:

—La vida es otra cosa. La vida es Pedro Canales.

Pero ante la extenuación de su padre se recuperó y salió a la calle mirándolo fijamente.

Desde su sitio el gordo de vestido blanco la siguió con ojos glotones. Por entre el humo del cigarro que encendía caminó ella en la mirada. Cuando los párpados se cerraron, ella desapareció.

* * *

En Tambo, la casa del alfarero era la única sin puertas. Olía a tierra con sol. En la acera había trastos de barro, figuras zoomórficas, extrañas raíces de greda.

—No hay donde llamar —dijo el sepulturero.

El sacerdote se agachó sin necesidad al pasar bajo el dintel. Lo confortó el ambiente austero, la unidad de la materia. Al fondo, donde el patio se hacía horno y repisas, un hombre formaba telas de greda. Era lo único que en él se movía.

—Buenas tardes —saludó el sacerdote.

La cabeza del hombre parecía hecha de tierra.

—Dios fue el primer alfarero… —siguió el sacerdote.

Las manos continuaron amasando.

—… Del barro formó al primer hombre. —Tomó dos figuras—. Me hubiera gustado ser alfarero.

Las manos del alfarero se aquietaron sobre la tela de greda. Se aquietaron los ojos en un ribete de la sotana, en el Cristo de bronce. La voz fue parte de esa quietud:

—El hombre quedó mal hecho.

Parecía que hubieran hablado sus manos, o una de las vasijas.

—… Y Dios lo hizo de barro. Dios.

El sacerdote se desconcertó.

—Son perfectas estas vasijas —dijo.

Las manos del alfarero animaban la arcilla.

—Mala greda es la del hombre, padre Barrios. ¿Quién es capaz de manejarla?

—Las almas son más hostiles que el barro suyo —dijo el sacerdote. Con la pica el manco señaló un conjunto de trabajos en el entarimado.

—Acaban de salir del horno.

El sacerdote se acercó.

—Es agradable saber que el barro se mete en el horno, como el pan.

Tomó un pedazo de greda y amasándola pensó en los oficios que le gustaría desempeñar —carpintería, alfarería, albañileria—, para regresar a su infancia: era un recurso desde que decidiera matricularse en el Seminario.

Olor de tierra, eso recordaba. De tierra seca en los veranos, de tierra mojada en los meses de lluvia. Y entre el olor de la tierra la voz labriega de su padre. —«Sufrirán estos retoños de maíz.»— «Pasarán las lluvias.» —«El buen tiempo calentará las matas.» Lo veía frotarse las manos para acompañar la voz dirigida al firmamento—. «Miren aquella cerrazón de nubes: lluvia caerá en cosa de horas.» Luego congregaba a sus hijos para decirles: —«Es provechoso recibir las primeras gotas.» Y salían al chaparrón que les mojaba la cara y las camisas. En sus acciones había algo de ritual. La madre comentaba para sí o para la hija mayor—: «Los hombres…», e iba a sacar las únicas mudas de la cómoda olorosa a membrillo. De regreso en el corredor su padre remachaba con parábolas de ingenua filosofía: —«¿Ven aquellas ramazones? ¿Observan que son más hermosas las que se explayan? En esas ramas tendidas cantan los pájaros. Porque los pájaros no cantan en las almas ambiciosas.» Les agradaba trabajar durante el día y regresar vegetalizados, con sudor y lianas selváticas. Hablaban poco pero entendían cada silencio, echada hacia adentro la mirada, o hacia la voz del padre cuando decía, con la plenitud de los compenetrados—: «Tú ayudaste a sembrar este café que tomamos, Ernesto; tú, Pablo, sembraste los colinos de plátano en la cañada, ¿no te saben mejor? Tú, Rodrigo, trajiste de La Azuleja los pepinos y los naranjos retoñones; esa tarde llovía pero llegaste alegre sobre el caballo empapado… Desde ese día te hiciste grande…». Era hombre simple su padre, y eran simples aquellas verdades. —«Es sabroso saber que a uno lo hicieron de tierra.» Porque la quería con fuerza de río desbordado capaz de volverse manso en los esteros. Nunca vio a nadie como él, tan hombre y tan de la tierra. Su mujer, sus hijos, su maizal, sus matas de café y cabuya, el perro, el macho hacían de su mundo un mundo bueno. Cuando las frases eran inútiles alguien tomaba la guitarra. A veces cantaba una canción. O no la cantaba. O decía cuentos de brujas y animales montaraces. La tarde se metía en el silencio impregnado de resinas, convertido en música sin pretensiones como aquella vida al acecho de los primeros retoños.

El sacerdote puso junto al horno la pelota de barro.

—Queman todavía —dijo el alfarero tocando una escudilla—. Son para las mujeres de la Casa de los Faroles.

—¿Para quiénes? —preguntó el sacerdote.

—Para las de la casa prohibida.

—El alfarero contempló al párroco porque esperaba un sermón.

—… A Otilia le gusta mi trabajo.

—A mí también —dijo el sacerdote. El sermón no llegó.

—Otilia no es tan mala como opinaba el cura Azuaje. Viene a verme trabajar horas y horas, se sienta y amasa barro, por amasarlo o por formar una cabeza de niño.

El sacerdote escudriñó.

—Su casa es tranquila.

El manco señaló con la quijada al alfarero. Y dirigiéndose al sacerdote en un tono que éste no le conocía:

—La otra vez me dijo que al morir lo enterrara en el hueco de donde saca su barro.

—¿Por qué no? —explicó el alfarero—. Algún día otro amasador hará de mí sus cacharros.

—Será dócil esa arcilla —dijo el sacerdote.

—¡Eh, alfarero! —gritó una voz de mujer desde la entrada—. No pude dormir anoche. ¡Ese Sargento y sus muchachos!

—Viene Otilia —dijo el alfarero—. Está contenta con sus trastos.

«—Adivina quién estuvo frente a mi Casa de los Faroles», continuó la voz. El padre se sentó al lado de las vasijas, tomó una.

—Quema todavía —habló.

—¡Santo Dios! —exclamó la mujer al verlo y retrocedió con ganas de correr.

—Aquí le tengo sus trastos —dijo el alfarero. Ella retrocedió, mas quitándose con un trapo la pintura de los labios hasta dar su espalda contra el muro. Y más que de ella, de la sensación de ser animal acorralado vino la dureza:

—Estoy cansada de prohibiciones, de excomuniones.

Se apretó más contra la pared con el objeto de apretar el diálogo.

—… Estoy cansada de vivir, ¡míreme no más! —y se mostró como quien muestra una llaga. Un ligero temblor hizo lastimosa su presencia. Y el convencimiento de que inspiraba lástima le dio valor para la ira:

—¿Quiere oír una historia de las que inventamos nosotras para hacernos víctimas? Pues no, en mí no hay historias tristes.

Buscó salida con la mirada.

—… Lo triste es la vida. La vida es una vieja haraposa.

—La vida podría ser dulce —dijo el sacerdote—. Depende de lo que le echemos.

Apretó el Cristo para ahorcar la retórica.

—La vida es las cosas que viven, es la persona. No hay por qué culparla.

Otilia miró al alfarero.

—Volveré más tarde… —balbuceó.

—Aquí están sus vasijas —dijo el sacerdote. La contempló de nuevo. Ojerosa, de carnes aún firmes. Como todas ellas, un día tuvo algo hermoso.

—Prosiga, Otilia.

—El nuevo párroco es amigo —dijo el enterrador.

—¿Sabe, padre? —habló el alfarero—. El Cura Azuaje le prohibió entrar en la plaza. Para venir aquí tiene que bordear medio pueblo. Porque lleva el diablo adentro, dijo en el púlpito.

—A todos nos molesta un diablo. Empuja mucho a Dios… —dijo el sacerdote sobando el trasto—. Está caliente —agregó extendiéndolo a la mujer. Ella lo tomó, desconfiada.

—¡Pero si arde! —exclamó, poniéndolo rápidamente en un aparador.

—Arde —dijo el sacerdote—. Como el pecado.

El silencio fue como si alguien cántara lejos.

—Debe ser admirable trabajar con esta tierra.

Se levantó, revisó las paredes.

—No deberían cubrir la tierra con pinturas. Es tan fresca, tan humana …Y allá, ¿qué hay? —preguntó señalando una tapia tras la cual asomaban ramazones.

—Algarrobos, padre, y cañafístulos. ¿Quiere verlos?

Era también la del alfarero la única vivienda cuya huerta tenía árboles grandes, y un vivero.

—Demasiado crecidos —dijo el sacerdote—. Los trasplantaremos en convite.

—¿Trasplantarlos de este tamaño? ¡Si ya casi echan flores!

—Más rápidamente habrá en Tambo un parque.

—Padre Barrios…

—Haremos un armazón adecuado, alfarero. Destinaremos las personas necesarias para cada árbol.

—¿Con pájaros y todo?

—Si no se vuelan, sí.

—Vea que hay hombres raros…

—Dicen que mi padre era raro.

—Pues lo tuvo a usted de hijo.

—Era todo un hombre.

El recuerdo de su padre, como siempre, le inmovilizó. Y al verle el alfarero esa expresión de lejanía, que daba otra mansedumbre al viejo rostro aindiado, entró en un cuarto y salió con dos platos y dos tazas.

—Recíbamelas, padre.

Las manos del sacerdote se abrieron, brillaron los ojos bajo los párpados caídos.

—Serán mi vajilla.

Movió los labios antes de hablar.

—No es tan mal alfarero Dios.

El alfarero sonrió por única vez. La mujer seguía replegada.

—Desde hoy —le dijo el sacerdote—, puedes ir a la plaza y a la Casa Cural.

La señaló con el índice.

—Pero sin el Demonio.

Comenzó a deshacer el camino palmeando los muros de tierra.

—Gracias, alfarero —dijo y salió seguido por el enterrador, por la sombra de la pica, por su propia sombra en el suelo caliente.