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—¿Qué se le ofrece? —preguntó la muchacha con el acento de quien no está acostumbrado a ser amable por obligación.

Un tablón chirrió con mi peso, con mi peso traqueteó el taburete. Las piernas se estiraron, sobresalieron las botas con polvo y barro seco, resollé.

Por no pensar en nada leía etiquetas y marcas de envases, afiches, prevenciones. «Humoazul cigarrillos», «Sardinas La Honda», «Refrescos Bahía», «Visite la Capital», «Haga su felicidad con aguardiente Blanco», «El que fía no está aquí, salió a cobrar».

—¿Qué desea?

Las cosas significaban más que la muchacha, eran mi prolongación.

—… El Día Señalado… —repetí para mi venganza.

Estalló un cohete de feria, aspiré un olor a pólvora, a piña agriada, a cerveza y mangos maduros que espesaba el aire.

—¿Cómo dice? —volvió a preguntar.

Los cascos del potro manchado repicaron en la calle. Una de las gallinas salió corriendo, la otra apenas se rebulló.

—¿Aquí se reúnen los galleros? —pregunté a la muchacha en lugar de responderle.

—Pronto llenarán esto —informó sin largar un trapo con que aparentaba desempolvar los taburetes y calculando mi estatura. Era denso el olor de ceniza. Volvió a retumbar el volcán.

—Feo ese animalón bramando cada cinco minutos —dije. Ella sopló un cadejo que se le venía a la cara y miró al cielo visible por un ángulo del techo.

—Dicen que el sol quema los pájaros en pleno vuelo.

Con las manos remedó alas que se quiebran.

—… Caen chamuscados al polvo.

—Chamuscados —dije. La miré toda—. Deme algo de beber.

En su presencia disminuía el sopor.

—Y de comer, he caminado mucho.

El mechón de pelo castaño le bailaba en la frente cuando soplaba para quitarlo de los ojos. Sus senos separados hacían más ancho el busto de lo que realmente era. Los ojos cambiaban fácilmente de la expresión infantil a la amargura, acompañando el tic de los labios que se cerraban y entreabrían.

Cuando se vio observada disimuló restregando el estante. Sus movimientos no eran los que naturalmente necesitaba sino los que ordenaba mi observación, cosas mías se movían en ella.

Me pareció blanda la tarde: era como si tocara unos senos a la orilla de un río.

—Yo lo he visto antes —dijo.

Mientras servía, y para espantar mi fijeza, preguntó refiriéndose al bulto bajo mi poncho:

—¿También es gallero?

En su tono había esperanza de que lo negara, por eso dio la espalda cuando asentí. Algo mío, sin embargo, descansaba en la muchacha. Pensé que siempre me había gustado tenderme en la hierba y oír el zuc-zuc de los pedruscos al caer a los esteros y ver las nubes por entre el ramaje.

—Los martes de feria atiendo la fonda —dijo abanicándose—, porque mi papá sale a reunir galleros.

Galleros, cohetes, la cercana muerte… Los minutos empezaron a alargarse como si los estiraran de las puntas, como en las grandes esperas. Porque sé qué cosa es el tiempo cuando se mide con rabia, cuando se arrastra buscando lo que odiamos, cuando el sueño es un resuello para recomenzar la búsqueda, cuando en la oscuridad los pasos crecen como animales que de la inmovilidad del acecho pasan a la contracción para el salto.

En la trastienda hervía agua en una olla. «Allí sancocharán los gallos que resulten muertos», imaginé con fastidio. Un vaho extraño flotaba en derredor. No sé de dónde venía al pueblo tanto humo. «Candelas de verano», me dije, aunque podía ser una sensación de olor.

—Todo el día caen pavesas —dijo la muchacha cuando varias entraron por el portón—. Las quemas, pues. O estarán incendiando los cañaduzales.

—¡Helados! —pregonaron en una esquina. La voz soplaba como viento. Por la calle pasaban bultos blancos, negroides, mestizos. Ninguno de ellos reflejó a mi madre, a su silencio junto a la ventana, a mí mismo. El hombre gordo seguía atisbando a la muchacha. Cuando uno de sus pies echaba al otro el peso. Si pudiera gruñir, me habría gruñido.

—Pueblo raro —comenté por no callarme.

Alguien, lejos, tocaba un tambor. Recordé los cueros de res en las afueras, la barriga de las iguanas y de los caimanes, un perro con el buche inflado de muerte.

—Es un pueblo con maldición —dijo retorciendo el trapo—, Él manda en este infierno. Él, y el Sargento, y esta sofocación que no se larga.

El reverberar seguía llegando con el humo. Venía del tamarindo, del volcán, de los cohetes, de las piedras con matas de humo. Humo de verano. Candelas en las nubes tostadas.

—¿Quién es Él?

Templó sus labios para endurecer las palabras:

—El Cojo. Hace su voluntad en la fonda, en la gallera, en las ferias, en la comarca. Veinte años… —detuvo las palabras, la mirada se quedó un rato en el aire. Empujó una botella contra otra.

—Ya lo conocerá.

Personas invisibles hablaban de ganado, de las riñas, de asesinatos, de la sequía. Por una tapia asomaban dos muñones de cacto. El reflejo del sol hería en los techos de cinc, en los casquetes de botellas, en la pica del enterrador que amenazaba a un gañán con su mano ausente. La otra gallina se desperezó antes de escurrirse por un portillo.

—¡Helados! —volvieron a gritar más cerca, pensé que con mi propia voz. La lengua de la muchacha recorrió sus labios.

—Eran famosas las Ferias de Tambo. La gente no volvió, por tantos soldados y tahúres y matones.

Le noté un aire semejante al mío. Quizá su juventud atajaba una amargura que en otra edad la habría descontrolado. Le alcancé a ver un cinismo de ensayo, el de quien desea madurar y experimentar y decirse: «¿Esto era todo?». La sentía cansada de sus horas, del calor, del oficio, de tanta gente. Se suavizó al oír el canto.

—Siempre la misma canción. Está loco, el pobre.

—¿De qué enloqueció?

—De miedo, dicen. Tocaba en la Banda Municipal. Ahora no hay Banda.

Dos cohetes estallaron en el cielo amarillo.

—¿Miedo de qué?

Subió los hombros y mordió un mango que arrojó a un balde. Seguimos la trayectoria de la fruta.

—De Tambo, del volcán, del Sargento Mataya… Matan, hacen pesada la vida. El Cojo…

Cuando el mango dio contra el asiento del balde, aplaudió con un asombro infantil que borró al asomar una iguana por la puerta del fondo.

—¡Fuera, sapo estirao! —dijo aventándole el trapo. Sonreí a su reniego—. De todas partes vienen iguanas, qué pesadilla.

—En el río tiré cascajos a una, y saltó dándose qué aires.

—Se creería un caimán.

Imaginaba que debajo de cada piedra y cada raíz se contraía un alacrán, que arañas y ciempiés se turnaban los chinchorros de los niños, que el tiempo se medía a retumbos de volcán. Las noches de Tambo deberían jadear como perros con fiebre, como yo estaba por hacerlo cuando advertí que la muchacha me observaba. Hice buches de aire.

—Tambo, los otros, dan lo mismo. Hombres, pueblos, gallos…

Miró como si abriera una puerta. Quizá le interesó este actuar y vivir alejado de mi propia vida, este aspecto de: «Todo venía señalado».

—Creo que lo he visto antes —recalcó.

—Nunca he venido a este pueblo.