«Soy un curita de misa y olla. Un pobre curita de pueblo.» Si de él dependiera sería vicario de monjas, capellán de internado, clérigo suelto por esos campos de pan llevar. Porque siempre le entusiasmaron las cosas de la iglesia, desde las campanas a rebato hasta el run-run de los rezos. La solemnidad de sus funciones, la dignidad que a su entender imprimían el bautizo, la primera comunión, el matrimonio, los ritos funerarios. Confesión, eucaristía, trisagios, las historias bíblicas de El Hijo Pródigo y José vendido por sus hermanos… Pascua Florida, Resurrección, Pentecostés, Tabernáculo, Arca de la Alianza, Liturgia, Evangeliario… No ambicionaba sino servir a esa feligresía díscola. Pero hasta las primeras confesiones sonaron a chisme para que a su vez lo transmitiera al cielo.
Salió al balcón en busca de aire. En los techos hervía el rescoldo del sol bajo el cielo implacable. Un hombre abría la batiente de una puerta y con un palo de escoba descolgaba un aviso del dintel y ponía otro en su lugar. En alguna parte chirriaban las argollas de una hamaca, batían chocolate, barrían rincones, clavaban tablas. Más cerca otro hombre se lustraba las botas con un cepillo gastado; el esfuerzo para agacharse enrojecía el rostro, abotagaba los ojos e hinchaba las venas de las sienes como para un ataque de apoplejía. El sacerdote aspiró fuertemente por el esfuerzo del otro. Un olor de caña vinagre, machacada al sol, le llenó los pulmones. Alguien lloraba en alguna habitación.
Pidió al Ama una taza de café.
—Un pocillo de chocolate claro —impuso ella—, con almojábanas.
—Está bien, Dolores —dijo resignado. Su corazón marchaba bien. El alma necesitaba un poco de café caliente—. Está bien, un pocillo de chocolate claro.
—Con almojábanas —recalcó ella.
—Con almojábanas —obedeció él maquinalmente. El Ama salió con paso menudo y satisfecho. Debía de tener almidonadas las enaguas por el ruidillo de cosa tiesa que acompañaba los taconeos de sus zapatines de empeine alto. El sacerdote volvió a su preocupación del día. De la hora.
«Nunca pasa nada en un pueblo chico», dicen. «Pero una aldea puede ser el infierno porque su misma pequeñez invita a la hipocresía. Extorsión, incesto, delaciones, los más sórdidos acomodos con lo alto.» Iría a escuchar la misma retahíla de palabras desprovistas de su sentido por tanto repetirse. Más que confesión era una excusa protocolaria. Y el «ego te absolvo», y la penitencia cumplida maquinalmente. Allí no oraban: repetían oraciones sin empaparse en el duro corazón. Allá Dios representaba un último recurso cuando los demás se hacían ineficaces. Eran tahúres en que el deseo tenso puede poner el azar de su parte. Le consideraban poco amistoso, únicamente apelaban a Él de corazón en la angustia suprema, y esto para exigirle favores inmediatos: le tomaban por mandadero de última hora.
«—Lo vigilaremos día y noche. Si sube al Páramo liquidaremos a los guerrilleros. Dejo ese problema a su conciencia.»
Se encorvó más la espalda, cayeron los párpados fatigados, los pasos atravesaron silenciosos el corredor que conducía a la sacristía. Y cuando vio la fila frente al confesonario pensó que su cantidad obedecía más a superstición, o a que la curiosidad los llevó «para estrenar curita». Sería difícil llegar a esas almas con las fórmulas del seminario.
Pero se desconcertaron cuando el sacerdote, en lugar de imponer la penitencia de padrenuestros, avemarías, salves y rosarios de rigor, entabló el diálogo:
—Sembrarás cuatro naranjos en el solar de tu casa y dos eras de legumbres.
—Padre, yo…
—Dios te bendecirá, yo absolveré tus pecados. Las semillas se reparten en la Casa Cural.
Y mientras oía los pecados habituales en boca de penitentes igualmente habituales, el sacerdote no pudo dejar de apreciar, en lo que podría tomarse por bóveda, el mal gusto del padre Azuaje, quien hizo pintar la figura un sí no es Superhombre de El Creador, con torsos amenazantes como tratando de esquivar, ofuscado, ese escándalo de colores de donde irradiaba un poderío vulgar. Y se atrevió a pensar que infinidad de fieles y sacerdotes no adoraban al Dios que perdonaba sino al de los castigos; con irrespeto inconsciente, en Él transferían sus personales instintos de venganza. Y de Cristo, Su encarnación, admiraban al que latigueó furioso a los mercaderes del templo, y reprochaban al que sufría una temporal derrota.
Presionó los ojos para borrar esos paneles de dudosas alusiones bíblicas y oír reclamos a la penitente de turno.
—Padre, ¿dice que debo sembrar árboles en la plaza?
—Mañana habrá convite. Hombres, mujeres, niños, trataremos de hacer un parque en Tambo, de volver habitable la parroquia.
—Padre, ¿trabajar yo con el azadón en la plaza? —reclamaba otro, señor o señora—. Nunca se había visto.
«Tal vez sí soy mal cura. Me preocupo más por los cuerpos que por las almas. Pero ¿puede salvarse un alma si está condenado el cuerpo que la contiene? ¿El otro mundo no afirmará sus raíces en éste?» «El cristianismo no es una religión de pan llevar» —le había dicho el padre Azuaje—. «El cura no es un gobernante que quiera reformar las cosas materiales.» «Tal vez la obsesión por la vida eterna nos ha hecho olvidar que el hombre tiene aquí una vida, pasajera, pero que es su vida, su única vida terrena.» El padre Azuaje había esbozado un ademán de desaliento, de quien no desea discutir aquellas cosas que ya sabía plenamente. «… Hemos hecho de nuestra religión algo muy práctico con respecto de sí misma, pero descuidada con respecto de la vida práctica de sus fieles», había seguido el padre Barrios. «El pan nuestro de cada día…» «Son terrenos peligrosos, padre Barrios.» —«Hasta para el ejercicio de la virtud se requiere un mínimo de bienestar económico, dijo san Agustín. ¿O seria santo Tomás? Quizá sea pretensión mía estar de acuerdo con ellos…»
La ironía del padre Barrios podría tomarse como justificación de su figura ordinaria, en la que cabrían exabruptos de sana intención. Hablar de los Padres de la Iglesia entre dos bestias asoleadas… El padre Azuaje había callado por no enredar más los nudos teológicos o religiosos. Que pensaran los demás, él tenía el cielo asegurado y con esa confianza se movía.
—… ¡Nunca se había visto!
—Pero se verá, hijo. Tú me ayudarás. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomini Patris et Filii et Spiritus Santi.
«Padre —le había anotado el párroco de Balandú—, usted no es sacerdote sino labrador. Hubiera sido feliz si el Seminario fuera una Escuela de Agricultura.»
Volvió la vista a la figura de El Creador, «rehecho a nuestra imagen y semejanza, a imagen y semejanza de nuestras pasiones. Yo mismo, tal vez… No parecemos enviados de Dios sino que lo colocamos para que nos confirme en nuestras razones. Le tomamos como algunos buscarruidos sabedores de que a su lado llevan un muchachón fuerte que los sacará de cuanto embrollo armen».
Y al ver nueva fila de penitentes, echó sobre su frente una señal de la cruz que sumergía sus inquietudes en una soledad irremediable.
Hasta que ya en la casa cural pidió al Ama un sombrero.
—¿Un sombrero, padre? —se extrañó el Ama.
—De caña y ala ancha, vamos a trabajar en la plaza.
El Ama se sacudió un pliegue de la blusa.
—¿He oído mal, reverendo padre?
—Has oído bien, Dolores. El reverendo padre pide un sombrero de caña.
«Se parece a la silla donde se sienta con su tambora de bordar», pensó al verla salir desconcertada. La silla del Ama era recta, alta y de flacas extremidades, tejidos con mimbre el espaldar y el asiento, donde un diminuto cojín cubría desde años atrás el reventón de cuatro bejuquillos.
El Ama volvió, repuesta, y puso el sombrero de caña en la mesa de noche.
—¿Le traigo la leche con bizcochuelos?
—Ahora no, Dolores. Muchas gracias.
—Puse aceite de higuerilla en su lámpara.
Había un reproche en la notificación del servicio prestado.
—Se me había olvidado echar aceite a la veladora —se disculpó el sacerdote. Y con cierta guasonería a que no estaba acostumbrado:
—¿Cuándo te confiesas, Dolores?
El Ama trató de ocultar su inquietud, porque uno de los confesados le habló de las penitencias en boga. ¡Imaginarse ella con una barra en el cascajero! ¿Qué pensarían la señora del alcalde y la hermana del señor juez? ¿Y si de pronto a ellas…?
—Bueno, me voy a jornalear —dijo el sacerdote calándose el sombrero.
Y cuando él, el manco y el niño salieron de la casa cural con herramientas, algunos se burlaron:
—¿-Va a sembrar piedras?
—¿Trasladan el pueblo a Balandú?
Pero al verlos corvarse sobre el cascajero de la plaza, dos o tres penitentes se fueron arrimando con barras y azadas, como quien trata de ayudar desinteresadamente.
—Dios los bendiga —dijo el sacerdote sin dejar el trabajo.
—¿A cómo el pecado venial; padre?
—¿Me rebaja por mis pecadillos mortales?
—Diez árboles, no hay descuento.
—¿Ni al por mayor?
Había más curiosos que penitentes. Ninguna señora entre éstos. Sólo cuando el sudor salpicó la frente del sacerdote y oyeron su jadear asmático, algunos se retiraron. Hasta que María la lavandera empezó a desherbar con la azada. Entonces dos mujeres engrosaron el grupo. Y otras más cuando por el camellón asomó el maestro de escuela al frente de sus alumnos, y se dio a trazar cuadrados y curvas que serían eras de jardín.
Al oír las voces de los escolares el sacerdote regresó a su niñez, «donde pasaba los fines de semana» para descansar de sus feligreses, de su edad, de sus complicaciones. Con tal fin había idealizado los más pueriles detalles de su infancia porque sólo el lejano pasado podría ser remedo anunciador del paraíso futuro. Y el Paraíso debería ser algo infantil en cuanto representaba inocencia, y en él un niño larvado buscaba su mano ancha y su mirada.
La alegría inocente era su fuga de las cosas o una manera de afrontarlas. Contrarrestaba las horas claudicantes con ese regreso a los primeros años. Y en cada una de sus parroquias formaba coros infantiles, dirigidos por su mano y por su desastrosa voz de bajo que adquiría, no obstante, una transformación perceptible para sus inexpertas masillas corales. Era entonces su propia infancia la que entonaba aquellos villancicos de fresco retozo, aquellos laudes, aquellas letanías que subían como el humo del incienso a la bruma de su tierra de promisión.
«—Vamos envejeciendo hacia atrás cuando las cosas no envejecen con nosotros», decía, recordando a su padre. La sombra de su padre oscilaba en el recuerdo, y la de su madre, en las faenas domésticas. El olor de los rincones, y las matas de la huerta, y los tiestos florecidos en los pilares, y las voces de sus hermanos, y las palabras tan pegadas a la tierra como los retoños.
Don Heraclio lo observaba, observaba el trabajo, silencioso. El de bigotes ahumados salió de una cantina apagando espasmódicamente la risotada que traía:
—¿Estarán abriendo sus sepulturas?
Don Heraclio lo miró con gravedad. El de bigotes tosió y volvió a entrar al ramalazo de las frases rotundas:
—El enterrador me preguntó cuánto medía usted, amigo. Ya sabe cuánto mido yo.
Ahora bajo el tamarindo el tambor resonaba sólo para él, para el conjuro de la hora menguada. Allí vio el cabo de alambre de púas que salía de la mitad pues la corteza y la pulpa fueron tragándolo en veinte años de crecimiento. Sería imposible desprenderlo sin cortar el brazo.
Frunció las cejas. Era imposible quitar del árbol o de él mismo los hechos. Más que del tamarindo, de su recuerdo salía el cabo de alambre.
Permaneció quieto. El espectáculo inusitado le infundía respeto. Inclusive las bromas que oía:
—¿Por los árboles se sube al cielo?
—¡Reforestar la conciencia!
—¿Puede ser bueno lo que nace del pecado?
El Cojo Chútez espió su pasado y escuchó el sonido de otras herramientas, edad atrás, confundido con el de las que ahora buscaban perdón del cielo.
Poco a poco el trajín contra la grava se hizo familiar. Sudaban las frentes, las axilas, las exclamaciones.
—¡Ese reloj no anda!
—La insolación lo tiene perturbado.
—Oficio aburrido marcar el tiempo.
—Cuando el tiempo no sirve para nada. Como en Tambo, ¿eh, padre?
—De ahora en adelante servirá.
Pero cuando sorbieron refrescos de lulo sintieron ánimo para continuar y glosaron la idea del extraño curita que, con el maestro de escuela, discutía las dimensiones del parque y el sitio donde debería ir la pileta entre los árboles.
—¿Cuáles árboles, padre? —preguntó el maestro. Tenía cara angulosa con arrugas prematuras, ojos vidriosos, ensanchados, de alguien que vive entre necesidades sin remedio.
—Los que sembraremos. Un gran chorro de agua hace falta al pueblo.
—¿Lo bajaremos de allá? —volvió a preguntar el maestro, incrédulo, señalando la loma.
—De allá.
—Esa tierra es de don Heraclio —dijo el maestro.
—Sí, de don Heraclio… Aquí haremos la fuente con aguas de esas lomas.
—Será, pues —dijo el maestro y continuó ayudándole. A cada minuto comprobaban la luna del reloj.
—Padre, debería cambiarle el minutero.
—Ese reloj no es católico.
—¿Por qué no le pone de penitencia que marque la hora?
El Cojo se dirigió al despacho del Sargento Mataya.