«Irán los grandes apostadores a las Ferias de Tambo», repetía al avanzar porque la hora se acercaba. Tambo debería estar a pocas leguas. Cuando llegara…
Un jinete en potro manchado repuntó en un cruce de caminos. La bestia caracoleaba fustigada por sí misma.
—¿Falta mucho para llegar a Tambo? —pregunté. Él estiró un brazo sin soltar las riendas.
—Allá se ve el humo del volcán de Tambo. A una frenada retrocedió su potro.
—¿Va por lo de las riñas?
—Busco a un hombre.
Su potro seguía inquieto. Había sido amansado para lucirlo.
—También voy a las Ferias —dijo. Yo quería estar solo.—… Voy por un caballo alazán y una guitarra —siguió él. Sin apearse se agachó, estiró la mano y cogió un guijarro, lo lanzó y recibió varias veces antes de arrojarlo a un calvario reciente.
—Francisco Martínez —leyó en los brazos de la cruz—. Era un buen guerrillero. Todos los caminos están llenos de calvarios. Francisco trabajaba en la carretera También José Miguel…
Y porque nada respondí, habló:
—Es importante caminar solo. Buena suerte.
Retrocediendo primero, al galope, después, levantó una polvareda que imitaba el humo del volcán.
Visto de lejos el pueblo recordaba una cruz caída. «Es un sitio caliente», me habían dicho. La pereza y la inmovilidad de las cosas parecían hechas con desgano por algún moribundo. En las arenas del cauce saqué el gallo para que se desentumeciera y cantara al rescoldo del mediodía.
Me estiré boca arriba, trabados los dedos en la nuca. Así había pasado noches en vela sobre la cama de patas de guayabo, allá en mi cuartucho. Unos flecos de paja asomaban por un roto que servía de ventanuco y mostraba aquellos luceros que me hacían raspar la estera con los talones, porque mi imaginación los volvía rodajas de espuela. Cuando llovía, un reguero de gotas entraba en el cuarto, pero las creía ver salir de unos ojos abiertos al cielo sin respuesta. Y pensaba en mi madre, en su manera lenta de borrar las gotas de agua en sus pestañas. Otras veces el viento aullaba y tiraba pajas y hojas en el cuartucho, como plumas de gallos de pelea. Espuelas, plumas, muerte, gallos… Aunque entrecerraba los ojos, en el cielo sin fin que ellos formaban aparecían las espuelas del primer Aguilán clavadas en el muro junto a las del hombre que debería morir, y el alma de mi madre fija en ellas, en las rodajas dentadas, en…
De entre unas cruces salió un hombre estrafalario, de ojos saltados por un deliberado terror. Su sombra a mis pies fue mostrando un brazo, una pica, un ala de sombrero raído, un cuerpo nervioso. Y sobre la sombra las palabras sonaban a cosa molida atropelladamente.
—¡Malas aves llegan por estos rumbos!
—Rastrilló la pica en un trozo de lava.
—¿Va para Tambo? —preguntó.
—Estoy en Tambo —dije.
Dio vuelta a la pica.
—Ya el cura Barrios… Malos vientos soplan del volcán.
—Malos en su boca —dije mirándolo fijamente. Le ardió el sol, le ardió la mirada. Le vi en los ojos otro odio tan grande, que lo creí tuerto. Hasta su nariz en gancho se aferraba a una oscura intención. Hasta sus dientes incompletos. Podría ser peligroso como tantos a quienes la violencia ha obligado a ser dobles, para vengarse o salvar el pellejo.
—¡Si llegaría la hora! —exclamó encaramando su pica en el hombro. No lo vi alejarse pero oí el rastro de su voz:
—¡La cavaré!
Debió referirse a una tumba. También él tendría su venganza que enterrar.
Una iguana se secaba al sol, tostado ya su color verde. Cuando le arrojé un pedrusco se escabulló por el cauce. También en el pueblo estarían durmiendo como iguanas la siesta, sobresaltada por los cohetes. Cualquiera hora sería de siesta en la modorra de Tambo.
—Aguilán —dije levantándome—. Se acerca la hora.
Tras las rejas del cementerio un niño pegaba sus manos a los barrotes en posición defensiva. No sé qué vio en mí porque a mi paso abandonó la reja y salió tras el hombre de la pica.
Del pueblo venía una rara canción. «La cantará una que no quiere llorar, ni morirse», y avancé por sobre troncos de lava. «Milagro que viva el pueblo tan cerca de un volcán.»
Alguien aporreaba unos cueros que servían de acompañamiento a la canción. Más adelante avanzaba el de la pica, el muñón en la frente para enjugarse. En dirección contraria bajaba una mujer, dificultosamente porque un bulto de ropa le cubría la cabeza. No supe a qué río iría a lavar.
El de la pica saludó:
—María, puse ramas en la cruz de José Miguel. Nunca faltarán ramas en su cruz.
Las primeras casuchas estaban a medio destruir. Junto a una, dos mulatos hablaban con exaltado cansancio. Sus palabras quedaban adelante.
—Mala pata, pues.
—Todavía hay tiempo.
—¡Mala pata!
El que renegaba levantó un carrillo con la lengua y sacudió los labios con un resoplido de caballo.
—Antes que lleguen refuerzos al Sargento Mataya.
Sus palabras quedaron atrás.
Un burro y una vaca espantaban moscas con la cola; una pata se sacudía, otra cabeza golpeaba a un lado y el cuello volvía a quedar sobre un cerco de guadua ya para venirse al suelo.
El camino se volvió calle, en la calle había sol y frases de personas invisibles:
—¿Lloverá esta semana?
—Qué ha de llover.
—Tal vez ceniza del volcán.
—Tal vez candela.
A la sombra se despaturraban dos gallinas, un ala desplegada, la otra barriendo el polvo. Tres hombres en actitud descuidada hacían sombra contra una pared revestida de cal sólo a parches. Sobre sus cabezas un aviso en madera gris: «Tienda y cantina».
Más adelante estaba la fonda de los galleros, así lo supuse por el aviso: El Gallo Rojo. Mientras arrimaba seguí oyendo cosas dispersas:
—El enterrador ha estado cavando huecos en la plaza.
—¿Para enterrar a quiénes?
—Para sembrar árboles.
—Eso quiere el curita nuevo.
—Con los niños huérfanos deshierba las calles.
—A todo el que se confiesa le dice: «Dios perdonará tus pecados si siembras veinte matas de cabuya».
—Calcularemos los pecados según las matas que siembren.
—Va a necesitar millones de pecados si quiere reforestar a Tambo.
—Puso al Diablo a trabajar para Dios.
—¿Será para Dios?
—Pobre curita loco.
Enfrente del establecimiento miraba para el interior un hombre vestido de blanco. Detrás de los estantes atendía una muchacha.
Al tocar el portón de El Gallo Rojo, mi sombra se recostó en el suelo como un largo cansancio.