—Sargento —dijo el Ama de Llaves—. Un hombre del Páramo visitó al cura. No pude localizarlo a usted.
El Sargento Mataya apretó el látigo; en él, simbólicamente, reaccionaba contra su descuido, contra sus soldados que dejaron salir y entrar a un guerrillero, contra la soplona que lo inculpaba veladamente.
—Ya estaba enterado, señorita Dolores —dijo. El Ama se ofendió por la mentira.
—Perdone entonces, Sargento.
E intentó salir. El otro la detuvo, con ira, pues la mujer quería darse importancia. Porque sabía que la posesión de un secreto resaltaba al más desteñido.
—Sin embargo, necesito detalles.
El Ama regresó a la actitud de antes. Que el Sargento dependiera de sus informes era un modo de situarse encima de él.
—No pude oír mucho —siguió con falsa modestia—. Que en el Páramo necesitan sacerdote, que tienen montones de heridos, que la revolución se extiende. Hablaron de usted, Sargento.
El látigo daba golpecillos en la mano entreabierta. El Sargento no sabía si era la nariz corva, los ojos volados y redondos, la ausencia de barbilla, el largo cuello, los pigmentos de la blusa lo que hacía al Ama semejante a un pavo. En su presencia tenía que dominar los deseos de alzar la voz para oírla graznar a la manera de aquellos animales cuando se les grita.
—Visitaré al Cura —dijo él, levantándose.
—Hay más, Sargento —agregó el Ama—. El enterrador…
Frunció los arcos de parca ceja extraviada. Se odiaban ella y el enterrador, y se temían. Algunas mañanas encontraba ratones en su cuarto, severamente trancado para darse la ilusión de estar defendiendo sus virtudes carnales.
El Sargento miró la cabeza de pájaro de la mujer. Pensó que si usara cofia le quedaría la cresta; pensó en jaulas, en rejas, en graznidos, en latigazos. Pensó en soldados muertos, en guerrilleros heridos.
—¿Qué pasa con el enterrador?
—Lo veo sospechoso.
Le disgustaron los labios delgados del Ama, apretados con vergüenza de pertenecer a la boca. Presumió que el temor de que alguien la juzgara por un aspecto suyo descuidado la había hecho de verticalidad forzada, de una rigidez interior que se traducía en su postura.
—Lo estamos vigilando.
—Sí, lo están vigilando…
Las palabras salieron estrechas. El Sargento cortó la frase con un latigazo en una bocapierna. Y al ver a don Heraclio cruzar la plaza, atravesó la calle para acompañarlo a la casa cural.
El Ama salió como si volara.
Al seguir sin comentarios al Sargento, el Cojo Chútez hubiera querido buenas piernas para marcar el paso con desenfado igual. Más que nunca se fijó en esos dientes poderosos, en esas mandíbulas de agresivo ajustarse, en esos ojos sin cejas, en esos pómulos que sobresalían para templar la piel de cobre antiguo.
A su vez, el Sargento, oyendo los tres pasos de su acompañante —la bota normal, la de triple tacón, el bastón herrado—, lo definió en su irradiación de poder, en sus piernas largas y musculosas, aun la encogida pues la cojera formaba parte del mismo vigor, le infundía una insolente superioridad física, hacía pensar a quien lo viera: «Cosa importante sucederá de un momento a otro».
Cuando atravesaba la plaza, al padre Barrios le dieron la impresión de ser dos nudos tensos.
—El Cojo pasa junto al tamarindo —dijo el enterrador—, bajo la rama donde ahorcó a Juancho Lopera.
Y ante el ceño del sacerdote:
—Esa voz corre desde hace veinte años.
También el sacerdote había escuchado los rumores: años antes don Heraclio apareció con la rodilla desgarrada y con un tigre herido. «¡Hizo caminar al tigre por la calle!». Al otro día el cadáver de Juancho Lopera amaneció colgado del tamarindo. Ni lazo, ni soga, sino unos metros de alambre de púas…
—Aquí mientan «El Cementerio del Sargento Mataya» y «El Pueblo del Cojo Chútez»— agregó el enterrador cuando vio acercarse a los dos hombres. —El Sargento dispara, el Cojo se enriquece con sus fechorías. También el Cojo se volvió malo.
Por eso sonaron falsos el saludo y la introducción. Que era necesario ser implacables con los asesinos, que la autoridad legítimamente constituida…
—Los del otro bando se han insolentado —dijo don Heraclio.
El sacerdote observó el bastón de punta herrada.
—¿Quiénes son los del otro bando?
El Cojo echó a un lado la respuesta:
—Los enemigos del orden.
—¿De cuál orden, señores?
Para el Cojo la réplica fue redundante:
—Los enemigos del Gobierno.
Le molestó el silencio del sacerdote. Y el latiguillo del Sargento Mataya, y la nueva pregunta:
—Dígame, don Heraclio, ¿es amigo del Gobierno?
El bastón trazó una parábola.
—¡Qué ocurrencias, señor Cura!
—¿Es amigo del orden?
La acidez en la faz del Cojo se resumió en la nariz, que parecía cerca de malos olores. Quiso responder con un insulto pero lo detuvo una duda:
—¿Y usted, padre Barrios?
Cansada salió la voz:
—Soy un curita de misa y olla.
El Cojo y el militar cambiaron miradas.
—Padre —comenzó el Sargento; sólo el látigo se movía en él—. Sabemos que lo visitó un guerrillero.
—Vino un hombre de la montaña.
Trazó con el índice dos círculos en el escritorio, empuñó el crucifijo.
—Un acorralado.
—Le daría información importante, su Reverencia.
—Que ustedes lo matarán. Y a su familia y a sus vecinos. A él le cortaron un brazo.
—Están fuera de la Ley —dijo el Cojo—. Capturarlos es nuestra obligación.
—¿Por qué suya, don Heraclio?
—Colaboro en el mantenimiento del orden.
—Había orden en el cementerio a mi llegada. Visité la tumba de José Miguel.
Los otros se colocaron un par de miradas agresivas. «Como si se tratara de lentes inadecuados.»
—José Miguel era chusmero.
—Iba contra la Ley.
—Me dijeron que tocaba la guitarra.
El enterrador sembraba cerca. Retozaban los reflejos de la pica al sol y sus manos al desmalezar la era.
—Usted podría ayudarnos, señor Cura —dijo el Sargento con expresión cautelosa.
—¿En qué forma?
—Debió darle información el guerrillero de anoche.
—Vino a confesarse porque sabe que va a morir. En cuanto a información me dijo que don Heraclio Chútez quería comprar su finquita.
El sepulturero sonrió. Los otros volvieron a mirarse.
—Es deber colaborar con las autoridades.
—Yo sé cuál es mi deber. Ojalá ustedes acierten al cumplir el suyo.
—Las órdenes son acabar con los guerrilleros —dijo el Sargento.
El sacerdote creyó notarlo contento de que el cumplimiento del deber fuera ligado al delito: ya no se trataba del frío acatar órdenes sino del apasionamiento en la destrucción. Quizá fuera elemento peligroso cuando luchaba por causas que merecían una virtud acorde con el crimen, que autorizaran el daño sin afectar la conciencia. El fanático seguidor de órdenes en las cuales el delito apareciera como cauterio sin que la conciencia interviniera en el balance final.
—Padre —dijo; se aclaró la garganta—. Ellos tienen muchos heridos graves. ¿No le pidieron que fuera a confesarlos? Trataron de raptar al párroco de Balandú.
—Por fortuna —terció don Heraclio—, ese párroco es de los nuestros.
El sacerdote arrugó el entrecejo. El Sargento siguió:
—Usted podría conducirnos a las guaridas.
Los puños del enterrador se inmovilizaron. En cuclillas contra la era abrió más los ojos, como si escuchara por ellos. La voz del sacerdote se volvió acerada.
—Les hablaré si es posible, intentaré convencerlos, pero…
—¿No quiere colaborar, padre Barrios?
Los reflejos del sol en la pica se proyectaron contra la pared, cruzaron los rostros del Sargento y de don Heraclio. Éstos se fijaron en el enterrador, que había dejado de escarbar las eras para acariciar la herramienta, deleitosamente. «Es sospechoso», había advertido el Ama.
Y cuando el Sargento lo vio sacar la lima del bolsillo trasero, requirió con voz de mando:
—¿Qué hace, enterrador?
—Mantener afilada la pica, mi Coronel…
Echó a los labios su taimada sonrisa.
—… Cuando menos piense me llegarán buenos muertos… —Levantó con la pica una cascabel muerta—. Hay mucho bicho que matar…
El sacerdote ordenó:
—Ve a cuidar a la mula, tendré que salir más tarde.
El enterrador salió cojeando ligeramente para compensar la falta de la mano. Cuando desapareció tras la puerta de la pesebrera, el Sargento dijo, observando cómo la pica había sido colgada del montante:
—De todas maneras lo seguiremos a usted, padre. Acabaremos con los alzados.
—¿Le atrae la sangre de los rebeldes?
—No me atrae ver la de mis soldados.
—Cristo sangra en los soldados y en los guerrilleros.
El Sargento hizo buches de aire, luego prensó las mandíbulas hasta que los maseteros formaron un relieve iracundo. Eso de amar al enemigo se le antojaba una frase retórica de sermones o una excusa para temerosos. Tal vez sus soldados prefirieran la vida rutinaria del cuartel pero mataban animosos aunque después se sintieran levemente culpables. Mas, el sentimiento de culpa se diluía al reflexionar que en matar consistía el cumplimiento del deber, que de ahí precisamente provenían los ditirambos oficiales porque el exterminio se había convertido en virtud patriótica.
Su látigo redobló en el barandal.
—Somos fuertes, padre Barrios.
El sacerdote se oyó con desaliento al caer en su vicio de la sentencia.
—Únicamente los espíritus superiores saben sentirse fuertes y permanecer mansos.
—Muy elocuente, pero le seguiremos si va en auxilio de los moribundos del Páramo.
—Con permiso, señores. En el confesionario me aguardan.
Sus suelas pisaron la faja de sol. El Sargento entrechocó las botas.
—Lo vigilaremos día y noche, padre Barrios. Si va, aniquilaremos a los rebeldes.
Tras una sonrisa petulante añadió:
—Dejo ese problema a su conciencia.
El sacerdote oyó el golpe de la puerta hasta que en la calle se apagó el ruido de las botas y del bastón herrado. Sus dedos estrujaron el crucifijo.
—Gracias, padre Barrios —dijo el enterrador saliendo de improviso—. ¿Quiere que lo acompañe al Páramo? Ellos lo perseguirán, ellos nunca perdonan.
Volvieron los destellos de la pica. La serpiente colgaba del herrón.
—Algún día los enterraré.
Al sacerdote le dolía todo en derredor, tenía la sensación de ser un muro viejo condenado a sostener pesos que no eran suyos.
—¿Por qué te dedicaste a enterrador? —preguntó con voz ajena.
El otro se recogió en sí mismo, evasivo.
—Mi primo era sepulturero. Cuando lo mataron vine yo a enterrarlo… Es el único oficio con clientela en este pueblo.
Mostró su mano y su muñón callosos.
—¿Qué hacías antes?
—Era agricultor. La violencia me echó de la tierra.
Un varijón cayó al tejado.
—Antes sembraba papas y maíz.
Alzó la cabeza hacia el Páramo, volvió a bajarla.
—… Los cadáveres no retoñan.
Se puso la sonrisa falsa.
—… Aunque ahora estamos en cosecha.
El sacerdote vio en el enterrador lo sombrío de los habitantes de Tambo. Quizá influyera la cercanía del volcán, pues equivalía a tener día y noche la presencia de la muerte. Las casas averiadas o echadas al suelo no habían sido reconstruidas. ¿Para qué si de un momento a otro el volcán arrojaría lava? Los endurecía cierto fatalismo, cierto cariz de éxodo, cierta marca de condenación traducida en apatía frente a los demás, frente a sí mismos. Vivían por vicio, por pereza de morir. Hasta en los niños se notaba una esquivez enfermiza, en todos un miedo con indiferencia, una ruptura de los más puros resortes humanos. El goce de las cosas había quedado atrás.
A su lado el enterrador olía un puñado de tierra recordando a su familia desaparecida. Nadie más, fuera de dos o tres vecinos, sabía de la existencia que llevaba antes. Una vida medio vegetal, medio mineral, amable en su carencia de grandes proyecciones. Un riachuelo de aguas frías, árboles, viento y matas en la huerta, y escasas voces familiares, y pájaros en las madrugadas. No era mucho pero llenaba las horas de cada día.
De repente arrojó el puñado de tierra, se hizo un nudo de contención.
—Hoy la tierra huele a tumba.
Giró el rostro, resaltaron los tendones.
—Una noche arrasaron la montaña…
Se enderezó, clavó la pica.
—… Me obligaron a enterrar a mi mujer y a mi hija. No sabe las bestialidades que les hicieron delante del niño.
Muñón y pica temblaron, tembló la bizquera del odio. La serpiente se tambaleaba.
—Después vine haciéndome el loco, para cavar la tumba de esos asesinos.
Los movimientos preocupadamente afirmativos eran en el sacerdote una manera de negar. «Para la tumba de esos asesinos. ¿Asesinos los soldados? Parte del podrido engranaje, nada más. Las instituciones vuelven a los hombres demasiado evidentes, en vez de hombres con otras dimensiones, los hacen confundir con la función que desempeñan o con la que se les atribuye: un cura, un militar. Pero no hay seres demasiado obvios, no hay seres… Si te reclutaran y uniformaran, enterrador, harías lo mismo. Carne de pueblo, mal dirigida. Órdenes inflexibles que olvidan la condición humana. Sistemas que…».
Desde la puerta de comunicación con la sacristía, el Ama de llaves avisó que varias penitentes esperaban en el confesonario. Su cuello y su cabeza tenían los movimientos convulsos de los gansos al entrever un peligro.
—Como su Reverencia llamó a confesión general…
El mismo día de su llegada. Lo creyó oportuno para comenzar las Ferias de Tambo.
—Padre, lo que acabo de decirle puede ser una confesión —advirtió el sepulturero. El Ama había desaparecido como evaporada.
—La venganza es anticristiana.
El enterrador torció la boca mientras el muñón jugaba con la cascabel.
Un ruidillo le avisó una presencia extraña en el cuarto contiguo, de rebrujo. «¡Esa soplona del Ama!», pensó mirando la reja del dintel y la culebra en la pica, alternativamente. La idea le brilló en los ojos mientras se desplazaba hacia la puerta de la intrusa. Se detuvo.
—Oiga, padre.
El enterrador abrió desmesuradamente los ojos como para oír por ellos.
—¿Qué cosa? —preguntó el sacerdote remedando mecánicamente la postura del enterrador.
—En la cárcel. En las celdas. Gritos.
El sacerdote se estremeció, creyó escuchar alaridos de algún torturado. En el silencio, el tambor sonó como un latido.
—Nada oigo —dijo con duda, con ganas de que fuera imposible oír alaridos de torturados en las celdas.
El enterrador recuperó su posición desprevenida.
—Ya los oirá, padre. —Y volviendo al tema—: En el Páramo hay moribundos.
—Debo ir —dijo el sacerdote apretando con dos dedos ambas sienes. El enterrador siguió desplazándose cautelosamente.
—Lo seguirán, padre. Usted no conoce esos rodaderos.
—Dios los conoce.
—Tal vez Dios no sea buen guerrillero.
El sacerdote tuvo desaliento para enojarse. Al oír botas herradas giró la cabeza y vio que dos soldados se apostaban a la puerta.
—Empezaron a vigilarlo, padre. —Tomó en su mano la serpiente, calculó la altura de la puerta detrás de la que el Ama fisgoneaba. La barbilla del sacerdote se acercó más al pecho enjuto.
—Déjeme que le ayude, padre Barrios —siguió el enterrador empezando a meter la culebra por la rejilla, hasta que en sus ojos se esfumó aquella figura vencida.
El enterrador bajaba los escalones cuando oyó el grito despavorido del Ama.