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En Tambo se reunirán los mejores galleros.

—En Tambo lo encontrará.

A veces trataba de olvidar que buscaba a un hombre para matarlo. Sin embargo, seguía de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, con un odio que ya me cansaba los ojos.

—Se necesita querer a una persona para buscarla tanto —opinó alguien.

—Tal vez odiarla mucho —dudó otro.

Y a mi pregunta respondían:

—¿Un gallero de cuarenta y cinco años? Hay tantos galleros de cuarenta y cinco años.

Miraban mi alta estatura, se miraban ellos.

—En algún cruce lo encontrará.

—La vida tiene más vueltas que un cuerno.

—Y en una de ellas…

¡La vida y sus vueltas! Por eso trillaba caminos de pueblo en pueblo, de finca en finca, recogiendo sensaciones que me hicieron más hombre. O menos hombre, según se mire. Algunas se pegaban dentro, sin maltratar, otras me incomodaban, se hacían cuerpos extraños pero de nadie más, como remordimientos.

—A las Ferias de Tambo irán los mejores galleros —dijo alguien. Y cuando tuve la seguridad de que allí encontraría al que debería morir, con la yema de un pulgar probé largo rato la punta de mi cuchillo.

—«… Los mejores galleros».

Desde pequeño me despertaban los cantos de los gallos. Entre ellos crecí, ellos me fueron enseñando el camino del hombre. Mi madre les echaba maíz como si alimentara recuerdos.

Días. Meses. Años.

—Deberías venderlos —le dije por decir. Terca en la fidelidad a su pobre historia, respondió:

—Él vendrá por sus gallos cualquier día. Aguilán sigue cantando.

Toda ella parecía irse al mirar por la ventana.

—«Mañana volveré. No hay uno igual», le dijo el desconocido años atrás. A veces yo hablaba a solas para adivinar aquella voz, apretaba los ojos para adivinar los pasos de regreso.

Pero nunca regresó por su gallo. Nunca regresó por ella.

Y se arrastró el tiempo, y Aguilán no atacó más su sombra, y se mellaron las espuelas, y perdió las plumas negras de su cola roja, y una mañana el pico amaneció clavado en el polvo. Mi madre lloró, cortó las espuelas y las clavó en la pared, junto a las del desconocido.

Pero otros gallos hijos de Aguilán cantaron en los corrales y mi madre los crió empecinada:

—Algún día vendrá por ellos.

—No vendrá.

—¿Crees que iba a dejar olvidado su mejor animal de pelea?

—Madre, ya murió. Aguilán está muerto.

—Qué sabe uno…

Ese hombre le había dañado su destino, había dañado el mío. Desde que oí por primera vez el canto de los gallos, desde que una voz empezó a contestar dentro como si aquel canto me perteneciera. Tardes y tardes pasó en los corrales espantando la voz, pero el camino estaba marcado: también yo sería gallero.

De ahí en adelante la vida fue espuelas, crestas, picos, plumas. Plumas de rojo quemado. Plumas jaspeadas. Plumas saraviadas. Plumas de gallo peleador. Y seleccionaba los que a picotazos destruían su imagen en los charcos, los que atacaban su sombra y curvaban cuatro plumas negras en su cola roja. Al verme adiestrándolos mi madre pronunciaba un «¡Igual al otro!», con vaivén de cabeza. Ignoré si se refería a mí o al gallo de turno.

Por instinto sabía volverlos más combativos. Al enterarse de que era el ganador en el vecindario, ella decía palabras que formaban parte de su mismo silencio:

—«Tenía que ser así.»

Porque yo estaba marcado. Como los gallos que nacen para matar o para morir peleando. Y no reclamaba. Sabía que alguien torció nuestro camino, que nosotros torceríamos el de alguien, con o sin culpa.

Aunque la vida era amable al tender la soga a las reses en estampida, al oír el viento en la crin de los caballos, al sentir el olor de la madera, no dejaba de transferir mi odio; por eso al lidiar toros y muletos duplicaba mi fuerza imaginando que dominaba al desconocido.

Hasta los picotazos de mis gallos me vengaban; era él quien los sufría.

—«El día señalado nos veremos frente a frente, y morirá», juré, niño todavía. Y amolaba despaciosamente espolones y cuchillo mientras miraba a cualquier punto.

Días. Meses. Años…

Aún creo recordar el brillante sonar de las espuelas de mi padre sin figura, las de los vaqueros, las corvas espuelas de Aguilán. Cuando en las noches me tendía sobre la hierba, fijaba en dos estrellas los ojos porque las estrellas se me hacían rodajas metálicas. Entonces rayaba la hierba con los talones, vengativo. Sin embargo, en ocasiones luchaba por resignarme a oír a mi madre hablar de cuando el forastero le entregó el gallo y le dijo: «Es de la mejor cuerda, volveré…».

Pero detrás mi sombra decía: «Hay que encontrarlo». Porque al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje y vivir en mí como en casa ajena. Por lo menos esto había llegado a comprender: debía recorrer mí pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito.

Y lo llené con odio desde que oí cantar los gallos, desde que vi a mi madre echarles maíz como si se desgranara, desde que me hice vaquero. Por eso cuando dijeron: «Irán los grandes apostadores a las Ferias de Tambo», con una alegría causada agarré camino, el gallo bajo mi poncho veranero, entre el cinturón y mi piel el cuchillo para el que un día prometió mentirosamente:

—«Dejo el Cuatroplumas en prueba de que volveré.»

Porque desde esa promesa mi madre no tuvo otra vida que la de Aguilán. Meses, años de diálogo sin objeto:

—¿No oyes zumbar la candela?

—Sí, madre, zumban los leños en el fogón.

—¿No te lo dije? Es señal de que vendrá. —Y descolgaba las espuelas del muro. Yo alzaba la voz al verla tan ingenua:

—Nadie llegará, madre. Estamos solos. ¡Solos!

Y nadie llegaría.

Comíamos pan duro, comíamos silencios duros con la sopa sobre un mantel de cuadros amarillos y rojos, remendado una y cien veces junto a la ventana. Nunca la ausencia de aquel hombre dejó de llenar el rancho, nunca una alegría sin mancha llegó a nuestra mesa gris.

Y cuando las afueras del pueblo se hicieron pequeñas, salí lejos a ganar dinero con que apostar a mi gallo. Amansaba potros y muletas, arreaba ganado, organizaba tandas de cartas y dados, no perdía carnavales ni ferias, para decir cuando encontrara al desconocido:

—«Lo juego todo a mi gallo.»

En Aguilán habría de jugarme esa cosa amarga que era mi vida.