El enterrador oyó ruido de cascos contra los filones de lava.
Después vio una mula, y sobre la mula un hombre. El hombre era un sacerdote.
La figura del nuevo párroco de Tambo lo dejó indiferente, excepto su mirada fija en el armazón de la iglesia. Por ella parecía orientar su pensamientos aquella tarde de su llegada.
—¿Hay algún muerto? —preguntó el sacerdote al detener la mula.
—Aquí no vive nadie —dijo el enterrador mostrándole el muñón de un brazo.
—¿Entonces por qué llevas la pica al hombro?
—Costumbre, pues.
Sobre un canto de lava dormía una iguana, el verano había cambiado su color verde por un gris de cascajo. Cuando el sepulturero le arrojó un pedrusco, la iguana huyó por los arenales.
—Las únicas manos callosas de Tambo son las del enterrador —dijo mostrando los brazos—. Ellos creen que me mataron ésta, pero la siento vivita para enterrarlos a todos.
Escupió, y la saliva se hizo una bola de polvo.
—¿No encontró soldados? Todos los días arrastran dos o tres cadáveres de guerrilleros.
Pisó la saliva como si se tratara de un insecto venenoso.
—Pero ni el sargento Mataya ni el cojo Chútez quieren morir, y mi pica los está esperando.
Del pueblo rodaba una rara canción. —«La cantará un pecador que no quiere arrepentirse», reflexionó el Cura—. «De aquel cráter parece salir el cielo. Cualquier día una erupción…».
—Morir no es agradable —dijo.
—¿Es agradable vivir? —el sepulturero echó otro salivazo y meneó la cabeza. El sacerdote observó el cementerio hasta detener las pupilas en las manos de un niño pegadas a la reja.
—Es irremediable. En los ojos del niño lo asustó una mirada de viejo, la de alguien que sabe o espera lo peor de los hombres.
—Es mi hijo Daniel —dijo el sepulturero—. A él no lo mataron.
Y enjugándose la frente con el muñón:
—No le dieron el mejor sitio para su apostolado.
El sacerdote cerró los párpados al sol. Aclimatarse era su destino.
—Nunca he pedido el mejor sitio.
Repasó las cruces torcidas, las burdas inscripciones.
—Los caminos de Dios no son caminos de tierra.
El sepulturero contempló una lagartija que entraba por la ranura de una lápida, y volvió a menear la cabeza. Enterró una punta de la pica. El impacto ahuyentó un moscardón.
—Es malo el calor en este pueblo —volvió. Enfrentó los ojos al sol hasta que lloraron. Cuando los cerró, en esa oscuridad artificial otro sol negro siguió clavado en la retina—. Todo es malo: la tierra, las personas… Ya conocerá al Cojo Chútez. Ya conocerá al Sargento Mataya.
Sobre el tapial entejado el sacerdote vio una ringlera de gallinazos, algunos con las alas extendidas. Detuvo sus ojos fatigados en una tumba reciente, con flores frescas y un letrero dispar.
—Es de José Miguel Pérez —dijo el enterrador—. José Miguel tocaba la guitarra.
—La gente puede ablandarse.
—Padre, no sabe dónde se ha metido.
El sacerdote oteó los cerros cercanos a las nubes. Debería hacer frío sedante. «Como una tranquilidad de conciencia.»
El sepulturero se quedó mirando la estrecha frente, el color indio, la inclinación hacia adelante como si la cabeza le pesara demasiado. De lejos sus párpados caídos remedaban gafas, pues el círculo se completaba con arrugas profundas bajo los ojos. Tenía la expresión del que vive hacia atrás o del que sufre los acontecimientos. Cuando acercaba sus gruesas manos al rostro parecía tener dos cabezas.
—¿Allá están los guerrilleros? —preguntó llevando un pañuelo a su frente. Y volviendo al hombre, dijo con aire agotado:
—No debería haber callos en las manos de un enterrador.
Cuatro herraduras sonaron otra vez. Las sombras de la mula y del jinete subían jadeantes. El agudo estridular de los grillos era el mismo sonido del calor entrándose por las orejas. Alguien aporreaba unos cueros de res que se tostaban como ajusticiados contra dos armatostes. «Acompañarán la canción del pecador.»
—¡Desde la madrugada lo está esperando el padre Azuaje! —gritó el de la pica.
«Azuaje…», pensó el sacerdote sin resentimiento y sin afecto. De su misma edad sería, fuerte y mandarín como un mayordomo de Dios: Éste era para él una especie de finquero bravucón que a veces exigía cepo y látigo en la doma. Pero lo veneraba a su manera y a su manera aplicaba y seguía sus leyes. Tal vez aquel apasionamiento cerril por Dios agotó las energías de sus afectos: le quedó poco amor para aplicar al prójimo.
Llevó el pañuelo a la frente para borrarse la imagen del párroco y enjugar el sudor.
El camino de lava se fue volviendo calle, en la calle había sol y palabras de personas invisibles.
—Hoy llega el cura nuevo.
—¿Caerá un tris de agua siquiera?
—Tal vez candela del volcán.
El sepulturero se terció la pica y siguió el camino de la mula, a rastras la sombra que el sol tiraba al cascajero. La de la pica remedaba una guadaña.
Las primeras casuchas, medio destruidas, hicieron calle al sacerdote y a la mula. Dos gallinas escarbaban en las fisuras del empedrado, un perro flaco gruñía lastimeramente al rascarse las pulgas, un niño sentado en una piedra, un grito detrás de una tapia sin alero. El sofoco parecía venir no de la presencia del sol sino de la ausencia de árboles.
«La Casa de los Faroles.» Leyó sin pronunciar las letras. «Tan importante como la casa del Señor en estos pueblos miserables.» Al pasar junto a ella susurraron entre los ruidos de un traganíqueles, dos postigos se abrieron y entrecerraron, unos pies descalzos corrieron en el interior. «¡El curita nuevo!», oyó que dijo una voz aguardentosa. El sacerdote sintió que lo vigilaban mil ojos invisibles.
«El Gallo Rojo», siguió leyendo. «Es la fonda de los galleros.» Dentro, unos hombres de rostro agresivo jugaban a los dados en cubiletes de cuero, con vasos de licor y cabos de cigarrillos en los bordes de los labios y de la mesa. Uno de bigotes ahumados codeó a los otros, sin levantarse, barajando un mazo de cartas. Alzaron la cabeza y continuaron jugando.
Otro parado enfrente, gordo y de vestido blanco, al paso del sacerdote echó atrás el sombrero con el dorso de una mano. La sombra de la pica se grabó en el piso de entrada.
—Una lima grande, don Jacinto —pidió el enterrador. Dos mulatos avanzaron cuatro pasos.
—¿Para qué la quieres grande? —preguntó el tendero.
—Para amolar mi pica.
Sobó el filo con el muñón, aguzó el oído a la marcha de un pelotón de soldados.
—… Buenos muertos acaban de llegar.
—¿Muertos?
—No importa si todavía están vivitos.
—Si es para eso yo la pago —dijo uno de los mulatos antes de desocupar el establecimiento, y tiró un billete. A una seña del de bigotes ahumados, alguien salió furtivamente detrás de los mulatos.
Afuera se oyó el taconeo acompasado de los soldados, y un «¡Alto!». El que los mandaba entró.
—Para servirle, Sargento Mataya.
El Sargento miró con frialdad. ¿Hasta cuándo ese distintivo? Varios años llevó las insignias de Sargento. Después le dieron las de Teniente, en la Policía. La palabra le sonaba decorativa, y él era hombre de campaña. Prefirió regresar al Ejército y que lo siguieran llamando «Sargento», pero ya no era joven. Si volviera a la Policía, si lo ascendieran, la pelea sería de Capitán contra Capitán. «El Capitán Mataya contra el Capitán Canales.» Más que el grado le importaría la sonoridad.
—Un paquete de cigarrillos —dijo. Y para sí: «¿Qué diablos estarán pensando en La Brigada?». El tono de su voz era mucho más agudo que el que debería corresponder a su estatura roblesca.
Los de la mesa de juego saludaron. Él los miró con frialdad porque en el exterminio eran desorganizados y actuaban sin respaldo marcial. De la amenaza y la muerte que aquellos representaban, al Sargento le molestaba la ausencia de valor y aparato, de disciplina e informes sellados, acerca de órdenes cumplidas.
El enterrador casi rozó a los soldados con la pica. Giró el cuello, hizo chocar la lima en el metal y prosiguió con gárgaras de risa. El Sargento masculló:
—Si lo vuelve a hacer, lo mato.
—Es un pobre diablo —medió el tendero.
—Hay odio hasta en su caminar —dijo el Sargento, y recibió los cigarrillos—. Como que llegó el cura nuevo —agregó viendo a distancia los flancos de la mula—. ¡Este maldito pueblo! Al amanecer, de día, de noche. Calor a toda hora.
Contrajo los ojos desteñidos. Al acabarse la voz, recuperaron su amarillo verdoso, pero las pequeñas arrugas de la contracción permanecieron porque eran huellas de órdenes dadas cara al sol y de la búsqueda de algún detalle desarreglado en la tropa: ellas formaban parte del temor que infundían.
Volvió a oírse el taconeo del pelotón. Al perderse tras una esquina, el ruido de las botas se cambió por el de los cascos herrados de la mula. Las gallinas se rebulleron, el perro cojeó desganadamente, el niño de la piedra alzó dos ojos sin vida en una cara llena de polvo.
—¿Quieres una medalla? —preguntó el sacerdote frenando la mula. El niño retrocedió con amedrentada lentitud, entró en una pocilga y cerró la puerta, que crujió al esfuerzo—. «¿De dónde vendrá tanto humo? Cómo chillan los grillos de verano.»
La calle apareció más larga ante el sacerdote. Al fondo la iglesia, y encima dos cruces cansadas de tener abiertos los brazos.
Le habían dicho que Tambo era un pueblo olvidado de Dios. Los que quedaban eran indigentes con odio y terror, sin ganas de vivir ni de morir. Deber suyo era mostrarles el camino del cielo, los caminos transitables de la tierra. Para eso había llegado.
—«Como que nos castigó la Jerarquía», le dijo la víspera el clérigo que lo reemplazó en su anterior parroquia. Acusaciones de políticos, de militares, de señoras…
Al avanzar lo desanimó el promontorio de la iglesia, que no pasó del techo necesario para guarecer la interesada piedad de algunos feligreses. Le dolió como algo suyo roto definitivamente. Ni un remedo de parque, ni una fuente. Sólo un árbol en la plaza.
Dos mendigos alzaban la voz en el atrio; uno escondía un envoltorio, el otro lo amenazaba con su muleta. El del envoltorio tenía cara de cólicos, la cabeza del otro se crecía con una mata de pelo que le chorreaba hasta los ojos; visto a distancia parecía tener una gorra de paja negra.
El enterrador asomó cuando los cascos sonaron junto a la casa cural.
Y mientras se enjugaba con la sangría del codo vio al padre Barrios apearse en la puerta falsa al tiempo que el viejo párroco, enzainarrado ya, sacaba de cabestro su cabalgadura y saludaba con sequedad.
Desde su sitio no podía escuchar, pero creía adivinar el diálogo por su conocimiento del párroco saliente, que estaría diciendo:
—Desde el balcón estuve vigilando su llegada, padre Barrios. Nadie se demoró tanto para avanzar cien metros.
—Si el afán es el que mide las cosas, padre Azuaje —podría haber respondido el padre Barrios—. Me detuvo esa mole.
—¿Se refiere a la iglesia? No hubo modo de terminarla. En Tambo son malos cristianos.
—Malos párrocos les habrán destinado, padre Azuaje —respondería el otro.
Y entusiasmado el enterrador con ese imaginario cambio de impresiones, siguió su camino.
—Adiós, Manco —le dijeron tres hombres indolentemente sentados en sillas de baqueta—. ¿Cuándo te entierras tú?
Sin detener el paso los amenazó con el muñón y con una torva mirada. Ya alcanzaba a oír, entre las risas de la esquina, al clérigo que se apeaba de la mula y al que montaba en su caballo.
—Ojalá pueda colocar una torre, padre Barrios.
—¿Un edificio pretensioso contará para el Dios de los humildes?
—Nuestra misión, que es la del alma…
Fue zumbona la mirada del padre Barrios cuando calculó la cantidad de alma disponible en las exuberantes carnes del padre Azuaje. Alto, fuerte, de movimientos ordinarios pero con cierto porte cardenalicio en rezago de viejas ambiciones que se tragaron las aldeas. Su quijada sobresalía como un altoparlante de sermones impresionantes que nunca llegó a pronunciar.
—Sí, el alma… Pero mientras el hombre vive, ¿el alma no se alimentará de su cuerpo mortal?
Ojeó las ventanas desbarretadas, las paredes con huecos, el techo de la gallera. La gallera y la iglesia eran los únicos edificios importantes de Tambo. «Religión y vicio… El que peca y reza, empata», pensó con vergüenza el padre Barrios. Y las mejores viviendas eran la Casa Cural, la Cárcel, la Casa de los Faroles, sacadas al temor del cielo y al amor de la carne.
—La majestad del culto… —empezó el otro. Las cejas del padre Barrios aletearon al envión de esas grandes palabras que tuvieron sentido antes de que las mellara la rutina de mil sermones recitados sin empaparse en la sangre de los profetas. Al notarlo, su colega se limitó a informar:
—Allá están las cosas que encontré a mi llegada. El Ama le mostrará el rodaje.
Y como viera al recién venido observar la soledad, aclaró:
—Poca gente, es verdad. Viven en la gallera, en las cantinas o encerrados de miedo.
El padre Barrios aprobó silenciosamente: el mismo fenómeno de otros sitios. En un principio fue el miedo concreto al matón, a la pandilla, al Ejército, a los guerrilleros. Pero cuando estas cosas dejaron de ser ellas mismas por haberse multifurcado, el miedo se convirtió en angustia: era ya el temor ante cosas cuya causa desconocían y cuyo remedio no estaba en sus manos.
Al comienzo aquel miedo despertó cierta desesperada vitalidad que se manifestó en la lucha; después el sentimiento de la derrota convirtió el terror en indiferencia hasta llegar al cinismo. Y la violencia que de ahí siguió no fue otra cosa que la extrema manifestación del miedo, de parte y parte.
—… Se ha reventado la moral.
La voz se le fue derritiendo. El sonido llegaba como sudor.
—Bueno, padre Barrios, si no salgo perderé el tren de las cuatro en Balandú.
Echó a lo alto la cabeza para calcular la hora, señaló con la quijada el Páramo.
—Endemoniados esos guerrilleros, intentaron robarse el párroco de Balandú.
Se despidió del Ama —una mujer con figura de pájaro, despechugada, que bregaba por derramar dos lágrimas—, alzó el brazo derecho a cinco señoras agrupadas en el atrio, sacudió las bridas y salió con la expresión de quien se descarga.
El padre Barrios se quedó mirándolo… A medida que se alejaba el ruido de los cascos, le llegaban, sin viento, vahos de largo verano, un olor de cosas en descomposición, de pantanos que se desecan, de animales muertos, de cañas fermentadas, de peces en algún cauce sin agua. Y las voces de los mendigos, que en el atrio continuaban disputándose el envoltorio.
Cogió del ronzal la mula y desapareció por la puerta falsa de la casa cural, como quien empieza a morir.
El enterrador levantó el muñón al corrillo de mujeres y blandiéndolo se perdió también por el portón.
Los goznes rechinaron tras el decaimiento de las cosas.