Epílogo

EL tiempo se ha aclarado; hace frío. Es el anochecer, ya oscuro. Sobre la plaza del Pino brillan claras las estrellas en un cielo azul, despejado. Se acercan las Navidades. Hace dos días que el viejo Juan está encerrado en su piso sin salir, sin querer ver a nadie. Con la barba crecida, vestido con trajes holgados, sucios y arrugados, cada día más flaco, cada día más viejo y achacoso, parece un fantasma, una aparición de ultratumba. El día anterior llamaron a la puerta. Él estaba dentro, sentado en su sillón, de donde apenas se movía, sin radio, sin periódico, sin revistas, sin fuego en la chimenea, sin su Mari Juana. Dejó que el timbre sonara dos veces; luego se levantó con esfuerzo; de vez en cuando entraba la señora Isabel y dejaba algo de comida; tal vez fuera ella, o tal vez la señora María. Él cogía el plato y volvía a cerrar. Abrió un poco la puerta, mirando quién era. Por suerte, el cartero subió con la señora María; de lo contrario no le habría abierto. Era una carta de América, con un cheque que le mandaba Lisa. Juan Bausá firmó en la libreta; trazó unos signos ilegibles. El cartero se fue. La muchacha de abajo leyó la carta. Lisa escribía para los dos, pues nada sabía de la muerte de su madre; se interesaba por su salud; les comunicaba que había tenido un viaje feliz, y les mandaba ya una cantidad, anunciándoles que seguiría mandándosela todos los meses. Él pareció no oír nada. No se alegró. Tenía la misma expresión estúpida, pero dura, sombría. Lo dejó en manos de la señorita María y se retiró a su salita, sin pronunciar palabra.

La señora Isabel y la señora María se pusieron de acuerdo; harían gestiones para cobrar; pagarían las deudas; le comprarían ropa y le guardarían el resto para sus comidas. Al paso que iba no tardaría mucho en morir. Él parecía desearlo; irse a reunir con ella, huir de los hombres.

Es el anochecer; la noche clara, despejada, y las estrellas brillan con claro centelleo en el cielo puro de diciembre. Hace frío; los transeúntes pasan envueltos en sus abrigos. La señora María, bien abrigada en su mantón, está en la esquina junto a su hornillo, en su puesto de castañas. Al lado de ella hay sacos viejos, y una manta.

Nieleta llega hasta ella; huye de la soledad de su casa, del frío.

—¿Me deja sentarme aquí, señora María?

—Hola, Nieleta. Siéntate, en gracia de Dios.

Nieleta se sienta en el suelo, sobre los sacos y la manta. Hace dos noches también lo hizo, porque en su casa se encontraba sola. Anteayer enterraron a la señora Juana; Nieleta vio el coche en la plaza. Era una buena mujer. Hoy ella, en su casa, se sentía más sola.

—¿Quieres una castaña, Nieleta? Toma, dos.

Ella, sentada en el suelo, dice que sí con la cabeza.

La joven las toma y le da las gracias. Sentada en el suelo, Nieleta las monda, dulcemente, como lo hace todo, y las come, sin prisa.

—¿Quieres más, Nieleta? ¿Quieres un boniato? —Ella deniega con la cabeza—. Hace frío esta noche, ¿verdad?

Ella dice que sí de nuevo con la cabeza.

—Ven, caliéntate las manos. Las tienes ateridas.

—Sí, las tengo ateridas.

Nieleta tiende las manos sobre el hornillo.

La señora María le acerca el capacho, donde, dentro de un pedazo de manta, envuelve las castañas asadas para que se conserven calientes.

—Ponías aquí, Nieleta.

Nieleta hunde las manos en la manta, cerca de las castañas calientes.

—¡Oh, qué bien! —Nieleta sonríe ante la grata impresión del calor en sus manos, y repite—: ¡Qué bien!

Después, sentada allí, sosegada, mirando a los compradores, mientras la señora María sirve las castañas, permanece largo rato sin hablar.

La señora María termina de despachar y se sienta.

—¿Y ahora qué harás, Nieleta?

—Todavía me dan los números. Si me los quitan, me buscaré trabajo. De todos modos, me buscaré trabajo. Soy joven y fuerte. Dejaré los números, y me pondré a servir de criada, o tal vez me haga monja.

—¡No, por Dios, Nieleta! Té buscaré un novio.

—¿Un novio, yo? —repite ella, y sonríe con su dulzura acostumbrada. Y en seguida—: ¿Por qué no quiere que me haga monja?

—No, no. Me da mucha pena pensar que estarías encerrada, que no te veríamos.

—A mí me gusta. Estoy sola. No tengo a nadie a quien cuidar… —Hace una breve pausa, sonríe a un pensamiento y dice alegremente—: ¡Qué bien me estaría yo, con mi hábito de paño azul hasta los pies, con mis zapatitos negros, con mi toca blanca, y cuidando a mis enfermos, que me querrían! ¡Oh, qué bien me estaría y cómo me querrían! Me llamarían hermana, hermana Daniela. ¡Qué bonito! Sí, sí, me haré monjita, señora María; me haré monjita de la Caridad, y me llamarán hermana, hermana Daniela. Y un día dejaré a mis enfermos, los dejaré un momento, sólo un momento, y vendré a verla aquí, con mi hábito de paño azul, mi toca blanca y mis zapatitos negros. No me olvidaré de usted y me sentaré a su lado y usted me hablará y me dará de sus castañas. Luego, me volveré, con mis enfermos. Sí, sí. Me haré monjita. ¡Qué bien me estará!

—No me hables así, Nieleta. ¿Ves? Ya estoy llorando. ¡Por Dios, no me hables así…!

Y de pronto, a la señora María se le ocurrió una idea, y la quiso poner en plan en seguida.

—Óyeme, Nieleta. Anteayer enterraron a la señora Juana, ¿sabes?, la que vivía aquí mismo.

—Sí, sí; ya sé quién es. Vi el entierro. Su marido iba detrás sentado en el coche. Me dio mucha pena.

—Sí, es cierto. Pues bien, de él quiero hablarte. Su hija se fue a América; su mujer, ya lo viste, la enterraron anteayer. Él es anciano; está medio enfermo; se ha quedado solo y no tiene nadie que le cuide. ¿Por qué no vas con él? Él te conoce.

—¿Y cree usted que me querrá?

—Estoy segura. Él está como atontado. La quería mucho, y la desgracia le ha dejado casi sin entendimiento. Tal vez al primer momento te reciba mal, pero tú insiste.

—¿Cree usted que me querrá?

—Sí, sí. Ve ahora mismo, llama a la puerta, y dile que le quieres ayudar, que estás sola, que quieres ser su hija… Está solo, Nieleta, y no tiene a nadie que le cuide. Su hija, ya lo sabes, se fue a América; tú la debes de recordar. ¿No?

—Sí, la recuerdo.

—Pues bien; su hija le ha mandado dinero, y le dice que continuará mandándole todos los meses. Yo le guardo el cheque; irás tú a cobrarlo con él; entretanto, yo te daré el dinero que necesites. Pero, primero sube al piso; habla con él, y cuando estéis ya de acuerdo, vuelve y te lo daré, para que compres lo que necesite.

Nieleta se levanta; se envuelve en su viejo mantón y va decidida hacia la casa. La señora María la mira. Tiene los ojos inundados de lágrimas. Piensa en el dinero cobrado; en el que ha de venir. ¡Qué bien vivirían! Y espera impaciente.

Nieleta traspasa el umbral; sube sin prisa las escaleras, tal vez un poco atemorizada. Ya está ante la puerta; dentro no se oye nada. Dijérase un piso deshabitado. Mira el botón del timbre, pero no lo toca. Nieleta llama con los nudillos. Escucha un instante. Dentro no se oye nada; Nieleta vuelve a llamar. Escucha de nuevo. Ahora oye un ruido de pasos. Nieleta se siente contenta: su corazón palpita un poco más fuerte.

Los pasos se acercan, lentos, pesados, como de uno que apenas puede andar, que arrastra los pies por el suelo. Ya está allí. Ahora abre la puerta. La mira. Ella se asusta un poco al principio; luego sonríe. Él la mira, como haciendo un esfuerzo para reconocerla. En su rostro se pinta la sorpresa.

—¿Tú?

—Sí, vengo a ayudarle.

—¿A ayudarme?

—Sí, a ayudarle. Estoy sola; no tengo a nadie en el mundo. Sé que usted está solo. Sea usted mi padre y yo seré su hija.

Mientras hablaba fue adentrándose por el piso. Él cerró la puerta; parecía no comprender aún. La siguió hacia el saloncito, donde estaba la luz encendida. Por todas partes reinaba desorden, suciedad, abandono; del interior salía un olor apestoso.

Él se sentó en su sillón. Parecía un mendigo; el más miserable de los mendigos.

—Siéntate aquí, si quieres. ¿Y tu hermano? —Se había olvidado ya de que había visto su entierro.

—En el cielo.

—¿Murió?

—Murió de una pulmonía. Hace sólo ocho días.

—Es verdad; ahora recuerdo que vi el coche, allí en la plaza… Feliz él.

—¿Por qué feliz?

—¿Todavía lo preguntas?

—Sí, no lo sé.

—Porque no sufre ni hace sufrir.

—Pero yo le quería, y le lloro, y ruego por él.

—¿Y no has tenido bastante con él, Nieleta?

—Pero yo le quería.

—Y ahora vienes a mí.

—Sí, sea usted mi padre, yo seré su hija, o mejor, su criada. Le serviré.

—Y, ¿qué haremos?

—Vivir.

—¿No sería mejor morir? ¿Irnos con ellos?

—Dios no lo quiere.

—Dios. ¿Dónde está Dios?

—En todas partes. En el Cielo y en la Tierra.

—Sólo veo gentes que me han pisoteado, gentes que se han burlado de mí; tenía una mujer que me quería, y me la han quitado; tenía una hija y se fue. A Dios no lo veo.

—No le vemos, pero Él nos ve. Él quiere que vivamos. Él ha hecho que la señora María me mandara aquí. Le ayudaré; le serviré; le lavaré la ropa, para que pueda salir a tomar el sol los domingos, limpiaré el piso; prepararé la comida. Todo lo sé hacer; compraremos leña y encenderé el fuego en el hogar, para que pueda calentarse en las noches de invierno. Déjeme que me quede.

—Quédate, si éste es tu gusto. Puedes barrer, lavar, vestirme a mí, calzarme los zapatos, lavarme los pies…

—Todo esto haré.

Él la miró. La vio atravesando la plaza, como tantas veces, al lado de su hermano, conduciéndole, día tras día, siempre igual; la vio de niña, vestida con galas hermosas, de paseo con su criada; la vio alargando la mano «con su vestido de los buenos tiempos, pero que le iba ya corto y estaba estropeado», y descalza en la puerta de la iglesia de Santa María, junto a su madre y a su hermano; la vio de nuevo, atravesando la plaza, como la había visto tantas veces, cuando al verla se le llenaban los ojos de lágrimas. Toda su dureza superpuesta, toda su desesperación se hundían bajo los recuerdos, y su ternura y su bondad resucitaban violentamente, saltaban en su fondo como un manantial oprimido al que se da suelta de golpe. Los ojos empezaron a llenársele de lágrimas, y las lágrimas corrían por sus mejillas: «Quién, mirándote a ti, osaría quejarse de su suerte». «Un día la vi caminar por el Paraíso…» Y ahora, ha venido a buscarme a mí… Las lágrimas le corrían cada vez más abundantes.

—Sí, quédate, Nieleta. Yo seré tu padre y tú serás mi hija, sí, como en un cuento. Y no me vestirás, ni me calzarás mis zapatos, ni me lavarás los pies. En todo caso sería yo el que te los habría de lavar, quien habría de besarte los pies, esos pies que te llevaron conduciendo a tu hermano, esos pies que te han guiado hasta aquí, esos pies con los que yo te vi caminar un día en el Paraíso, donde está tu patria. Tú saldrás a la calle, cuando nos falte algo, y yo te esperaré, y después, por la noche, cenaremos juntos. No veremos a nadie. No habrá edificios grandes en nuestra vida, ni calles con ruido, ni gentes, ni coches, ni tranvías; no habrá falsos amigos, ni superiores que nos manden y que hagan sangrar nuestro corazón, ni oficinas donde se humilla a los hombres, no lugares de trabajo, sino cárceles. No hablaremos de nada de lo que sucede en el mundo; no quiero saber nada. Hablaremos de ellos, de nuestros muertos, que nos esperan; tú lo harás de tu padre y de tu madre y de tu hermano; yo de mi Mari Juana, que sólo de ella me acuerdo, a ella quiero ver la primera. No hablaremos de nadie más. Viviremos, soñaremos, y por las noches, después de haber cenado, sentados junto al fuego, nos contaremos cuentos, como los niños… Después hablaremos de nuevo de ellos, y nos animaremos a esperar. Aquí no haremos más que soñar y esperar… Esta será nuestra vida.

—¿Esperar qué?

—Esperar a irnos con ellos. Tú, en el Paraíso, donde él te espera, donde te esperan ellos. Un día, Nieleta, soñé que te veía con él; te he visto con tu hermano en el Paraíso. Él será como en mi sueño; será alto, apuesto, hermoso, andará con gallardía, sonriendo y llevará bellos vestidos. Cuando te vea, se acordará de los días en que le llevabas del brazo, aquí abajo, en la tierra, donde todo es feo y miserable, y correrá a tu encuentro… Sólo le pido a Dios que ese día me deje verte desde un rincón oculto, para llorar yo también de alegría. Tú irás así hacia él, y yo hacia ella, hacia mi Mari Juana. Ella estará igual que en la tierra, menuda, como era, dulce, hasta con sus arrugas, y sobre todo, con su sonrisa de aquí, y con su voz, con aquella voz que me hablaba por las noches, cuando, después de cenar, venía y se sentaba a mi lado, con aquella voz que me consolaba, cuando yo me sentía triste. Yo la veré de lejos, sentada, esperando. Estoy seguro de que ya me espera, y lo primero de todo, me arrodillaré y le pediré perdón. Ella me abrazará, sonriendo, y yo me pondré a llorar en sus brazos. Ahora, contigo, Nieleta, ya puedo esperar. Sólo tengo esto que hacer.

—Sí, sí. Ahora voy a buscar leña; la tienda todavía está abierta. Compraré leña y encenderemos fuego, porque aquí hace un frío horrible; limpiaré un poco el piso, pondré orden; haré la comida y cenaremos. Después nos sentaremos aquí junto a la llama y hablaremos, nos contaremos cuentos. Ahora voy abajo.

Él la miró de pronto, casi agitado, temeroso tal vez de que ella no volviera.

—¿Volverás, Nieleta?

—Claro que volveré; volveré, padre. —Lo acarició y le vio llorar de nuevo, mirándola, porque le había llamado padre y le había acariciado como su Lisa, y se acordó también de su hija.

Ella bajó las escaleras y salió a la calle. Las estrellas brillaban claras sobre la plaza, en torno a las torres de la iglesia; hacía frío, pero Nieleta ya no lo sentía. Más allá, hacia las Ramblas, se oía el fragor del tráfico, el rugir de la ciudad alborotada, sumida siempre como en una tempestad. Pero ella, en la ciudad, tenía un hogar. Se acercaban las Navidades y tenía hogar y un anciano a quien cuidar. La señora María la esperaba ya ansiosamente, de pie, junto a su hornillo.

—¿Qué, Nieleta?

—Me quedo. Deme el dinero; voy a comprar leña; encenderé el fuego en la chimenea. Él está aterido. Compraré también comida, para hacer nuestra cena, ¡qué contento estuvo!

—Gracias, Nieleta.

—Gracias yo a usted, señora María, ¿sabe? Creo, de todos modos, que él está mal. Dice cosas extrañas. Parece un niño y hay que hablarle como a un niño. Me parece que está enfermo. Al principio me asusté, no le reconocí. Después vi que era él. Viviré con él, y le cuidaré hasta que muera. Después, ya lo sabe; me haré monja de la Caridad y me iré con mis enfermos, no me diga que no… Pero no me olvidaré de usted…

Y se alejó.

FIN