Capítulo VI

AL DÍA SIGUIENTE, Mari Juana se sentía enferma. Todos los sufrimientos de aquellos días últimos; el esfuerzo sostenido para disimular sus amarguras, el trabajo hasta altas horas de la noche y el poco descanso; la preocupación por su hija y por la situación en que quedaban: todos los sentimientos, todas las angustias de estos días parecieron abatirse de golpe sobre ella. Una terrible laxitud agarrotaba sus miembros; la atravesaban escalofríos; sin duda tenía fiebre; pero no quería decírselo a sí misma, porque la idea de caer enferma en este momento la horrorizaba. Dejó la cama, a pesar de su estado, y se esforzó en cumplir las tareas del día, pero en la cocina, preparando el desayuno, tuvo que apoyarse para no caer. Él, en cambio, se mostraba animado; tal vez presintiera el estado de ella, y, en el fondo, en su animación, hubiera sólo un deseo de engañar y engañarse.

—Verás, Mari Juana, verás… El lunes empezaré el trabajo; tú podrás dejar de planchar, y volveremos a nuestras veladas. ¡Estábamos tan bien allí, hablando, o escuchando la radio! Quitaremos el letrero de abajo, que cada vez que lo veo me da pena. Tú te ocuparás sólo de la comida y de la casa. Para nosotros dos, con poco bastará. Verás, Mari Juana, verás… —Después, quedaba ensimismado, y al fin no podía contenerse y se lo decía—. La verdad es que uno la echa de menos, ¿verdad, Mari Juana? ¡Era tan cariñosa y tan buena! ¡Nos quería tanto! Y llega la noche, y uno piensa que ha de volver de su paseo, que de un momento a otro la oirá llamar a la puerta, que oirá sus pasos por el corredor… Uno se resiste a creer que está fuera; y llega la noche y Lisa no viene, y luego se pone uno allí, y parece que el mundo se ha vuelto de repente un desierto. Luego espera aún que ella venga a besarlo y a decirle «Buenas noches, papá», y tampoco viene. ¡Eran tantos años de oírla llamar a la puerta, de verla entrar antes de ir a acostarse, y recibir su beso y sus «Buenas noches»! Y ella no viene, y uno tiene que irse a dormir sin que ella le bese, sin que ella le diga «Buenas noches, papá» y uno no duerme bien; parece que le falta algo… La verdad es que sí que uno la echa de menos; la verdad es que uno encuentra que la casa se ha hecho muy grande, que está muy vacía… ¿verdad, Mari Juana?

Hubo un silencio. Mari Juana habló por fin, con un esfuerzo.

—Tenía que ser así. Es la vida, Juan. También yo me casé y dejé a mis padres, y todos hacen lo propio. La lástima es que se haya ido tan lejos.

—Es eso… Tan lejos… ¡Si por lo menos se hubiera quedado aquí! Con sólo que hubiese venido a vernos una vez por semana, una vez al mes, ¿verdad, Mari Juana?

—Dios lo ha querido así. Tenemos que resignarnos.

—Es cierto; tenemos que resignarnos. Además, él dijo que volverían.

—Sí, dijo que volverían.

Callaron.

Todavía el tercer día Mari Juana consiguió levantarse, pero el cuarto, a pesar de poner en ello toda su voluntad, ya no pudo hacerlo. Por la mañana le dijo a él que permanecería un poco más en el lecho. No debía asustarse. No era nada; simple fatiga. Descansaría un poco y por la tarde se levantaría. Él la miró angustiado.

—¿Te sientes mala, Mari Juana?

—Si, me duele un poco la espalda, me siento débil; es como si me hubieran apaleado. Pero no será nada. No te preocupes. Un poco de fatiga; descansaré y esta tarde me encontraré buena. —Él se levantó y empezó a preparar el desayuno. Entraba y salía sin cesar; la miraba; volvía a salir y a entrar.

—¿Te duele mucho, Mari Juana?

—Un poco. Pero no será nada. Esta tarde ya…

—Bueno, descansa. Eso debe de ser de estos días. La marcha de Lisa… El dinero… Tampoco yo me he encontrado nada bueno. Si quieres iré al mercado, Mari Juana. No te preocupes…

—No hace falta que vayas tú. Puedes ir abajo, a la señora Isabel, y rogarle que haga subir a su nieta. Ella tiene que ir al mercado para los suyos; le encargaremos lo que necesitemos. Ya lo he hecho otras veces, cuando he estado demasiado ocupada. Después puede limpiar la casa. Es lista y trabajadora, y lo hará de buen grado. Dile que le pagaremos. La verdad es que tenemos tan poco dinero…

—No te preocupes, Mari Juana, querida. No sufras. Mañana mismo iré a ver a Jaime Aranda; ya le conoces. Cuando él estaba necesitado, le ayudé; mientras no lo necesité no le pedí nada, pero ahora se lo recordaré, y él no podrá negarse. Además, le diré que tú estás enferma.

Mari Juana se sintió apenada por él. Le diría que ella estaba enferma. ¡Pobre Juan! ¡Como si le importara algo a aquel feroz egoísta el que ella estuviese enferma o que se muriera! Juan creía que todos eran como él, que diciéndole que tenían los hijos enfermos, se habría dejado despojar, hasta de sus vestidos. ¡Pobre Juan! No tiene remedio. Mari Juana, sin embargo, dominó su amargura.

—No olvides que yo se la fui a reclamar. Me pagó una parte; no lo olvides. Además, ¡hace tanto tiempo!

—Es verdad. Pero, de todos modos, él se acordará del favor que le hice. Yo le pediré que me preste un poco más. No podrá negarse. Y menos estando tú enferma. No te preocupes, Mari Juana, no sufras.

Eterno niño, volvía a caer siempre en su estado de buena fe respecto a los hombres. Pensar mal representaba para él una violencia, y apenas pasaba el motivo, volvía en seguida a su estado de ilusión y de noble confianza.

Juan Bausá fue abajo a avisar a la muchacha; ésta le prometió subir antes de ir al mercado. Luego, él volvió a la cocina. Volvía como antes a entrar y salir, mientras preparaba el desayuno. Permanecía un momento fuera, pero al cabo de poco volvía a estar allí. Se le veía hondamente preocupado, invadido por el temor. No sabía qué hacer. La miraba y no cesaba de repetirle que no se preocupara.

—No te preocupes, Mari Juana. El lunes empezaré a trabajar.

—Pero si no estoy preocupada, Juan, por esto…

No, no lo estaba sólo por aquello: lo estaba por aquello y por lo demás, lo estaba por todo. Lisa les había dejado algún dinero, pero si ella no podía trabajar, pronto se terminaría. Mari Juana se sentía más aterrada que nunca ante la vida, y pensaba, sin querer, en la posibilidad de que su enfermedad durase, de que pudiese incluso morir y dejarle solo en la vida. La verdad es que ella se sentía muy enferma, y sin ella, ¿qué haría él solo?

Por la tarde, Mari Juana no se levantó. Él le repitió una vez más que no se preocupara. Llamó a la muchacha de abajo, pues se sentía incapaz, con su preocupación por su mujer, de fijar la atención en lo que hacía. La muchacha preparó la cena. Mari Juana no quiso cenar. Tomó un poco de leche. Tenía las mejillas encendidas; los ojos brillantes y la mirada turbia. Subió a verla la señora Isabel; trató de quitarle importancia a la cosa, de animarlos, pero una vez fuera, ya sola con él, le aconsejó que fuese a avisar al médico. Él se arregló como pudo; se puso el sombrero sobre sus cabellos despeinados, y salió, mientras la muchacha quedaba al cuidado de la enferma. El médico no estaba; dejó el encargo y suplicó que, sobre todo, no se olvidara de hacer la visita. Imploraba como un niño; casi lloraba. El médico no fue, y Mari Juana empeoraba. Él no se movía de su cabecera, siempre a punto para lo que pidiese.

Ya muy tarde, Mari Juana se amodorró; él fue al saloncito; se llevó su sillón allí, lo colocó junto a la cabecera; se puso una almohada en el respaldo; apagó la luz y se recostó junto a ella sin desnudarse.

Al día siguiente Mari Juana continuaba en el mismo estado. La fiebre persistía y persistían el abatimiento y el dolor de cabeza, con vértigos y frecuentes desvanecimientos. Le sonrió.

—Parece que me encuentro mejor. Ya veremos; tal vez me levante mañana. —Pero ella ya sabía que no se levantaría mañana, ni quizá pasado. A él apenas podía mirarlo; viéndole, se hubiera puesto a llorar.

—Mira, Mari Juana, haré subir a la muchacha, y yo me iré a ver a Jaime Aranda. Cogeré el tranvía, y si lo encuentro en casa, estaré de vuelta en seguida.

Mari Juana pensaba en lo que le había costado a ella cobrar aquella parte de la deuda; estaba segura de que él no conseguiría nada y sufría de nuevo por su buena fe.

Volvió cerca ya del mediodía. Entró abatidísimo, agotado, sin aliento; dejó el sombrero sobre la silla y se sentó junto a ella. Jaime Aranda —ella ya lo sabía— no podía ayudarle; ni siquiera pagarle el resto de la deuda.

—Nada, Mari Juana. No me ha dado nada. Jaime me ha dicho que no puede. Dice que tuvo a su hija enferma, que pasa una mala época.

Casi no podía hablar: se le veía disgustado; de nuevo aquella sospecha sobre la bondad de los hombres, de la que se olvidaba cada vez, volvía a resucitar en su alma y le llenaba de amargura.

—De casa de él me he ido a ver a Roda. También él me debió dinero, ya te lo dije. Le fui a ver al banco, donde trabaja, y tampoco él me pudo prestar nada.

Mari Juana calló.

Tanto al uno como al otro los conocía. A este último, ella ni siquiera habría ido a verle. Era un cínico, un libertino, y un tramposo, que enredaba a todo el mundo sin escrúpulo alguno y no ganaba para sus vicios. Juan había ido al banco a verle. Roda había salido en seguida, saludándole muy amablemente. Tal vez pensó que había cobrado alguna herencia; quizá salió ya preparado para proponerle un nuevo negocio como los que le había propuesto la otra vez. Tuvo ganas de reír oyéndole. ¡Caramba! —pensó—. ¡Qué memorión! Y el pobre tenía a su mujer enferma. ¡Qué tristeza! Además, la hija se le casó y se fue a América. Tampoco estaba mal. Buena idea. ¡Buen final de película! Era una pena, sí, pero la cosa en sí no estaba mal. En cuanto a ayudarle… Se rió para sí. Sí, sí. De no encontrarse él tan apurado, lo hubiera hecho con gusto, ¡caray! No, no se olvidaba él, no, del favor que le hizo. Además, ya sabía cuánto le apreciaba, y no de ayer. Pero no podía. Se despidió rápidamente; le deseó que se aliviara su mujer, y que su hija y su yerno fuesen muy felices, y se fue, dejándole aturdido, sin saber qué hacer, pensando dolorosamente en Mari Juana y en la triste situación en que estaban.

—No se acuerdan ya de cuando les ayudaste. Son así. Pero, no te apures —dijo ella—. Dios nos ayudará.

La situación, entretanto, empeoraba. El dinero se terminaba. Pasaban los días y Mari Juana estaba cada día peor.

Él estaba abatido, sin saber qué hacer, y cada vez más preocupado por ella, más aterrado y sin ánimo de hacer nada. Hasta ahora, enferma y todo, sería ella la que tendría aún que darle ánimo. ¡Ah! Por qué habría permitido Dios que cayese enferma en este momento. La idea de que pueda morir, cada día más hincada en su alma, de que pueda dejarle solo en este mundo de egoísmo y de impiedad, la desespera, y sin embargo, la muerte la siente dentro de ella como algo fatal, inevitable. No la engañan sus presentimientos. El médico le había dicho a él, a escondidas de Mari Juana, que el caso era grave. Se lo ocultaron, pero ella lo sabía mejor que ellos, lo sentía y se angustiaba y desesperaba por él; habría querido rogarle a Dios que se los llevara juntos. Ahora es ella la que intenta a su vez animarle.

—No te inquietes, Juan. No sufras. Ya verás cómo me pondré buena, ya verás. Tú trabajarás. Lisa volverá de América. ¿Te acuerdas que dijeron que volverían? —Ella no lo había creído; siempre pensó que no la vería más, y sin embargo, ahora se lo recordaba ella.

—Si, por Navidad…

—No, esta Navidad no. Él se refería a la otra, naturalmente. Para ésta no había tiempo; será la otra, sí. Vendrán por Navidad. Tal vez nos traigan un nietecito. ¡Quién sabe! ¿Qué bien estaríamos, verdad, todos juntos? —Y Mari Juana le acaricia la mano—. Ya verás.

A veces, en esta obsesión, en su deseo de hacérselo creer a él, se engañaba ella misma. Parece que a medida que se siente más enferma, a medida que flaquea su voluntad, Mari Juana tiende más a aquella esperanza, se sugestiona más fácilmente. Piensa en si Dios hiciera este milagro; si pudiesen aún verse todos reunidos en una noche de Navidad, como las pasadas, cuando tañían las campanas del Pino y estaban los tres en torno a la mesa, y se ponían a rezar, y la bendición de Dios parecía descender sobre sus cabezas; piensa en si pudiese ver a Lisa de nuevo, dejarle a él en sus manos antes de morir. Entonces se iría feliz. No le pediría nada más a Dios.

Ella tal vez se engaña un momento. Pero él continúa igual, mirándola, como si estuviese lejano.

El día siguiente el médico se mostró aún más pesimista. Él, Juan, se puso a su lado, mientras la auscultaba. Ella inspiraba piedad; parecía adivinarlo, y se resistía a descubrir la pobreza de su cuerpo consumido. No tenía más que la piel y el hueso.

El médico se retiró, con él detrás, que le seguía como un perro. Se despidió de él diciéndole que había que esperar; pero, luego, a la señora Isabel, que le detuvo en el rellano, le confirmó la pésima impresión; le dijo que la enferma estaba grave, que no sólo no creía que se salvara, sino que ni siquiera que durara mucho.

Por la tarde ella pareció algo animada. Él le habló.

—¿Sabes que he pensado, Mari Juana? —le dijo, lleno de súbito entusiasmo, como si hablara con una niña—. Venderemos la radio.

—¿Y tú qué harás por las noches sin la radio?

—No, no, Mari Juana. Si no deseo escucharla. Ahora no sirve más que de estorbo. Cuando tú te levantes ya compraremos otra.

Ella se sentía triste. Su gesto la conmovía como siempre, pero estaba triste, primero por vender la radio, que era un regalo de sus padres; luego, por el sacrificio de él, y, por último, porque también esta vez le engañarían.

—¿Por qué no vas con la señora Isabel?

—¿Para qué, Mari Juana? Ya iré yo solo. No hace falta que molestemos a nadie.

Volvió, como siempre, desolado.

—No me han dado más que cien pesetas, Mari Juana. Me han dicho no sé qué de las lámparas. No la querían. Yo les he dicho que tenía a mi mujer enferma, pero no han querido dar más. ¿Qué tenía que hacer? La he vendido.

Un robo, un escándalo. Lágrimas de indignación le asomaron a Mari Juana a los ojos. En el fondo se preguntaba por qué había de indignarse, si lo sabía de antemano. Además, era muy dudoso que la señora Isabel hubiera sacado más. Ir a vender una prenda era ir a indignarse y a sufrir.

—Ya está bien, Juan. No te preocupes. Con esto tendremos para pasar unos días. Después Dios proveerá.

Y cerró los ojos.

A la radio siguieron los libros; la colección de la Ilustración Española, la del Patufet, por cuya pérdida casi lloró, por haberlo leído tantas veces junto con Lisa, por haber gozado tanto con sus cuentos. Pero nada les sacaba de aquella situación. El dinero se esfumaba rápidamente. Un día él llegó más abatido que de costumbre, más silencioso y triste. Al cruzar la plaza había visto el coche de los muertos frente a la iglesia. Se había enterado de que el muerto era el hermano de Nieleta, que acababa de fallecer de una pulmonía. Parecióle como si se tratara de uno de su familia, y en el estado en que se encontraba, con Mari Juana en la cama, Juan Bausá se sintió aún más impresionado, con una sensación más viva de frío y de abandono. A pesar del estado de ella, no pudo contenerse:

—¿Sabes quién ha muerto, Mari Juana? —Mari Juana le miró—. El hermano de Nieleta.

—¿El hermano de…?

—Sí. He visto el coche en la plaza. ¡Me ha dado una tristeza!

—En el fondo no es nada triste. Él descansará y ella también.

—Es verdad. Y sin embargo, me siento triste.

Ella seguía empeorando; se hacía cada vez más pequeña, como si se alejase; parecía fundirse poco a poco, mientras él, cada vez más aturdido, no se apartaba de su lado. Parecían repetirse los días lejanos, a poco de casados, cuando ella estuvo enferma por primera vez. Pero él no era el mismo. Entonces, inclinado sobre ella, sin moverse apenas de su cabecera, parecía suplicar que no se le muriera, que no le dejara solo. En aquellos días había una tristeza en él, una ansiedad que ya no tenía; no sabía de amarguras, de necesidades, ni de engaños, y su alma era pura como la de un niño. Ahora no, ahora no hay ansiedad, sino terror; un vago horror de no sabe qué. Tiene momentos de animación, cuando ella experimenta alguna mejoría, pero vuelve a recaer siempre en este silencio sombrío, doloroso.

El día siguiente el cielo se despertó nublado. Ya muy de madrugada empezó a llover. Juan Bausá estaba sentado al lado de ella; de pronto, en medio del temor, del total aturdimiento en que vivía, le asaltó una sospecha terrible. Recordó las palabras de Mari Juana con ocasión de la muerte del hermano de Nieleta y se sintió aterrado. Ella lo había dicho sin el menor asomo de intención; pero en el alma de él sus palabras se juntaron a sus viejas sospechas y despertaron el temor que le había atormentado ya otras veces, aunque más vivo, más intolerable. Ella había dicho que Nieleta podría ahora descansar. ¿No hablaría también por ella, Mari Juana? Una duda punzante se le clavó en el alma y no le dejó ya sosegar. ¿No era un inútil él, que no había sabido defenderlas, que no había hecho nada para ayudarlas? ¿No estaría disgustada con él Mari Juana? En el fondo, ¿no desearía también ella morir, irse a descansar? Empezó a sugestionarse con la idea, y hasta llegó a parecer le que su mujer en estos tiempos últimos no le había tratado con el mismo cariño. Se sintió invadido de un malestar atroz. Se le acercó temblando.

—Mari Juana…

—¿Qué tienes?

—¿No estás disgustada conmigo?

Ella le comprendió; desde el fondo de su postración y de su dolor, sonrió amargamente.

—Pobre Juan, acércate —cogiéndole la mano.

Pero él no podía ya desechar de su alma aquella duda. Él no había sabido ayudarla; Mari Juana había acabado por enfermar, lo que estuvo temiendo siempre, sin saberlo evitar: todo era culpa de él. La vida de ella había sido una continua lucha. Morir le sería un bien. Iría a descansar.

—Es que no sé, Mari Juana. ¡He sido tan torpe! No he sabido defenderos, ni ayudaros. ¡He sido tan torpe, tan desgraciado!, y luego, ¡perder de aquel modo mi colocación! Es verdad que era un hombre sin entrañas, que no tuvo piedad de nosotros, pero yo me comporté como el peor de los hombres.

—No digas esas cosas, Juan. Me haces daño. ¡Si supieses!

—¿De veras que no estás disgustada?

—¿Cómo puedes pensarlo?

—A veces pienso incluso que la muerte será un bien para ti, que descansarás, que aquí nunca has podido hacerlo. Y la culpa…

—¡No, no! ¡Juan, no hables así, que me desesperas!

Estaba horrorizada de oírle. ¿Cómo había podido llegar a aquello? Ella hubiese querido, de haberlo podido hacer, decirle toda la ternura que alimentaba por él en su pecho. ¡Cómo le veía, cuando le comparaba con los otros, con los que le habían engañado, o habían abusado de él, con los que le habían humillado y le habían hundido sin la menor piedad en la miseria! ¡Cómo podía pensar aquellas cosas! «¡No lo creas!» —le habría gritado—. «¡No lo creas!» —Y hubiese continuado hasta decírselo todo en esta hora suprema; todo—. «¡No lo creas! Te quise como nunca pudiste sospechar, pero hoy, en esta hora, te quiero más que nunca, y cuando te comparo con otros, con algunos de los que brillan en la vida, te quiero todavía más. Mi afán, mi misión en la tierra ha sido velar por ti, cuidarte y quererte; a mí me ha bastado con tu cariño y tu bondad, sobre todo, con tu bondad; esta bondad que te ha servido sólo para hacerte desgraciado, para que todos abusaran de ti. Y si mañana muriera, y Dios me concediera ir al cielo, aun en el cielo me atormentaría la idea de no poder bajar a ayudarte; de no poder bajar por las noches cuando estés solo a consolarte, como si volviera de la cocina, después de terminar mi trabaja, a hacerte compañía, como en aquellas noches que fuimos tan felices.»

—No, no lo creas, ¡por Dios! ¡No me hagas sufrir! Ven, Juan, acércate. No te alejes de mí. Quiero estar siempre contigo. Te quiero más que nunca, ¿sabes?, más que nunca, ¿lo oyes?…

Se abrazaba a él desesperada, para caer rendida, bruscamente, sobre la almohada, sudorosa, lejana, con la mirada extraviada. Y luego empezaba a delirar. Él, entonces, se inclinaba sobre ella, la llamaba; le enjugaba el sudor de la frente, la acariciaba… Se movía de un lado a otro, sudaba él a su vez; deseando con toda su alma salvarla, y sin saber qué hacer…

—Te creo, Mari Juana. ¿Ves? Ya estoy contento. Perdóname. No sé hacer más que atormentarte. Yo también te quiero más que a todo lo del mundo… Mari Juana… Mari Juana… querida… Mari Juana… —Pero ella estaba ya lejos, sin verle, sin poderle oír.

Se sentó junto a ella, como si se dejase caer en un abismo, y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Fuera continuaba lloviendo; desde la madrugada no había cesado de llover.

Poco a poco fue cesando en su llanto; fue pensando en su vida; se acordó de los días de la oficina: se acordó de su jefe, de los que habían abusado de él, de los que le habían engañado, y la vida asumió ante él, por última vez, un rostro despiadado y feroz, ante el cual se encontraba indefenso; como si estuviese solo en el ancho mundo, como en una selva y por todas partes se adivinase la presencia de fieras. Se levantó, se inclinó sobre ella y volvió a llamarla, llorando, con terror casi, con un oscuro y misterioso terror. Ella se agitaba apenas en su lecho; no lograba ya ni abrir los ojos, y volvía a quedar inmóvil, con la mano inerte abandonada en la de él, sin fuerzas ya para estrecharla.

Por la noche subió la señora María, y poco después la señora Isabel. Mari Juana había entrado en la agonía. El pulso se le apagaba; la enferma movía continuamente la cabeza; respiraba anhelosamente, como si le faltase aire. Cada vez parecía más pequeña; su piel casi resplandecía, y estaba con los ojos cerrados.

Hacia las diez la enferma pareció reanimarse un momento. Fuera continuaba lloviendo. Mari Juana abrió todavía los ojos; vio a su marido a su lado y le sonrió dulcemente. Él sintió una alegría inmensa. «¡Si Dios lo hiciera!»

—Mari Juana… Mari Juana… querida… Prenda, Mari Juana… —Estaba sudando, inclinado sobre ella, casi sin respirar, y llamándola.

Se la vio agitarse angustiosamente en el lecho; pareció como si quisiera mover el brazo, pero no pudo; sin embargo, en un esfuerzo supremo logró levantar un poco la cabeza y la abatió de nuevo sobre la almohada. Él, inclinado sobre ella, volvió a llamarla, más angustiosamente aún, su alma entera, toda su ansiedad puesta en aquella esperanza:

—Mari Juana… Mari Juana…

Pero la enferma ya no se movió; ya no le veía. Sus labios secos, sin color, murmuraron algunas palabras; se vio claramente que decía algo, pero no lo pudieron entender. Un leve estremecimiento agitó de nuevo el cuerpo consumido, y después quedó con el rostro inmóvil, blanco, sobre la almohada. El pulso se había hecho lento, casi imperceptible; movió dulcemente la cabeza, dos, tres veces; abrió la boca, como buscando aire, como un niño, y expiró.

El día amaneció también lluvioso, sombrío, con nubes bajas y pesadas, rasando los pararrayos, las antenas y las altas cúpulas. El mes de diciembre tocaba a su fin, y en los paseos los árboles desnudos levantaban sus ramas negras bajo la lluvia, hacia el cielo sombrío. Juan Bausá no se cuidaba ya de nada; parecía haberse desprendido totalmente de todo lo que le ataba a la vida, como si también él hubiese terminado con todo. Ahora no recordaba nada; no se preocupaba de nada: ni del dinero, que no tenía, ni del porvenir. Se estaba sentado horas y horas al lado de su muerta, sin hablar, casi sin moverse; se levantaba a veces, iba a su saloncito, se sentaba y permanecía también allí largos ratos, inmóvil, con la mirada en el vacío, con su rostro sin expresión, con sus ojos vueltos hacia dentro, pero con un no se sabía qué de dureza que nunca había tenido. De repente, se acordaba de ella; se levantaba, salía a la alcoba, arrastrando los pies, tambaleándose, y volvía a sentarse a su lado, como si la tuviera todavía como en estas noches, como en tantas noches, en que había velado junto a ella inútilmente, como si hubiese también ahora de despertar; como si, de pronto, hubiera de verla agitarse dulcemente, abrir los ojos y sonreírle, sin sorpresa, segura de que estaba allí. Estaba, sin embargo, más grave, más sombrío que nunca, y no hablaba para nada. A veces entraba la señora Isabel, o la señora María, que también había ido. Él las miraba con sus ojos de idiota, y con su extraña y sombría severidad. Si le mandaban algo, obedecía; salía a comer un bocado cuando una de las dos mujeres se lo indicaba; pero, de pronto, se levantaba sin terminar y volvía a sentarse al lado de ella.

En la casa no quedaba nada; no había un céntimo, y si podía comer, era gracias a las dos mujeres, pero él no se preocupaba. No pensaba en nada, a todas horas con su muerta, con su dolor, acaso con su ira recóndita, fuera del tiempo y del espacio.

Las dos mujeres se cuidaron de vestir a la difunta, lavarla y peinarla. No tenía más que la piel y los huesos y parecía aún más pequeña. Vestida y arreglada, tendida sobre la cama, con un cirio encendido junto a la cabecera, parecía, en efecto, dormida. Su rostro tenía una expresión tal de dulzura, que hacía pensar en algo sobrehumano y celestial. Lo tenía muy blanco, de una blancura de lirio, y sobre él se le había impreso un reflejo de serenidad, tan dulce, que trascendía casi a santidad. Su rostro blanco, con aquella expresión de inefable beatitud, bajo el reflejo de la llama, parecía casi resplandecer; parecía como si a cada momento fuera a dilatarse en la más dulce de las sonrisas, como si estuviese a punto de sonreír de no se sabía qué secreto guardado en el fondo de su alma. Para ella había llegado el día del descanso. La ciudad podía rugir ya en torno a ella; estaba alta, inalcanzable ya. Tal vez por esto, parecía querer sonreír; y también por algo que hubiese ya entrevisto más allá, por la lectura de algún misterioso mensaje, hecho ya claro para ella.

La señora Isabel y la señora María se cuidaron de ir al Ayuntamiento para los trámites del entierro. Ella sería enterrada junto a sus padres, en un nicho, en el Cementerio Nuevo. Se encargó un ataúd sencillo; dos hombres lo llevaron, ya muy avanzada la tarde. Continuaba oyéndose el rumor de la lluvia. Ayudado por las mujeres, los dos hombres la colocaron en la caja. Poco después se oyó abajo el coche de los muertos. La señora Isabel dio a los hombres las indicaciones sobre el nicho en el que había de ser enterrada, pues no iría nadie al cementerio. Él no había despegado los labios. Lo miraba todo con la misma actitud de atontado, con los ojos fijos en ella, hasta que cerraron la caja. Los hombres, sosteniendo el ataúd —era como si lo llevaran vacío—, avanzaron por el corredor. Fuera se oía llover. No la acompañaba nadie. No había carruajes, ni autos; no tenía parientes, ni amigos. Sólo lo tenía a él. Habían soñado con irse juntos; pero ella se iba y él se quedaba aquí. Llovía. Era como si la Naturaleza llorase por la muerte de ella o por la soledad de él, era como si el día llorase. Un alma piadosa debió de recordarla a la iglesia, y las campanas del Pino empezaron a doblar fúnebremente, y era también como si las campanas llorasen.

Los hombres avanzaron por el corredor. Entonces las mujeres, llorando las dos, vieron al viejo, que los seguía pegado a la caja. Iba con zapatillas, cayéndole, como siempre, el pantalón; con una americana muy vieja y arrugada, y muy grande, pues había enflaquecido hasta casi desconocérsele, avanzaba dando tumbos, débil y achacoso, sin poder apenas sostenerse. Iba despeinado, sin nada en la cabeza; llevaba una barba crecida, sucia y descuidada, y su aspecto era el del más mísero mendigo. Llovía. No tenía carruaje que le llevara, pero él no se preocupaba de nada, y avanzaba pegado a la caja donde iba ella dormida. Las mujeres trataron de retenerle; él las rechazó con una violencia desacostumbrada, y las miró de tal modo, que casi les infundió terror. Bajaron la escalera; él, cogido a la barandilla, les iba siguiendo fatigosamente. Estuvo a punto de caer y, cosa extraña en él, profirió una blasfemia. La señora María bajó detrás de ellos. Era su intención buscar un taxi y acompañarle ella al cementerio, pero él se opuso y suplicó a los hombres del coche que le dejaran ir con ellos. Ellos iban envueltos en anchas esclavinas negras, calzados con altas botas; él iba casi desnudo. Los caballos piafaban impacientes. Los hombres le miraron, a punto de reír de su facha, sin saber qué hacer, pero, al fin le dejaron un pequeño espacio en la parte de detrás, casi tocando el ataúd, y le ayudaron a subir. La señora Isabel le bajó una manta, para que se envolviera. Él la rechazó y quedó como iba, bajo la lluvia, que continuaba cayendo. El coche partió, pero no había andado cien pasos, cuando Juan Bausá les pidió que pararan, que quería bajar, y se volvió a su piso. Tal vez debió de parecerle, de pronto, que ella continuaba allí, que allí estaban su espíritu, sus recuerdos, su sombra querida deslizándose entre los muros; debía tal vez parecerle que la tenía más allí que en el ataúd, que acaso volvería a encontrarla, y tambaleándose, como un borracho, pero con prisas, se alejó hacia su casa bajo la lluvia.

El coche se perdió entre el tráfico, Ramblas abajo.